LA VANGUARDIA - LUIS RACIONERO
Que la Unión Europea quiera configurarse como un
Estado laico me parece razonable, pero negar las raíces cristianas de Europa es
tan arbitrario como suponer que el cristianismo es el único elemento
configurador de la cultura europea.
Europa, en el sentido no geográfico de cultura occidental, nace a partir del
siglo X por la fusión de cuatro elementos: los restos de la tradición
grecolatina del Mediterráneo; la nueva ética del cristianismo oriental y
céltico; el individualismo de los invasores bárbaros y la ciencia reelaborada
por los semitas –árabes y judíos–. Hay muy pocos puntos de Europa donde estos
factores pudieron encontrarse; el más intenso, duradero y fructífero fue la
península Ibérica, cosa que sorprenderá a los partidarios del eje franco-alemán,
que pretenden erróneamente que Europa la hizo Carlomagno.
Dentro de la Península el califato de Córdoba, en su tolerancia religiosa,
recogió la cultura transicional de la época de Isidoro y aportó las corrientes
de la ciencia árabe y judía; la escuela de traductores de Toledo la difundió por
Europa; Castilla asimiló el elemento visigodo, así como el cristianismo; los
cenobios monásticos del Pirineo fueron focos de reserva, fusión cultural,
elaboración y puente de transición hacia el continente de todos estos elementos,
aunados en una síntesis nueva. Su resultado fue el primer renacimiento europeo,
la cultura de los trovadores, renacimiento abortado por la invasión de los
francos. Del rescoldo provenzal se alumbraría el fulgor del Renacimiento
italiano.
Existen varias teorías sobre el origen de Europa; la mayoría admiten los tres
primeros factores, pero, característicamente, olvidan la influencia semita.
Parece como si fuera impensable que del Sur viniera ninguna influencia
civilizadora; un caso típico es la explicación francesa de los trovadores o la
polémica contra Asín Palacios por demostrar influencias musulmanas en la “Divina
Comedia”. Hay quien pone el origen de Europa en san Benito por su creación del
monasterio, germen de un microcosmos social viable, ordenado y estable. Para
Whitehead, la alianza de ciencia con tecnología, por la cual el conocimiento se
mantiene en estrecha relación con los hechos irreductibles, se debe, en buena
medida, a la propensión pragmática de los primeros benedictinos; su interés en
la naturaleza, reflejado en el arte naturalista de la edad media (supongo que se
refiere al románico), supuso la entrada en la mentalidad europea del ingrediente
final necesario para la gestación de la ciencia, que los griegos no lograron por
exceso de cerebralismo, no contrastado empíricamente. La influencia civilizadora
de la orden benedictina es indudable; en la regla de san Benito, escrita en el
siglo VI, se leen cosas como las siguientes:
“No se anteponga el noble al que procede de condición servil, que ante Dios no
hay excepción de personas. Reconciliarse antes del ocaso con quien se haya
tenido alguna discordia. De taciturnitate: a veces debe abstenerse uno de
conversaciones buenas por causa del silencio. Cuando el monje hable lo haga
suavemente y sin risa, humildemente y con gravedad, diciendo pocas palabras y
razonables y sin levantar la voz: el sabio se da a conocer por las pocas
palabras, el necio, en la risa, levanta la voz. En las mesas de los monjes no
debe faltar la lectura, y aunque creemos que el vino es en absoluto impropio de
los monjes, sin embargo, como en nuestros tiempos no se les puede convencer de
ello, convengamos siquiera en no beber hasta la saciedad. Sean todas las cosas
comunes a todos y repártase a cada uno según haya menester; el monasterio, a ser
posible, debe construirse de suerte que todo lo necesario, esto es, agua,
molino, huerto y los diversos oficios se ejerzan dentro de su recinto, para que
los monjes no tengan necesidad de andar por fuera, lo cual en modo alguno
conviene a sus almas.”
Copié las notas que anteceden en el scriptorium del monasterio de Poblet,
amablemente guiado por el monje Masoliver. Pude constatar allí, in situ, cómo la
tradición benedictina del Císter, aún viva, funciona perfectamente como un foco
de serenidad, sensatez y desapego en un mundo cada vez más febril y desquiciado.
El contraste es impresionante y su fuerza me hace pensar en los paralelismos
entre la época en que aparecieron los monasterios y la nuestra. En ambas, Europa
está invadida por la barbarie: entonces en forma de guerreros a caballo y bandas
nómadas que ocupaban territorios, ahora en forma de barbarie tecnológica,
agresión de “mass media” y vulgaridad utilitaria. Whitehead compara el impacto
del vapor y la democracia sobre el mundo europeo al impacto de bárbaros y
cristianos sobre el mundo grecolatino, cuyo declinar provocaron.
