CARTA ENCÍCLICA
SPE SALVI
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS,
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS,
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS,
SOBRE LA ESPERANZA CRISTIANA
INTRODUCCIÓN
1. “SPE SALVI facti sumus” – en esperanza fuimos salvados, dice san Pablo a los Romanos y también a nosotros (Rm 8,24). Según la fe cristiana, la “redención”, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero, ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata?
La fe es esperanza
2.
Antes de ocuparnos de estas preguntas que nos hemos hecho, y que hoy son
percibidas de un modo particularmente intenso, hemos de escuchar todavía con
un poco más de atención el testimonio de
3. Pero ahora se plantea la
pregunta: ¿en qué consiste esta esperanza que, en cuanto esperanza, es
“redención”? Pues bien, el núcleo de la respuesta se da en el pasaje antes
citado de
El
concepto de esperanza basada en la fe en el Nuevo Testamento y en
4.
Antes de abordar la cuestión sobre si el encuentro con el Dios que nos ha
mostrado su rostro en Cristo, y que ha abierto su Corazón, es para nosotros
no sólo “informativo”, sino también “performativo”,
es decir, si puede transformar nuestra vida hasta hacernos sentir redimidos
por la esperanza que dicho encuentro expresa, volvamos de nuevo a
5.
Hemos de añadir todavía otro punto de vista.
6.
Los sarcófagos de los primeros tiempos del cristianismo muestran
visiblemente esta concepción, en presencia de la muerte, ante la cual es
inevitable preguntarse por el sentido de la vida. En los antiguos sarcófagos
se interpreta la figura de Cristo mediante dos imágenes: la del filósofo y
la del pastor. En general, por filosofía no se entendía entonces una difícil
disciplina académica, como ocurre hoy. El filósofo era más bien el que sabía
enseñar el arte esencial: el arte de ser hombre de manera recta, el arte de
vivir y morir. Ciertamente, ya desde hacía tiempo los hombres se habían
percatado de que gran parte de los que se presentaban como filósofos, como
maestros de vida, no eran más que charlatanes que con sus palabras querían
ganar dinero, mientras que no tenían nada que decir sobre la verdadera vida.
Esto hacía que se buscase con más ahínco aún al auténtico filósofo, que
supiera indicar verdaderamente el camino de la vida. Hacia finales del siglo
III encontramos por vez primera en Roma, en el sarcófago de un niño y en el
contexto de la resurrección de Lázaro, la figura de Cristo como el verdadero
filósofo, que tiene el Evangelio en una mano y en la otra el bastón de
caminante propio del filósofo. Con este bastón Él vence a la muerte; el
Evangelio lleva la verdad que los filósofos
deambulantes habían buscado en vano. En esta imagen, que después
perdurará en el arte de los sarcófagos durante mucho tiempo, se muestra
claramente lo que tanto las personas cultas como las sencillas encontraban
en Cristo: Él nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para
ser verdaderamente hombre. Él nos indica el camino y este camino es la
verdad. Él mismo es ambas cosas, y por eso es también la vida que todos
anhelamos. Él indica también el camino más allá de la muerte; sólo quien es
capaz de hacer todo esto es un verdadero maestro de vida. Lo mismo puede
verse en la imagen del pastor. Como ocurría para la representación del
filósofo, también para la representación de la figura del pastor
7.
Debemos volver una vez más al Nuevo Testamento. En el capítulo
undécimo de
8.
Esta explicación cobra mayor fuerza aún, y se conecta con la vida concreta,
si consideramos el versículo 34 del capítulo 10 de
9.
Para comprender más profundamente esta reflexión sobre las dos especies de
sustancias
hypostasis e
hyparchonta y sobre los
dos modos de vida expresados con ellas, tenemos todavía que reflexionar
brevemente sobre dos palabras relativas a este argumento, que se encuentran
en el capítulo 10 de
La vida eterna - ¿qué es?
10.
Hasta ahora hemos hablado de la fe y de la esperanza en el Nuevo Testamento
y en los comienzos del cristianismo; pero siempre se ha tenido también claro
que no sólo hablamos del pasado; toda la reflexión concierne a la vida y a
la muerte en general y, por tanto, también tiene que ver con nosotros aquí y
ahora. No obstante, es el momento de preguntarnos ahora de manera explícita:
la fe cristiana ¿es también para nosotros ahora una esperanza que transforma
y sostiene nuestra vida? ¿Es para nosotros “performativa”,
un mensaje que plasma de modo nuevo la vida misma, o es ya sólo
“información” que, mientras tanto, hemos dejado arrinconada y nos parece
superada por informaciones más recientes? En la búsqueda de una respuesta
quisiera partir de la forma clásica del diálogo con el cual el rito del
Bautismo expresaba la acogida del recién nacido en la comunidad de los
creyentes y su renacimiento en Cristo. El sacerdote preguntaba ante todo a
los padres qué nombre habían elegido para el niño, y continuaba después con
la pregunta: “¿Qué pedís a
11. Sea lo que fuere lo que san Ambrosio quiso decir exactamente con estas palabras, es cierto que la eliminación de la muerte, como también su aplazamiento casi ilimitado, pondría a la tierra y a la humanidad en una condición imposible y no comportaría beneficio alguno para el individuo mismo. Obviamente, hay una contradicción en nuestra actitud, que hace referencia a un contraste interior de nuestra propia existencia. Por un lado, no queremos morir; los que nos aman, sobre todo, no quieren que muramos. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente, y tampoco la tierra ha sido creada con esta perspectiva. Entonces, ¿qué es realmente lo que queremos? Esta paradoja de nuestra propia actitud suscita una pregunta más profunda: ¿qué es realmente la “vida”? Y ¿qué significa verdaderamente “eternidad”? Hay momentos en que de repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera “vida”, así debería ser. En contraste con ello, lo que cotidianamente llamamos “vida”, en verdad no lo es. Agustín, en su extensa carta sobre la oración dirigida a Proba, una viuda romana acomodada y madre de tres cónsules, escribió una vez: En el fondo queremos sólo una cosa, la “vida bienaventurada”, la vida que simplemente es vida, simplemente “felicidad”. A fin de cuentas, en la oración no pedimos otra cosa. No nos encaminamos hacia nada más, se trata sólo de esto. Pero después Agustín dice también: pensándolo bien, no sabemos en absoluto lo que deseamos, lo que quisiéramos concretamente. Desconocemos del todo esta realidad; incluso en aquellos momentos en que nos parece tocarla con la mano no la alcanzamos realmente. “No sabemos pedir lo que nos conviene”, reconoce con una expresión de san Pablo (Rm 8,26). Lo único que sabemos es que no es esto. Sin embargo, en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir. “Así, pues, hay en nosotros, por decirlo de alguna manera, una sabia ignorancia (docta ignorantia)”, escribe. No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta “verdadera vida” y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados.(8)
