Autor: Germán Sánchez
Griese
La Iglesia, lugar para vivir la vocación universal de la Santidad
Todo comenzó desde que Jesús en Galilea, en el Monte de las Bienaventuranzas lanzó su “plan programático” para la santidad
La Iglesia, lugar
para vivir la vocación universal y específica de la Santidad
Índice
A. La Iglesia y la santidad.
B. Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la
comunión. (NMI, 43) (1ª parte)
C. Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la
comunión. (NMI, 43) (2ª parte)
D. Contribución de la vida consagrada a la santidad de
la Iglesia.
A. La Iglesia y la santidad.
1. La llamada universal y específica a la santidad:
importancia de centrar todo en Cristo.
2. La necesidad de un lugar en dónde desarrollar la
respuesta a la santidad.
3. La Iglesia, lugar adecuado para responder a la
llamada a la santidad.
B. Hacer de la
Iglesia la casa y la escuela de la comunión. (NMI, 43) (1ª parte).
1. Reavivar y actualizar el misterio de la
inhabitación de la Trinidad en los hombres.
2. Profunda comunión co n los miembros del cuerpo
místico.
C. Hacer de
la Iglesia la casa y la escuela de la comunión. (NMI, 43) (2ª parte).
1. Cultivo de una visión positiva y esperanzadora.
2. “Dar espacio” al hermano.
D.
Contribución de la vida consagrada a la santidad de la Iglesia.
1. La vida consagrada como patrimonio de la Iglesia.
2. La santidad de la vida consagrada como maestra de
humanidad para un mundo relativista.
A. LA IGLESIA.
1. La llamada universal y específica a la
santidad: importancia de centrar todo en Cristo.
Todo comenzó desde que Jesús en Galilea, en el Monte
de las Bienaventuranzas lanzó su “plan programático” para la santidad (Mt. 5,
1 – 12). Pocas líneas, pocas palabras, pero con la fuerza de cambiar los
destinos de la humanida d, que no es algo de despreciar. Y desde ese momento
hasta nuestros días, ha corrido mucha agua.
Sin embargo la invitación permanece y muchos la han
seguido… porque es una invitación universal, no exclusiva para unos cuantos.
Así la habrían entendido muchísimos hombres y mujeres que por casi dos
milenios, tomaron al pie de la letra esas palabras. “Sed perfectos… como es
perfecto vuestro Padre de los Cielos” (Mt. 5, 48), inaugurando así la novedad
de una vida santa. Novedad, porque dicha palabra “perfectos” no aparece antes
en la Biblia. Pero a partir de esa cita, la encontramos ocho veces en el Nuevo
Testamento: Juan 17, 23; 1 Cor. 2, 6; Fil. 3, 15; Col. 4, 12; Hebr. 10, 14;
Hebr. 13, 21; Sant. 1, 4.
Y es ésta misma invitación la que ha hecho propia el
Concilio Vaticano II, dedicando enteramente en capítulo V de la Constitución
dogmática Lumen Gentium: “Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la
jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamado s a la santidad, según
aquello del Apóstol : "Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra
santificación" (1 Tes 4,3; Ef 1,4) (...) Todos los cristianos, de cualquier
clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección del amor” Observamos que el desarrollo teológico seguido en el
tiempo de la renovación, ha introducido interesantes conceptos que han
contemplado esta invitación. Así, observamos lo que dice el Catecismo de la
Iglesia católica en el número 2013: “Todos los fieles, de cualquier estado o
régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad. Todos estamos llamados a la santidad: .” Y lo
comprobamos más recientemente en la invitación que Juan Pablo II lanza a
todos, después de la experiencia del Jubileo del 2000: “En realidad, poner la
programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de
consecuenc ias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una
verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y
la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una
vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad
superficial. Preguntar a un catecúmeno, « ¿quieres recibir el Bautismo? »,
significa al mismo tiempo preguntarle, « ¿quieres ser santo? » Significa
ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es
perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48).”
Cuando se dice que la vida cristiana comienza en el
Bautismo, es necesario comprender en todo su profundo sentido esta expresión.
En el Bautismo, Dios toma posesión de nuestra vida, nos introduce en la Vida
de la Santísima Trinidad mediante una verdadera participación de su divinidad,
nos convierte en hijos de Dios. Todo esto tiene una inmensa trascendencia que
es necesario considerar con atención, para sacar consecuenc ias prácticas en
el vivir cristiano. A partir del momento en que se recibe la gracia bautismal,
el Espíritu Santo comienza a actuar en el bautizado, convertido en ese momento
en santo: de tal manera que si muriese sin haber cometido un solo pecado, iría
inmediatamente al Cielo. Es esa santidad fruto del bautismo, la que a lo largo
de la vida el cristiano debe intentar conservar y hacer propia, con las
gracias sucesivas y el esfuerzo personal por derrotar pecado y sus
consecuencias.
Hecho partícipe de la vida divina, al bautizado sólo
le queda un camino lógico coherente con la gracia recibida gratuitamente:
corresponder con todas sus fuerzas. A esta correspondencia cabe llamarla
adecuadamente santidad. La cual no es consecuencia de una vocación posterior,
sino que tiene como punto de partida 1a gracia inicial, por la que fue
introducido en la vida de Dios y de la cual tendrá que luchar con denuedo para
no salirse. Los demás sacramentos irán desarrollando las virtualid ades
específicas de cada uno, siempre con miras a la plenitud cristiana bien como
consolidación de la gracia bautismal y llamada al apostolado, en la
Confirmación; como alimento necesario para recorrer el camino de la vida, en
Eucaristía; recuperar la salud perdida por el pecado, en la Penitencia siempre
y en la Unción de enfermos a la hora de la debilidad suprema; garantizar la
supervivencia de la especie y de la Iglesia simultáneamente en los dos
sacramentos sociales matrimonio y orden sagrado.
El Bautismo introduce una Vida divina en la persona,
como una especial sobrenaturaleza, por la que queda dotada de lo que se puede
denominar —con expresión original del Beato Josemaría Escrivá— de un instinto
sobrenatural que, como él mismo afirmaba, lleva a purificar todas las acciones
humanas, a elevarlas al orden sobrenatural y convertirlas en instrumento de
apostolado. De este modo se adquiere la posibilidad de dar a la existencia una
unidad de vida, sencilla y fuerte de cuya consistencia depende en buena parte
la santidad.
Par aclarar mejor el concepto de santidad que hemos
explicado, convendría hacer ver lo que no es, pues muchas veces se ha
malinterpretado este llamado a la santidad. La santidad, en palabras del
teólogo P. Paolo Scarafoni, l.c. no es un perfeccionismo que busca sólo una
perfección basada en las propias fuerzas, o un sentimentalismo que consiste en
un miedo a perder las sensaciones de la relación con Dios, o un legalismo en
donde sólo cuenta las normas y el cumplimiento escrupuloso de todas ellas.
Siendo la santidad una nueva vida en Cristo,
introducida por el bautismo, convendrá centrar los esfuerzos en la relación
con Jesucristo. Si el bautismo da la posibilidad de ser santo, esta santidad
no es otra cosa que reproducir en nosotros la vida de Cristo. “Convendrá
advertirlo claramente: la vida del hombre nuevo se inspira en la vida de Dios,
no en la del mundo y de los hombres. El cristiano no imit a al animal, ni
siquiera al hombre adámico (Rm. 8, 12; 12, 2), sino que vive según el Espíritu
divino. Y el modelo eficiente, no sólo ejemplar, es siempre Jesucristo.” Si el
alma humana anima a todo el hombre entero, su cuerpo, su razón, su voluntad y
sus sentimientos, esta alma que está llamada a la santidad deberá estar
animada por Cristo, configurando su entendimiento, su voluntad, sus
sentimientos, su subconsciente y su cuerpo a Cristo.
Por el entendimiento, el hombre aprende a conocer las
cosas con el pensamiento de Cristo, es decir, como las ve Cristo. Por la
voluntad se aprende a buscar y querer los únicos amores que tiene Cristo. Por
los sentimientos aprendemos a “tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo”
(Flp. 2, 5) siendo capaces de “cristianizar” nuestros sentimientos, no
dejándolos al vaivén de las situaciones externas o de nuestras fuerzas o
pasiones internas. Por el subconsciente aprendemos a impregnar nuestro ser del
ser de Cristo, hasta tener una segunda naturaleza teologal .Y por el cuerpo
tendremos un cuerpo semejante al de Cristo y esto se dará plenamente en la
resurrección.
2. La necesidad de un lugar en dónde desarrollar
la respuesta a la santidad.
Anotamos como elementos de la santidad una llamada por
parte de Dios que se da en el bautismo para vivir la vida de gracia, es decir,
una vida que asemeje lo más posible a la vida de Jesucristo. “La santità è la
comunione con Dio in Gesù Cristo e lo Spirito Santo. Essa è possibile perché
l’uomo viene chiamato da Gesù Cristo con l’azione dello Spirito Santo alla
comunione con Lui, e riceve la grazia di poter rispondere a questa chiamata.”
Nos interesa ahora reflexionar sobre la respuesta que
da el cristiano a esta llamada a la santidad. No ponemos en duda la llamada,
pues sin duda alguna ésta se da en el bautismo. Dios lo quiere, por tanto, da
las gracias necesarias para que el hombre acceda a la santidad. Pero, “la g
racia no suprime la naturaleza”. Esta garcia de Dios no puede ir en contra de
la naturaleza del hombre, y concretamente, no puede ir en contra de su
libertad. Si bien es cierto que existe el llamado y que Dios pone a
disposición del hombre las herramientas adecuadas –la gracia-, para que pueda
ser santo, existirá siempre el elemento de la libertad. “Si quieres” es la
invitación que parecería siempre lanzar Cristo a todos los bautizados. Existe
el llamado, se dan las garantías para alcanzar y llevarlo a la plenitud, pero
nada puede actualizarse si no es a través de la libertad del hombre.
Es el hombre que en el pleno uso de su libertad debe
optar por aceptar la llamada. El hombre acepta la llamada a la santidad y la
hace una opción fundamental en su vida. No es una opción que contempla sólo un
período de tiempo. No es una opción que puede hacer o no. El hombre, por la
facultad de su voluntad, está llamado constantemente a elegir. Elige siempre,
para poder subsistir. P ero se dan categorías distintas de elección. Entre
ellas esta una elección sobre la que centra toda su vida. Es la opción
fundamental , en ella se juega toda su existencia.
Esta respuesta a la opción fundamental es la que hace
posible la aglutinación de todas las facultades y operaciones del hombre para
que queden amalgamadas o, para usar una mejor expresión, cubiertas por Cristo,
de modo que su ser y su actuar vayan siendo más parecidos al ser y al actuar
de Cristo. Esto requiere generosidad y constancia. No es obra de un día, sino
que podemos hablar de un proceso. De un proceso pedagógico, pues es Dios que a
lo largo de la historia del hombre le irá mostrando el camino a seguir,
dejando siempre claro que su libertad no será tocada. Hablamos por tanto de
una pedagogía de la santidad en donde Dios es el maestro, el hombre es el
alumno y Cristo el modelo a imitar. “… es evidente que los caminos de la
santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdad era y
propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona.”
Siendo que toda pedagogía es “la ciencia que se ocupa
de la educación y la enseñanza.” hablamos de un proceso, de algo que está
siempre por hacerse. Y si este proceso es espiritual, entonces con mayor razón
la persona debe encontrar una ayuda para llevar a cabo este proceso de
santidad. Porque en todo proceso se dan pasos, es necesario contar siempre con
una guía, con medios, con un programa. Programa, guía y calendario serán los
instrumentos más idóneos para avanzar en la aventura de la santidad.
