Ponencia del XIII Simposio de Historia de la Iglesia en España y América
Academia de Historia Eclesiástica,
Sevilla, 8 de abril de 2002
1.
La santidad
canonizada
Entro sin preámbulos en el
tema de mi conferencia, que coincide con la razón de ser del Dicasterio de la
Santa Sede que presido y con el servicio a la Iglesia prestado por éste. En
efecto, el intenso trabajo desarrollado por la Congregación de las Causas de
los Santos tiene como finalidad colaborar de una manera directa e inmediata
con el Papa, en el procedimiento que precede a la proclamación de algunos
hombres y mujeres como Beatos o como Santos, para presentarles a todos los
fieles como modelos o como ejemplo que se puede imitar ?porque a lo largo de
su vida practicaron en grado heroico las virtudes? y como intercesores ante
Dios, autorizando a la vez el culto público en su honor.
La canonización es el acto
mediante el cual el Papa incluye el nombre de un Siervo de Dios en el catálogo
de los Santos. El Romano Pontífice llega a esta decisión después de haber
escuchado no una voz, que en términos musicales podríamos llamar un solo,
sino un coro de voces: a) la voz del pueblo de Dios ?del conjunto de los
creyentes?, que atribuye fama de santidad o de martirio a ese candidato a los
altares; b) la voz de las pruebas recogidas en un procedimiento judicial que
muestran su heroísmo en la práctica de las virtudes o su aceptación del
martirio por la fe; y c) la voz de Dios, que da su asentimiento a la
canonización mediante un milagro realizado por intercesión de su Siervo
[1] .
La naturaleza de la
canonización queda expresada en la fórmula utilizada por el Papa al proclamar
un nuevo Santo. La fórmula es:
«Para tributar honor a la
Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica e incremento de la vida
cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos
Apóstoles Pedro y Pablo, y con la autoridad Nuestra, después de haberlo
meditado detenidamente, de haber invocado repetidamente la ayuda divina y de
haber escuchado el parecer de muchos Hermanos nuestros en el Episcopado,
declaramos y definimos Santo al Beato N., incluimos su nombre en el Catálogo
de los Santos y prescribimos que en toda la Iglesia sea honrado como Santo»
[2] .
La fórmula que acabo de leer
pone de manifiesto dos aspectos que constituyen parte integrante de la
canonización de un Santo. Las palabras ?declaramos y definimos Santo al Beato
N. e incluimos su nombre en el Catálogo de los Santos? hacen referencia a un
acto de la potestad de Magisterio del Papa
[3] ; a su vez, la frase ?prescribimos que en
toda la Iglesia sea honrado como Santo? establece de manera preceptiva que se
le tribute culto público con carácter universal.
¿Cuántos son los Santos
canonizados? Por lo que se refiere al pasado, desde que en 1588 fue instituida
la Congregación de las Causas de los Santos (antes llamada de Ritos) hasta el
comienzo del pontificado de Juan Pablo II, los Santos eran 296 y los Beatos
808. A lo largo de su Pontificado, Juan Pablo II ha canonizado 459 Santos, de
los cuales 400 son mártires y 59 confesores; y está previsto que a éstos se
añadan otros 9 en el presente año; asimismo ha proclamado 1.274 Beatos (1.019
mártires y 255 confesores). Además, ha otorgado a Santa Teresa del Niño Jesús
el título de Doctor de la Iglesia
[4] y, como Patronos de Europa, ha añadido a San Benito los Santos
Cirilo y Metodio y las Santas Brígida, Catalina de Siena y Teresa Benedicta de
la Cruz (Edith Stein)
[5] .
Los datos expuestos plantean
espontáneamente una reflexión y algunas preguntas.
Ante todo, una reflexión: si
el número de los cristianos que han vivido santamente se redujese a los que
han sido canonizados o proclamados Beatos, nos veríamos obligados a reconocer
el fracaso total de la Iglesia en el cumplimiento de su misión. Por fortuna,
no es así, puesto que en ninguna época han faltado los santos, que constituyen
una multitud innumerable, cuya conmemoración celebramos en la solemnidad de
Todos los Santos. En la Iglesia una y única, quienes peregrinamos en esta
tierra nos sabemos unidos vitalmente con aquellos hermanos nuestros fallecidos
en el Señor que han alcanzado ya la gloria eterna o, purificándose, aguardan
su entrada en el Cielo. Non sentimos en comunión con ellos y, como leemos en
el Capítulo VII de la Constitución Lumen gentium, «por su unión íntima
con Cristo, los bienaventurados consolidan en la santidad a toda la Iglesia,
ennoblecen el culto que ésta tributa a Dios aquí en la tierra y contribuyen de
muchas maneras a su edificación»
[6] .
Lo anterior nos lleva a
reflexionar, en primer término, sobre una cuestión general: ¿qué finalidad
busca la Iglesia cuando declara Santos o Beatos a algunos de sus fieles?
