LA IGLESIA CATÓLICA
Y LA TRADICIÓN CRISTIANA
ANTE LA ANCIANIDAD
Javier Gafo
Director de la Cátedra de Bioética
de la Universidad Pontificia Comillas
Madrid
1. LOS ANCIANOS EN EL MUNDO DE LA BIBLIA
Es de sobra conocida la gran valoración de los ancianos en la
cultura judía 1. Ante todo debe partirse del hecho de que el vocablo
hebreo zenequim designa con frecuencia, tanto a las personas de
edad avanzada, como a las que por su prudencia y experiencia están
capacitadas para desempeñar funciones públicas. Este mismo
significado ambiguo lo posee el término griego de presbyteroi.
En las épocas patriarcal y mosaica los ancianos tienen un lugar
dominante en la vida familiar de la que forman parte varias
generaciones y esta función se reproduce en los ámbitos del clan o
agrupación de familias. Se les consideraba portadores del espíritu
divino y tenían un gran poder como guías del pueblo. Los escritos de
la época de los patriarcas reflejan la alta valoración de la ancianidad y
el respeto que les es debido. Esta función protagonista se refleja en la
época mosaica, en la larga peregrinación por el desierto hacia la tierra
prometida.
En la época de los jueces de Israel se mantiene el ejercicio de
autoridad de los ancianos. Al institucionalizarse el poder político con la
monarquía se institucionaliza igualmente la función de los ancianos
como consejeros y tienen un papel muy determinante en la vida
municipal. En la época del destierro a Babilonia se rompe el tejido
social del pueblo judío, pero los ancianos continúan ejerciendo una
influencia importante en la vida del cautiverio.
Con la vuelta de la deportación, se mantiene la importante función
social de los ancianos en la reorganización del pueblo. Pero ya se
constata una evolución del término zenequim, que no sólo designa a
los ancianos, sino también a hombres de edad madura que participan
en la vida pública. Esta misma concepción se mantiene en la
organización judía de la sinagoga, presidida por un colegio de
ancianos que forman también parte del sanedrín, junto con los
sacerdotes y doctores de la ley. Ello llevará en la Iglesia naciente a la
institución de los presbyteroi que, mediante la imposición de las
manos, colaboran con los apóstoles en la evangelización y en la vida
eclesial, convirtiéndose en los responsables del gobierno de la
comunidad. En las primeras comunidades los términos presbyteroi y
presbyterion (asamblea de ancianos) designan, tanto a personas
ancianas, como a los que comparten con los apóstoles la
responsabilidad de la vida eclesial.
En los numerosos textos del Antiguo Testamento que hacen
referencia a los ancianos se refleja la actitud bíblica sobre esta fase
final de la existencia. En primer lugar y con frecuencia se habla de los
ancianos como de aquellos cuyas fuerzas se debilitan y que se
encuentran en los umbrales de la muerte, pero se presenta a este
último hecho, no desde perspectivas dramáticas, sino como un
acontecimiento natural que significa la culminación de la vida. Al
mismo tiempo son numerosos los textos que exhortan al respeto de los
ancianos, en torno al cuarto precepto del Decálogo. Otro rasgo
importante del pensamiento bíblico, equiparable al existente en los
pueblos primitivos, es la alabanza de la sabiduría existente en los
ancianos y su gran importancia en la transmisión de la fe.
2. LA TRADICIÓN CRISTIANA OCCIDENTAL
En los primeros siglos del cristianismo el tema de los ancianos no
interesa especialmente a los primeros escritores de la naciente Iglesia.
Las alusiones a los ancianos tienen varias veces un significado
simbólico, pero dejando de lado su dimensión humana concreta. Así
S. Agustín relaciona los siete días de la creación con las siete edades
de la vida2. Ese mismo esquema, que, como afirma Diego Gracia en
este mismo libro, procede de la cultura griega, lo recoge S. Isidoro,
que sitúa el inicio de la vejez a los setenta años3. S. Gregorio Magno
pone también en relación el envejecimiento del mundo con el que
acontece en la ancianidad4.