12. Pienso que Agustín describe en este pasaje, de modo muy preciso y siempre válido, la situación esencial del hombre, la situación de la que provienen todas sus contradicciones y sus esperanzas. De algún modo deseamos la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte; pero, al mismo tiempo, no conocemos eso hacia lo que nos sentimos impulsados. No podemos dejar de tender a ello y, sin embargo, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo que deseamos. Esta “realidad” desconocida es la verdadera “esperanza” que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión “vida eterna” trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, “eterno” suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; “vida” nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría” (16,22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo.(9)
¿Es individualista la esperanza cristiana?
14.
A este respecto, de Lubac ha podido demostrar,
basándose en la teología de los Padres en toda su amplitud, que la salvación
ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria. La misma
Carta a los Hebreos habla de una “ciudad” (cf. 11,10.16; 12,22;
13,14) y, por tanto, de una salvación comunitaria. Los Padres,
coherentemente, entienden el pecado como la destrucción de la unidad del
género humano, como ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de
las lenguas y de la separación, se muestra como expresión de lo que es el
pecado en su raíz. Por eso, la “redención” se presenta precisamente como el
restablecimiento de la unidad en la que nos encontramos de nuevo juntos en
una unión que se refleja en la comunidad mundial de los creyentes. No hace
falta que nos ocupemos aquí de todos los textos en los que aparece el
aspecto comunitario de la esperanza. Sigamos con
15.
Esta concepción de la “vida bienaventurada” orientada hacia la comunidad se
refiere a algo que está ciertamente más allá del mundo presente, pero
precisamente por eso tiene que ver también con la edificación del mundo, de
maneras muy diferentes según el contexto histórico y las posibilidades que
éste ofrece o excluye. En el tiempo de Agustín, cuando la irrupción de
nuevos pueblos amenazaba la cohesión del mundo, en la cual había una cierta
garantía de derecho y de vida en una comunidad jurídica, se trataba de
fortalecer los fundamentos verdaderamente básicos de esta comunidad de vida
y de paz para poder sobrevivir en aquel mundo cambiante. Pero intentemos
fijarnos, por poner un caso, en un momento de
La transformación de la fe-esperanza cristiana en el tiempo moderno
16. ¿Cómo ha podido desarrollarse la idea de que el mensaje de Jesús es estrictamente individualista y dirigido sólo al individuo? ¿Cómo se ha llegado a interpretar la “salvación del alma” como huida de la responsabilidad respecto a las cosas en su conjunto y, por consiguiente, a considerar el programa del cristianismo como búsqueda egoísta de la salvación que se niega a servir a los demás? Para encontrar una respuesta a esta cuestión hemos de fijarnos en los elementos fundamentales de la época moderna. Estos se ven con particular claridad en Francis Bacon. Es indiscutible que –gracias al descubrimiento de América y a las nuevas conquistas de la técnica que han permitido este desarrollo– ha surgido una nueva época. Pero, ¿sobre qué se basa este cambio epocal? Se basa en la nueva correlación entre experimento y método, que hace al hombre capaz de lograr una interpretación de la naturaleza conforme a sus leyes y conseguir así, finalmente, “la victoria del arte sobre la naturaleza” (victoria cursus artis super naturam).(14) La novedad –según la visión de Bacon– consiste en una nueva correlación entre ciencia y praxis. De esto se hace después una aplicación en clave teológica: esta nueva correlación entre ciencia y praxis significaría que se restablecería el dominio sobre la creación, que Dios había dado al hombre y que se perdió por el pecado original.(15)
17. Quien lee estas afirmaciones, y reflexiona con atención, reconoce en ellas un paso desconcertante: hasta aquel momento la recuperación de lo que el hombre había perdido al ser expulsado del paraíso terrenal se esperaba de la fe en Jesucristo, y en esto se veía la “redención”. Ahora, esta “redención”, el restablecimiento del “paraíso” perdido, ya no se espera de la fe, sino de la correlación apenas descubierta entre ciencia y praxis. Con esto no es que se niegue la fe; pero queda desplazada a otro nivel –el de las realidades exclusivamente privadas y ultramundanas– al mismo tiempo que resulta en cierto modo irrelevante para el mundo. Esta visión programática ha determinado el proceso de los tiempos modernos e influye también en la crisis actual de la fe que, en sus aspectos concretos, es sobre todo una crisis de la esperanza cristiana. Por eso, en Bacon la esperanza recibe también una nueva forma. Ahora se llama: fe en el progreso. En efecto, para Bacon está claro que los descubrimientos y las invenciones apenas iniciadas son sólo un comienzo; que gracias a la sinergia entre ciencia y praxis se seguirán descubrimientos totalmente nuevos, surgirá un mundo totalmente nuevo, el reino del hombre.(16) Según esto, él mismo trazó un esbozo de las invenciones previsibles, incluyendo el aeroplano y el submarino. Durante el desarrollo ulterior de la ideología del progreso, la alegría por los visibles adelantos de las potencialidades humanas es una confirmación constante de la fe en el progreso como tal.