Asimismo nos plantea algunas preguntas el número elevado de canonizaciones y
de beatificaciones durante el pontificado de Juan Pablo II: ¿hemos de atribuir
un significado y una función particular a las canonizaciones en la pastoral de
la Iglesia durante estos albores del milenio en el que acabamos de entrar?
¿Por qué el Papa actual ha querido intensificar el ritmo de esas ceremonias,
hasta superar ?más: llegando a duplicarlo abundantemente? el número de los
Santos y de los Beatos proclamados por todos sus predecesores desde que fue
fundada la Congregación de las Causas de los Santos? ¿Son excesivas estas
cifras?
Acabo de enunciar varias
cuestiones, y trataré de analizar por orden cada una de ellas.
¿Cuál es el fin de una
canonización? Encontramos la respuesta adecuada en la fórmula, que he citado
hace poco, empleada por el Papa para proclamar un Santo. Leemos en efecto:
«Para tributar honor a la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe
católica e incremento de la vida cristiana?».
Estas pocas palabras expresan
de manera completa el sentido de una canonización. Toda la creación y, dentro
de ella, de manera eminente, el hombre, mira a dar gloria a Dios.
Como dice lapidariamente San Ireneo,
«gloria de Dios es el hombre vivo»
[7] , pero ?podemos añadir a manera de glosa? el hombre da gloria a
Dios no sólo porque vive, sino también y sobre todo, porque hace realidad en
su existencia el proyecto que el Señor ha trazado para él. Por eso, en la vida
de la Iglesia, desde sus comienzos, aparece como una constante el
reconocimiento público de la santidad de los mártires o de quienes han
practicado las virtudes de manera heroica y gozan de esa fama entre los
fieles. Al proclamarles Beatos, y más tarde Santos, la Iglesia eleva su acción
de gracias a Dios a la vez que honra a esos hijos suyos que han sabido
corresponder generosamente a la gracia divina y les propone como intercesores
y como ejemplo de la santidad a la que todos estamos llamados. Las
beatificaciones y canonizaciones tienen siempre como finalidad la gloria de
Dios y el bien de las almas.
En la Carta Apostólica en la
que traza el programa para el nuevo milenio, el Papa describe las prioridades
de «la tarea pastoral apasionante que aguarda a la Iglesia en el momento
presente»
[8] , a las que antepone la siguiente consideración:
«Ante todo, no dudo en
afirmar que el punto di mira ante el que debe situarse todo el camino pastoral
es el de la santidad. [?] Es necesario descubrir en todo su valor
programático el Capítulo V de la Constitución dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, titulado ?La vocación universal a la santidad?. Si los
Padres conciliares pusieron en evidencia esta temática con tanta fuerza, no
fue para dar una especie de retoque espiritual a la eclesiología, sino para
hacer que de ella brotase una dinámica intrínseca y cualificante. [?] ?Ésta es
la voluntad de Dios: vuestra santificación? (1 Ts 4,3). Es un
compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: ?Todos los fieles,
cualquiera que sea su estado o condición, están llamados a la plenitud de la
vida cristiana y a la perfección de la caridad? (Const.
Lumen gentium, n. 40?»
[9] .
El Santo Padre proporciona
así la clave para comprender qué papel juegan en su plan pastoral las
beatificaciones y la canonizaciones. Él mismo nos dice:
«Los caminos de la santidad
son múltiples y se adaptan a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que
me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos,
entre ellos a muchos laicos, que se han santificado en las circunstancias más
ordinarias de la vida. Es hora de proponer de nuevo a todos con convicción
esta ?medida alta? de la vida cristiana ordinaria: toda la vida de la
comunidad eclesial y de las familias cristianas debe orientarse en esta
dirección»
[10] .
Y asimismo el Papa, poniendo
de manifiesto la importancia de canonizar a laicos, ha escrito en la
Exhortación Apostólica Christifideles laici:
«Es natural recordar aquí la
solemne proclamación de fieles laicos, hombres y mujeres, como beatos y como
santos [que tuvo lugar el 4 de octubre de 1987]
[11] . Todo el pueblo de Dios, y en particular los laicos,
encuentran ahora nuevos modelos de santidad y nuevos testimonios de virtudes
heroicas practicadas en las condiciones comunes y corrientes de la existencia
humana. Como han expresado los Padres Sinodales: ?Las Iglesias locales y sobre
todo las así llamadas Iglesias más jóvenes han de prestar atención a descubrir
entre sus miembros a aquellos hombres y mujeres que han dado testimonio de la
santidad en las circunstancias ordinarias del mundo y en el estado conyugal y
que pueden ser ejemplo para otros. Hay que descubrirlos de manera que, si se
da el caso, puedan ser propuestos para la beatificación y canonización?»
[12] .
Podríamos continuar sin
detenernos más, pero vale la pena escuchar la voz del Papa, que responde
directamente a quien se pregunta si no habrá aumentado en demasía el número de
las beatificaciones y canonizaciones:
«Se oye a veces ?escribe el
Santo Padre? que actualmente son demasiadas las beatificaciones. Pero
esto, además de ser un reflejo de la realidad, que por la gracia de Dios es la
que es, corresponde al deseo expreso del Concilio Vaticano II. El Evangelio se
ha extendido por todo el mundo y su mensaje ha echado unas raíces tan
profundas, que precisamente el número elevado de beatificaciones refleja de
manera viva la acción del Espíritu Santo y la vitalidad que de
Él brota en el campo más esencial para la Iglesia, que es precisamente
la santidad»
[13] .