Quien necesita de una ayuda profesional en todo
proceso pedagógico, pide la ayuda de personas expertas. Se dirige a las
Universidades, a los centros de estudio y de investigación, a consultorios
profesionales que más puedan ayudarle en su proceso pedagógico. Sin establecer
un parangón neto entre realidades humanas y realidades espirituales, conviene
también buscar el lugar para poder d esarrollar la santidad. Si los elementos
fundantes de la santidad, como hemos dicho, son la llamada de Dios y la
respuesta del hombre, ayudada por la gracia, debemos descubrir en estos
elementos las pistas que nos orienten para buscar el lugar en donde se
desarrollará esta santidad. Las conversiones a la santidad “autodidactas” no
son el factor común en la historia de los hombres.
3. La Iglesia, lugar adecuado para responder a
la llamada a la santidad.
Quien quiera responder al llamado de Dios a la
santidad, deberá buscar las condiciones adecuadas para responder a la llamada.
Si bien es cierto que podría usarse la comparación antes descrita, de buscar
un lugar para santificarse, no debemos olvidar que estamos hablando de una
realidad espiritual y que además, Dios es el que está queriendo nuestra
santificación. Este último dato no debe pasar desapercibido en nuestra
exposición. Si Dios quiere y busca nuestra santificación, Él , en su
omnipotencia, hará todo lo posible, nos dará todos los medios y las gracias
para que consigamos la santidad en nuestra vida. No se trata por tanto de que
el hombre busque por sí solo la santidad. Más bien, deberá estar atento a
responder adecuadamente a estos medios, a estas gracias. Las fuerzas deberán
entonces enfocarse no sólo a responder en una forma global o general, sino en
responder a esos medios y gracias, a todo aquello que Dios pone a nuestra
disposición.
Posee un norte, un modelo: asemejarse en todo a
Cristo. En la medida que el cristiano hace de su vida una sola vida con
Cristo, en esa medida logrará su santificación . Para llevar a cabo la copia
de este modelo en su vida deberá encontrar a Jesucristo en algún lugar. Podrá
basarse en el Cristo de los evangelios, en el Cristo de los santos Padres o en
aquellos autores espirituales que más le gusten o más le convencen. Sin
embargo en empresa tan importante, no podemos dejar todo a la casualidad o al
juici o de cada uno. Debemos luchar por encontrar la verdad objetiva de
Cristo, si bien ésta se nos pueda presentar difícil de alcanzar. El Nuevo
Testamento viene en nuestra ayuda, pues todo él nos revela que el hombre
encuentra a Cristo en la Iglesia. Es en la Iglesia en donde Cristo se
manifiesta y se comunica a los hombres. La Iglesia es la Vid y los sarmientos,
es el Cuerpo místico de Jesús, es el Templo edificado con piedras vivas, sobre
la roca fundamental que es Cristo.
Esta verdad ha sido recogida por el Concilio al decir
que la Iglesia es “sacramento universal de salvación” y que “únicamente por
medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de
salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación.”
Quien quiera encontrar a Cristo, quien quiera tenerlo como modelo para
alcanzar la santidad, tendrá en la Iglesia un punto seguro de referencia.
Cristo ha querido que el llamado y la respuesta a la
santidad se ver ificasen en la Iglesia. Una persona es bautizada, es decir,
recibe el llamado a la santidad, dentro de la Iglesia católica. Hemos dicho
que cuando una persona es bautizada, recibe la invitación de Dios para ser
santo. Esta invitación que es el bautismo, se hace dentro de la Iglesia y no
fuera de ella. Ella garantiza la totalidad de los medios para ser santos,
porque Cristo le ha dado a ella una misión apostólica, y con esta misión, le
ha dado también la palabra de vida y los sacramentos vivificantes: “id y
enseñad a todas las gentes, bautizándolas.” (Mt 28, 19). Por eso, desde los
primeros cristianos, los que creían y se bautizaban “perseveraban en oír la
enseñanza de los apóstoles, y en la unión, en la fracción del pan y en la
oración.” (CC 2, 42).
Cristo quiere santificar a los hombres en su Iglesia.
El dio su vida para “reunir en uno a todos los hijos de Dios, que están
dispersos.” (Jn 11, 52). Es en la Iglesia en dónde Él sigue actuando (y no
sólo, pero principal mente) para que los hombres puedan santificarse. Es ahí
en dónde Él derrama sus gracias para todos los hombres. Quien quiera tener un
lugar seguro para alcanzar la santidad, lo tendrá en la Iglesia. Ahí están los
sacramentos, portadores de gracia. Ahí está la Palabra que recuerda y hace
vida las enseñanzas de Cristo. Ahí se encuentran los pastores (obispos,
sacerdotes y laicos) que guían al pueblo de Dios hacia la santidad, mediante
el testimonio de su vida y el consejo sano y adecuado para acceder a la
santidad.
Quien quiera avanzar en la santidad debe dejarse
envolver por la Iglesia. Es necesario dejarse configurar intelectualmente por
las enseñanzas de la Iglesia. Dejarse conducir por las directrices pastorales
de ella emanada. Asimilar personalmente y realizar fielmente las normas que la
Iglesia propone en la liturgia. Podemos decir con Rivera e Iraburu que “la
acción de la Iglesia sobre los cristianos –como la acción de Dios- es
activante, pero para beneficiarse de ella es necesaria una actitud
suficientemente receptiva, que indudablemente se funda en la humildad.”
Quien quiera por tanto responder efectivamente al
llamado a la santidad, tendrá en la Iglesia un camino seguro y cierto para
cumplir cabalmente este compromiso de vida. Pero no basta con una acepción de
mente. Es necesario un amor afectivo y efectivo por la Iglesia. Afectivo
porque buscará formar su voluntad de acuerdo a las enseñanzas de la Iglesia
para querer lo que la Iglesia quiera. Se afanará por mostrarle un amor de hijo
agradecido por lo que ha hecho por él Y será también un amor efectivo, que se
traducirá en una inquebrantable puesta en marcha de sus designios e
indicaciones hasta el grado de secundarla no sólo en materia de fe y doctrina,
sino incluso en sus deseos y disposiciones varias.
B. HACER DE LA
IGLESIA LA CASA Y LA ESCUELA DE LA COMUNIÓN. (NMI, 43) (1ª parte).
Introducción
Hemos hablado de la Iglesia como el lugar más adecuado
para responder a la santidad y sin embargo, hemos pasado por alta definir lo
que es la Iglesia. El Catecismo de la Iglesia Católica en el número 780 nos
dice “La Iglesia es, en este mundo, el sacramento de la salvación, el signo y
el instrumento de la Comunión con Dios y entre los hombres.”
Por ella recibimos el bautismo y a través de ella
conseguiremos nuestra santidad. No podemos por tanto pensar en santificarnos
fuera de la Iglesia. Por desagracia existen alguna concepciones erróneas de lo
que es la Iglesia. Vale la pena dar un repaso a estos conceptos, que de alguna
manera ensombrecen la verdadera imagen de la Iglesia y nos impiden hacer
verdaderamente Iglesia. Se trata no sólo de comprender lo que es la iglesia
sino de hacer Iglesia, ya que en la medida que hagamos Iglesia nos
santificaremos. Verem os algunos conceptos erróneos y las consecuencias a la
que llevan.
Si aceptamos una concepción política de la Iglesia, en
donde se piensa que la Iglesia busca sólo la salvación del hombre en un
sentido político o temporal caeremos en el error de pensar que la Iglesia
busca sólo la salvación del hombre en un sentido político o temporal. Postura
que de alguna manera viene defendida por la Teología de la liberación.
Otra concepción de la Iglesia la hace ver como un
lugar sociológico en donde las estructuras humanas están basadas meramente en
conceptos humanos, vaciados de un elemental sentido sobrenatural. De esta
manera se ve la Iglesia como una asociación de personas con un fin específico.
Es la Teología de la acción, que se deja guiar simplemente por un criterio
funcionalista, originando una independencia entre el hacer de los hombres y el
hacer de Dios. Es la visión horizontalista de la Iglesia.
Hay también quienes afirman que la Ig lesia es un
lugar en donde la mujer debe reivindicar sus derechos. Se habla de lucha por
el poder, de reivindicaciones del sacerdocio para la mujer. Son aquellos –y
aquellas- que tratan de imponer una Teología feminista en dónde la mujer en la
Iglesia debe liberarse del hombre, pues sólo ha través de esa liberación
logrará realizarse como mujer.
Otra postura ve a la Iglesia como una estructura
superpuesta a los deseos de Cristo. Para ellos, Cristo nunca quiso fundar la
Iglesia. Ha sido sólo el trabajo de los hombres. Siguen una postura netamente
protestante (como Bultmann, Harnack, Scheleiermacher, Dodd, Werner) para dar
origen a un concepto de Iglesia espiritual, no institucional, de forma que el
cristiano pueda relacionarse directamente con Cristo, sin necesidad de
intermediaciones, como aquellas que propone la Iglesia así llamada
“institucional”. Ellos proponen una Iglesia meramente “espiritual”.
Una postura bastante parecida es la de aquellos que se
fundamentan en el subjetivismo. Argumentando que no existe la posibilidad de
conocer la verdad objetiva, ellos se prestan y dan pie a que se den
innumerables interpretaciones personales y subjetivas de la autoridad de la
Iglesia. Confirman que lo importante es creer (la “sola fides, sola gratia,
sola Scriptura” de los protestantes) y no tanto obedecer a una autoridad, a la
Tradición.
Una postura progresista quisiera ver a la Iglesia más
democrática, en donde las decisiones se tomaran por consenso. Son aquellos que
niegan que Jesucristo haya delegado una autoridad al Papa, o bien, enfatizan
el subjetivismo en el argumento de la autoridad. Para ellos la Iglesia debería
semejarse a un partido político o a un sindicato.
Otros tratan de infiltrar una Teología ecologista en
la Iglesia y así niegan una cierta jerarquía dentro del orden de las
criaturas. Para ellos, todas las cosas tienen el mismo valor. Así, tanto vale
la piel de una foca como la dignid ad de la persona humana. Quieren introducir
el neopaganismo a través de una teología ecologista anticristiana.
Por último están quienes quisieran que la Iglesia
fuera el lugar en dónde todos y todo tuviera cabida. Para ellos, la Iglesia
debería renunciar a detentar “el monopolio de la verdad” y así aprender a
compartir con todos sus respectivas teorías, teologías y modos de ver la vida.
Estas personas parten del hecho de que es imposible conocer la verdad y de la
equivalencia jerárquica de todas las religiones o grupos culturales, puesto
que en nuestro mundo secularizado y pluralista no es posible seguir afirmando
la supremacía de una religión sobre las otras. De ahí que se deban adaptarse
los principios de la fe, fusionarse con otras tradiciones y estilos de vida,
dialogar para diluir. De esta forma la fe queda diluida en la cultura y por lo
tanto el mandato de Cristo “id y evangelizad” pierde su fuerza y se deja a un
lado.
Dicho todo lo anterior co nviene ahora considerar cuál
es el verdadero concepto de Iglesia y cómo se puede hacer Iglesia. Para ello
nos ayudaremos de San Pablo, quien ha desarrollado una eclesiología digna de
considerarla en nuestro estudio.