18.
Al mismo tiempo, hay dos categorías que ocupan cada vez más el centro de la
idea de progreso: razón y libertad. El progreso es sobre todo un progreso
del dominio creciente de la razón, y esta razón es considerada obviamente un
poder del bien y para el bien. El progreso es la superación de todas las
dependencias, es progreso hacia la libertad perfecta. También la libertad es
considerada sólo como promesa, en la cual el hombre llega a su plenitud. En
ambos conceptos –libertad y razón– hay un
aspecto político. En efecto, se espera el reino de la razón como la nueva
condición de la humanidad que llega a ser totalmente libre. Sin embargo, las
condiciones políticas de este reino de la razón y de la libertad, en un
primer momento, aparecen poco definidas. La razón y la libertad parecen
garantizar de por sí, en virtud de su bondad intrínseca, una nueva comunidad
humana perfecta. Pero en ambos conceptos clave, “razón” y “libertad”, el
pensamiento está siempre, tácitamente, en contraste también con los vínculos
de la fe y de
19.
Hemos de fijarnos brevemente en las dos etapas esenciales de la concreción
política de esta esperanza, porque son de gran importancia para el camino de
la esperanza cristiana, para su comprensión y su persistencia. Está, en
primer lugar,
20. En el s. XVIII no faltó la fe en el progreso como nueva forma de la esperanza humana y siguió considerando la razón y la libertad como la estrella-guía que se debía seguir en el camino de la esperanza. Sin embargo, el avance cada vez más rápido del desarrollo técnico y la industrialización que comportaba crearon muy pronto una situación social completamente nueva: se formó la clase de los trabajadores de la industria y el así llamado “proletariado industrial”, cuyas terribles condiciones de vida ilustró de manera sobrecogedora Friedrich Engels en 1845. Para el lector debía estar claro: esto no puede continuar, es necesario un cambio. Pero el cambio supondría la convulsión y el abatimiento de toda la estructura de la sociedad burguesa. Después de la revolución burguesa de 1789 había llegado la hora de una nueva revolución, la proletaria: el progreso no podía avanzar simplemente de modo lineal a pequeños pasos. Hacía falta el salto revolucionario. Karl Marx recogió esta llamada del momento y, con vigor de lenguaje y pensamiento, trató de encauzar este nuevo y, como él pensaba, definitivo gran paso de la historia hacia la salvación, hacia lo que Kant había calificado como el “reino de Dios”. Al haber desaparecido la verdad del más allá, se trataría ahora de establecer la verdad del más acá. La crítica del cielo se transforma en la crítica de la tierra, la crítica de la teología en la crítica de la política. El progreso hacia lo mejor, hacia el mundo definitivamente bueno, ya no viene simplemente de la ciencia, sino de la política; de una política pensada científicamente, que sabe reconocer la estructura de la historia y de la sociedad, y así indica el camino hacia la revolución, hacia el cambio de todas las cosas. Con precisión puntual, aunque de modo unilateral y parcial, Marx ha descrito la situación de su tiempo y ha ilustrado con gran capacidad analítica los caminos hacia la revolución, y no sólo teóricamente: con el partido comunista, nacido del manifiesto de 1848, dio inicio también concretamente a la revolución. Su promesa, gracias a la agudeza de sus análisis y a la clara indicación de los instrumentos para el cambio radical, fascinó y fascina todavía hoy de nuevo. Después, la revolución se implantó también, de manera más radical en Rusia.
21.
Pero con su victoria se puso de manifiesto también el error fundamental de
Marx. Él indicó con exactitud cómo lograr el
cambio total de la situación. Pero no nos dijo cómo se debería proceder
después. Suponía simplemente que, con la expropiación de la clase dominante,
con la caída del poder político y con la socialización de los medios de
producción, se establecería
22. Así, pues, nos encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces. Sobre esto sólo se puede intentar hacer aquí alguna observación. Ante todo hay que preguntarse: ¿Qué significa realmente “progreso”; qué es lo que promete y qué es lo que no promete? Ya en el siglo XIX había una crítica a la fe en el progreso. En el siglo XX, Theodor W. Adorno expresó de manera drástica la incertidumbre de la fe en el progreso: el progreso, visto de cerca, sería el progreso que va de la honda a la superbomba. Ahora bien, éste es de hecho un aspecto del progreso que no se debe disimular. Dicho de otro modo: la ambigüedad del progreso resulta evidente. Indudablemente, ofrece nuevas posibilidades para el bien, pero también abre posibilidades abismales para el mal, posibilidades que antes no existían. Todos nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso, en manos equivocadas, puede convertirse, y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal. Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior (cf. Ef 3,16; 2 Co 4,16), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo.
