El Papa en Toscana (3): Discurso entregado por Benedicto XVI a
los Franciscanos en La Verna
Queridos Frailes Menores, queridas hijas de la Santa Madre Clara, queridos hermanos y hermanos ¡El Señor les de la Paz! ¡Contemplar la Cruz de Cristo!
Hemos subido peregrinos hasta el Sasso Spicco del Monte Alverna
donde «dos años antes de su muerte» (Celano, Vida Primera, III, 94: FF, 484),
san Francisco tuvo impresas en su cuerpo las llagas de la gloriosa pasión de
Cristo. Su camino de discípulo lo había llevado a una unión tan profunda con el
Señor hasta compartir también los signos exteriores del supremo acto de amor de
la Cruz.
Un camino iniciado en San Damián ante el Crucifijo contemplado
con la mente y con el corazón. La continua meditación de la Cruz, en este lugar
santo, ha sido el camino de santificación para tantos cristianos, que, durante
ocho siglos, aquí se han arrodillado para rezar, en el silencio y en el
recogimiento.
La Cruz gloriosa de Cristo reasume los
sufrimientos del mundo, pero es sobre todo signo tangible del amor, medida de la
bondad de Dios hacia el hombre. En este lugar también nosotros estamos llamados
a recuperar la dimensión sobrenatural de la vida, a elevar los ojos de aquello
que es contingente, para volver a confiarnos completamente al Señor, con el
corazón libre y en perfecto gozo, contemplando el Crucifijo para que nos hable
con su amor.
«Altissimu, onnipotente, bon Signore, Tue so’
le laude, la gloria e l’honore et omne benedictione»
¡Embelesados por el amor de Cristo!
La contemplación del Crucifijo tiene una extraordinaria eficacia,
porque nos hace pasar del orden de las cosas pensadas, a la experiencia vivida;
de la salvación esperada a la Patria bendita. San Buenaventura afirma: «Quien
mira, convirtiendo a él, [el Crucifijo] … celebra con Él la pascua, es decir, el
tránsito» (ibíd., VII, 2). Este es el corazón de la experiencia del Alverna, de
la experiencia que aquí tuvo el Pobrecillo de Asís. En este Sagrado Monte, san
Francisco vive en si mismo la profunda unidad entre discipulado, imitación y
conformación a Cristo. Y así nos dice también que no basta declararse cristianos
para ser cristianos, y tampoco buscar cumplir las obras de bien. Es necesario
sujetarse a Jesús, con un lento, progresivo compromiso de transformación del
propio ser, a imagen del Señor, para que, por la gracia divina, cada miembro del
Cuerpo de Él, que es la Iglesia, muestre la necesaria semejanza con la Cabeza,
Cristo Señor. Y también en este camino se parte – como nos enseñan los maestros
medievales sobre el gran Agustín - del conocimiento de sí mismo, de la humildad
de mirar con sinceridad en lo íntimo de sí mismo.
¡Llevar el amor de Cristo!Cuantos
peregrinos han subido y suben a este Sagrado Monte para contemplar el Amor de
Dios crucificado y dejarse arrebatar por Él. Cuántos peregrinos han subido a la
búsqueda de Dios, que es la verdadera razón por la cual la Iglesia existe: ser
puente entre Dios y el hombre. Y aquí los encuentran también a ustedes, hijos e
hijas de san Francisco. Recuerden siempre que la vida consagrada tiene la
específica tarea de rendir testimonio, con la palabra y con el ejemplo de una
vida según los consejos evangélicos, la fascinante historia de amor entre Dios y
la humanidad, que atraviesa la historia.
El medioevo franciscano ha dejado una huella
imborrable en esta su Iglesia aretina. Los repetidos pasajes del Pobrecillo de
Asís y su persistir en este territorio son un tesoro precioso. Único y
fundamental fue lo sucedido en el Monte Alverna, por la singularidad de los
estigmas impresos en el cuerpo del seráfico Padre Francisco, pero también la
historia colectiva de sus hermanos y de la gente, que redescubre todavía, en elSasso
Spicco, la centralidad de Cristo en
la vida del creyente.Montauto
de Anghiari, Las Celdas de Cortona,
la Ermita de Montecasale, y de Cerbaiolo, pero también otros lugares menores del
franciscanismo toscano, siguen marcando la identidad de la Comunidad aretina,
cortonesa y biturgense.
Tantas luces han iluminado estas tierra, como
santa Margarita de Cortona, figura poco conocida de penitencia franciscana,
capaz de revivir en sí misma con extraordinaria vivacidad el carisma del
Pobrecillo de Asís, uniendo la contemplación del Crucifijo con la caridad hacia
los últimos. El amor de Dios y al Prójimo sigue animando la obra preciosa de los
franciscanos en su Comunidad eclesial. La profesión de los consejos evangélicos
es una vía maestra para vivir la caridad de Cristo. En este lugar bendito, pido
al Señor que siga enviando obreros a su viña y, sobre todo a los jóvenes, dirijo
la apremiante invitación, para que quien sea llamado por Dios responda con
generosidad y tenga el valor de donarse en la vida consagrada y en el sacerdocio
ministerial.
Me hice peregrino en el Alverna, como Sucesor de
Pedro, y quisiera que cada uno de nosotros nuevamente escuchara la pregunta de
Jesús a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?... Apacienta mis
corderos» (Jn 21,15). El amor por Cristo está a la base de la vida del pastor,
como también de aquella del consagrado; un amor que no tiene miedo del
compromiso y de la fatiga. Lleven este amor al hombre de nuestro tiempo, muchas
veces encerrado en su propio individualismo; sean signo de la inmensa
misericordia de Dios. La piedad sacerdotal enseña a los sacerdotes a vivir
aquello que se celebra, a gastar la propia vida por quien encontramos: en el
compartir el dolor, en la atención a los problemas, en el acompañar el camino de
la fe.
Gracias al Ministro
General José Rodríguez Carballo por sus palabras, a la entera Familia
franciscana y a todos ustedes. Perseveren, como su Santo Padre en la imitación
de Cristo, para que quien los encuentre, encuentre a san Francisco y encontrando
a san Francisco encuentre al Señor. (Traducción: Patricia L. Jáuregui Romero)