San Pablo utiliza un símil muy frecuente y muy
expresivo pues lo toma de la vida misma, para expresar lo que es la Iglesia y
las relaciones que se dan entre ella y Cristo. Dice san Pablo que “La Iglesia
es un cuerpo y Cristo es su cabeza” (1Cor 12, 12). El apóstol también utiliza
otras expresiones tales como el tronco y las ramas (Rm 6, 5), los materiales
que están unidos al edificio (Ef 2, 21 – 22). La Iglesia es por tanto un
cuerpo que va desarrollándose y que debe llegar a su perfección. No se trata
del cuerpo natural de Cristo, que se desarrolló de acuerdo a las leyes de la
naturaleza, sino al cuerpo que son las almas. Esas almas constituyen juntas
con Cristo un cuerpo único.
Pero este cuerpo místico también tiene un desarrollo.
A vec es podemos caer en el error de pensar que por la gracia recibida en el
bautismo hemos ya conseguido la salvación o estamos en vías de conseguirla.
Sin embargo se os olvida que como un organismo vivo, la Iglesia se desarrolla
por la gracia de Cristo que el Espíritu Santo va infundiendo en cada alma.
“Esta es una de las ideas con las que más encariñado vemos al gran Apóstol,
que la hace resaltar al comparar la unión de Cristo y de la Iglesia con la que
media en el organismo humano entre la cabeza y el cuerpo: <<así como=""
tenemos="" miembros,="" así="" también,="" no="" obstante="" ser="" muchos=""
los="" bautizados,="" formamos="" un="" solo="" cuerpo="" en="" cristo…="" />>
(Rm 12, 4 – 5). <> (Ef 1, 23), como los miembros son complemento del
organismo; y concluye: <> (Gal 3, 28).”
La Iglesia forma un solo ser con Crist o, por lo que
Cristo, según San Agustín no puede concebirse cumplidamente sin la Iglesia,
son inseparables, así como no se puede separar una cabeza de un cuerpo vivo.
De esta manera el desarrollo natural que tiene la Iglesia es símil al
desarrollo de un cuerpo: se alimenta para crecer y robustecer todos sus
miembros. La gracia alimenta todos los miembros del cuerpo místico y los
fortalece. De tal modo esto es cierto que no pide decirse que el desarrollo de
un aparte del cuerpo sea independiente del desarrollo de todo el organismo.
Así como en un cuerpo humano se dan los casos de monstruosidad, en donde una
parte se desarrolla exageradamente en comparación a todo el cuerpo, o bien,
algunos órganos o elementos no alcanzan un desarrollo proporcional a todo el
cuerpo, de la misma manera podemos establecer que en la Iglesia ningún miembro
es ajeno al desarrollo de todo el cuerpo. Si bien pueden existir elementos
bien formados y proporcionados en el cuerpo de un monstruo, el balance genera
l dará como impresión un cuerpo deforme. Sucede lo mismo con la Iglesia:
aunque existan miembros que han llevado a cabo un desarrollo armónico y
ordenado de sus propias facultades y virtudes, existen también algunos otros
miembros que no han alcanzado dicha perfección. El balance por lo tanto es el
de un organismo siempre en estado de crecimiento y de perfección.
Sin duda alguna que Cristo dispensará desigualmente
entre las almas los tesoros de su gracia, pero todo esto lo hace para que de
esa misma diferencia resulte mayor hermosura y perfección en la Iglesia, su
cuerpo místico. “Así como un organismo natural reúne en su unidad miembros
diversos, del propio modo la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se considera
como formando con sus miembros una sola persona moral.”
1. Reavivar y actualizar el misterio de la
inhabitación de la Trinidad en los hombres.
Siendo la Iglesia “el signo y el instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” hemos de
aprender a vivir la comunión del amor. No es posible santificarnos, éste es
nuestro objetivo en la vida, al margen de la Iglesia. Y el desarrollo
teológico del Vaticano II nos enseña que la forma de santificarse es en la
Iglesia y para la Iglesia. No puede entenderse una santidad al margen de la
Iglesia. La persona se santifica en la Iglesia, ya que a través de ella recibe
las gracias y las ayudas necesarias para lograr este objetivo. Bástenos pensar
lo que un alma puede hacer por su propia salvación sin la frecuente recepción
de los sacramentos, o sin la oración, los actos litúrgicos la formación de una
recta conciencia de acuerdo a la ley natural y a la ley revelada interpretada
autorizadamente por el Magisterio de la Iglesia.
Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio
ineunte, nos da las claves para poder hacer de la Iglesia un lugar en dónde
nos podemos santificar al pedirnos que vivamos la espiritualid ad de la
comunión. No se trata simplemente de una postura fagocitaria que se aprovecha
de las gracias que Jesucristo nos transmite a través de la Iglesia. Es
necesario participar activamente de ella, y participar activamente con ella,
siempre bajo el signo del amor. El Vaticano II ha venido a descubrir el valor
que cada cristiano tiene para la Iglesia, que no se reduce al aspecto
clerical. Son todos los cristianos los llamados al cumplimiento de la
santidad, pero no al margen de la Iglesia, sino dentro de la Iglesia, porque
todos somos Iglesia.
El primer punto que la Carta apostólica nos señala
para vivir la santidad en la Iglesia es el de la espiritualidad de comunión,
llevada a cabo a través de cuatro propuestas. La espiritualidad de comunión
responde al funcionamiento ordinario de un organismo. No basta que vivamos
unidos e la cabeza, es necesario que cada elemento del organismo se relacione
adecuadamente con el todo. No basta que el ojo funcione bien, debe estar en
conexión con el sistema nervioso y con el aparato locomotor. “Os exhorto,
pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación
con que habéis sido llamado, y con toda humildad, mansedumbre y paciencia,
soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del
Espíritu con el vínculo de la paz.” (Ef 4, 1 - 3). Es necesario que todos los
miembros de la Iglesia guarden la unidad del Espíritu, que es Espíritu de
amor, ligados por los vínculos de la paz.
Juan Pablo II propone hacer de la Iglesia la casa y la
escuela de la comunión y para ello propone cuadro medios que analizaremos con
detenimiento: Reavivar y actualizar el misterio de la inhabitación de la
Trinidad en los hombres; profunda comunión con los miembros del cuerpo
místico; cultivo de una visión positiva y esperanzadora y “dar espacio” al
hermano. No se trata de que repasemos nuestra teología, sino que la pongamos
en práctica. Juan Pablo II propone una vivencia, no un estudio y por ello
anima a todas las comunidades eclesiales a ser escuela de esta espiritualidad
de comunión. En las congregaciones religiosas y en cada una de las
comunidades, esta espiritualidad de comunión debe enseñarse sobre todo con la
vida. “Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una
espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos
los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los
ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde
se construyen las familias y las comunidades.” Toca por tanto a las
religiosas, y muy especialmente a las formadoras y responsables de comunidad,
la tarea de hacer de enseñar y llevar a la práctica esta espiritualidad de
comunión.
El primer medio para lograr esta espiritualidad de
comunión es el de reavivar y actualizar el misterio de la inhabitación de la
Trinidad en los hombres: “Espiritualidad de la comunión significa ante todo
una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita
en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los
hermanos que están a nuestro lado.”
Cabe resaltar la primera indicación de este número en
donde es importante la mirada del corazón. No se trata por tanto de realizar
solamente un estudio teológico de la inhabitación de la Trinidad, sino de
aprender a mirar con los ojos del corazón a la hermana, para que en verdad
pueda ser vista y tratada como templo del Espíritu.
El desarrollo teológico que ha mostrado la vida
consagrada después del Concilio Vaticano II nos ha hecho comprender la íntima
relación de la Trinidad y la vida consagrada. Y debe entenderse la Trinidad no
como un concepto teórico, abstracto, carente de influencia en el quehacer
cotidiano. “La vida consagrada ha considerado la Trinidad Santa no ya en forma
abstracta, en términos lejanos e incomprensibles, sino como una realidad
personal que opera en la Iglesia y en la historia de ayer y de hoy, en dónde
actúa su proyecto de vida y de amor liberador para la humanidad.” No es
necesario que las formadoras o las responsables de comunidad se conviertan en
teólogas para comprender estos conceptos, sino hacerse conocedoras de los
principios básico de la Santísima Trinidad tratados en el catecismo de la
Iglesia y saberlos aplicar a la realidad de la vida consagrada, porque “La
vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el
Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza.”
Es necesario por tanto, conocer cuál es el amor que
existe entre las personas de la Santísima Trinidad para luego saber cómo la
persona consagrada puede ser testigo de ese amor. Revisaremos, como hemos
dicho, conceptos básicos de la Trinidad para entender quiénes son las tres
personas divinas y sus obras y misiones trinitarias. El misterio de la
Santísima Trinidad, como todos los misterios de la fe católica, no exist e
para intentar ser explicados desde la razón, sino que, como realidades de fe,
deben ponerse en práctica en la vida cotidiana. Podemos de alguna manera
releer el Kempis y decir más quisiera vivir el misterio de la Santísima
Trinidad que explicarlo. Y la vida consagrada, como cualquier otra vocación en
la vida cristiana, nos presenta una magnífica oportunidad para vivir el
misterio de la Santísima Trinidad. Vivir el misterio no quiere decir
explicarlo en su profundidad, sino vivir de acuerdo a las notas más
características de este misterio.
La exhortación apostólica post-sinodal Vita Consecrata
ha hecho una síntesis admirable de lo que podríamos llamar la teología de la
vida consagrada del período de la renovación. Hasta antes del Concilio
Vaticano II la vida consagrada no había conocido un desarrollo tan
extraordinario del pensamiento teologal de la vida consagrada. Muchos se
reducían meramente a tratados de ascética o mística, sin llegar a buscar las
raíces de tale s prácticas o sugerencias. Desde la Perfectae caritatis hasta
Ripartire da Cristo la teología de la vida consagrada ha ido profundizando
cada vez más en la explicación de la vida consagrada, a partir del misterio
Trinitario. No en vano el primer capítulo de Vita Consecrata está dedicado a
explicar la vida consagrada como un misterio trinitario: “Este especial <>, en
cuyo origen está siempre la iniciativa del Padre, tiene pues una connotación
esencialmente cristológica y pneumatológica, manifestando así de modo
particularmente vivo el carácter trinitario de la vida cristiana, de la que
anticipa de alguna manera la realización escatológica a la que tiende toda la
Iglesia.”
El icono que el Papa desarrolla para explicar la vida
consagrada dentro del misterio Trinitario es el episodio de la Transfiguración
(Mt. 19, 1 – 9). Encontramos los elementos de la Trinidad en una iniciativa de
Dios, para seguir más a Cristo, consagrados por el Espíritu. El sentido de la
vocación consagrada es una iniciativa enteramente de Dios Padre, que exige de
los llamados una entrega total y exclusiva. “La experiencia de este amor
gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta
que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo,
presente y futuro, en sus manos.”
Nos encontramos con el llamado, la atracción que Dios
siente por su criatura, al grado que le hace sentir su amor en una forma
íntima y fuerte. Este hacer sentir por parte de Dios no es más que una de las
consecuencias de la obra trinitaria, pues “Dios quiere comunicar libremente la
gloria de su vida bienaventurada.” Y la vida trinitaria, lo hemos visto cuando
explicamos las procesiones y las relaciones que se dan al interno de la
Trinidad, es vida de amor. Este llamado al amor de Dios, es una iniciativa que
parte del Padre, como una continuación de su procesión, que se inserta en el
hombre. Es Padre res pecto al Hijo, por lo que hace proceder al Hijo. Es una
pura iniciativa de Dios que le demuestra a la criatura cuánto amor le ha
tenido. Así como Dios ama al Hijo y lo engendra en el amor, así Dios ama a la
persona consagrada y le demuestra su amor, en un grado que la Exhortación
califica de íntimo y fuerte.
