VIVIR EN COMUNIDAD
ASPECTOS PSICOLÓGICOS
(1)
ALESSANDRO MANENTI
COMPRENDER LA COMUNIDAD
Introducción
Afrontar el cambio es una necesidad; el modo de hacerlo
constituye un desafío para los individuos y para la comunidad. Si la
comunidad es un sistema cerrado, afrontará los problemas del
cambio y del «aggiornamento» tratando de mantener el «status
quo» y, consiguientemente, negando o desviando el propio cambio
a base de optar por replegarse sobre sí misma. Si, por el contrario,
es un sistema abierto o se esfuerza por serlo, se convierte en un
lugar de testimonio: el carácter central de la relación con Dios
ilumina el modo de estar juntos y de abrirse a la realidad exterior.
La comunidad se define no por los comportamientos comunes, sino
por el interés compartido por una Persona; y hacer comunidad se
convierte en el símbolo exterior de ese abandono interior en Dios:
un modo característico de estar con Dios y al servicio de los
hombres.
La vida en común es, en sí misma, ambivalente: un ambiente de
aprendizaje que puede favorecer la interiorización de los valores, o
una inmunización contra el compromiso personal. Trampolín de
lanzamiento o regresión al seno materno. Ambos aspectos no se
excluyen: a pesar de la presencia de los valores, la comunidad
puede no ser trampolín de lanzamiento. Muchas dinámicas
personales y comunitarias impiden que los valores creídos lleguen a
ser también valores vividos. En estas páginas vamos a tratar de ver
algunas de estas dinámicas para deducir de ellas algunas pistas de
solución. ¿Cómo debería ser la comunidad? ¿Cómo reducir
progresivamente la distancia entre el ideal y la situación real y
concreta?
La óptica de nuestro estudio es psicológica, pero con una
constante referencia a los valores de la vida religiosa. La
introspección psicológica sirve para hacernos comprender lo que
ocurre en nosotros y entre nosotros; la fuerza de la fe motiva
nuestro empeño en mejorar y cambiar cuanto de torcido pueda
haber en nosotros y entre nosotros. La verdadera psicología y la
verdadera fe no se hacen la competencia, sino que aquélla está al
servicio de ésta. Es lo que intenta hacer la «Psicología del
profundo», de Luigi Rulla, S. J., a la que estas páginas hacen
referencia.
Integración, por tanto, entre psicología de las relaciones
humanas v espiritualidad de la vida comunitaria. En el hacer
cotidiano deben entrar en juego todos los niveles de nuestra
existencia: el emotivo, el social, el racional y el espiritual. La
adhesión a los valores no niega la dimensión social del hombre;
antes bien, la presupone y la complementa. A la luz del Evangelio,
las relaciones interpersonales son llevadas a una más plena
realización, porque se insertan en un contexto más amplio y se
orientan a una finalidad nueva. Por eso la dimensión social debe ser
integrable y, consiguientemente, liberada lo más posible de los
elementos que la frenan: grupúsculos, luchas, prejuicios,
dependencias recíprocas, rivalidades... Y esto es válido no sólo
para la vida religiosa, sino también para cualquier otro tipo de
relación interpersonal.
I. Comprender la Comunidad
C/QUE-ES: Si se nos pregunta qué es la comunidad, podemos
dar miles de respuestas: un lagar donde se celebra la liturgia, un
conjunto de personas que comparten el trabajo y la mesa, un club
social de amigables tertulias, un tormento, la muerte del individuo...
Si además se nos pregunta qué es lo que la comunidad nos inspira,
las respuestas son aún más variadas: alegría, agradecimiento,
aguante, oportunidad de crecer, salvación, desesperación,
esperanza, amenaza...
Por debajo de toda esta confusión hay un hecho: estamos juntos,
pero no estamos todos de acuerdo en por qué estamos juntos. Sin
embargo, sólo se puede hacer comunidad si se está de acuerdo
acerca de la naturaleza y la finalidad de la comunidad. Cada uno
debe, por consiguiente, preguntarse: ¿Qué es lo que busco al estar
con los demás? ¿Qué pretendo? ¿Cómo me comporto?
