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No
caigamos en dislates. Anda por ahí una página web en que se pretende
decir que los judíos eran amenazados de muerte si no se bautizaban.
Seriedad, queridos amigos. Todo el mundo es libre de formular opiniones,
pero la mentira es como una serpiente que devora a quien la produce.
Otros pretenden decir que para ello tenía que conculcar derechos de
ciudadanía. En el siglo XV, en todos los países, la ciudadanía estaba
ligada al principio religioso, de modo que el no fiel podía ser un huésped
tolerado y sufrido –ésta es la frase exacta que utilizan los
documentos– pero no un súbdito. Al huésped, al que se le cobra una
determinada cantidad por cabeza a cambio del derecho de estancia, se le
podía suspender ese permiso. Lo habían hecho Inglaterra, Francia y
todos los países europeos conforme llegaban a su madurez política. De
modo que España fue el último. Se trata, en todo caso, de un error
colectivo, general y no de una decisión personal. ¿Saben ustedes que
el claustro de la Universidad de París se reunió para felicitar a los
reyes por la medida que, al fin, habían tomado?
Isabel fue, ante todo, una mujer. Tuvo la suerte de ser educada fuera de
la Corte, librándose así de influencias perniciosas. Cuando fue mayor,
ella se ocupó de los bastardos de su marido, de los del cardenal
Mendoza y de los de la reina Juana, esposa de Enrique IV, justificando
su conducta con el propósito de que no se perdieran. Por vez primera
impuso a su marido la norma jurídica de que en Castilla las mujeres no
sólo no transmiten derechos sino que pueden reinar. Y esta norma estaría
vigente hasta principios del siglo XVIII en que, por razones de progreso
ilustrado, se impuso la ley Sálica que nos produjo algunas hermosas
guerras civiles en el siglo XIX. Firmó una ley que suprimía cualquier
resto de servidumbre entre sus súbditos, después de que su marido
hubiera resuelto, con admirable maestría, el problema de los remensas
de Cataluña. Las tres personas que más influyeron, Teresa Enríquez,
Beatriz de Silva, Hernando de Talavera compartieron el mismo grado de
santidad... Si fray Hernando no está hoy en los altares, es porque
–razones de humildad– los Jerónimos se prohibían a sí mismos
promover procesos canónicos.
Una mujer que reinó. Es muy difícil, para nosotros, los historiadores,
distinguir el papel que ella o su marido desempeñaron en los
acontecimientos, ya que cuidaban mucho de aparecer juntos. Para ambos,
el amor –y fue grande el que se profesaron– no era consecuencia de
la atracción mutua sino del deber que conduce a una entrega. Así lo
reconocieron en el momento final de su existencia. Reinar era llevar a
nivel alto las obligaciones que significa la monarquía, que es aquella
forma de Estado que se apoya, exquisitamente, en el cumplimiento de la
ley. Tal vez lo que muchas mentalidades actuales encuentran intolerable
es que afirmara, como todos los grandes pensadores de su tiempo, que la
ley divina está por encima de todo: las leyes humanas positivas tienen
que someterse a aquélla. En consecuencia, muchos aspectos que, hoy,
resultan simplemente opinables, para las gentes de su generación, y
para ella de un modo particular, estaban axiomáticamente establecidas y
fuera de su control. Aborto u homosexualidad escapaban al ámbito de sus
decisiones, pues estaban fuera de la ley natural.
Probablemente es aquí en donde encontramos la clave de otras muchas
cosas. Los reyes, que fueron oficialmente llamados Católicos, entendían
que el Estado, naciente a la sazón, se encuentra supeditado a la noción
del orden moral objetivo. Por eso, continuando una línea que el Papa
Clemente VI iniciara a mediados del siglo XIV, reconocieron en los
habitantes de las islas recién descubiertas a seres humanos dotados de
los derechos esenciales inherentes a la persona humana, que no dependen
de un acuerdo entre los hombres, sino de que son criaturas divinas.
Ciertamente en esta línea de conducta –puede decirse que estamos en
el primer tramo hacia la construcción de tal doctrina– ella se vio
defraudada. Los encargados de ejecutar la empresa, buscando beneficios
particulares, conculcaron y destruyeron muchas veces esos principios. Ésta
es otra de las realidades que es preciso tener en cuenta.
Cuando, en 1958, se inició el proceso y se pidió a algunos
historiadores que aportaran su ayuda y su consejo, recuerdo muy bien que
una de las condiciones fundamentales que entonces se manejó consistía
precisamente en esto: había muchos puntos oscuros; lo importante era
descubrir la verdad, sin juicios previos, sin metas prefabricadas. Es
mucho lo que se ha avanzado. Hoy estamos bastante seguros de las
coordenadas personales y políticas que enmarcan este reinado
excepcional. Pero los prejuicios, entre los que no saben Historia y por
eso es fácil valerse de ella, siguen subsistiendo. Sólo la verdad
puede otorgar la libertad de juicio. Confieso que cuanto más penetro en
el conocimiento de aquel tiempo, de sus errores, de sus virtudes, de sus
avances y de sus defectos, más crece la admiración por esta figura
singular a quien Dios encomendó en este mundo los oficios más difíciles
y más fecundos: el de mujer y el de reina. Pues allí nació España.
Allí se afirmó esa veta de la modernidad que conduce, por la vía de
la racionalidad y el libre albedrío, al derecho de gentes. Y ese amor
recíproco hacia la Universidad, casa del saber, como aún puede leerse,
en griego, en el frontis de la de Salamanca.
Luis
Suárez Fernández
Alfa y Omega, núm. 301
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