Y, dentro del ámbito de la
preparación pastoral de toda la Iglesia para la entrada en el Tercer Milenio,
Juan Pablo II afirmó:
«Durante estos años se han
multiplicado las canonizaciones y las beatificaciones, que ponen de manifiesto
la vitalidad de las Iglesias locales, hoy mucho más numerosas que en
los primeros siglos y en el primer milenio. La manifestación de honor más
grande, que todas las Iglesias tributarán a Cristo en el umbral del tercer
milenio, será la manifestación de la presencia omnipotente del Redentor
mediante los frutos de fe, de esperanza y de caridad en hombres y mujeres de
tantas lenguas y razas, que han seguido a Cristo en la diversas formas de la
vocación cristiana»
[14] .
Es notoria asimismo la insistencia con que el Papa ha subrayado la importancia que para la Iglesia revisten los mártires del siglo XX:
«Al concluir el segundo
milenio, la Iglesia es de nuevo una Iglesia de mártires. Las
persecuciones contra los creyentes ?sacerdotes, religiosos y laicos? han
constituido una siembra abundante de mártires en distintos lugares del mundo.
[?].
Se trata de un testimonio
que no puede relegarse al olvido. La Iglesia
de los primeros siglos, aun encontrándose con notables dificultades de
organización, puso los medios para recoger en los martirologios el testimonio
de los mártires.
En nuestro siglo han
vuelto a aparecer los mártires, frecuentemente
ignorados, como ?soldados desconocidos? de la gran causa de Dios. En la
medida de lo posible, no puede permitirse en la Iglesia que se pierdan esos
testimonios. Como ha sugerido el Consistorio [del 13 de junio de 1994], es
preciso que las Iglesias locales hagan todo lo que está en su mano para que no
perezca la memoria de cuantos han sufrido el martirio, recogiendo para eso
la documentación oportuna. Esto llevará también consigo, necesariamente, una
repercusión y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de
los mártires, es quizá el más persuasivo. La communio sanctorum habla
con tono más alto que los factores de división. El martyrologium de los
primeros siglos constituyó la base del culto a los santos. Proclamando y
venerando la santidad de sus hijos e hijas, la Iglesia tributaba el honor más
alto a Dios mismo; en los mártires veneraba a Jesucristo, artífice de su
martirio y de su santidad»
[15] .
En las enseñanzas de Juan
Pablo II son muchas las referencias al papel que desempeña el testimonio de
los mártires no sólo en la vida de cada uno de los fieles y de la comunidad
eclesial, sino también en aquellas cuestiones pastorales de envergadura que
constituyen asimismo un objeto preferencial de la solicitud del Papa, como son
la nueva evangelización de Europa, la unión entre Oriente y Occidente y entre
todos los cristianos, o la recuperación de la fisonomía cristiana por parte de
naciones sometidas al comunismo durante muchos años
[16] .
Ha llegado el momento de
entrar en el punto central de la cuestión que nos ocupa. ¿Qué es la santidad?
La santidad hace referencia necesariamente a la meta última hacia la que ha de
dirigirse la persona humana.
De manera más o menos
explícita, todo hombre se plantea preguntas que podrían formularse así: ¿quién
soy? ¿cuál es el sentido de mi existencia en esta tierra? ¿qué he de hacer
para saciar los deseos que anidan en mi corazón?
[17] .
Con la luz de la razón
natural y de la fe comprendemos que Dios ha creado el mundo para manifestar su
gloria. El Concilio Vaticano I afirma: «En su bondad, con su virtud
omnipotente y con decisión libérrima, este solo Dios verdadero ha creado a la
vez, desde el comienzo del tiempo, una y otra criatura, la espiritual y la
corporal, no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirir nueva
perfección, sino para manifestarla a través de los bienes que concede a sus
criaturas»
[18] .
Por el solo hecho de existir, la creación proclama la gloria de Dios: «La obra de Dios narran los cielos y la obra de sus manos pregona el firmamento» [19] . Dios, sin embargo, quiso dotar al hombre de un alma espiritual, lo elevó al orden sobrenatural y, después de la caída, le redimió mediante la muerte en la Cruz del Verbo encarnado, haciéndole hijo de Dios por el bautismo [20] y partícipe de la naturaleza divina [21] . «La razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su llamada a la comunión con Dios» [22] .
«En la tierra, la persona
humana es ?la única criatura que Dios ha querido en sí misma?