Existe, por tanto, un insuficiente interés por el anciano en concreto.
En oposición a los paganos, autores como Lactancio5 o S. Juan
Crisóstomo6 critican a aquéllos su miedo e envejecer. Al mismo tiempo
y en la línea de la tradición bíblica, se sigue ensalzando la sabiduría
existente en los ancianos. Pero también y en la misma orientación
simbólica, antes indicada, se recurre a la imagen del anciano como
símbolo del pecado: el viejo se convierte en paradigma del pecador
necesitado de penitencia y conversión. Así lo hace S. Juan
Crisóstomo7 y S. Agustín8, para el que dos rasgos tan característicos
del viejo, como las canas y las arrugas, expresan, simbólica y
respectivamente, la sabiduría y el pecado. Igualmente y en relación
con la visión griega de la ancianidad y la enfermedad, los rasgos
físicos asociados con la vejez reciben una valoración negativa. La
misma mentalidad griega lleva a la concepción de la ancianidad como
maldición y castigo, en contraposición con la juventud. Para S. Efrén,
«Adán era eternamente joven» y el paraíso era un lugar de eterna
juventud9. Tomas de Aquino presentará a la decadencia física y a la
muerte como consecuencia de la destrucción de la justicia original
10.
Hay además otro aspecto negativo. En los autores cristianos
predomina una visión moral negativa de los ancianos. S. Juan
Crisóstomo es especialmente duro y crítico con los ancianos: «La
vejez tiene algunos vicios que no tiene la juventud. Es perezosa, lenta,
olvidadiza, tiene los sentidos embotados.»11 S. Agustín afirma
positivamente que el paso de los años debilita las pasiones, pero
también subraya que esos sentimientos bajos siguen presentes en el
corazón de los viejos. Los manuales de confesores afirman que los
ancianos que se entregan a una vida licenciosa deben ser juzgados
más duramente que los jóvenes, a los que les excusa el ardor de la
juventud 12. Dentro de este cuadro negativo es excepción S. Gregorio
Magno: «Me han presentado a un pobre anciano y he sentido
debilidad por la conversación de los ancianos.» El gran Papa
reformador apelaba con frecuencia al testimonio de clérigos viejos y
éstos suelen ocupar un lugar central en las historias que presenta
13.
Tampoco es muy positiva la presentación de los ancianos en las
primeras reglas monásticas. La de S. Benito tiende a equiparar a los
ancianos con los niños y no concede a los años privilegios para el
gobierno de la vida monástica 14. La regla cisterciense dará a los
ancianos el papel de guías de la juventud y les recuerda que la
verdadera vejez es la sabiduría 15.
La vuelta a la cultura grecorromana, que tuvo lugar con el
Renacimiento, repercute en una acentuación de lo negativo de la
ancianidad en contraposición con la juventud y la belleza. Autores
como Maquiavelo y Francis Bacon subrayarán las consecuencias
negativas de los ancianos en la vida política. La cultura barroca
cristiana afirma que la felicidad y la perfección del hombre no se
encuentra en este mundo, sino que esta vida es tránsito para la
definitiva, y va a mantener una actitud peyorativa respecto de los
viejos. La Ilustración da un gran relieve a la educación moral y a la
instrucción de los niños, acompañado de un desinterés social por los
ancianos.
En este sucinto recorrido deben necesariamente citarse las
grandes acciones de las instituciones religiosas al servicio de los
necesitados y de los ancianos, con especial referencia a S. Vicente de
Paul y al gran número de congregaciones religiosas femeninas
surgidas durante el siglo XIX con una específica dedicación al mundo
de los ancianos.