Frente a este amor la persona consagrada no puede más
que responder. Pero no será una respuesta cualquiera, será la respuesta de una
entrega “total y exclusiva” . Esta totalidad y exclusividad se verifica en el
seguimiento de Cristo, no en cualquier otro estilo de vida, ya que Cristo ha
dejado ejemplo de una donación al Padre, como enviado. Nos insertamos por
tanto en la misión de Cristo como enviado, como mandado del Padre. Cristo,
enviado del Padre, sabe hacer oblación de su vida para cumplir el deseo de su
Padre. Su vida entera está dedicada a servir al Padre. Su vida es un camino
que conduce al Padre. “No se puede negar, además, que la práctica de los
consejo s evangélicos sea un modo particularmente íntimo y fecundo de
participar también en la misión de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de
Anisarte, primera discípula, la cual aceptó ponerse al servicio del plan
divino en la donación total de sí misma.” Las personas consagradas harán muy
bien en centrar su consagración en la persona de Cristo, si quieren responder
a la llamada al amor. Siguiendo a Cristo encontrarán el modelo para responder
al amor de Dios. Cristo que no vino al mundo sino a hacer la voluntad del
Padre, se presenta como centro y modelo del consagrado ya que Él, consagrado
por excelencia, supo unificar toda su persona en el seguimiento íntimo y
cercano de su Padre.
Pero bien sabemos que la persona consagrada por sí
sola no puede responder al amor de Dios, ni puede seguir a Cristo imitándolo
en su donación al Padre. Necesita una fuerza que lo lleve a dejar su egoísmo,
sus tendencias que lo mantienen atenazado. “Es el Espíritu quien suscita el
deseo de u na respuesta plena; es Él quien guía el crecimiento de tal deseo,
llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel
realización; es Él quien forma y plasma el ánimo de los llamados,
configurándolos con Cristo casto, pobre y obediente, moviéndolos a acoger como
propia su misión. Dejándose guiar por el Espíritu en un incesante camino de
purificación, llegan a ser, día tras día, personas cristiformes, prolongación
en la historia de una especial presencia del Señor resucitado.”
Nuevamente podemos ver reflejada la misión trinitaria.
Dios que envía al Espíritu, a través del Hijo, para la inhabitación del alma.
Y el alma consagrada en este caso hará muy bien en cooperar a las
inspiraciones del dulce huésped del alma, ya que dichas inspiraciones son
parte de la misión de la tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Las personas consagradas son por tanto reflejo de la
Santísima Trinidad. “En efecto, el estado religioso revela de mane ra especial
la superioridad del Reino sobre todo lo creado y sus exigencias radicales.
Muestra también a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de
Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas
en su Iglesia.”
Pero aún debemos reflexionar sobre mirada del corazón
a esta realidad de la inhabitación trinitaria. El mismo Juan Pablo II en su
carta apostólica Mane nobiscum Domine nos propondrá una forma de vivir esta
mirada. “La Eucaristía es fuente de la unidad eclesial y, a la vez, su máxima
manifestación. La Eucaristía es epifanía de comunión. (…) Es comunión
fraterna, cultivada por una «espiritualidad de comunión» que nos mueve a
sentimientos recíprocos de apertura, afecto, comprensión y perdón.” No cabe
duda que ver a la hermana, o a cualquier persona, como inhabitada por la
Santísima Trinidad requiere un acto de fe. No es fácil ver a la Santísima
Trinidad en aquella religiosa o persona que tiene tantas debilidades y que
precisamente se convierte en un obstáculo para la vida fraterna en comunidad.
Se requieren grandes dosis de fe. Dosis que sin duda alguna no se adquieren
por una gracia infusa, sino que provienen de la gracia santificante que nos da
la Eucaristía. Ver en la hermana a una persona en la que habita la Trinidad no
debería ser sólo una bella imagen para alegrar los ratos de recreación en la
comunidad. Debería ser todo un programa de trabajo para mejorar la
espiritualidad de comunión en nuestras vidas, en la vida de comunidad y en la
vida de toda la Iglesia. Y sólo se puede tener acceso a esta visión de fe,
cuando el alma se alimenta de la Eucaristía, y ahí sabe que el factor de
unidad es la Trinidad y se siente en comunión con la hermana, a través de la
misma Eucaristía. Es por tanto la Eucaristía la que permite ver en la otra
hermana a un alma que participa del mismo Cuerpo Sangre de Cristo,
convirtiéndose así en una persona habitada por la Trinidad.
2. Prof unda comunión con los miembros del
cuerpo místico.
Esta mirada del corazón de la realidad trinitaria nos
servirá se base para explicar la segunda propuesta que hace el Papa para vivir
la espiritualidad de comunión: “Espiritualidad de la comunión significa,
además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo
místico y, por tanto, como « uno que me pertenece », para saber compartir sus
alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus
necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad.”
Si la Iglesia es un cuerpo, como hemos dicho, y Cristo
es la cabeza, conviene analizar cuáles son las relaciones que deben existir
entre todos los miembros. Esbozamos renglones arriba que debemos cuidar la
relación entre todos los miembros. Ahora explicaremos con mayor profundidad
este concepto partiendo del voto supremo que Cristo hizo en el momento de
acabar su misión terrena. “Padre que sean uno como Tú y yo so mos uno; que
sean consumados en la unidad” (Jn 17, 21 – 23). Y San Pablo lo comento de la
siguiente forma: “sois todos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Col 3,
2). Por lo tanto, la unidad en Dios, en Cristo y por Cristo, es la suprema
aspiración para que “Dios sea en todos” (1 Cor 15, 28). Para que llegue a
darse esta unidad, es necesario que la persona sienta al otro, como alguien
que le pertenece. Este parece ser el núcleo de la espiritualidad de comunión.
Si la religiosa no tiene como verdad y después, no la profesa con las obras el
hecho de que el hermano me pertenece, sus discursos de comunión de
espiritualidad son vanos.
Sentir al otro como parte que me pertenece requiere
una refunda conciencia de saber que la Iglesia no está formado por miembros
acéfalos, por células individuales que se mueven de acuerdo a sus propias
normas internas. La espiritualidad de comunión nace del hecho de saberse
guiados por una sola cabeza. Este saberse guiado por una sola c abeza pudo
haber crear en las comunidades religiosas femeninas un estilo de vida
individualista en donde lo único que importa es cumplir con las indicaciones
de una Superiora y llevar unas relaciones con las hermanas de comunidad que
puedan permitir el funcionamiento normal de la comunidad y del apostolado.
Esta visión también incide en las relaciones que establece la religiosa en su
apostolado. Las personas no dejan de ser los extraños de casa a los cuales se
les tolera, se les hace el bien, pero siempre desde una perspectiva de
lejanía.
Para lograr romper estas trabes que impiden el sentir
al hermano de fe como uno que me pertenece, es necesario una profunda vida
interior en donde el principio teologal base al corazón. Resulta contrastante
el hecho de que podamos ser expertos en ciencias teologías, pero que bajando
al campo de la realidad toda nuestra teología se esfuma. Si decimos que todos
formamos un solo cuerpo en Cristo, debemos significar con las obras que no s
preocupamos del otro, como si nos preocupásemos de nosotros mismos. Y
siguiendo a San Pablo decimos que cuando un miembros del cuerpo se enferma,
todos los demás miembros acuden a él, no por temor de que el deterioro de
salud pueda afectarlos también a ellos, sino porque sienten como suyos esa
parte del cuerpo.
Para sentir como propio al hermano no basta con saber
mucha teología, sino que es necesario aplicarla en la vida real. La mujer
consagrada tiene una gran ayuda en el carisma. Al ser éste el núcleo de su
vida consagrada. El carisma infunde vida a cada una de sus actividades y le
hace ver cómo toda relación con sus semejantes, por más superficial que pueda
parecer, tiene como objetivo el vivir el evangelio. La relación con las
hermanas en la comunidad, las relaciones con las personas ajenas con la
comunidad y por ende, las relaciones con todas las personas viene inscrita en
las relaciones con Dios. Si hemos dicho que una hermana es más hermana por la
inhabitac ión de la Trinidad, significa que yo veo en la hermana una parte de
mí misma porque compartimos la misma realidad teológica (la Trinidad) y el
mismo código genético (el carisma). El interés que yo pueda sentir por ella
nace del mismo interés que pueda sentir por mí misma, pues somos lo mismo, por
el carisma que compartimos. Lo que a ella le pase o le deje de pasar no
resulta indiferente para mí porque lo que a ella le afecte, le afectará al
carisma, del cual yo también formo parte. Se establecen los vasos comunicantes
espirituales en donde un miembro ve con preocupación y angustia lo que le
sucede a otro miembro, pues participan de la misma linfa espiritual.
Y si esta es la realidad para las mujeres consagradas
que comparten el mismo carisma, también lo podremos aplicar entre las mujeres
consagradas y todas las demás personas, porque todos son partícipes del mismo
cuerpo, que es la Iglesia. LA mujer consagrada se preocupará de lo que sucede
no sólo a los niños desnu tridos del África, sino que sentirá como propios las
realidades del mundo que la rodea.
Podemos establecer algunos signos de esta
espiritualidad de comunión llevada a la práctica, de tal forma que podas
discernir el grado con el que sentimos al hermano: Sin descuidar la
observancia de las constituciones o de los reglamentos, se pasa de la lógica
de la observancia a la lógica de la comunión. No se busca solamente <> en la
comunidad, sino que los miembros <> y se estimen entre ellos mismos. Aprende y
enseña a vivir en el seno de la comunidad la comunicación de la fe y de la
oración. Las relaciones en la vida fraterna en comunidad están modeladas por
un estilo sencillo y familiar. Se testimonia la fe y la esperanza. LA
comunidad aparece cada vez menos replegada en sí misma, de tal forma que puede
incidir en la cultura local, en los apostolados en donde le toca desplegar el
carisma, siendo otra señal la de aprender a co mpartir con los laicos el
carisma, porque lo ve como un medio para ayudar en sus necesidades
espirituales, no sólo materiales. Esta comunidad recupera el sentido de la
acogida y de la hospitalidad, así como la vivacidad y energía por anunciar el
evangelio, siempre a través del carisma.
C. HACER DE
LA IGLESIA LA CASA Y LA ESCUELA DE LA COMUNIÓN. (NMI, 43) (2ª parte).
1. Cultivo de una visión positiva y
esperanzadora.
“Espiritualidad de la comunión es también capacidad de
ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo
como regalo de Dios: un « don para mí », además de ser un don para el hermano
que lo ha recibido directamente.”
Una postura muy humana es la de ver en el otro los
errores, como si fuéramos hecho para ver la aguja en el pa jar. La naturaleza
humana es más propensa a ver el mal que el bien, a veces incluso revestida de
caridad o corrección fraterna. La espiritualidad de comunión a la cual nos
invita el Papa no pide que olvidemos los defectos de las personas, sino que
sepamos ver sus virtudes y sus dones, es decir, todo lo que hay de positivo en
él. La visión positiva no debe confundirse con una visión ingenua o
idealística en donde se tiende a ver cualidades donde no las hay o a eliminar
errores donde se dan. No es una visión positiva, sino que es una visión
realista. Intentaremos dar una explicación de esta visión realista que
requiere ver el reflejo de Dios en el otro y una gran dosis de ascesis.