[23] . Ya desde su concepción está destinada a
la bienaventuranza eterna»
[24] , que alcanzará su plena realización en
la vida futura. «En última instancia, lo que Dios ha querido al crear los
seres espirituales es que éstos alcancen su propia plenitud no pasivamente,
sino como partícipes de la obra divina. Es particularmente importante entender
que este plan divino es intrínseco al acto creador y, por tanto, forma parte
del núcleo más íntimo de cada persona: se puede decir, pues, que el ser humano
exige un comportamiento moral y que el obrar del hombre no es otra cosa que un
despliegue de su proprio ser, de manea que existe una relación íntima e
inseparable entre la persona humana, la perfección que ha de alcanzar y el
acto humano o moral»
[25] .
Alcanzar esta plenitud es el
fin último y el principio unificador de toda la existencia humana. Lo expresa
San Agustín con palabras que se han hecho célebres: «Nos has hecho para ti,
Señor, y mi corazón está inquieto hasta hallar reposo en ti»
[26] . Esta aspiración hacia el bien absoluto,
que comprende todo el ser y todo el obrar del hombre «se hace vida en el
cristiano como aspiración a la santidad, entendida como plenitud de su
filiación divina, que se hace realidad en esta tierra al seguir e imitar a
Jesucristo»
[27] .
Se comprende así la
profundidad del texto de la Constitución pastoral Gaudium et spes en el
que leemos que sólo Cristo manifiesta plenamente el hombre al hombre y le da a
conocer su vocación altísima
[28] .
Es oportuno recordar aquí las
palabras de San Pablo a los efesios: Dios Padre «en Él [en Cristo] nos ha
elegido antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en
su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por
Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad»
[29] .
La santidad consiste
esencialmente en una plena y total identificación con Cristo. Al
expresarnos así no hacemos otra cosa que retomar un capítulo fundamental de la
teología paulina. Con referencia a la relación íntima y vital de Jesucristo
con quienes han sido regenerados por las aguas del bautismo, San Pablo afirma
de manera clara y tajante respecto de sí mismo: «No soy yo el que vive, sino
que es Cristo quien vive en mí»
[30] , palabras que
pueden igualmente aplicarse a todo bautizado
[31] .
Por el bautismo, el cristiano
queda constituido hijo de Dios en Jesucristo, su Hijo Unigénito, es decir hijo
en el Hijo, como se expresa Juan Pablo II
[32] . Podemos decir con San Clemente Romano
que «Dios eligió al Señor Jesucristo, y a nosotros con Él»
[33]
. Así pues es santo ?o, mejor, tiende a la
santidad? quien trata en todo momento de ajustarse fielmente al proyecto que
Dios ha establecido para él y, en su conducta, responde con generosidad a los
impulsos de la gracia abandonándose filialmente en las manos de Dios Padre
hasta llegar a hacerse no ya alter Christus, sino ?con expresión audaz
y a la vez precisa, frecuente en la enseñanza del Beato Josemaría Escrivá?
ipse Christus
[34] . En la Encíclica sobre el Espíritu Santo, el Papa sintetiza
así este itinerario, al que está llamado todo cristiano: «Al Padre ? en el
Hijo ? por el Espíritu Santo»
[35] .
Hemos tenido ocasión de
comprobar la insistencia del Santo Padre sobre la vida ordinaria como medio y
ocasión de buscar la santidad (cfr. supra, 1.3). Me parece oportuno
insistir en este punto, porque considero que es el núcleo del reto pastoral
apasionante al que hoy ha de hacer frente la Iglesia, como subraya Juan Pablo II.
En efecto, la santidad lleva
consigo el ejercicio de las virtudes en grado heroico, pero ¿qué significa
concretamente ese heroísmo?
Si acudimos al Diccionario de
la Lengua, encontramos que su descripción de un héroe vale para aquellas
personas, distintas de los comunes mortales, que son poco menos que un dios,
ilustres y famosos por sus hazañas o por realizar una acción heroica; la
figura del héroe aparece también como personaje central de un poema épico o de
una epopeya. En resumidas cuentas, algo que se encuentra en el extremo opuesto
de una vida ordinaria.
Se ha de afirmar sin medias
tintas que la santidad, a la que no hay nadie que no esté llamado, exige el
heroísmo; pero, a la vez, es necesario apartar decididamente de la imaginación
todo lo que la haga consistir en hechos extraordinarios. En la presentación de
un libro y glosando el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá
[36] , hace pocos días, el Card. Joseph Ratzinger ha hecho notar
cómo la gran tentación de nuestro tiempo consiste en plantearse la propia vida
como si, después del ?big bang? de la creación, Dios se hubiera ?apartado? del
mundo y no tuviera nada que ver con nuestra existencia diaria. Ante esa visión
deformada, el Cardenal invita a descubrir que Dios actúa continuamente y la
santidad no consiste en ir por la vida haciendo acrobacias (el clásico ?ahora
más difícil todavía? del circo), sino en desenvolverse dentro de la más
absoluta normalidad ?más: santificando esa normalidad?, sin ser ni
considerarse superior a los demás, dejando que Dios actúe en nosotros y
dirigiéndonos a Él como a un amigo. Por eso mismo, el Card. Ratzinger ponía
reparos al uso de la expresión ?virtud heroica?, reservas comprensibles, desde
luego, si el heroísmo hubiera de entenderse según las acepciones que formula
el Diccionario de la Lengua, que reflejan una mentalidad muy extendida.
