EL ESPIRITU SANTO Y SU PRESENCIA EN NOSOTROS,
SEGUN SAN PABLO
Sabemos lo que nos dice san Lucas sobre el Espíritu Santo en los Hechos de
los Apóstoles, al describir el acontecimiento de Pentecostés. El Espíritu
pentecostal imprime un empuje vigoroso para asumir el compromiso de la misión
para testimoniar el Evangelio por los caminos del mundo. De hecho, el libro de
los Hechos de los Apóstoles narra toda una serie de misiones realizadas por los
apóstoles, primero en Samaria, después en la franja de la costa de Palestina,
como ya recordé en un precedente encuentro del miércoles. Ahora bien, san Pablo,
en sus cartas, nos habla del Espíritu también desde otro punto de vista. No se
limita a ilustrar sólo la dimensión dinámica y operativa de la tercera Persona
de la Santísima Trinidad, sino que analiza también su presencia en la vida del
cristiano, cuya identidad queda marcada por él.
Es decir, Pablo reflexiona sobre el Espíritu mostrando su influjo no
solamente sobre el actuar del cristiano sino sobre su mismo ser. De hecho, dice
que el Espíritu de Dios habita en nosotros (Cf. Rom 8, 9; 1ª Cor 3, 16) y que «Dios
ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gal 4, 6). Para
Pablo, por tanto, el Espíritu nos penetra hasta en nuestras profundidades
personales más íntimas. En este sentido, estas palabras tienen un significado
relevante: «La ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de
la ley del pecado y de la muerte… Pues no recibisteis un espíritu de esclavos
para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos
que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rom 8, 2.15), dado que somos hijos,
podemos llamar «Padre» a Dios.
Podemos ver, por tanto, que el cristiano, incluso antes de actuar, posee ya
una interioridad rica y fecunda, que le ha sido entregada en los sacramentos del
Bautismo y de la Confirmación, una interioridad que le introduce en una relación
objetiva y original de filiación en relación con Dios. En esto consiste nuestra
gran dignidad: no somos sólo imagen, sino hijos de Dios. Y esto constituye una
invitación a vivir nuestra filiación, a ser cada vez más conscientes de que
somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios.
Es una invitación a transformar este don objetivo en una realidad
subjetiva, determinante para nuestra manera de pensar, para nuestro actuar, para
nuestro ser. Dios nos considera hijos suyos, pues nos ha elevado a una dignidad
semejante, aunque no igual, a la del mismo Jesús, el único que es plenamente
verdadero Hijo. En Él se nos da o se nos restituye la condición filial y la
libertad confiada en nuestra relación con el Padre.
De este modo descubrimos que para el cristiano el Espíritu ya no es sólo el
«Espíritu de Dios», como se dice normalmente en el Antiguo Testamento y como
repite el lenguaje cristiano (Cf Gen 41, 38; Ex 31, 3; 1ª Cor 2, 11.12; Fil 3,
3; etc.). Y no es tan sólo un «Espíritu Santo», entendido genéricamente, según
la manera de expresarse del Antiguo Testamento (Cf. Is 63, 10.11; Sal 51, 13), y
del mismo judaísmo en sus escritos (Qumrán, rabinismo). Es propia de la fe
cristiana la confesión de una participación de este Espíritu en el Señor
resucitado, quien se ha convertido Él mismo en «Espíritu que da vida»
(1ª Cor 15, 45). Precisamente por este motivo san Pablo habla directamente del
«Espíritu de Cristo» (Rom 8, 9), del «Espíritu del Hijo» (Gal 4,
6) o del «Espíritu de Jesucristo» (Fil 1, 19). Parece como si quisiera
decir que no sólo Dios Padre es visible en el Hijo (Cf. Jn 14, 9), sino que
también el Espíritu de Dios se expresa en la vida y en la acción del Señor
crucificado y resucitado.
Pablo nos enseña también otra cosa importante: dice que no puede haber
auténtica oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. De hecho, escribe:
«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos
cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros
con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la
aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según
Dios» (Rom 8, 26-27).
Es como decir que el Espíritu Santo, es decir, el Espíritu del Padre y del
Hijo, se convierte como en el alma de nuestra alma, la parte más secreta de
nuestro ser, de la que se eleva incesantemente hacia Dios un movimiento de
oración, del que no podemos ni siquiera precisar los términos. El Espíritu, de
hecho, siempre despierto en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre
nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Obviamente
esto exige un nivel de gran comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a
ser cada vez más sensibles, más atentos a esta presencia del Espíritu en
nosotros, a transformarla en oración, a experimentar esta presencia y a aprender
de este modo a rezar, a hablar con el Padre como hijos en el Espíritu Santo.
Hay, además, otro aspecto típico del Espíritu que nos ha enseñado san
Pablo: su relación con el amor. El apóstol escribe así: «La esperanza no
falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). En mi carta encíclica «Deus
caritas est» citaba una frase sumamente elocuente de san Agustín: «Ves la
Trinidad si ves el amor» (número 19), y luego explicaba: «el Espíritu es
esa potencia interior que armoniza su corazón [de los creyentes] con el corazón
de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado» (ibídem).
El Espíritu nos pone en el ritmo mismo de la vida divina, que es vida de
amor, haciéndonos participar personalmente en las relaciones que se dan entre el
Padre y el Hijo. Es sumamente significativo que Pablo, cuando enumera los
diferentes elementos de los frutos del Espíritu, menciona en primer lugar el
amor: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, etc.» (Gal 5, 22). Y,
dado que por definición el amor une, el Espíritu es ante todo creador de
comunión dentro de la comunidad cristiana, como decimos al inicio de la misa con
una expresión de san Pablo: «… la comunión del Espíritu Santo [es decir, la
que por Él actúa] sea con todos vosotros» (2ª Cor 13,13).
Ahora bien, por otra parte, también es verdad que el Espíritu nos estimula
a entablar relaciones de caridad con todos los hombres. De este modo, cuando
amamos dejamos espacio al Espíritu, le permitimos expresarse en plenitud. Se
comprende de este modo el motivo por el que Pablo une en la misma página de la
carta a los Romanos estas dos exhortaciones: «Sed fervorosos en el Espíritu»
y «No devolváis a nadie mal por mal» (Rom 12, 11.17).
Por último, el Espíritu, según san Pablo, es un anticipo generoso que el
mismo Dios nos ha dado como adelanto y al mismo tiempo garantía de nuestra
herencia futura (Cf. 2ª Cor 1, 22; 5,5; Ef 1, 13-14). Aprendamos, de este modo,
de Pablo que la acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes
valores del amor, de la alegría, de la comunión y de la esperanza. A nosotros
nos corresponde hacer cada día esta experiencia, secundando las sugerencias
interiores del Espíritu, ayudados en el discernimiento por la guía iluminante
del apóstol.
Autor: SS Benedicto XVI, 15 Nov, 2006