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Hijo desde la eternidad |
Sobre la pre-existencia divina de Jesús de Nazareth. |
Colaboración de Fernando Renau |
Los católicos, al proclamar nuestra profesión de fe, afirmamos que
Jesucristo es el Hijo único de Dios nacido del Padre “antes
de todos los siglos”; con esta fórmula el credo cristiano introduce la
idea de la preexistencia de Jesús como Hijo de Dios, antes de su nacimiento,
desde la eternidad.
Con el título de Hijo de Dios aplicado a Jesús la primitiva comunidad
quiso señalar que Dios se ha revelado y comunicado en Jesús de Nazaret de una
vez y para siempre, de modo definitivo, pleno y completo, por lo que Cristo habló
y actuó en lugar de Dios, mostrando su verdadero rostro. Afirmada la filiación
divina de Jesús, se planteaba otra cuestión que exigía igualmente respuesta:
¿desde cuándo surge esa especial relación entre Dios y Jesús?, ¿en qué
momento Jesús es constituido por Dios como su Hijo?
Esta pregunta no va a tener una respuesta unívoca. Se va a producir aquí
lo que se ha venido a denominar la “retroacción
progresiva” de la filiación divina de Jesús. En una primera reflexión,
la exaltación de Jesús a la categoría de Hijo de Dios se entiende producida
después de su resurrección. Pero a medida que avanza la reflexión los
creyentes la irán retrotrayendo a fases anteriores de la vida de Jesús. En la
escena de la Transfiguración la unidad de Jesús con Dios se establece ya
previamente a la resurrección, poco antes del inicio de la pasión. El bautismo
de Jesús retrotrae la filiación divina todavía más en el tiempo, a los
comienzos de su vida pública. En los relatos de la infancia Jesús es ya Hijo
de Dios desde el momento de su
concepción. Por último, en determinados pasajes de Pablo y en el Evangelio de
Juan se da un paso más y la condición de Hijo de Dios de Jesús es ya anterior
a su concepción: Jesús es Hijo de Dios desde el comienzo de los tiempos. Con
esa evolución se pasa de una “cristología
ascendente” (tras la pasión y muerte, con su resurrección Jesús es
exaltado y elevado a la diestra de Dios) a una “cristología
descendente” (un Cristo existente desde el comienzo de los tiempos y de
condición divina desciende a la condición humana con la encarnación).
La exposición anterior no implica, pese a lo que a primera vista pudiera
pensarse, que la idea de la preexistencia aparezca tardíamente, al final del
proceso de formación de los textos neotestamentarios. Contrariamente, la idea
de la preexistencia y la “cristología descendente” que la sustenta surge relativamente
pronto, seguramente conviviendo en el tiempo con las formulaciones que hemos
denominado como “cristologías
ascendentes”. Así, el concepto lo encontramos ya claramente en un texto
muy antiguo, el llamado himno a Cristo en la carta a los Filipenses (Flp, 2,
6-8):
“El
cual (Cristo) siendo de condición divina,
no codició el ser igual a Dios
sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana
y apareciendo en su porte como hombre se rebajó a
sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y
una muerte de cruz.”
Son numerosas también las fórmulas utilizadas por Pablo que presuponen
la idea de la preexistencia de Cristo (por ejemplo, Gál 4,4; Rom 8,3). Pero es
en el Evangelio de Juan en el que la idea de la preexistencia se aplica de modo
insistente, tanto en el Prólogo (“En el
principio existía la Palabra (...) ella estaba en el principio junto a Dios
(...) Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros”) como en
numerosos versículos. En todos estos lugares del Nuevo Testamento se sostiene,
en definitiva, la existencia del Hijo de Dios en la eternidad de Dios previa a
la encarnación.
La idea de la preexistencia nos es en la actualidad difícil de asimilar.
En cambio, en el ambiente cultural y religioso en el que surge el Nuevo
Testamento esa idea, como se ha dicho por algunos, “flotaba
en el ambiente”. La fomentaban distintas concepciones existentes en aquel
momento histórico: la concepción judía de la eterna Sabiduría de Dios; las
concepciones apocalípticas del futuro Hijo del hombre, ya preexistente y
escondido en Dios; la teología rabínica que enseñaba la preexistencia ideal
del mesías; y las concepciones gnósticas sobre la preexistencia de las almas
humanas, caídas en la materia y que luego el proto-hombre divino devuelve al
mundo de Dios. Los autores del Nuevo Testamento están inmersos en este contexto
y van a utilizar estos esquemas conceptuales para desarrollar su reflexión teológica.
¿Qué
se quiso expresar exactamente con la utilización del concepto de “preexistencia”?
¿Se trata acaso de una idea mitológica que hoy podemos y debemos
desmitologizar? ¿O detrás de ella se esconden verdades dignas de ser
consideradas y tenidas en cuenta también en este nuevo milenio? Esta última es
la opinión de los teólogos católicos de nuestro tiempo.
Si
Dios se ha manifestado en Jesús de manera total y absoluta, si la significación
de Jesús como revelación de Dios es única e irrepetible, entonces Jesús debió
estar desde el principio en el pensamiento de Dios, por lo que puede decirse que
pertenece a la esencia eterna de Dios. Desde la eternidad no hay otro Dios que
el que se ha manifestado en Jesús. Por eso, como no hay otro Dios que el que se
ha revelado en Jesús, éste cobra desde este Dios eterno y universal un
significado también universal y eterno. Y en ese sentido, puede hablarse de una
“preexistencia” del Hijo de Dios.
De
otro lado, con la idea de la
preexistencia lo que se está señalando es que la relación de Jesús con Dios
no surge a posteriori, no tiene una explicación acudiendo sólo al curso de la
historia, no tiene su origen en el contexto de un acontecimiento meramente
intramundano. Contrariamente, el papel y la pretensión de Jesús existe ya de
antemano y está fundada en Dios mismo, su origen último sólo se explica desde
Dios, en él es Dios quien actúa directamente.
Por
último, con el concepto de la preexistencia lo que se expresa es que la relación
entre Dios y Jesús es transcendente, va más allá del tiempo y del mundo,
afecta a otra dimensión. Se expresa así el carácter escatológico de la
persona y la obra de Jesús. En ese sentido transcendente y superador de la
dimensión temporal puede decirse que Jesús pertenece a la definición eterna
de la esencia divida, que Dios ha estado siempre en Jesús.