3. EL RECIENTE MAGISTERIO DE LA IGLESIA CATÓLICA
El tema de la vejez no ha sido objeto específico de esa nueva
literatura magisterial católica, surgida a finales del siglo XIX y que ha
dado origen a la llamada doctrina social de la Iglesia. Esta, como la
sociedad en su conjunto, no considera a la ancianidad como clase
social aparte, sino formando parte del colectivo social necesitado de
ayuda y de atención. Es a partir de los años setenta cuando las
ciencias humanas comienzan a abordar de forma específica esta
etapa de la vida. Por ello, hasta el pontificado de Juan Pablo II no se
encuentra un tratamiento amplio y específico sobre un problema que
se hace especialmente agudo por el envejecimiento de la población
de los países desarrollados Y por la creciente conciencia de la que ha
sido calificada con el neologismo de Tercera Edad.
La Constitución Gaudium et Spes del Vaticano II apenas alude
específicamente a los ancianos, pero hace una descripción de la
familia, «fundamento de la sociedad», «en la que coinciden distintas
generaciones que se ayudan mutuamente a lograr una mayor
sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás
exigencias de la vida social» (n. 52). Insiste en la necesidad de ayudar
a «ese anciano abandonado de todos» (n. 27) y en la obligación de
«garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre
todo por razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por
graves dificultades» (n. 66). Finalmente, alude a la obligación de
piedad filial y de agradecimiento hacia los padres, para asistirlos en
«las dificultades de la existencia y en la soledad de la vejez» (n. 48).
En el Decreto Apostolicam Actuositatem se subraya la necesidad
de «proveer a los ancianos, no sólo en lo indispensable, sino
procurarles los medios justos del progreso económico» (n. 11) y el
Decreto Presbyterorum Ordinis, del mismo Vaticano II, afirma la
necesidad de que las diócesis proporcionen seguridad social para la
protección de los sacerdotes en su vejez (n. 21).
Pablo VI en la Encíclica Octogesima Adveniens (1971), afirma el
derecho de toda persona a una asistencia en caso de enfermedad o
jubilación, insistiendo en la existencia de «nuevos pobres», entre los
que cita a los ancianos (n. 15).
Juan Pablo Il contiene en su abundantísimo magisterio y enseñanza
múltiples referencias a los problemas de la vejez. En la Laborem
Exercens (1981) reafirma el derecho a un seguro de ancianidad, que
tenga como objetivo asegurar la vida y la salud de los trabajadores y
de sus familiares (n. 19). En la Sollicitudo rei socialis (1987) insiste en
el reconocimiento de los derechos humanos de toda persona,
«hombre o mujer, niño, adulto o anciano» (n. 33). Finalmente,
Centessimus annus (1991) insiste en la necesidad de prestar ayuda a
todos aquellos que quedan marginados de la evolución de la sociedad
y de la historia, en ese Tercer Mundo también vigente en el seno de
los países desarrollados, con una especial referencia a los ancianos
(n. 33).
En la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio (1988), posterior
al Sínodo de Obispos dedicado a la familia, Juan Pablo II alude con
cierta amplitud al tema de los ancianos. Subraya, por una parte, la
existencia de culturas «que manifiestan una singular veneración y un
gran amor por el anciano» y en donde «lejos de ser apartado por la
familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano permanece
inserido en la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable,
aun debiendo respetar la autonomía de la nueva familia». Por el
contrario, otras culturas, «especialmente como consecuencia de un
desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen
llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación, que
son fuente a la vez de agudos sufrimientos para ellos mismos y de
empobrecimiento espiritual para tantas familias». La Iglesia debe
ayudar para descubrir y valorar la misión de los ancianos, que «ayuda
a clarificar la escala de valores» y la continuidad de las generaciones:
«¡cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos,
palabras, caricias de los ancianos!» (n. 27). En el n. 46 afirma el
derecho de los ancianos a una vida y a una muerte dignas y, al insistir
en la acción social que debe realizar la familia y su "opción
preferencial" por los pobres y los marginados, subraya sus
responsabilidades hacia varios grupos vulnerables, entre los que cita
a los ancianos (nn. 47, 71 y 77).