23. Por lo que se refiere a los dos grandes temas “razón” y “libertad”, aquí sólo se pueden señalar las cuestiones relacionadas con ellos. Ciertamente, la razón es el gran don de Dios al hombre, y la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana. Pero ¿cuándo domina realmente la razón? ¿Acaso cuando se ha apartado de Dios? ¿Cuando se ha hecho ciega para Dios? La razón del poder y del hacer ¿es ya toda la razón? Si el progreso, para ser progreso, necesita el crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón del poder y del hacer debe ser integrada con la misma urgencia mediante la apertura de la razón a las fuerzas salvadoras de la fe, al discernimiento entre el bien y el mal. Sólo de este modo se convierte en una razón realmente humana. Sólo se vuelve humana si es capaz de indicar el camino a la voluntad, y esto sólo lo puede hacer si mira más allá de sí misma. En caso contrario, la situación del hombre, en el desequilibrio entre la capacidad material, por un lado, y la falta de juicio del corazón, por otro, se convierte en una amenaza para sí mismo y para la creación. Por eso, hablando de libertad, se ha de recordar que la libertad humana requiere que concurran varias libertades. Sin embargo, esto no se puede lograr si no está determinado por un común e intrínseco criterio de medida, que es fundamento y meta de nuestra libertad. Digámoslo ahora de manera muy sencilla: el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza. Visto el desarrollo de la edad moderna, la afirmación de san Pablo citada al principio (Ef 2,12) se demuestra muy realista y simplemente verdadera. Por tanto, no cabe duda de que un “reino de Dios” instaurado sin Dios –un reino, pues, sólo del hombre– desemboca inevitablemente en “el final perverso” de todas las cosas descrito por Kant: lo hemos visto y lo seguimos viendo siempre una y otra vez. Pero tampoco cabe duda de que Dios entra realmente en las cosas humanas a condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que Él mismo salga a nuestro encuentro y nos hable. Por eso la razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella misma: razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y su misión.
La verdadera fisonomía de la esperanza cristiana
24. Preguntémonos ahora de nuevo: ¿qué podemos esperar? Y ¿qué es lo que no podemos esperar? Ante todo hemos de constatar que un progreso acumulativo sólo es posible en lo material. Aquí, en el conocimiento progresivo de las estructuras de la materia, y en relación con los inventos cada día más avanzados, hay claramente una continuidad del progreso hacia un dominio cada vez mayor de la naturaleza. En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio. Es verdad que las nuevas generaciones pueden construir a partir de los conocimientos y experiencias de quienes les han precedido, así como aprovecharse del tesoro moral de toda la humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede tener la misma evidencia que los inventos materiales. El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella. Pero esto significa que:
a) El recto estado de las cosas humanas, el bienestar moral del mundo, nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras, por muy válidas que éstas sean. Dichas estructuras no sólo son importantes, sino necesarias; sin embargo, no pueden ni deben dejar al margen la libertad del hombre. Incluso las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario. La libertad necesita una convicción; una convicción no existe por sí misma, sino que ha de ser conquistada comunitariamente siempre de nuevo.
b) Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez. La libre adhesión al bien nunca existe simplemente por sí misma. Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada –buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas.
25. Una consecuencia de lo dicho es que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación; nunca es una tarea que se pueda dar simplemente por concluida. No obstante, cada generación tiene que ofrecer también su propia aportación para establecer ordenamientos convincentes de libertad y de bien, que ayuden a la generación sucesiva, como orientación al recto uso de la libertad humana y den también así, siempre dentro de los límites humanos, una cierta garantía también para el futuro. Con otras palabras: las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior. Francis Bacon y los seguidores de la corriente de pensamiento de la edad moderna inspirada en él, se equivocaban al considerar que el hombre sería redimido por medio de la ciencia. Con semejante expectativa se pide demasiado a la ciencia; esta especie de esperanza es falaz. La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre y al mundo si no está orientada por fuerzas externas a ella misma. Por otra parte, debemos constatar también que el cristianismo moderno, ante los éxitos de la ciencia en la progresiva estructuración del mundo, se ha concentrado en gran parte sólo sobre el individuo y su salvación. Con esto ha reducido el horizonte de su esperanza y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su cometido, si bien es importante lo que ha seguido haciendo para la formación del hombre y la atención de los débiles y de los que sufren.
26. No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de “redención” que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es “redimido”, suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha “redimido”. Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana “causa primera” del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: “Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Ga 2,20).
27.
En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga
múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza
que sostiene toda la vida (cf.
Ef 2,12). La verdadera, la gran
esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo
puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando “hasta el
extremo”, “hasta el total cumplimiento” (cf.
Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado
por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente “vida”. Empieza a
intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos encontrado en el rito
del Bautismo: de la fe se espera la “vida eterna”, la vida verdadera que,
totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud. Jesús
que dijo de sí mismo que había venido para que nosotros tengamos la vida y
la tengamos en plenitud, en abundancia (cf.
Jn 10,10), nos explicó
también qué significa “vida”: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti,
único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn
17,3). La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni
tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con
quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no
muere, que es
28.
Pero ahora surge la pregunta: de este modo, ¿no hemos recaído quizás en el
individualismo de la salvación? ¿En la esperanza sólo para mí que además,
precisamente por eso, no es una esperanza verdadera porque olvida y descuida
a los demás? No. La relación con Dios se establece a través de la comunión
con Jesús, pues solos y únicamente con nuestras fuerzas no la podemos
alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es una relación con Aquel que se
entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros (cf.