El reto pastoral exige una
pedagogía que lleve a descubrir la vida ordinaria como lugar en el que se hace
realidad la llamada universal a la santidad y al apostolado. Es necesario
profundizar en el significado de los treinta años que Jesucristo, el Verbo
encarnado, quiso transcurrir en Nazaret, conocido por todos como el artesano
que se ganaba el sustento con el trabajo de sus manos
[37] , viviendo como uno más entre sus conciudadanos.
No quiero cerrar este
apartado sin mencionar el deseo expresado por el Santo Padre, en su Carta
Apostólica de preparación para el Jubileo del Tercer Milenio, de añadir en el
catálogo de los Santos los nombres de hermanas y hermanos nuestros que hayan
santificado su vida ordinaria y se hayan santificado en ella: «de manera
especial ?leemos? habrá que poner los medios para reconocer el grado heroico
de las virtudes de hombres y mujeres que han hecho realidad su vocación
cristiana en el matrimonio: estando como estamos persuadidos de que también en
ese estado abundan los frutos de santidad, experimentamos la necesidad de
encontrar el camino más apropiado para comprobarlos y proponerlos a toda la
Iglesia como modelo y estímulo de otros esposos cristianos»
[38] .
Son muy claras estas
palabras, con las que el Santo Padre expresaba el deseo de canonizar a hombres
y mujeres que hubieran realizado su vocación cristiana en el
matrimonio. El deseo se ha cumplido una vez más el 21 de octubre del 2001,
fecha en la que Juan Pablo II proclamó Beatos a Luigi y Maria Beltrame
Quattrocchi, elevando a los altares por vez primera en la historia de la
Iglesia juntamente al marido y a la mujer, teniendo en cuenta las virtudes que
ejercitaron en la vida conyugal y familiar
[39] .
Se pone así de manifiesto,
una vez más, que la vida matrimonial es una verdadera vocación para
aquellos ?y son mayoría? a quienes Dios llama a constituir una familia y a
santificarse en ella y a través de ella.
No podemos olvidar que toda
vocación, es signo de amor personal por parte del Señor, Padre de
misericordia. Es obra de artesanía, no de producción en serie: la vocación,
pues, en su ser concreto, recibe un toque personal, tiene en cuenta las
circunstancias de cada uno y de cada una, y lleva consigo la gracia para vivir
en plenitud de santidad todos y cada uno de los instantes de la existencia en
esta tierra. Más aún, la familia se vivifica con una fuente de gracia
peculiar: el sacramento del matrimonio, cuyo efecto no se extingue con la
celebración de la boda, sino que se prolonga a toda la vida de los cónyuges.
¡Qué importante es reunirse junta la familia, para compartir las alegrías y
las dificultades! Para muchos cristianos, la parte más importante de su
jornada comienza cuando regresan a su hogar, tantas veces fatigados por el
trabajo.
En el Capítulo V de la
Lumen gentium leemos la siguiente reflexión: «al considerar la vida de
quienes han seguido fielmente a Cristo, encontramos un nuevo motivo que nos
empuja a buscar la ciudad futura y a la vez se nos muestra el camino seguro
por el cual, en medio de las cosas mutables del mundo, podremos llegar a la
perfecta unión con Cristo, es decir a la santidad, según el estado y la
condición propios de cada uno»
[40]
.
Sólo Jesucristo es el modelo,
y es también único porque no está fuera de nosotros, sino en nosotros,
por la acción del Espíritu Santo. Los Santos no son modelos en sentido proprio,
sino copias o reproducciones, más o menos perfectas pero siempre incompletas
del Modelo que es Jesucristo
[41] . Sin embargo, su vida nos muestra un ejemplo de cómo se hizo
realidad en sus circunstancias concretas la identificación con Jesucristo,
hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus, que es la substancia
y la meta de toda santidad.
«La verdadera historia de la
humanidad ?enseña el Papa? se identifica con la historia de la santidad [?]:
los Santos y los Beatos se nos presentan como ?testigos?, es decir, como
personas que, confesando a Cristo, su persona y su doctrina, han dado lugar a
una manifestación sólida, concreta y creíble de una de las notas esenciales de
la Iglesia, que es precisamente la santidad. Sin ese testimonio
continuo, la doctrina religiosa y moral predicada por la Iglesia correría el
peligro de confundirse con una ideología meramente humana, siendo como es
doctrina de vida, es decir aplicable y traducible a la vida: doctrina que ha
de ser vivida, según el ejemplo de Jesucristo, que proclama ?yo soy la vida? (Jn
14,8) y afirma que ha venido para dar esa vida y darla en abundancia (cfr.
ibid., 10,10). La santidad, no como ideal teórico, sino como camino que
se ha de recorrer en seguimiento fiel de Cristo, es una exigencia
particularmente urgente de nuestro tiempo. Hoy la gente se fía poco de las
palabras y de las declaraciones enfáticas, y quiere hechos, por lo que mira a
los testigos con interés, con atención y con admiración. Se podría incluso
decir que, para lograr la deseada mediación entre la Iglesia y el
mundo moderno, hacen falta testigos que sepan trasvasar la verdad perenne
del Evangelio a su propia existencia y, a la vez, hagan de ella un instrumento
de salvación de sus hermanos y hermanas»
[42] .