Finalmente, Familiaris Consortio subraya los importantes valores
presentes en los ancianos: la profundización y fidelidad en su amor
conyugal, su disponibilidad hacia los demás, «la bondad y la cordura
acumulada». E insiste en las dificultades de la vida de las personas de
edad: «La dura soledad, a menudo más psicológica y afectiva que
física, por el progresivo decaimiento de las fuerzas, por la amargura
de sentirse como un peso para los suyos, por el acercarse de los
últimos momentos de la vida» (n. 77). Todas estas reflexiones llevarán
a Juan Pablo II, en la Carta de los Derechos de la Familia (1983), a
formular: «Las personas ancianas tienen el derecho a encontrar
dentro de su familia o, cuando esto no sea posible, en instituciones
adecuadas, un ambiente que les facilite vivir sus últimos años de vida
serenamente, ejerciendo una actividad compatible con su edad y que
les permita participar en la vida social» (art. 9).
Es también importante la Exhortación Apostólica Christifideles Laici
(1988), dedicada a la misión de los laicos en la Iglesia y en donde
Juan Pablo II aborda el tema de la ancianidad. Alude, en primer lugar,
a la tradición bíblica que fue tan sensible a los valores de los
ancianos, actitud que debe ser seguida por la Iglesia hacia esas
personas «muchas veces injustamente consideradas inútiles, cuando
no incluso como carga insoportable». La Exhortación constata «el
acrecentado número de personas ancianas en diversos países del
mundo, y la cesación anticipada de la actividad profesional y laboral»,
y el peligro de las personas de edad de «refugiarse nostálgicamente
en un pasado que no volverá más, o de renunciar a comprometerse
en el presente por las dificultades halladas en un mundo de continuas
novedades». Por el contrario, los ancianos tienen una misión en la
Iglesia y en la sociedad ya que no existen «interrupciones debidas a la
edad», y «la entrada en la tercera edad ha de considerarse como un
privilegio». No deben sentirse al margen de la vida de la Iglesia y de la
sociedad, ni «elementos pasivos de un mundo en excesivo
movimiento», «no obstante, la complejidad de los problemas que
debéis resolver y el progresivo debilitamiento de las fuerzas, y a pesar
de las insuficiencias de las organizaciones sociales, los retrasos de la
legislación oficial, las incomprensiones de una sociedad egoísta». Las
personas mayores deben «ser sujetos activos de un período humana
y espiritualmente fecundo de la existencia humana. Tenéis una misión
que cumplir, una ayuda que dar» (n. 48).
Hay, además, una gran multiplicidad de discursos y alocuciones
dedicados a los problemas de la ancianidad en donde Juan Pablo Il
insiste en la dignidad personal inherente a toda persona de edad; en
que la relación con los ancianos puede servir para fomentar una
humanización de las relaciones personales; en la exigencia de
agradecimiento a nuestros mayores; en la responsabilidad eclesial
para defender y promover su importancia en la vida social y en la
comunidad creyente y en la atención religiosa que debe dárseles 16.
El Papa Wojtyla resalta la necesidad de trasformar el trabajo para
los ancianos en trabajo con los ancianos y de descubrir nuevos
campos de acción y realización para esas personas. Urge la
responsabilidad de los medios de comunicación en presentar una
visión más positiva de la Tercera Edad. Critica los modelos culturales
vigentes que exaltan unilateralmente la juventud, la belleza, la eficacia,
y que pueden inducir a considerar inútiles a los ancianos; por el
contrario, deben presentar la ancianidad, no como un proceso
inexorable de degradación biológica, sino como una fase de
realización del ser humano.