1 Tm
2,6). Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser “para
todos”, hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de
los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a
ser para los demás, para todos. Quisiera citar en este contexto al gran
doctor griego de
29. Esto supuso para Agustín una vida totalmente nueva. Así describió una vez su vida cotidiana: “Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos, instruir a los ignorantes, estimular a los indolentes, aplacar a los pendencieros, moderar a los ambiciosos, animar a los desalentados, apaciguar a los contendientes, ayudar a los pobres, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar a los malos y [¡pobre de mí!] amar a todos”.(22) “Es el Evangelio lo que me asusta”,(23) ese temor saludable que nos impide vivir para nosotros mismos y que nos impulsa a transmitir nuestra común esperanza. De hecho, ésta era precisamente la intención de Agustín: en la difícil situación del imperio romano, que amenazaba también al África romana y que, al final de la vida de Agustín, llegó a destruirla, quiso transmitir esperanza, la esperanza que le venía de la fe y que, en total contraste con su carácter introvertido, le hizo capaz de participar decididamente y con todas sus fuerzas en la edificación de la ciudad. En el mismo capítulo de las Confesiones, en el cual acabamos de ver el motivo decisivo de su compromiso “para todos”, dice también: Cristo “intercede por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros”.(24) Gracias a su esperanza, Agustín se dedicó a la gente sencilla y a su ciudad; renunció a su nobleza espiritual y predicó y actuó de manera sencilla para la gente sencilla.
30. Resumamos lo que hasta ahora ha aflorado en el desarrollo de nuestras reflexiones. A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. En este sentido, la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero “reino de Dios”. Esta esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande y realista, la que el hombre necesita. Ésta sería capaz de movilizar –por algún tiempo– todas las energías del hombre; este gran objetivo parecía merecer todo tipo de esfuerzos. Pero a lo largo del tiempo se vio claramente que esta esperanza se va alejando cada vez más. Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza para los hombres del mañana, pero no una esperanza para mí. Y aunque el “para todos” forme parte de la gran esperanza –no puedo ciertamente llegar a ser feliz contra o sin los otros–, es verdad que una esperanza que no se refiera a mí personalmente, ni siquiera es una verdadera esperanza. También resultó evidente que ésta era una esperanza contra la libertad, porque la situación de las realidades humanas depende en cada generación de la libre decisión de los hombres que pertenecen a ella. Si, debido a las condiciones y a las estructuras, se les privara de esta libertad, el mundo, a fin de cuentas, no sería bueno, porque un mundo sin libertad no sería en absoluto un mundo bueno. Así, aunque sea necesario un empeño constante para mejorar el mundo, el mundo mejor del mañana no puede ser el contenido propio y suficiente de nuestra esperanza. A este propósito se plantea siempre la pregunta: ¿Cuándo es “mejor” el mundo? ¿Qué es lo que lo hace bueno? ¿Según qué criterio se puede valorar si es bueno? ¿Y por qué vías se puede alcanzar esta “bondad”?
31. Más aún: nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es “realmente” vida. Trataremos de concretar más esta idea en la última parte, fijando nuestra atención en algunos “lugares” de aprendizaje y ejercicio práctico de la esperanza.
“Lugares” de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza
I.
32. Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar–, Él puede ayudarme.(25) Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo. De sus trece años de prisión, nueve de los cuales en aislamiento, el inolvidable Cardenal Nguyen Van Thuan nos ha dejado un precioso opúsculo: Oraciones de esperanza. Durante trece años en la cárcel, en una situación de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él una fuerza creciente de esperanza, que después de su liberación le permitió ser para los hombres de todo el mundo un testigo de la esperanza, esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de la soledad.
33.
Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y
esperanza en una homilía sobre
34.
Para que la oración produzca esta fuerza purificadora debe ser, por una
parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo.
Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las
grandes oraciones de
II.
EL ACTUAR Y EL SUFRIR COMO LUGARES DE APRENDIZAJE DE
35. Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas; solucionar éste o aquel otro cometido importante para el porvenir de nuestra vida: colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro. Pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica. Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza. Es importante sin embargo saber que yo todavía puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o para el momento histórico que estoy viviendo. Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar. Ciertamente, no “podemos construir” el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica– “merecer” el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo “merecido”, sino siempre un don. No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la “plusvalía” del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como “colaboradores de Dios”, han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1 Co 3,9; 1 Ts 3,2). Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro. Podemos descubrir y tener limpias las fuentes de la creación y así, junto con la creación que nos precede como don, hacer lo que es justo, teniendo en cuenta sus propias exigencias y su finalidad. Eso sigue teniendo sentido aunque en apariencia no tengamos éxito o nos veamos impotentes ante la superioridad de fuerzas hostiles. Así, por un lado, de nuestro obrar brota esperanza para nosotros y para los demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios.
36. Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que –lo vemos– es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que “quita el pecado del mundo” (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro.