Comprobamos una vez más la
actualidad de las palabras pronunciadas por Pablo VI hace casi treinta años:
«el hombre de hoy presta más atención a los testigos que a los maestros; o, si
escucha a los maestros, lo hace porque son testigos»
[43]
.
Los Santos se nos proponen
como ejemplo para nuestra vida. Sin embargo, hemos de advertir que, durante
siglos, ha prevalecido en la hagiografía un género literario que tiende a
dejar de lado su respuesta cotidiana a los impulsos de la gracia y exalta sus
gestas heroicas rodeadas de un halo de leyenda, más apropiadas para suscitar
la admiración que el deseo de imitarlas, o pone en primer plano fenómenos
místicos alejados del plano en el que se mueve el común mortal y de la vida
ordinaria a la que nos hemos referido hace poco. ¿Qué podemos o debemos
aprender de tantas horas de vela, o de los ayunos y penitencias exorbitantes,
de los milagros que se les atribuyen cuando aún estaban entre nosotros o de
las apariciones y revelaciones descritas con prolijidad? Sin negar que la
acción de la gracia puede llevar a un alma por el camino que acabo de
describir, hemos de precisar que esas almas no se han santificado mediante
actos heroicos tan llamativos como esporádicos, sino por la fidelidad con la
que han sabido ser heroicos esforzándose por buscar la voluntad de Dios en el
cumplimiento de sus deberes ordinarios de cada día. Si no fuera así, si su
vida se hubiera de reducir a actos aislados fuera de los común, ciertamente no
serían santos y menos aún podrían proponerse como ejemplo digno de imitación.
Lo expuesto hasta aquí nos
sitúa ante una pregunta que hemos dejado de lado hasta ahora: ¿con qué
criterio se escogen los candidatos a la canonización? Podemos responder que se
propone para que sean canonizados a aquellos que constituyen una figura
particularmente significativa, porque son conocidos dentro de un sector amplio
del pueblo de Dios y gozan de verdadera fama de santidad, de manera que los
fieles acuden a ellos como intercesores ante el Señor. Está claro que si se
nos proponen como ejemplo ?o, si preferimos, como modelo, con las
puntualizaciones anteriormente expuestas?, no es para que imitemos su vida al
pie de la letra, pues solamente Cristo es el modelo que hemos de imitar
siempre hasta hacer nuestros sus sentimientos
[44] , sino para que traslademos a las
circunstancias de nuestra situación y de nuestra vida ordinaria su repuesta
radical y total a la voluntad de Dios.
También en el Capítulo VII de la Lumen gentium, que ha sido nuestro punto de partida en las reflexiones expuestas hasta aquí, se recoge la enseñanza del Concilio Tridentino [45] , para recordar que es razonable dirigir a los santos «nuestras súplicas y recurrir a su oración y a su intercesión poderosa para obtener gracias de Dios mediante su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, que es nuestro único Redentor y Salvador» [46] .
En la unidad del Cuerpo
Místico de Cristo, esta intercesión se refiere sobre todo a lo que es fin
principal de la Iglesia: la santificación de sus miembros. Si la santidad
lleva consigo necesariamente buscar el bien de los demás, es lógico que
permanezca siempre y se ejercite sin cesar la caridad de quienes, por gozar de
la gloria eterna y estar cerca de Dios, siguen amando a sus hermanos, más
incluso que cuando se encontraban en esta tierra. Es natural, por tanto,
acudir a la intercesión de los Santos para pedir aquello que cuenta por encima
de todo: la gracia de cumplir generosamente la voluntad de Dios y encaminarse
así a la santidad. Y es lógico asimismo que ellos muestren interés ante todo
por esta santidad, sin la cual todo lo demás carece de sentido
[47] .
Sin embargo, esto no impide
que la intercesión de los Santos obtenga de Dios otros beneficios, también de
carácter material. El sensus fidei y la experiencia cotidiana de muchos
fieles testifican estos favores, fruto de la sobreabundancia de caridad de los
Santos, cuya cercanía a Dios no les aleja de una auténtica humanidad, antes
bien la hace crecer en ellos.