Juan Pablo Il insiste, también, en que las sociedades no deben sólo
garantizar la ayuda para las necesidades físicas y materiales de los
mayores, sino que deben ser sensibles a sus urgencias espirituales y
psicológicas y reconocer los valores morales, efectivos y religiosos
presentes en estas personas. Igualmente enfatiza la necesidad de
crear instituciones en que las personas de edad no se sientan
marginadas de su vida precedente y puedan tener un carácter familiar
en una atmósfera de comunicación y de calor humano. Al mismo
tiempo subraya que el ideal es que el anciano pueda continuar
viviendo en su propio hogar mediante apoyos asistenciales. Debe
también favorecerse un envejecimiento activo, superando el mito que
tiende a identificar la vejez con la enfermedad, invalidez o inutilidad,
afirmando que los ancianos deben aportar sus valores en la vida
social y política. Por ello, han de aunarse los esfuerzos en favor de
una mayor longevidad con la atención a una mayor calidad de vida,
que posibilite a los ancianos el desarrollo de una actividad acorde con
su edad.
Finalmente, la última Encíclica Evangelium Vitae (1995) se refiere
con bastante atención al problema de la ancianidad, especialmente en
relación con la eutanasia, tema muy ampliamente tratado por este
documento magisterial. Reconoce que la Biblia no contiene
referencias sobre la problemática actual en torno a las personas
ancianas y enfermas. El mensaje bíblico pondera los valores de
sabiduría y experiencia existente en los ancianos en que «la vejez
está marcada por el prestigio y rodeada de veneración», presentando
los tiempos mesiánicos como aquellos en que «no habrá jamás... viejo
que no llene sus días» (ls 65,20). La enfermedad y la proximidad a la
muerte deben vivirse como un acto de confianza en las manos de Dios
y no deben empujar al anciano «a la desesperación y la búsqueda de
la muerte, sino a la invocación llena de esperanza» (n. 46).
La Encíclica considera que una mentalidad que valora al ser
humano según criterios de bienestar o eficiencia, no sólo conduce al
aborto o a la eutanasia, sino que constituye una amenaza sobre los
miembros más débiles y frágiles de la sociedad y puede llevar a la
«eliminación de recién nacidos malformados, minusválidos graves, de
los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y
de los enfermos terminales» (n. 15). En efecto, «se tiende a identificar
la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y
explícita... No hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de
nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que
parece sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo
radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el
lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos» (n. 19). Todo
ello está llevando a un empobrecimiento de las relaciones
interpersonales en un ambiente materialista, cuya primeras
consecuencias negativas inciden sobre la mujer, el niño, anciano,
enfermo, el que sufre... Se sustituye el criterio de la dignidad personal
por el de la eficiencia y «se aprecia al otro no por lo que "es", sino por
lo que "tiene, hace o produce". Es la supremacía del fuerte sobre el
débil» (n. 23).
Este es el humus, según la Encíclica, en que se desarrolla el
debate actual sobre la eutanasia: el sufrimiento, elemento inevitable
de la existencia humana, «aunque también factor de posible
crecimiento personal», aparece «censurado» como inútil, combatido
como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Si no se
puede evitar el dolor, la vida ha perdido sentido y aumenta la
reivindicación de su supresión (n. 24). Sin embargo, «nada ni nadie
puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o
embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante» (n.
57).
La Encíclica considera que el progreso de la medicina y un
contexto cultural cerrado a la trascendencia confieren nuevas
características a la experiencia de la muerte. Se aprecia la vida que
da placer o bienestar, y «el sufrimiento aparece como una amenaza
insoportable de la que es preciso librarse a toda costa». Así ha
surgido la tentación de la eutanasia: de adueñarse de la muerte,
poniendo fin «dulcemente» a la vida lo que es para la Encíclica «uno
de los síntomas más alarmantes de la "cultura de la muerte"», que
avanza en sociedades de bienestar de «mentalidad cientificista», con
número creciente de ancianos y debilitados, a los que se ve «como
algo demasiado gravoso e insoportable», ya que, a menudo, las
personas aisladas de sus familias, son evaluadas bajo criterios de
eficiencia productiva y «una vida irremediablemente inhábil no tiene ya
valor alguno» (n. 64).