La exhortación apostólica es muy clara cuando habla de
capacidad. No esta hablando de don o de gracia de Dios, sino de una capacidad.
Las capacidades van más allá de los talentos espirituales o de los dones
recibidos. Se habla de capacidad cuando se ha ejercitado con paciencia ciertos
actos tendientes a lograr un objetivo prefijado por el individuo. Pondremos el
ejemplo, muy similar al que explicaremos posteriormente, de aquellas personas
que quieren captar los detalles en un paisaje, quien para plasmarlos en un
lienzo, quien para después hacer una descripción literaria o un poema, quien
simplemente por la paz y la tranquilidad que le reporta el contacto con la
naturaleza. De frente a una montaña comenzará contemplando sólo una mole
inmensa de verde. Pasará después a focalizar la mirada en un parte de aquel
verde inmenso, quizás en algún grupo de árboles que destacan en la montaña,
una roca o un escarpado. Procederá a posar su mirada no sólo en los árboles,
la roca o el escarpado, sino a percibir el juego de luces y sombras que juegan
en aquel punto de la montaña. O bien en la armonía de formas que describen
dichos objetos. Irá por tanto adquiriendo esta capacidad mediante el ejercicio
paciente y continuo de su mirada, de su sensibilidad, unido quizás a ciertos
conocimi entos que le vendrán del paisajismo o de la teoría de los colores. Su
capacidad irá creciendo conforme contempla los paisajes ejercitando los actos
antes mencionados.
La capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo
en el otro, comienza quizás con la capacidad de silenciar o disculpar sus
errores, sus defectos, sus deficiencias. No significa, como hemos dicho,
cerrar los ojos al error o los defectos, sino silenciarlos, es decir,
esforzarnos por que no griten más que sus aciertos, sus logros, sus
cualidades, que conforman todo lo que hay de positivo en el otro. Por eso
decíamos que se requiere de una gran dosis de ascesis. Por naturaleza humana
tendemos a ver el mal que hay en los demás, y esto no por hacérselo notar al
otro. Se da quizás en nosotros un acto reflejo de buscar inconscientemente lo
negativo que hay en el otro para compensar de alguna manera el mal que hay en
nosotros y así no sentirnos mal frente al otro o por lo menos, saber que somos
igual que los demás . Al fin y al cabo no soy tan malo como los demás, podría
ser el pensamiento que hace de chivo expiatorio, para justificar nuestros
defectos y ni sentirnos tan mal. Pudiera ser también que buscamos
inconscientemente el mal en los demás para no aceptar que los otros van más
adelantados en la santidad a la que todos estamos llamados. Sea lo que fuera,
existe en nosotros esa tendencia a ver el mal que hay en los demás, no
fijándonos en el bien que puede haber en ellos.
Por ello el Papa Juan Pablo II nos invita a cultivar
esta capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro. Cultivar
esta capacidad partiendo en primer lugar de lo que es el otro: una criatura de
Dios, amada y querida por Él. Y si es una persona consagrada como yo, darme
cuenta que ha recibido la misma llamada que yo, y si el caso, con el mismo
carisma. Para comenzar a cultivar esta capacidad se necesita, como decíamos,
silenciar los defectos y los errores. Es lógico que salten a la vista, no
podemos ni debemos suprimirlos, pero lo que debemos hacer es hacer que surjan
sus cualidades y sus buenas obras. Por ello, podemos siempre preguntarnos al
ver sus defectos y errores, este hermano mío, ¿no podrá ser un santo a pesar
que tiene este defecto o ha cometido este error? A partir de esta pregunta,
que silencia sus defectos y errores, podemos comenzar a preguntarnos por las
cualidades, dones y obras que lo acercan al ideal de santidad, de acuerdo a su
condición de bautizado o consagrado, según sea el caso. Comenzamos por tanto
un ascesis al negarnos a ver sólo los errores y defectos, para comenzar a
cultivar la capacidad de fijar nuestra mirada en los aciertos, dones y obras
buenas que ha realizado y que seguramente realiza.
Una vez que se ha ejercitado esta capacidad podremos
entonces acogerlo y valorarlo por lo que es, como un regalo de Dios para mí.
Aquí radica la diferencia entre soportar al hermano y acoger al hermano. Se
soporta al hermano cuando no se ha ejercido la capacidad de ver lo que hay de
positivo en él. Se acoge al hermano cuando se le contempla por lo que es, como
una criatura de Dios, con sus defectos y errores, pero también y sobretodo con
sus aciertos, dones y obras buenas.
Esta postura acrecentará en nosotros la espiritualidad
de comunión.
2. “ Dar espacio al hermano”.
“En fin, espiritualidad de la comunión es saber « dar
espacio » al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y
rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran
competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias.”
La situación del mundo, lo sabemos muy bien, la
podemos sintetizar en un individualismo desenfrenado. “La realización
rigurosamente individual se evidencia en los valores predominantes
absolutizados en orden creciente: dinero, bienestar material, carrera, imagen,
éxito, placer, poder.” Un individualismo que lleva a hacer de la persona el
centro del mundo, olvidando incluso a sus semejantes: “Junto con la difusión
del individualismo, se nota un decaimiento creciente de la solidaridad
interpersonal: mientras las instituciones asistenciales realizan un trabajo
benemérito, se observa una falta del sentido de solidaridad, de manera que
muchas personas, aunque no carezcan de las cosas materiales necesarias, se
sienten más solas, abandonadas a su suerte, sin lazos de apoyo afectivo.” Es
tan sólo una manifestación más de la cultura de la muerte que el Papa Juan
Pablo II explicitó en la encíclica Evangelium vitae.
Las personas consagradas tienen una tarea ingente para
contrarrestar este individualismo y enseñar al mundo la posibilidad de vivir
en paz y tranquilidad. Como un elemento esencial de la vida consagrada, la
fraternidad, que refleja el misterio de la unidad trinitaria y el misterio de
la unidad de Cristo con la Iglesia, es signo claro de la unidad que se puede
alcan zar cuando se respeta y se da lugar, se da espacio, a los hermanos. Las
personas consagradas, en el ejercicio de dar espacio a los hermanos, pueden
servir de testimonio a lo sociedad para enseñarles a convivir entre ellos, sin
hace caso a las diferencias de nacionalidad, cerdo religioso o político. Es
respetar simplemente la misión que cada uno debe desempeñar en esta tierra. La
misión que debe desempeñar cada uno, forma una amalgama que permite unir sin
reñir, las más diversas diferencias que pueden darse entre los hombres. No se
trata por tanto sólo de un respeto frío y ajeno al interesarse de la persona.
Es poner en práctica la acogida favorable al hermano, de la que hablábamos
renglones arriba, en la conciencia de que la misión que él debe desempeñar
aportará un contenido a la misión global.
Las mujeres consagradas que viven de acuerdo a su
misión, serán capaces de compartir un estilo de vida que permita a cada
hermana de la comunidad desarrollarse de acuerdo a l a misión a la que Dios le
ha encomendado, no como una célula que desempaña en solitario su función, sino
como una célula que comparte su función con todas las demás. “Pongan, pues,
especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la Iglesia demuestre
mejor cada día a fieles e infieles, el Cristo, ya sea entregado a la
contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a las
multitudes, o curando enfermos y heridos y convirtiendo los pecadores a una
vida correcta, o bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos, siempre
obediente a la voluntad del Padre que le envió.” Si la comunidad sabe hacer
espacio a la hermana para que pueda cumplir con la misión asignada,
desaparecerán los celos, las envidias, las competencias. Y este estilo de vida
comunitario está llamado a ejercer de guía para las comunidades sociales. No
en vano, líderes políticos indiferentes o en oposición con la religión
católica, valoran y alaban el servicio prestado por las comunidades
religiosas, no tanto por la eficiencia en sus servicios, sino por el espíritu
de paz que en ellos se vive.
El proyecto comunitario no está en contraposición con
el proyecto de cada individuo. Vivir la espiritualidad de comunión no es ni
suprimir la misión individual, ni imponer la misión comunitaria al individuo.
“El proyecto comunitario es matriz de identidad. Es <> para el crecimiento
personal y comunitario, dado que ayuda al individuo a clarificarse a sí mismo
quién es y los motivos por los que ha decidido dar la propia vida. Una
fraternidad no es válida porque ayuda a la persona a satisfacer las propias
necesidades ni porque la hace más sociable, eficaz o porque le ayuda a
inserirse mejor (…) La comunidad es válida solamente si invita a los miembros
a conocerse y a encontrarse a sí mismos, a expresarse en libertad y a
aceptarse mutuamente, a hacerse responsables de un proyecto compartido: Dios y
su Reino.”
Las mujeres consagradas harán mu cho bien a sí mismas
y a la sociedad si revisan con seriedad el espíritu de comunión dentro de sus
comunidades. Por la formación recibida, por el paso de los años que dejan su
huella al rebajar el fervor primero, por la dificultad natural de unir la vida
de oración con la vida de apostolado, las comunidades religiosas pueden
desgastarse y reducirse a una vida de individualidades en colectividad. En
esos momentos la comunidad no reproduce el rostro de Cristo. Una ayuda para
recobrar la espiritualidad de comunión será la vuelta a la vivencia fiel y
dinámica del carisma, ya que éste es un aglutinante de voluntades en un estilo
de vida muy peculiar, orientado siempre a cumplir la voluntad de Dios. “Vivir
en comunidad es, en realidad, vivir todos juntos la voluntad de Dios, según la
orientación del don carismático, que el Fundador ha recibido de Dios y ha
transmitido a sus discípulos y continuadores (…) La profunda comprensión del
carisma lleva a una clara visión de la propia identidad, e n torno a la cual
es más fácil crear unidad y comunión.”
D.
CONTRIBUCIÓN DE LA VIDA CONSAGRADA A LA SANTIDAD DE LA IGLESIA
1. La vida consagrada como patrimonio de la
Iglesia.
Comprender en toda su anchura lo que ha significado el
Concilio Vaticano II para la vida consagrada requerirá todavía largos años de
reflexión y estudio. No es posible abarcar en el arco de medio siglo las
transformaciones que han supuesto la actuación o puesta en marcha de los
decretos conciliares y los innumerables documentos que el Magisterio ha
generado . Bástenos pensar en la teología de la vida consagrada. Antes del
Concilio, el estudio o la reflexión teológica sobre la vida consagrada, si se
le puede dar este título, se reducía a una serie de prescripciones que
versaban siempre más o menos sob re el campo de la ascética y la
reglamentación de las funciones que deberían cumplir las personas consagradas.
Cada congregación o instituto de vida consagrada debería seguir una
espiritualidad propia que muchas veces estaba delineada sobre unos actos de
piedad o prácticas externas que se habían ido acumulando a través de los años,
o incluso, de los siglos, y que poco o nada tenían que ver con la esencia de
la vida consagrada y que decían menos a los hombres del siglo XX.