37. Volvamos a nuestro tema. Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito. En este contexto, quisiera citar algunas frases de una carta del mártir vietnamita Pablo Le-Bao-Thin († 1857) en las que resalta esta transformación del sufrimiento mediante la fuerza de la esperanza que proviene de la fe. “Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor de Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia (cf. Sal 136 [135]). Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de las tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia. En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo[...]. ¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo nombre, Señor, que te sientas sobre los querubines y serafines? (cf. Sal 80 [79],2). ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos! ¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor. Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles [...]. Queridos hermanos al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia [...]. Os escribo todo esto para se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón...”.(28) Ésta es una carta “desde el infierno”. Se expresa todo el horror de un campo de concentración en el cual, a los tormentos por parte de los tiranos, se añade el desencadenarse del mal en las víctimas mismas que, de este modo, se convierten incluso en nuevos instrumentos de la crueldad de los torturadores. Es una carta desde el “infierno”, pero en ella se hace realidad la exclamación del Salmo: “Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro... Si digo: ‘‘Que al menos la tiniebla me encubra...'', ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día” (Sal 139 [138] 8-12; cf. Sal 23[22], 4). Cristo ha descendido al “infierno” y así está cerca de quien ha sido arrojado allí, transformando por medio de Él las tinieblas en luz. El sufrimiento y los tormentos son terribles y casi insoportables. Sin embargo, ha surgido la estrella de la esperanza, el ancla del corazón llega hasta el trono de Dios. No se desata el mal en el hombre, sino que vence la luz: el sufrimiento –sin dejar de ser sufrimiento– se convierte a pesar de todo en canto de alabanza.
38. La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. A su vez, la sociedad no puede aceptar a los que sufren y sostenerlos en su dolencia si los individuos mismos no son capaces de hacerlo y, en fin, el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza. En efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de un otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor. La palabra latina consolatio, consolación, lo expresa de manera muy bella, sugiriendo un “ser-con” en la soledad, que entonces ya no es soledad. Pero también la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en definitiva, cuando mi bienestar, mi incolumidad, es más importante que la verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reinan la violencia y la mentira. La verdad y la justicia han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se convierte en mentira. Y también el “sí” al amor es fuente de sufrimiento, porque el amor exige siempre nuevas renuncias de mi yo, en las cuales me dejo modelar y herir. En efecto, no puede existir el amor sin esta renuncia también dolorosa para mí, de otro modo se convierte en puro egoísmo y, con ello, se anula a sí mismo como amor.
39.
Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la
justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona
que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida
destruiría al hombre mismo. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos
capaces de ello? ¿El otro es tan importante como para que, por él, yo me
convierta en una persona que sufre? ¿Es tan importante para mí la verdad
como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan grande la promesa del amor que
justifique el don de mí mismo? En la historia de la humanidad, la fe
cristiana tiene precisamente el mérito de haber suscitado en el hombre, de
manera nueva y más profunda, la capacidad de estos modos de sufrir que son
decisivos para su humanidad. La fe cristiana nos ha enseñado que verdad,
justicia y amor no son simplemente ideales, sino realidades de enorme
densidad. En efecto, nos ha enseñado que Dios –
40. Quisiera añadir aún una pequeña observación sobre los acontecimientos de cada día que no es del todo insignificante. La idea de poder «ofrecer» las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o menos molestas, dándoles así un sentido, eran parte de una forma de devoción todavía muy difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez menos practicada. En esta devoción había sin duda cosas exageradas y quizás hasta malsanas, pero conviene preguntarse si acaso no comportaba de algún modo algo esencial que pudiera sernos de ayuda. ¿Qué quiere decir «ofrecer»? Estas personas estaban convencidas de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-padecer de Cristo, que así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el género humano. De esta manera, las pequeñas contrariedades diarias podrían encontrar también un sentido y contribuir a fomentar el bien y el amor entre los hombres. Quizás debamos preguntarnos realmente si esto no podría volver a ser una perspectiva sensata también para nosotros.
III.
EL JUICIO COMO LUGAR DE APRENDIZAJE Y EJERCICIO DE
41.
La parte central del gran Credo
de
42. En la época moderna, la idea del Juicio final se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso. Pero el contenido fundamental de la espera del Juicio no es que haya simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente. El ateísmo de los siglos XIX y XX, por sus raíces y finalidad, es un moralismo, una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal. Un mundo en el que hay tanta injusticia, tanto sufrimiento de los inocentes y tanto cinismo del poder, no puede ser obra de un Dios bueno. El Dios que tuviera la responsabilidad de un mundo así no sería un Dios justo y menos aún un Dios bueno. Hay que contestar este Dios precisamente en nombre de la moral. Y puesto que no hay un Dios que crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia. Ahora bien, si ante el sufrimiento de este mundo es comprensible la protesta contra Dios, la pretensión de que la humanidad pueda y deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer, es presuntuosa e intrínsecamente falsa. Si de esta premisa se han derivado las más grandes crueldades y violaciones de la justicia, no es fruto de la casualidad, sino que se funda en la falsedad intrínseca de esta pretensión. Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder –bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente– no siga mangoneando en el mundo. Así, los grandes pensadores de la escuela de Francfort, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, han criticado tanto el ateísmo como el teísmo. Horkheimer ha excluido radicalmente que pueda encontrarse algún sucedáneo inmanente de Dios, pero rechazando al mismo tiempo también la imagen del Dios bueno y justo. En una radicalización extrema de la prohibición veterotestamentaria de las imágenes, él habla de la “nostalgia del totalmente Otro”, que permanece inaccesible: un grito del deseo dirigido a la historia universal. También Adorno se ha ceñido decididamente a esta renuncia a toda imagen y, por tanto, excluye también la “imagen” del Dios que ama. No obstante, siempre ha subrayado también esta dialéctica “negativa” y ha afirmado que la justicia, una verdadera justicia, requeriría un mundo “en el cual no sólo fuera suprimido el sufrimiento presente, sino también revocado lo que es irrevocablemente pasado”.(30) Pero esto significaría –expresado en símbolos positivos y, por tanto, para él inapropiados– que no puede haber justicia sin resurrección de los muertos. Pero una tal perspectiva comportaría “la resurrección de la carne, algo que es totalmente ajeno al idealismo, al reino del espíritu absoluto”.(31)
43. También el cristianismo puede y debe aprender siempre de nuevo de la rigurosa renuncia a toda imagen, que es parte del primer mandamiento de Dios (cf. Ex 20,4). La verdad de la teología negativa fue resaltada por el IV Concilio de Letrán, el cual declaró explícitamente que, por grande que sea la semejanza que aparece entre el Creador y la criatura, siempre es más grande la desemejanza entre ellos.(32) Para el creyente, no obstante, la renuncia a toda imagen no puede llegar hasta el extremo de tener que detenerse, como querrían Horkheimer y Adorno, en el “no” a ambas tesis, el teísmo y el ateísmo. Dios mismo se ha dado una “imagen”: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado, se lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne.(33) Existe una justicia.(34) Existe la “revocación” del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva.