En este contexto aborda uno de los temas más preocupantes de la
sociedad actual, especialmente de los países técnicamente
desarrollados, el de la situación de las personas de edad. Afirma que
«la marginación o incluso el rechazo de los ancianos son
intolerables». Insiste en la gran importancia de su presencia o
cercanía a la familia y en el enriquecimiento que puede surgir de esa
comunicación entre las distintas generaciones. Por ello insiste en que
debe haber un «pacto» entre las generaciones, por el que los padres
ancianos encuentren en los lujos la acogida y solidaridad que estos
mismos recibieron cuando eran niños, ya que «el anciano no se debe
considerar sólo como objeto de atención. También él tiene que ofrecer
una valiosa aportación al Evangelio de la vida» (n. 94). La Encíclica
afirma con dureza que una mentalidad que no asume el valor de los
«débiles» «es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende
medir el valor de una vida humana siguiendo parámetros de
"normalidad" y de bienestar físico» (n. 63).
4. REFLEXIÓN FINAL
No se pueden negar las grandes dificultades que se plantean en
torno a la llamada «tercera edad» -nunca en la historia humana han
existido sociedades con unos porcentajes tan elevados de personas
de más de sesenta y cinco años y esta tendencia se va a seguir
agudizando en los próximos años en el mundo occidental y se iniciará
pronto en algunos países del Tercer Mundo-. Los cambios en la
estructura familiar, los nuevos roles femeninos... plantean una serie
de situaciones nuevas, cuya solución no es fácil. Pero también es
verdad que unas sociedades que supravaloran la eficiencia, la
juventud y el cultivo del cuerpo, son especialmente insensibles para
ponderar los profundos valores de humanidad y de experiencia
presentes en los ancianos, y que es urgente repensar las actitudes
sociales ante esos segmentos cada vez más abundantes en nuestra
sociedad, a los que se tiende a condenar a una «muerte social», con
anterioridad a su propia muerte física.
La tradición bíblica tiene en su conjunto una valoración positiva de
los ancianos, en una línea equiparable a la cultura de otros pueblos
primitivos, en los que la tradición oral, mucho más importante que la
escrita, confería una especial relevancia a las personas con mayor
experiencia y conocimiento. De ahí el gran valor conferido a los
presbyteroi, aunque este término posea posteriormente un sentido
más amplio y menos exclusivo en su aplicación a los viejos. Como en
otros temas, por ejemplo el de la sexualidad, el proceso de
inculturación, realizado por el primer cristianismo, le llevó a asumir la
concepción peyorativa hacia la ancianidad vigente en la tradición
griega lo que expone con amplitud Diego Gracia en este libro. Debe
reconocerse que, en el conjunto de la historia de la Iglesia, se
difumina en los escritos eclesiales aquella primera valoración bíblica
de los ancianos para insistir en las exigencias de caridad y de
beneficencia existentes hacia ellos.
Es significativo que, en el último siglo y dentro de la enseñanza
social de la Iglesia, se dé poco relieve específico a los problemas de la
ancianidad. A la hora de espigar textos sobre los ancianos en las
grandes encíclicas papales, hay que referirse con frecuencia a breves
alusiones o a aplicarles los textos generales en que se critican las
injusticias sobre grupos sociales más desprotegidos. Es más rico el
contenido de las enseñanzas de Juan Pablo II en sus numerosos
escritos. Pero se echa en falta un gran documento en que la Iglesia
reflexione con mayor amplitud sobre la ancianidad en un mundo en
que porcentajes crecientes de personas están entrando en esa etapa
de la vida.