El Concilio Vaticano II significó no sólo el
nacimiento de la Teología de la vida consagrada, sino la capacidad de la vida
consagrada para verse a sí misma, y ver el mundo, con la posibilidad de darle
una respuesta. Es el momento del florecimiento de innumerables movimientos y
asociaciones que ponen de manifiesto la capacidad de la Iglesia de renovarse
para acudir en ayuda del hombre, permaneciendo fiel, con una fidelidad
dinámica, al mandato recibido de Jesucristo: <>. “Es precisamente dentro de
esta década de los sesenta cuando Kiko Argüello vive en Palomeras Altas (Vallecas,
Madrid), en los inicios del Camino Neocatecumenal; Andrea Riccardi intuye en
las chabolas de Primavalle, en las afueras de Roma, lo que se convertirá en la
Comunidad de San Egidio al servicio de los pobres; don Luigi Giussani <> con
su Juventud Estudiantil el eslogan que dará nombre a su movimiento: Comunión y
Liberación; Patti Mansfield, quien será líder de la Renovación Carismática,
experimenta fuertemente por primera vez al Espíritu Santo en un fin de semana
de retiro en Duquesne; José María Escrivá de Balaguer abre en la periferia de
Roma una nueva obra de apostolado, de las muchas que ha emprendido ya: el
Centro ELIS, del Opus Dei, para la formación profesional de los jóvenes; José
Kentenich regresa de su largo exilio en Milwaukee y dedica los últimos tres
años de su vida en la consolidación del movimiento Schoe nstatt en todo el
mundo; y Chiara Lubich lleva años impulsando el movimiento de los Focolares,
por mencionar sólo algunas de las más conocidas nuevas realidades eclesiales.”
Paradójicamente, la vida consagrada del post-concilio
se vio zarandeada en esta misma década de los sesenta y los setentas por las
corrientes, no del Concilio, sino de las interpretaciones que se hacían al
Concilio. “Se formaban diversas corrientes en la interpretación de los
documentos conciliares y en la aplicación de las normas. Las raíces,
profundas, no sufrirían mella, pero el vendaval se cobró ramas, hojas, frutos
tiernos. Unos estaban recelosos ante el nuevo giro que el Concilio había dado
a la Iglesia para que su acción en el mundo contemporáneo fuera más incisiva;
otros, en cambio, interpretaron el aggiornamento como una invitación a
desbordar los cauces de la liturgia, de la disciplina sacerdotal y religiosa.
A veces resultó herida la fe de los fieles; otras, se cometieron aberraciones
litúrgicas; la desorientación tocaría amplios estratos de la vida religiosa y
sacerdotal provocando numerosísimas deserciones; sobrevendría la crisis
vocacional, el progresivo abandono de la práctica sacramental y la laicización
de las costumbres en muchas sociedades tradicionalmente cristianas.”
Muchos de los que interpretaban por cuenta propia el
Concilio, comenzaron a presagiar lo que ellos consideraban inevitable, la
desaparición de la vida consagrada. El eco de esas voces ha llegado hasta
nuestros días, y así hay quienes propugnan por un cambio radical en el
concepto de la vida consagrada. Hay quien confundió y sigue confundiendo la
renovación con el aggiornamento. Hay quien aún propone la re-fundación en
lugar de la reapropiación del carisma.
Paulo VI había ya previsto la inadecuada aplicación e
interpretación del Concilio en la exhortación apostólica Evangelica
testificatio: “La "pregunta apremiante" que Evangelica testificatio formula al
final de la ex hortación apostólica sobre renovación de la vida religiosa,
aparece como un grito del corazón con el cual Pablo VI expresa su apasionada
preocupación pastoral, su gran amor por el hombre y el mundo de hoy, la
confianza que pone en los religiosos y las religiosas. Las opciones concretas
de renovación aparecen allí esclarecidas. Su apremio incita a una fidelidad
que devuelva al momento actual de la vida y misión de cada Instituto el ardor
con que los Fundadores se dejaron conquistar por la fuerza inicial del
Espíritu.”
La contestación al magisterio sigue teniendo también
en nuestros días un peso no despreciable en el desarrollo de la vida
consagrada. Guiados por el relativismo y el individualismo, pretenden rebajar
el ideal de la vida consagrada, y en lugar de crear el hombre interior ,
buscan categorías humanas que permitan adecuar los altos ideales espirituales
y evangélicos de la vida consagrada a los valores de moda hoy en boga. Hay
quien, por ejemplo entiende la renovación c omo el relajamiento de las
costumbres, o quien quiere diluir el mensaje de Cristo para entablar el
diálogo, borrando toda identidad propia.
Y toda esta confusión, además de crear zozobra y
perplejidad entre los cristianos lanza el mordiente de la duda al cuestionarse
si la vida consagrada aún puede ser considerada como parte integrante de la
Iglesia, o no tendría más bien que ser apartada, como una práctica de piedad
medieval y caduca. El Magisterio de la Iglesia ha venido repitiendo que la
vida consagrada no es un añadido en la Iglesia, ni una realidad dependiendo de
las circunstancias de tiempos y lugares. Es una realidad viva que pertenece
plenamente a la vida de la Iglesia. “La presencia universal de la vida
consagrada y el carácter evangélico de su testimonio muestran con toda
evidencia —si es que fuera necesario— que no es una realidad aislada y
marginal, sino que abarca a toda la Iglesia. Los Obispos en el Sínodo lo han
confirmado muchas veces: « de re nostra agitur », « es algo que nos afecta
».En realidad, la vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como
elemento decisivo para su misión, ya que « indica la naturaleza íntima de la
vocación cristiana »y la aspiración de toda la Iglesia Esposa hacia la unión
con el único Esposo.”
Por ello, ante la dificultad aparente que muchos han
puesto a la vida consagrada, como parte inherente de la Iglesia, conviene de
alguna manera repasar el concepto vinculante con la Iglesia, es decir, la
especial consagración que se recibe en la vida consagrada.
La Iglesia está formada por bautizados. Y el
bautizado, según lo expresado en toda la Teología post-conciliar, no es otra
cosa que el fiel seguidor de Cristo que aspira a la santidad. “Preguntar a un
catecúmeno: <<¿quieres recibir el Bautismo?>>, significa al mismo tiempo
preguntarle: <<¿quieres ser santo?>>. Significa ponerle en el camino del
Sermón de la Montaña: <> (Mt 5, 48).”
Esta santidad, que no es otra cosa sino el seguimiento
de Cristo, puede realizarse a través de varios caminos: la vida laical, la
vida matrimonial, la vida sacerdotal y la vida consagrada. Nos encontramos por
tanto con el primer punto de nuestra consideración. La vida consagrada está
formada por hombres y mujeres que, como bautizados, tienden a la santidad.
Todos los hombres, con su peregrinar en esta tierra, buscando transformar las
realidades terrenas para que el Reino de Cristo pueda hacerse presente, dejan
una huella en la Iglesia. Su testimonio personal, su labor a favor de la
sociedad, su ejemplo de oración forman un todo que se compacta y se solidifica
en un ejemplo para los cristianos de cualquier tiempo, lugar o condición
social. Cada hombre o mujer, en su intento por ser cristiano, es decir, por
ser un seguidor de Cristo, deja un camino trazado. Este camino la Iglesia lo
hace propio y lo convierte en su patrimonio, de forma que puede ofrecer a las
generaciones futuras no sólo la corona del triunfo de muchos de sus hijos,
sino caminos y senderos diversos que otros hombres y mujeres pueden recorrer
para alcanzar la santidad, es decir, la identificación personal con Cristo.
La innovación se convierte en patrimonio común. Cada
vida cristiana bien vivida se convierte en patrimonio para la Iglesia, pues
ella, como madre y maestra hace propios las fatigas y los gozos que han vivido
cada uno de sus hijos. Conoce estas vidas, las estudia, las valora y las
compara a la luz de la vida de Cristo, para luego proponerlas como ejemplo a
todos los cristianos, no ya como algo ajeno a ella, sino como algo que le
pertenece, como patrimonio, porque ella misma la ha engendrado. La vida
consagrada, se presenta a la par que la vida matrimonial, la vida clerical o
la vida laical como diferentes formas para el seguimiento de Cristo. Sin
perder su carácter específico, de especial consagració n a Cristo, la vida
consagrada representa una forma a través de la cual se puede ser cristiano.
“Vivir como religiosos auténticos en la Iglesia es participar en manera
especial de la consagración, de la misión y de la oración de Cristo, que
aparece en la Biblia como el supremo consagrado, el máximo apóstol o misionero
y el sumo orante.”
No puede decirse que la vida consagrada sea un
accidente o un modo de vida pasajero dentro de la Iglesia. Es patrimonio de la
Iglesia por dos motivos. Porque es una forma de vivir el cristianismo y porque
Cristo lo inauguró, lo vivió e invitó a vivirlo a muchos otros cristianos a lo
largo del tiempo. “En realidad, la vida consagrada está en el corazón mismo de
la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que « indica la
naturaleza íntima de la vocación cristiana »y la aspiración de toda la Iglesia
Esposa hacia la unión con el único Esposo. En el Sínodo se ha afirmado en
varias ocasiones que la vida consagrada no sólo ha desempeñado en el pasado un
papel de ayuda y apoyo a la Iglesia, sino que es un don precioso y necesario
también para el presente y el futuro del Pueblo de Dios, porque pertenece
íntimamente a su vida, a su santidad y a su misión.”
2. La santidad de la vida consagrada como
maestra de humanidad para un mundo relativista.
Hemos establecido que la vida consagrada es inherente
a la vida de la Iglesia porque Jesucristo inauguró y quiso que este estilo de
vida prolongara a lo largo del tiempo. Somos testigo de los admirables
ejemplos de vida consagrada que se han suscitado en la Iglesia a lo largo de
estos dos milenios. “A lo largo de los siglos nunca han faltado hombres y
mujeres que, dóciles a la llamada del Padre y a la moción del Espíritu, han
elegido este camino de especial seguimiento de Cristo, para dedicarse a El con
corazón « indiviso » (cf. 1 Co 7, 34). También ellos, como los Apóstoles, han
dejado todo para estar con El y ponerse, como El, al servicio de Dios y de los
hermanos. De este modo han contribuido a manifestar el misterio y la misión de
la Iglesia con los múltiples carismas de vida espiritual y apostólica que les
distribuía el Espíritu Santo, y por ello han cooperado también a renovar la
sociedad.”
Para entender el siguiente paso de nuestra exposición,
la santidad de la Iglesia como maestra de humanidad para un mundo relativista,
cabe hacer la aclaración que la vida consagrada como un estilo de vida dentro
de la Iglesia, hunde sus raíces en el bautismo y se explica sólo a través del
bautismo, pues así como se dan distintas formas de seguir a Cristo entre los
bautizados, así también se darán diversas formas de santidad, de acuerdo a los
distintos estilos de seguir a Cristo. “Sin embargo, conviene buscar la raíz de
aquella consagración consciente y libre, y de la consiguiente entrega de uno
mismo como propiedad a Dios en el Bautismo, sacramento que nos conduce al
misterio pascual como vértice y centro de la Redención o brada por Cristo. Por
tanto, para poner plenamente de relieve la realidad de la profesión religiosa,
es necesario referirse a las vibrantes palabras de Pablo en la Carta a los
Romanos: "¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos
bautizados para participar en su muerte? Con El hemos sido sepultados por el
bautismo para participar en su muerte, para que como El resucitó... así
también nosotros vivamos una vida nueva". "Nuestro hombre viejo ha sido
crucificado para que... ya no sirvamos al pecado". "Así pues, haced cuenta de
que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús". La
profesión religiosa -sobre la base sacramental del bautismo en la que está
fundamentada- es una nueva "sepultura en la muerte de Cristo"; nueva, mediante
la conciencia y la opción; nueva, mediante el amor y la vocación; nueva,
mediante la incesante "conversión". Tal "sepultura en la muerte" hace que el
hombre, "sepultado con Cristo", "viva como Cristo en una vida nueva" . En
Cristo crucificado encuentran su fundamento último, tanto la consagración
bautismal, como la profesión de los consejos evangélicos, la cual -según las
palabras del Vaticano II- "constituye una especial consagración". Esta es a la
vez muerte y liberación. San Pablo escribe: "consideraos muertos al pecado";
al mismo tiempo, sin embargo, llama a esta muerte "liberación de la esclavitud
del pecado". Pero sobre todo la consagración religiosa constituye, sobre la
base sacramental del bautismo, una nueva vida "por Dios en Jesucristo".”