44. La protesta contra Dios en nombre de la justicia no vale. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cf. Ef 2,12). Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. Una imagen, por lo tanto, de ese pavor al que se refiere san Hilario cuando dice que todo nuestro miedo está relacionado con el amor.(35) Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas –justicia y gracia– han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor. Contra este tipo de cielo y de gracia ha protestado con razón, por ejemplo, Dostoëvskij en su novela Los hermanos Karamazov. Al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada. A este respecto quisiera citar un texto de Platón que expresa un presentimiento del juicio justo, que en gran parte es verdadero y provechoso también para el cristiano. Aunque con imágenes mitológicas, pero que expresan de modo inequívoco la verdad, dice que al final las almas estarán desnudas ante el juez. Ahora ya no cuenta lo que fueron una vez en la historia, sino sólo lo que son de verdad. “Ahora [el juez] tiene quizás ante sí el alma de un rey [...] o algún otro rey o dominador, y no ve nada sano en ella. La encuentra flagelada y llena de cicatrices causadas por el perjurio y la injusticia [...] y todo es tortuoso, lleno de mentira y soberbia, y nada es recto, porque ha crecido sin verdad. Y ve cómo el alma, a causa de la arbitrariedad, el desenfreno, la arrogancia y la desconsideración en el actuar, está cargada de excesos e infamia. Ante semejante espectáculo, la manda enseguida a la cárcel, donde padecerá los castigos merecidos [...]. Pero a veces ve ante sí un alma diferente, una que ha transcurrido una vida piadosa y sincera [...], se complace y la manda a la isla de los bienaventurados”.(36) En la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma similar, arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y de la incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente y ya irremediable. Hemos de notar aquí que, en esta parábola, Jesús no habla del destino definitivo después del Juicio universal, sino que se refiere a una de las concepciones del judaísmo antiguo, es decir, la de una condición intermedia entre muerte y resurrección, un estado en el que falta aún la sentencia última.
45.
Esta visión del antiguo judaísmo de la condición intermedia incluye la idea
de que las almas no se encuentran simplemente en una especie de recinto
provisional, sino que padecen ya un castigo, como demuestra la parábola del
rico epulón, o que por el contrario gozan ya de formas provisionales de
bienaventuranza. Y, en fin, tampoco falta la idea de que en este estado se
puedan dar también purificaciones y curaciones, con las que el alma madura
para la comunión con Dios.
46.
No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso
normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres –eso podemos
suponer– queda en lo más profundo de su ser una
última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones
concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos
con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin
embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el
fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas
personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la suciedad que ha acumulado
en su vida, ¿se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra cosa podría
ocurrir? San Pablo, en
47.
Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez
salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto
decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el
encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para
llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se
ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua
fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual
lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está
la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una
transformación, ciertamente dolorosa, “como a través del fuego”. Pero es un
dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como
una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con
ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la
compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es
irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si
permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de
cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en
48.
Sobre este punto hay que mencionar aún un aspecto, porque es importante para
la praxis de la esperanza cristiana. El judaísmo antiguo piensa también que
se puede ayudar a los difuntos en su condición intermedia por medio de la
oración (cf. por ejemplo 2
Mc 12,38-45: siglo I a. C.). La
respectiva praxis ha sido adoptada por los cristianos con mucha naturalidad
y es común tanto en
María, estrella de la esperanza
49.
Con un himno del siglo VIII/IX, por tanto de hace más de mil años,
50.
Así, pues, la invocamos: Santa María, tú fuiste una de aquellas almas
humildes y grandes en Israel que, como Simeón, esperó “el consuelo de
Israel” (Lc
2,25) y esperaron, como Ana, “la redención de Jerusalén” (Lc
2,38). Tú viviste en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras
de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a Abrahán y a
su descendencia (cf.
Lc 1,55). Así comprendemos el santo
temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios entró en tu aposento y te
dijo que darías a luz a Aquel que era la esperanza de Israel y la esperanza
del mundo. Por ti, por tu “sí”, la esperanza de milenios debía hacerse
realidad, entrar en este mundo y su historia. Tú te has inclinado ante la
grandeza de esta misión y has dicho “sí”: “Aquí está la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra” (Lc
1,38). Cuando llena de santa alegría fuiste aprisa por los montes
de Judea para visitar a tu pariente Isabel, te convertiste en la imagen de
la futura Iglesia que, en su seno, lleva la esperanza del mundo por los
montes de la historia. Pero junto con la alegría que, en tu
Magnificat, con las palabras y el
canto, has difundido en los siglos, conocías también las afirmaciones
oscuras de los profetas sobre el sufrimiento del siervo de Dios en este
mundo. Sobre su nacimiento en el establo de Belén brilló el resplandor de
los ángeles que llevaron la buena nueva a los pastores, pero al mismo tiempo
se hizo de sobra palpable la pobreza de Dios en este mundo. El anciano
Simeón te habló de la espada que traspasaría tu corazón (cf.