* * * * *
Dentro del marco del Simposio
sobre Los Santos del siglo XX testigos del siglo XXI, los organizadores
me habían propuesto, y lo he aceptado gustosamente, una conferencia que
tuviera por título Por qué la Iglesia canoniza hoy. Considero que he
respondido a las preguntas implícitas en ese título. En efecto, he expuesto
las razones perennes por las que, desde sus comienzos, la Iglesia considera
parte de su fe y de su identidad venerar a los Santos. Y he glosado las
palabras con las que Juan Pablo II explica por qué, durante su pontificado, no
sólo ha seguido la línea de sus predecesores, sino que ha aumentado de manera
llamativa el número de las canonizaciones y beatificaciones: no es éste un
hecho accidental, sino una opción plenamente consciente que forma parte del
programa de santidad y de evangelización que el Santo Padre propone a toda la
Iglesia. Ante un ambiente en el que nunca faltan ejemplos de santidad, pero se
presenta con frecuencia escéptico, imbuido de materialismo y encerrado en el
horizonte estrecho de una búsqueda incesante del bienestar y de un hedonismo
sin freno, la reacción de la Iglesia incluye un empeño redoblado en el recurso
a la intercesión de los Santos y su propuesta como ejemplo que inspire la
respuesta de todos los fieles a esa urgencia de santidad que hoy se
experimenta de manera tan evidente.
Acercándonos a la conclusión,
es oportuno volver al que ha sido nuestro punto de partida: la santidad es
identificación con Cristo, plenitud de la filiación divina, hasta llegar a ser
no ya alter Christus, sino ipse Christus, de manera que la vida
entera, la vida ordinaria de cada uno, se oriente a Padre por el Espíritu
Santo. Jesucristo es la Cabeza del Cuerpo Místico, compacto y siempre unido
[48] , del que forman parte quienes han llegado ya al Cielo o se
purifican para entrar en la Gloria o aún peregrinan en la tierra. En esta
maravillosa comunión de los santos y comunicación de bienes se hace realidad
la santidad de cada uno de sus miembros.
La Reina de los Santos, que
está en los labios y en corazón de tantos y tantos en esta Tierra de María
Santísima, colmará de eficacia el deseo de todos de colaborar como
instrumentos del Señor para la realización de esta tarea que se manifiesta
cada día más urgente.
[1]
Cfr. J. L.
Gutiérrez, La proclamazione della santità nella Chiesa, en «Ius
Ecclesiae» 12 (2000), pp. pp. 493-529, para la idea expuesta en el texto, p.
510.
[2]
«Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis, ad
exaltationem fidei catholicae et vitae christianae incrementum, auctoritate
Domini nostri Iesu Christi, beatorum Apostolorum Petri et Pauli ac Nostra,
matura deliberatione praehabita et divina ope saepius implorata, ac de
plurimorum Fratrum Nostrorum consilio, Beatum N. N. Sanctum esse decernimus
et definimus, et Sanctorum Catalogo adscribimus, statuentes eum in universa
Ecclesia inter Sanctos pia devotione recoli debere». La traducción
castellana es nuestra
[3]
La doctrina según la cual la canonización de un Santo
constituye un factum dogmaticum ha sido recordada recientemente por
la Congregación para la Doctrina de la Fe en la Nota illustrativa circa
la formula conclusiva della "Professio fidei", 2-VI-1998, n. 11: «Communicationes»
30 (1998), pp. 42-49.
[4]
[4]
A los ocho Santos Doctores mayores (Ambrosio,
Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno en la Iglesia latina; Atanasio, Basilio,
Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo en Oriente), se han añadido, incluida
Santa Teresita del Niño Jesús, otros 21 Santos que han recibido el título de
Doctor de la Iglesia.
[5]
Para completar los datos que presentamos en el texto,
debe añadirse la confirmación del culto de S. Meinardo, en Riga, el 8-IX-1993,
durante el viaje apostólico a Letonia.
[6]
Conc. Vat. II,
Cost. dogm. Lumen gentium,
n. 49.
[7]
San Ireneo,
Adversus haereses, 4, 20, 7.
[8]
Juan Pablo II,
Carta Ap. Tertio millennio ineunte, 6-I-2000, n. 29.
[9]
Ibid., n. 30.
[10]
Ibid., n. 31.
[11]
En esa fecha se estaba celebrando la Asamblea del
Sínodo de los Obispos que tenía por objeto de su estudio la condición de los
laicos.
[12]
Juan Pablo II,
Exhort. Ap. postsinodal Christifideles laici,
30-XII-1988, n. 17: AAS 81 (1989), pp. 393-521.
Las comillas dentro del texto corresponden a la Proposición n. 8 de las
conclusiones presentadas al Papa por los Padres Sinodales.
[13]
Juan Pablo II,
Aloc. del 13-VI-1994 a los Cardenales en el V Consistorio
extraordinario, n. 10: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, 17/1
(1994), p. 1186. Sobre las causas que actualmente se encuentran en la fase
introductoria diocesana o están en estudio por parte de la Sede Apostólica,
vid. Congregatio de Causis Sanctorum,
Index ac status causarum, Città del Vaticano 1999.
[14]
Juan Pablo II,
Carta Ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 37: AAS 87
(1995), pp. 5-41.