Con el bautismo todos los cristianos están llamados a
vivir la santidad. Y para lograrlo Dios nos da el don de la gracia. Esta
gracia la debemos hacer crecer a través de la constante muerte al pecado, pues
hemos sido sepultados con Cristo y a través también de una vida nueva, que nos
lleva a seguir a Cristo y a imitarlo. La forma de hacer crecer esta gracia es
muy variada y está ligada fundamentalmente al estilo de vida que Dios ha
querido p a ra cada hombre. Así, en el matrimonio, dará unas gracias
especiales, como en la vida laical o en la vida consagrada. Se dice por tanto
que cada estilo de vida no aumenta la gracia bautismal, sino que la lleva a
cumplimiento. De esta forma, la consagración religiosa no lleva a mayor
cumplimiento la gracia bautismal, sino la consagración bautismal. Por eso, los
documentos conciliares, especialmente Lumen gentium n. 46 y Perfectae
caritatis n. 5, dirán que la consagración religiosa lleva a mayor cumplimiento
la consagración bautismal, no la gracia bautismal. Decir que la consagración
religiosa lleva a mayor cumplimiento la gracia bautismal querría significar
que la consagración religiosa hace mejores cristianos a las personas
consagradas que al resto de los fieles de la Iglesia. Lo que se dice es que la
consagración religiosa lleva a mayor cumplimiento la consagración bautismal,
pues si todos los bautizados están llamados a vivir la vida de Cristo, la
persona consagrada, en razón de la especial consagración religiosa, puede
vivir esa vida de una manera más perfecta, entendiendo por perfección la
semejanza con Dios, a través del seguimiento íntimo de Cristo. “La llamada del
hombre a la perfección ha sido de alguna manera percibida por pensadores y
moralistas del mundo antiguo y también posteriormente en las diversas épocas
de la historia. Pero la llamada bíblica posee una característica totalmente
original: es particularmente exigente cuando indica al hombre la perfección, a
semejanza de Dios mismo. Precisamente de esta forma la llamada corresponde a
toda la lógica interna de la Revelación, según la cual el hombre ha sido
creado a imagen y semejanza de Dios mismo. Por tanto él debe buscar la
perfección que le es propia en la línea de esta imagen y semejanza. Escribe
San Pablo en la Carta a los Efesios: "Sed... imitadores de Dios, como hijos
amados, y caminad en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en
oblación y sacrificio de fragante y suave olor". ”
Este seguimiento especial de la persona de Cristo
comporta un estilo de vida muy peculiar. La vivencia de los consejos
evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, dentro de un instituto
religioso o entidad cualquiera aprobada y reconocida por la Iglesia, imprimen
a la vida de la persona consagrada, unas características muy especiales. Y
este estilo de vida, esta santidad, no está alejado del mundo, sino que puede
ayudar al mundo como ejemplo para vivir la santidad en las realidades
profanas. “El compromiso radical de los consagrados en el seguimiento de
Cristo impulsa a todos los cristianos a tomar mayor conciencia de su llamada y
a apreciar mejor su belleza; les ayuda a aceptar con alegría los deberes que
forman parte de su vocación, y los estimula a asumir tareas que respondan a
las necesidades concretas de la actividad apostólica y caritativa. La vida
consagrada es, por consiguiente, un signo que fortalece el impulso de todos al
servicio del Reino.”
Somos co nscientes de la situación en que vive en el
mundo. Sin hacer de este ensayo un documento exhaustivo, bien podemos citar
las palabras de Benedicto XVI en su discurso inaugural: “Cuántos vientos de
doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes
ideológicas, cuántas modas del pensamiento… La pequeña barca del pensamiento
de muchos cristianos con frecuencia ha quedado agitada por las olas,
zarandeada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el
libertinismo; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un
vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día
nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los
hombres, sobre la astucia que tiende a inducir en el error (Cf. Efesios 4,
14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es etiquetado con
frecuencia como fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el
dejarse llevar «zarandear por cualquier viento de doctrina», pare ce ser la
única actitud que está de moda. Se va constituyendo una dictadura del
relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última
medida el propio yo y sus ganas.”
No son indiferentes o meras expresiones retóricas, las
palabras que ha utilizado Benedicto XIV al referirse por primera vez a las
personas consagradas: “Os saludo a vosotros, religiosos y religiosas, testigos
de la presencia transfigurante de Dios.” Las personas consagradas, por la
estrecha amistad con Dios, son para el mundo testigos del Absoluto y es la luz
del Absoluto de la que está necesitada el mundo, de una presencia de Dios. Los
desiertos interiores por los que vaga el hombre del siglo XXI, y que dan
origen a tantos desiertos exteriores, no son sino el producto de no saber amar
a Dios y de no tenerlo a Él como punto de referencia. El hombre del siglo XXI
ha dejado de ser creyente para ser un crédulo, poniéndose él como centro de
todo el universo, o poniendo a otros en el centr o de la creación. De esta
manera vemos como las ideologías que habían prometido la liberación del hombre
han caído una tras otra y ahora, la sutil pero penetrante y agresiva ideología
del relativismo ha alzado su pendón como baluarte de la felicidad, olvidando
que el hombre como criatura no podrá ser verdaderamente feliz sino fija sus
límites de acuerdo a su propia naturaleza.
No se habla ya de un desprecio o alejamiento de Dios,
sino de un olvido total y completo de Dios. Mientras que las nuevas
generaciones no conocen a Dios, las generaciones mayores lo han olvidado o lo
han desterrado de sus vidas, reservándolo, en el mejor de los casos, para los
eventos que ellos consideran folclorísticos o meramente culturales: Navidad,
Pascua, celebraciones familiares en común, exequias de difuntos. Buscando la
felicidad en lo pasajero, porque el hombre se erige como medida de su propia
felicidad, ponen su esperanza en aquello que delude, sin aceptar, por egoísmo
y vanidad, la fatuid ad y vacío de sus vidas. “En la raíz de la pérdida de la
esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin
Cristo. Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como « el
centro absoluto de la realidad, haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de
Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios
quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre », por
lo que, « no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo
campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía; del relativismo
en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo
cínico en la configuración de la existencia diaria ». La cultura europea da la
impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente
que vive como si Dios no existiera.”
Frente a este relativismo y pérdida de la esperanza,
la santidad de las personas consagradas se presenta como un signo de aliento y
de vida. El relativismo puede expresarse de muy diversas formas y frente a
cada una de ellas, la santidad de la vida consagrada puede servir de
contrapeso que ilumine y guíe al hombre a la verdadera felicidad.
El hombre no puede vivir sin esperanza, no puede vivir
sin alimentar su espíritu, por más reacio que se muestre a las realidades
trascendentes. De creyente pasar a ser crédulo que pone su fe en cualquier
bagatela que le produzca un poco de satisfacción espiritual, narcotizando sus
ansias de infinito o reduciéndolas a lo más inmediato. Como buen hijo que es
de su tiempo, el hombre contemporáneo no sabe ni quiere saber lo que significa
construir la felicidad. Guiado por lo principios de una tecnología, centra su
vida en lo inmediato y lo placentero, sin cuestionarse por el futuro. Y al
encontrarse con espiritualidades que prometen la felicidad en píldoras, o en
recetas al alcance de la mano (aunque a veces no al alcance de cualquier
bolsillo), se desilusiona al paso del tiempo, para buscar otra alternativa.
Frente a este mercadillo de ofertas baratas, la santidad de la vida consagrada
se muestra como anclada a algo seguro, a algo que no pasa y que al mismo
tiempo da la felicidad, la verdadera felicidad. Pero para ello, la persona
consagrada debe creer, verdaderamente creer en Aquél a quien ha consagrado su
vida, de lo contrario su fe será lánguida, marchita, sin capacidad de ser
maestra en el arte de poner a Dios como el único necesario, el único que da
sentido en esta vida, el único que no desilusiona. “Así, la demanda de nuevas
formas de espiritualidad que se produce hoy en la sociedad, ha de encontrar
una respuesta en el reconocimiento de la supremacía absoluta de Dios, que los
consagrados viven con su entrega total y con la conversión permanente de una
existencia ofrecida como auténtico culto espiritual.” Y más concretamente,
está supremacía absoluta de Dios, cuando se centra en Cristo, que así debiera
ser para toda persona consagrada, es c apaz de hacer ver a los hombres, y
especialmente a los jóvenes, la belleza de una vida que no tiene miedo de
centrar todo en Cristo porque en él encuentra la verdadera y única felicidad.
“¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a
Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a
Cristo, y encontraréis la verdadera vida.” Cuando la persona consagrada hace
de Cristo el centro de su vida, de su penar y de su actuar, es capaz de ser un
testimonio que interpela las conciencias de los hombres y las mujeres del
mundo, porque centrar la vida en un ideal que no defrauda es motivo de
cuestionamiento para los hombres que pasan su vida llenándola de ideales vagos
y deletéreos.
La santidad de las personas consagradas es también
maestra de humanidad para un mundo que vive relativizando los valores
objetivos sobre los que se fundamenta el devenir y el ser del hombre. El
hombre postmoderno ha declarado no sólo la incapacidad del h ombre para
descubrir los valores objetivos en los que se apoya la existencia humana, sino
incluso la existencia misma de dichos valores . La interpretación que del
mundo tiene cada hombre, es la máxima sobre la que se guían las conciencias y
las sociedades actuales. Este relativismo que se precia de ser liberal, corre
el riesgo de tiranizar las conciencias y la misma libertad del individuo, pues
al alejarse de la visión real y objetiva de la verdad, permite que cualquier
ideología o interpretación personal se sitúe como rector de las conciencias y
de los individuos.
Las personas consagradas, en el seguimiento que hacen
de la persona de Cristo, permiten ver a los hombres la posibilidad de cimentar
la vida en valores que van más allá de interpretaciones subjetivas y
personales. Valores, según algunos, que ahora cobran un tinte de
fundamentalismo, pero que son los verdaderos valores sobre los que se
consolidan la existencia humana, independientemente del credo religioso o de
ideologías. Una creencia en el ser Absoluto, en su poder y en su capacidad
rectora y organizadora del mundo. Al poner su vida en manos de Dios, las
personas consagradas proclaman no sólo la supremacía del Ser eterno y
trascendental, sino la posibilidad de construir una civilización basada en
valores objetivos, libre de toda interpretación personalista. La vida fraterna
en común en dónde la existencia gira en torno a unos valores claros,
específicos y trascendentes, pone de manifiesto a la sociedad humana la
posibilidad de vivir la vida en clave del respeto, la ayuda recíproca y la
mutua colaboración. “La vida consagrada es signo y testimonio del auténtico
destino del mundo, que va mucho más allá de las perspectivas inmediatas y
visibles, incluso legítimas y debidas, para los fieles llamados a un
compromiso secular: según el Concilio, <>.”
Los tres consejos evangélicos siempre han sido un
preclaro anuncio de un estilo de vida que prefigura la existencia del cielo.