Ante otra importante asignatura pendiente de la Iglesia, el de la
mujer, si se le ha dedicado un Sínodo de Obispos y un importante
documento, Mulieris Dignitatem. Consideramos que algo similar
debería realizarse en el tema que nos ocupa. No se puede negar que
en la enseñanza del Papa actual existen importantes intuiciones y
pistas de acción, pero pueden dejar la impresión de ser
excesivamente genéricas y de constituir declaraciones de buena
voluntad, de indiscutible raigambre evangélica y cristiana, pero
difícilmente operativas y aplicables a las situaciones concretas en que
hoy se desarrolla la vida de las personas ancianas.
Javier
Gafo
Etica y ancianidad,
Publicaciones de la
Universidad Pontificia de Comillas, 1995 (pag. 109-119
....................
1. Para la elaboración de este capítulo me ha servido de extraordinaria ayuda la
Tesis de Licenciatura en Teología de JOAQUIN M. LOPEZ CAMPO, presentada en
la Universidad Pontificia Comillas en 1993.
Cf. DHEILLY, J., «Anciano» en Diccionario Bíblico, Barcelona, 1970; MAAG, H.,
«Anciano», en Breve Diccionario de la Biblia Barcelona, 1970; LEON-DUFOUR,
X., «Anciano», en Diccionario del Nuevo Testamento, Madrid, 1977; AA.W.,
«Anciano» en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Madrid, 1990; AZCONA, F.,
Llegar a ser viejo, Pamplona, 1980; MINOIS, G., Historia de la vejez, Madrid, 1987.
2. S. AGUSTÍN Sobre el Génesis contra los maniqueos, cap. 23 (Cf. Obras de S.
Agustín, tomo XV, Madrid, 1957, 409-415).
3. S. ISIDORO, Etimologías, libro V, t. 1, Madrid, 1982, 551.
4. S. GREGORIO MAGNO, Les morales sur le livre de Job, libro 34 (Cf. Sources
Chrétiennes, 32, París, 1975, 97).
5. LACTANCIO, Louvrage du Dieu Créateur, cap. IV (Cf. Sources Chrétiennes, 214,
París, 1974, 268).
6. S. JUAN CRISÓSTOMO Apologie de la vie monastique (Cf. Oeuvres completes,
tomo II, París, 1874, 22- 23).
7. S. JUAN CRISÓSTOMO, Sur I'Epitre aux Romains (Cf. Oeuvres completes, tomo
X, París, 1874, 260).
8. S. AGUSTÍN, Discurso sobre el Salmo 91 (Cf. Obras de S. Agustín, tomo XXI,
Madrid, 1966, 392).
9. S. EFRÉN, Hymne sur le paradis, Himno XI, I (Cf. Sources Chrétiennes, 137,
París, 1968, 145).
10 STO. TOMAS DE AQUINO, Summa Teologica I-II, q. 85, a. 5; q. 97, a. 1.
11. S. JUAN CRISÓSTOMO, Commentaire sur l'Epitre de Saint Paul au Tite (cf.
Oeuvres completes, tomo V, París, 1874, 420-421).
12. S. AGUSTÍN, Sobre la santa virginidad (cf. Obras de S. Agustín, tomo XII, Madrid,
1966, 197; Sermones, Sermón 138, ibid, tomo VII, 397).
13. S. GREGORIO MAGNO, Dialogues, 1,10-11; 9,15 (Cf. Sources Chrétiennes, 260,
París, 1979, 103 y 89).
14. S. BENITO, Su vida y su regla, Madrid, 1943, 105 y 107.
15. S. BERNARDO, Traité du reglement de la vie et de la discipline des moeurs (cf.
Oeuvres Completes, tomo IV, París, 1867, 59-93): Trailé sur les moeurs et les
devoirs d'un éveque (cf. ibid., tomo I, 207).
16. «Vida Ascendente», en El Papa a los mayores, Madrid, 1991.