Barbarie no es primitivismo; bárbaro es el primitivo que, en contacto con la
civilización, abandona sus costumbres ancestrales y se abre paso en la
civilización decadente, adoptando algunos de sus estilos de vida y destruyendo
otros. En el siglo XX el bárbaro está dentro de la sociedad ocupando los
estratos del hombre medio. El paso de estos “primitivos” –resignados hasta el
siglo XIX– a bárbaros es la rebelión de las masas, anunciada por Ortega hace
medio siglo.
Otros ponen el origen de Europa en Carlomagno, como hace Pirenne: su argumento
me parece exacto, pero al revés. No es el islam quien destruye la unidad
mediterránea y los carolingios quienes la rehacen, sino al contrario. El islam
es precisamente la fuerza reintegradora de la antigua civilización del
Mediterráneo; la posición antiislámica a priori de Pirenne, común a los eruditos
nórdicos, lleva al historiador belga a tomar los hechos históricos al contrario
de cómo pueden verse desde el Sur: él los mira desde el Norte a favor de un
partido tomado sobre la superioridad de las vigorosas hordas francas; parece
necesario contemplarlos alternativamente desde la perspectiva opuesta, para
obtener una explicación distinta del proceso. Los árabes, mejor dicho, los
habitantes de las orillas del Mediterráneo que se islamizaron, lograron rehacer
la unidad del Mare Nostrum bajo la égida de los califas y el beneplácito forzado
de los bizantinos; fueron los bárbaros precisamente, gentes como los francos de
Carlos Martel, abuelo de Carlomagno, quienes interrumpieron la unidad del
Mediterráneo en su ribera norte, en Occitania, Provenza e Italia. Que el Papa
coronara a Carlomagno no fue otra cosa que la conocida y repetida maniobra
política del romano para obtener protección y ganar ascendencia sobre el
guerrero que le ha derrotado. Del mismo modo que los patricios romanos se
infiltraron en la Iglesia católica como obispos y cardenales para seguir
dominando Europa cuando las legiones ya no luchaban, el Papa coronó a
Carlomagno.
Decía al principio que Europa, en el sentido de cultura occidental, nace por
confluencia: 1) de los restos de la tradición grecolatina conservados en las
ciudades del litoral mediterráneo occidental y bizantino; 2) del cristianismo de
irlandeses, latinos y orientales; 3) del individualismo de los bárbaros; y 4) de
la aportación científica semítica de la diáspora judía y la islamización
ibérica. Semitismo meridional en sus versiones hebrea e islámica, el componente
nórdico cristianizado en sus modalidades céltica y germánica, incidiendo sobre
el sustrato urbano mediterráneo de tradición grecolatina son los elementos
dispares en colisión, de cuya dificultosa y sabia armonización nacerá la
civilización europea. Cada uno aportará su peculiar idiosincrasia, su matiz y su
color, hasta componer el vitral de la policromía europea que convierte en
penumbras de introspección la abierta luminosidad del templo griego. Cuando el
abad Suger contempló por primera vez el rosetón iridiscente de colorido cristal,
que él incitó a construir, exclamó arrebatado: “La pared ha caído, revelando la
rueda de fuego”. En la rueda de fuego del rosetón europeo giran el
individualismo bárbaro, el sentimiento igualitario del cristianismo, la ciencia
judía, la cortesía árabe, el pensamiento griego, el orden latino, inundando de
coloreada luz la umbría catedral desconsagrada del espíritu moderno. Sobre las
tenues luces de la duda racional y la culpa cristiana, las claridades de ciencia
islámica y pensamiento hebreo, los colores de la cortesía, pasión y refinamiento
islámicos alumbran al hombre europeo, que es a la catedral gótica lo que el
hombre antiguo al templo griego. Luminoso y claro éste; silenciosa y en penumbra
aquélla, cerrada en su duermevela de luces y reflejos. Gaudí equiparaba a
Orestes, por su determinación, al templo griego, y a Hamlet, por su duda, a la
catedral gótica; entre el hombre grecolatino y el europeo ha aparecido un
conjunto de elementos nuevos, de los cuales son fundamentales el cristianismo y
los bárbaros; éstos aportan el individualismo, aquél la noción igualitaria.
Decir que Europa es cristiana no es ningún disparate, si se deja claro que no
sólo es cristiana.