Sin embargo, además de este valor innegable de anuncio del Reino de los
cielos, hoy tienen una mayor actualidad para el mundo fragmentado por el
relativismo. La libertad en el mundo contemporáneo no es ya la capacidad de
elegir lo que más y mejor convenga al desarrollo del hombre. Hoy, por el
relativismo exasperado en el que vivimos, la libertad se entiende ya no como
la capacidad de elegir lo mejor, sino como la posibilidad de hacer lo que se
piense que es mejor, recudiendo lo mejor a lo más conveniente a los intereses
personales, lo que más pueda producir el placer en forma inmediata y más
duradera. La capacidad de elección ha pasado de elegir lo que más puede
hacerme hombre a lo que más puede producirme placer o sa tisfacción personal .
En este contexto de libertad, el consejo evangélico de la obediencia ayuda al
hombre fragmentado por el relativismo a fijar sus coordenadas en su realidad
más profunda. La persona consagrada que vive la obediencia, lo hace porque
descubre el medio para ser lo que debe ser. En la obediencia no renuncia a su
juicio, ni a su capacidad de elección ni de libre albedrío. Al contrario, hace
uso de su juicio, de su capacidad de elección y de su libre albedrío al
analizar su identidad, al elegir los medios más adecuados que le lleven a
adquirir esta identidad y a amar y querer estos medios. “En efecto, la actitud
del Hijo desvela el misterio de la libertad humana como camino de obediencia a
la voluntad del Padre, y el misterio de la obediencia como camino para lograr
progresivamente la verdadera libertad. Esto es lo que quiere expresar la
persona consagrada de manera específica con este voto, con el cual pretende
atestiguar la conciencia de una relación de filiación, que desea asumir la
voluntad paterna como alimento cotidiano (cf. Jn 4, 34), como su roca, su
alegría, su escudo y baluarte (cf. Sal 1817, 3). Demuestra así que crece en la
plena verdad de sí misma permaneciendo unida a la fuente de su existencia y
ofreciendo el mensaje consolador: « Mucha es la paz de los que aman tu ley, no
hay tropiezo para ellos » (Sal 119118, 165).”
El mundo relativista, irónicamente, ha hecho del
placer un punto fijo. La satisfacción personal a través del placer, del
bienestar, del poder sobre los otros son puntos sobre los que
inexplicablemente gira la vida de las personas que supuestamente se dicen
libres, pero que comprometen toda su vida al valor de la sensualidad. Para
satisfacer dicho valor no dudan en hipotecar su tiempo y sus energías. Esta
inversión de toda la persona en torno al valor de la sensualidad origina en no
pocas ocasiones estados de vida que, por procurarse un placer efímero,
sacrifican valores reales y objetivos. Así, hay quien por satisfacer la pasión
del placer no duda en sacrificar el valor de la familia, del negocio o de la
propia reputación. Frente a esta situación la santidad de los que viven el
consejo evangélico de la castidad puede proponerse como una ayuda liberadora,
pues sirve de testimonio para hacer ver que es posible no sucumbir a las
exigencias de la pasión, cuando se tiene un ideal. Frente a los imperativos de
aquellos que hacen ver que la satisfacción de las necesidades corporales
constituye el valor supremo del hombre y que no es posible substraerse a
satisfacerlas plenamente sin quedar traumado o no realizado plenamente, los
consagrados que ofrecen a Dios el don de la castidad, pueden servir de ejemplo
para enseñar a los hombres a encauzar por los caminos de la recta razón, las
pulsiones de los instintos y las pasiones, sin despreciar los cuidados
normales que el cuerpo requiere. “En particular, resulta importante para el
mundo actual el testimonio de la castidad consagrada: testimonio de u n amor a
Cristo más grande que cualquier otro amor, de una gracia que supera las
fuerzas de la naturaleza humana, de un espíritu elevado que no se deja atrapar
en los engaños y ambigüedades que encierran a menudo las reivindicaciones de
la sensualidad.”
Bibliografía
Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen
Gentium, 21.11.1964, n. 39 y 40.
Catecismo de la Iglesia Católica (=CEC), Libreria
Editrice Vaticana, 1992, n. 2013,
Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Milenio Ineunte,
6.1.2001, n. 31
Paolo Scarafoni, I frutti dell’albero buono, Santitá e
vita spirituale crsitocentrica, Edizioni Art, Roma, 2004.
José Rivera, José María Iraburu, Espiritualidad
católica, Centro de estudios de teología espiritual, Madrid, 1982, p. 406.
“La base que hay que presuponer en esta materia es la
que podríamos llam ar . Ella actúa en el cristiano hasta hacer de la ley de la
gracia como una segunda naturaleza que obre los actos de virtud con la
prontitud, la facilidad y deleite, con que la naturaleza obra sus propios
actos.” P. Meseguer, Los sueños y la dirección espiritual, en <<razón y=""
fe="" />> 148 (1953) 153 – 155.
Paolo Scarafoni, op. cit., p. 19.
“La opción fundamental
es la elección con la que cada hombre decide explícitamente o implícitamente
dar un sentido global a su vida, es decir, el tipo de hombre que desea ser. Es
una elección profunda y libre que orienta y dirige la existencia del hombre.
La opción fundamental es el núcleo más importante de la persona humana porque
es una elección global con respecto al sujeto y a la realidad; una opción que
está implícita en cada elección particular, de la que es su fundamento. En
cada acto libre, la opción fundamental viene ratificada, modificada o revisada
por entero.” Ramón Lucas, L’uomo spirito incarnato, Edizioni Paoline, Milano,
1993, p. 179.
Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Milenio Ineunte,
6.1.2001, n. 31
En un esfuerzo por re-descubrir el valor de la regla
benedictina, valdría la pena realizar un esfuerzo para reportar a su origen
verdadero el significado de la palabra monje y su aplicación al mundo
post-moderno. San Benito se refiere al monje como la persona que es una con
Dios. Que no se da una división entre el hombre y Dios. El monje es el que se
hace uno con Dios. Esta es también la deficinión de santo, de cualquier santo,
no sólo de aquellos a los que Dios llama a santificarse en la vida consagrada.
Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen
Gentium, n. 48b.
Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio,
n. 3e.
Rivera, Iraburu, op. cit., p. 151
Dom Columba Marmion, osb., Jesucristo, vida del alma,
5ª parte.
S. Tomás de Aquino, I-II, q. 112 , a4.
S. Tomás de Aquino, III, q. 99, a1.
Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Dogm. Lumen Gentium,n. 1
Pablo II, Carta apostólica Novo Milenio Ineunte,
6.1.2001, n. 43
Ibidem.
Mario Midali, Ecclesiologia della Vita Consacrata, en
Supplemento al Dizionario Teologico della Vita Consacrata, ed. Ancora Editrice,
Milano, 2003, p. 42
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita
Consecrata, 25.3.1996, n.20
Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Vita
consecrata, n. 14
Ibidem. n.17
Juan Pablo II, Catecismo de la Iglesia Católica, n.
257
Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Vita
consecrata, n. 17
Ibidem. n. 18
Ibidem. n. 19
Ibidem. n. 20
Juan Pablo II, Carta apostólica Mane nobiscum Domine,
7.10.2004, n. 21.
Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Milenio Ineunte,
6.1.2001, n. 43.
Para algunos de estos signos he tomado pie de Amedeo
Cencini, Fraternidad en camino, Editorial Sal Térrea, San tander, 2000, p. 130
– 133.
Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Milenio Ineunte,
6.1.2001, n. 43.
Ibidem.
Vittore Mariani, Pedagogía della vita comunitaria,
Editrice AVE, Roma, 2001, p. 10.
Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 28.6.2003, n. 8
Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen
gentium, 21.11.1964, n. 46
Juan Mari Ilarduia, Il progetto comunitario, cammino
d’incontro e comunione, EDB, Bologna, 2004, p. 29.
Congregación para los Institutos de vida consagrada y
las sociedades de vida apostólica, La vida fraterna en comunidad, 2.2.1994, n.
45.
“Estoy convencido de que las nuevas generaciones
podrán servirse durante mucho tiempo todavía de las riquezas que ha ofrecido
este Concilio del siglo XX.” Juan Pablo II, Testamento espiritual,17.3.2000.
“Con el pasar de los años, los documentos conciliares no han perdido su
actualidad; al contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente
pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la sociedad actual
globalizada.” Benedicto XVI, Alocución al final de la misa concelebrad junto a
los Cardenales en la Capilla Sixtina, 20.4.2005, n. 3.
Ma. Bru Alonso, Testigos del Espíritu. Los nuevos
líderes católicos: movimientos y comunidades, Madrid, Edibesa, 1998.
Ángeles Conde y David J.P. Murray, Fundación,
Editorial Planeta, Barcelona, 2005, p. 239.
Sagrada Congregación para los religiosos e institutos
seculares, Religiosos y promoción humana, 28.4.1978, n. 30
Denunciado y explicado magistralmente por el entonces
Cardenal Joseph Ratizinger en la homilía del inicio del Cónclave, 18.4.2005.
“El Papa Pablo VI, por su parte, ha recordado a los
religiosos que, cualquiera que sea la diversidad de formas de vida y de
carismas, todos los elementos de la vida religiosa deben siempre estar
ordenados a la construcción del «hombre interior».” Congregación para los
institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica,
Orientaciones s obre la formación en los institutos religiosos, 2.2.1990, n.
2. Podemos también afirmar con un autor espiritual: “En las cuestiones
pastorales piensan más en conducir que en ser conducidos. En la liturgia
piensan más en inventar fórmulas nuevas a su gusto que en asimilar
personalmente y realizar fielmente las formas que la Iglesia les propone. Se
diría que ignoran que siempre –por muy adultos que seamos en Cristo- recibimos
todo de la Iglesia, mientras que ella solamente recibe algo de nosotros”. José
Rivera y José María Iraburu, Espiritualidad católica, Centro de estudios de
teología espiritual, Madrid, 1982, p. 151.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita
consecrata, 25.3.1996, n.3
Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte,
6.1.2001, n. 31.
Ángel Pardilla, La forma di vita di Cristo al centro
della formazione alla vita religiosa,Editrice Rogate, Roma, 2003, p. 405.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita
consecrata, 25 .3.1996, n. 3.
Ibídem. n. 1.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica Redemptionis
donum, 25.3.1984 n. 7.
Ibídem. n. 4.
Juan Pablo II, Catequesis del Papa durante la
audiencia del 8.3.1995, n. 1.
Card. Joseph Ratzinger, Homilía en la misa por la
elección del Papa, 18.4.2005.
Ibídem.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal
Ecclesia in Europa, 28.6.2003, n. 9.
Ibídem. n. 38.
Benedicto XIV, Homilía de la misa de inicio del
pontificado, 24.4.2005.
“De esta cultura forma parte también un agnosticismo
religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más
profundo, que hunde sus raíces en la pérdida de la verdad del hombre como
fundamento de los derechos inalienables de cada uno.” Juan Pablo II,
Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, 28.6.2003, n. 9.
Juan Pablo II, Catequesis del Papa durante la
audiencia del 8.3.1995, n. 4.
Baste pensar que esta concepción de libertad ha tamb i
én permeado la vida de las personas consagradas, especialmente en lo que se
refiere a la vida consagrada: “La afirmación unilateral y exasperada de la
libertad ha contribuido a difundir en Occidente la cultura del individualismo,
con el debilitamiento del ideal de la vida común y del compromiso por los
proyectos comunitarios.” Congregación para los institutos de vida consagrada y
las sociedades de vida apostólica, La vida fraterna en comunidad, 2.2.1994, n.
4b.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita
consecrata, 25.3.1996, n. 91.
Juan Pablo II, Catequesis del
Papa durante la audiencia del 8.3.1995, n. 6.