[15]
Juan
Pablo II, Carta Ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994,
n. 37. También ha afirmado el Papa: «Como testigo de Jesucristo crucificado
y resucitado, la Iglesia no puede olvidar que, durante este siglo nuestro,
en el Continente europeo ha madurado una peculiar cosecha de martirio, quizá
la más abundante después de los primeros siglos del cristianismo. Sabemos
que la Iglesia nace de la cosecha de esta mies evangélica: sanguis
martyrum semen christianorum (cfr. Tertuliano, Apologet., 50:
PL 1, 535). Los antiguos martirologios constituyen la manifestación de
este convencimiento. ¿No deberemos nosotros, Pastores del siglo XX, añadir a
los antiguos martirologios un capítulo contemporáneo o, mejor aún, muchos
capítulos? Muchos, porque se refieren a tantas Iglesias particulares en
distintas naciones» (Discurso del 1-XII-1992 con ocasión del
encuentro post-sinodal de los Presidentes de las Conferencias episcopales
europeas en el primer aniversario de la Asamblea Especial para Europa del
Sínodo de los Obispos).
[16]
Para una exposición más detallada de textos de Juan
Pablo II sobre el martirio, cfr. J.
L. Gutiérrez, Las causas de martirio del siglo XX, en «Ius
Canonicum» 37 (1997), pp. 408-414.
[17]
Cfr. Conc. Vat.
II, Const. past.
Gaudium et spes, n. 10/1.
[18]
Conc. Vat. I,
Const. dogm. Dei Filius, 24-IV-1870, cap. I:
Denz.-Schön. 3002.
[19]
Sal 18, 2.
[20]
Cfr. Jn 1, 12-18; Rom 8, 14-17; 1 Jn
3, 1.
[21]
Cfr. 2 Pt 1, 3-4.
[22]
Ibid., n. 19/1.
[23]
Conc. Vat. II,
Const. past. Gaudium et spes, n. 24/3.
[24]
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1703.
[25]
E. Colom ? A.
Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. Elementi di
Teologia Morale Fondamentale, Roma 1999, pp. 66-67.
[26]
San Agustín,
Confesiones, I, 1.
[27]
E. Colom ? A. Rodríguez Luño,
o. c., p. 55. Una auténtica teología del sacerdocio, del laico o del
llamado a profesar públicamente los consejos evangélicos, dentro de la común
condición del fiel cristiano, desemboca necesariamente en una determinación
precisa de los rasgos que han de caracterizar su espiritualidad (cfr. J.
Saraiva Martins, Il
sacerdozio ministeriale. Storia e teologia, Pontificia Università
Urbaniana, Roma 1991, pp. 207, 213-239).
[28]
Cfr. Conc. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22/1.
[29]
Ef 1, 4-5.
[30]
Gal 2, 20.
[31]
Cfr. 2 Cor 13, 5; Col 3, 4.
[32]
Cfr. Juan Pablo
II, Exhort. Ap. postsinodal
Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 11.
Vid. J. Saraiva Martins, I
Sacramenti della Nuova Alleanza, 2ª ed., Pontificia Università Urbaniana,
Roma 1991, p. 258.
[33]
S. Clemente
Romano, Ep. ad Corinthios, c. 64:
Funk 1, 182.
[34]
Cfr. A. Aranda,
Il cristiano ?alter Christus, ipse Christus?, en AA.VV., «Santità
e mondo. Atti del Convegno teologico di studio sugli insegnamenti del Beato
Josemaría Escrivá», Libreria Editrice Vaticana 1994, pp. 101-147.
[35]
Giovanni Paolo
II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, n. 32.
[36]
Se trata del libro de G.
Romano, Opus Dei ?il
messaggio, le opere, le persone, San Paolo 2002, presentado en Roma el
14-III-2202 (cfr. «Avvenire», 25-III-2002, p. 19).
[37]
Cfr. Mc 6,3; Mt 13,55
[38]
Juan Pablo II,
Carta Ap. Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 37.
[39]
Cfr. J. Saraiva
Martins, La profezia della santità coniugale, en «L?Osservatore
Romano», 10-X-2001, p. 9.
[40]
Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen
gentium, n. 50/2.
[41]
Cfr. G. Torellò,
Delle guide e dei modelli, en «Studi Cattolici», n. 490
(diciembre 2001), p 840.
[42]
Juan
Pablo II, Discurso. del 15-II-1992,
en «Insegnamenti» XIV/1 (1992), pp. 304-305.
[43]
Pablo VI, Discurso
a los miembros del ?Consilium de Laicis?, 2?X-1974: AAS 66 (1974), p. 568.
[44]
Cfr. Fil 2, 5.
[45]
Cfr. Conc.
Tridentinum, Decretum de invocatione,
veneratione et reliquiis Sanctorum, et sacris imaginibus, 3-XII-1563:
Denz.-Schön. 1821
[46]
Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, n. 50/3.
[47]
Cfr. L.
Bogliolo, L?influsso della glorificazione dei Servi di Dio nella
spiritualità, in AA.VV. ««Miscellanea in occasione del IV Centenario
della Congregazione per le Cause dei Santi (1588-1988), Città del Vaticano
1988», pp. 237-263.
[48] Cfr. J. Saraiva Martins, I Sacramenti della Nuova Alleanza, cit., pp. 292-294