Lc 2,35), del signo de contradicción
que tu Hijo sería en este mundo. Cuando comenzó después la actividad pública
de Jesús, debiste quedarte a un lado para que pudiera crecer la nueva
familia que Él había venido a instituir y que se desarrollaría con la
aportación de los que hubieran escuchado y cumplido su palabra (cf.
Lc
11,27s). No obstante toda la grandeza y la alegría de los primeros pasos de
la actividad de Jesús, ya en la sinagoga de Nazaret
experimentaste la verdad de aquella palabra sobre el “signo de
contradicción” (cf.
Lc 4,28ss). Así has visto el poder
creciente de la hostilidad y el rechazo que progresivamente fue creándose en
torno a Jesús hasta la hora de la cruz, en la que viste morir como un
fracasado, expuesto al escarnio, entre los delincuentes, al Salvador del
mundo, el heredero de David, el Hijo de Dios. Recibiste entonces la palabra:
“Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn
19,26). Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la
cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que
quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor traspasó tu
corazón. ¿Había muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo
definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probablemente habrás escuchado de
nuevo en tu interior en aquella hora la palabra del ángel, con la cual
respondió a tu temor en el momento de la anunciación: “No temas, María” (Lc
1,30). ¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus
discípulos: no temáis! En la noche del Gólgota, oíste una vez más estas
palabras en tu corazón. A sus discípulos, antes de la hora de la traición,
Él les dijo: “Tened valor: Yo he vencido al mundo” (Jn
16,33). “No tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Jn
14,27). “No temas, María”. En la hora de
Nazaret el ángel también te dijo: “Su reino no tendrá fin” (Lc
1,33). ¿Acaso había terminado antes de empezar? No, junto a la cruz, según
las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes. Con
esta fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la
esperanza, te has ido a encontrar con la mañana de Pascua. La alegría de la
resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los
discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe.
Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 30 de noviembre, fiesta del Apóstol san Andrés, del año 2007, tercero de mi pontificado.
Notas
[1] Cf. Corpus Inscriptionum Latinarum, vol. VI, n. 26003.
[2] Cf. Poemas dogmáticos, V, 55-64: PG 37, 428-429.
[3] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1817-1821.
[4]
Summa
Theologiae,
II-II, q.
[5] H. Köster: ThWNT VIII (1969), 585.
[6] De excessu fratris sui Satyri, II, 47: CSEL 73, 274.
[7] Ibíd., II, 46: CSEL 73, 273.
[8] Cf. Ep. 130 Ad Probam 14, 25-15, 28: CSEL 44, 68-73.
[9] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1025.
[10] Jean Giono, Les vraies richesses (1936), Préface, Paris 1992, pp. 18-20; cf. Henri de Lubac, Catholicisme. Aspects sociaux du dogme, Paris 1983, p. VII.
[11] Ep. 130 Ad Probam 13, 24: CSEL 44, 67.
[12] Sententiae, III, 118 : CCL 6/2, 215.
[13] Cf. ibíd., III, 71: CCL 6/2,107-108.
[14] Novum Organum I, 117.
[15] Cf. ibíd., I, 129.
[16] Cf. New Atlantis.
[17] En Werke IV: W. Weischedel, ed. (1956), 777.
[18] I. Kant, Das Ende aller Dinge: Werke IV, W. Weischedel, ed. (1964), 190.
[19] Capítulos sobre la caridad, Centuria 1, cap 1: PG 90, 965.
[20] Cf. ibíd.: PG 90, 962-966.
[21] Conf. X 43, 70: CSEL 33, 279.
[22] Sermo 340, 3: PL 38, 1484; cf. F. van der Meer, Agustín pastor de almas, Madrid (1965), 351.
[23] Sermo 339, 4: PL 38, 1481.
[24] Conf. X, 43, 69: CSEL 33, 279.
[25] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2657.
[26] Cf. In 1 Joannis 4, 6: PL 35, 2008s.
[27] Cf. Testigos de esperanza, Ciudad Nueva 2000, 135s.
[28] Breviario Romano, Oficio de Lectura, 24 noviembre.
[29] Sermones in Cant. Serm. 26,5: PL 183, 906.
[30] Negative Dialektik (1966), Tercera parte, III, 11: Gesammelte Schriften, vol. VI, Frankfurt/Main, 1973, 395.
[31] Ibíd., Segunda parte, 207.
[32] Cf. DS, 806.
[33]
Cf.
Catecismo de
[34] Cf. ibíd., n. 1004.
[35] (35) Cf. Tractatus super Psalmos, Ps. 127, 1-3: CSEL 22, 628-630.
[36] Gorgias 525a-526c.
[37]
Cf.
Catecismo de
[38] Cf. ibíd., nn. 1023-1029.
[39] Cf. ibíd., nn. 1030-1032.
[40] Cf. ibíd., n. 1032.
ÍNDICE
Introducción [1]
La fe es esperanza [2-3]
El concepto de esperanza basada en la fe en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva [4-9]
La vida eterna - ¿qué es? [10-12]
¿Es individualista la esperanza cristiana? [13-15]
La transformación de la fe-esperanza cristiana en el tiempo moderno [16-23]
La verdadera fisonomía de la esperanza cristiana [24-31]
« Lugares » de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza
I. La oración como escuela de la esperanza [32- 34]
II. El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza [35-40]
III. El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza [41-48]
María, estrella de la esperanza [49-50]