Comunidad de observancia
C-PERSONA/RELACION: Según esta limitada perspectiva, la
norma fundamental por la que todo se rige consiste en que las
necesidades de los individuos se subordinen y adapten a las de la
comunidad. Lo importante es que cada cual desempeñe las
funciones que se le han encomendado «desde arriba» y se
acomode a ellas. La preocupación consiste en garantizar la unidad
aunque sea a costa de sacrificar la diferenciación de las diversas
identidades personales. Consiguientemente, se establecen reglas
«tácitas» tales como: cada cual debe respetar y realizar las
expectativas que los demás tienen sobre él; las divergencias son
inadmisibles y hasta se consideran como desviaciones
escandalosas. Es la comunidad la que dice cómo hay que
interpretar y leer la realidad.
Estas reglas, que serían impugnadas muchas veces si se
pretendieran imponer expresamente, salvan la unidad, pero no
toleran la individualidad. De este modo se crea una
«pseudo-mutualidad»: un fortísimo sentido de pertenencia, una
cohesión grupal aparentemente robusta, una comunidad que
parece perfecta, totalmente estructurada, con una función para
cada uno y con un mismo ideal de fondo aparentemente
compartido. Sin embargo, se observa la ausencia de la identidad
personal, que se considera como una amenaza para el sistema. Lo
cual hace que antes o después llegue la desorientación. Porque la
identidad de grupo no puede suplir a la identidad personal; y si lo
hace, el individuo entrará en crisis: no acostumbrado a usar su
propia cabeza, la primera vez que se vea obligado a hacerlo por
causa de las circunstancias de la vida, dudará de cuanto perciba y
piense.
Y es que ya existían las premisas para ello. En una comunidad en
la que todo está en función de una estructura, la persona que vive
en ella se siente acorralada por una serie de reglas que ella misma
no ha contribuido a desarrollar. Son reglas hechas por «ellos».
«Ellos» conocen cosas que ella no conoce. «Ellos» saben lo que
hay que hacer, se lo dicen y, a continuación, le repiten una y otra
vez que lo que a ella le parece una intuición genial y hasta
experimentada no es más que una estupidez. En este ambiente, la
persona se sentirá débil, pequeña y, por lo tanto, psicológicamente
predispuesta a considerarse inferior con respecto a las personas
dotadas de autoridad, hacia quienes manifestará su deferencia,
pero sólo como actitud externa y no como signo de una
colaboración nacida del corazón.
Comunidad de auto-realización
En este otro modelo, la comunidad es vista desde la perspectiva
de las necesidades, no de las actitudes: se pone un excesivo
acento en el individuo, con menoscabo de la institución. Es lo
contrario del modelo anterior. El grupo existe no para el bien de la
comunidad, sino exclusivamente para el bien y el crecimiento de la
persona. La norma fundamental y orientadora es la siguiente: la
comunidad debe procurar que cada individuo satisfaga todas sus
necesidades. La actividad apostólica debe siempre respetar y
valorar las dotes personales. La comunidad funciona si hace felices
a los que viven en ella. El valor supremo es la diferenciación de las
respectivas identidades de los individuos, el respeto a ultranza de la
individualidad.
La gran ventaja de este modelo es que ha puesto en crisis a la
comunidad de observancia, para favorecer la comunidad de vida:
todo el mundo es tratado de manera personal, según sus propios
ritmos de crecimiento; la persona cuenta mucho más que la
estructura. Pero cuando esta tendencia se hace exclusiva, puede
conducir a la decadencia del sentido de pertenencia a la institución,
la cual sólo podrá ser creíble si se pone a nuestro servicio y ratifica
«nuestras» personales opciones, «nuestras» reglas, «nuestras»>
cosas. Es fácil que, a la larga, el sentido de individualidad degenere
en individualismo: son muchas las personas que se muestran
intocables y susceptibles en cuanto se ven frente a algo que no ha
nacido de su iniciativa. Y también las relaciones serán
individualistas: estamos juntos, pero en el fondo lo que importa es
que tú seas para mí. Los valores no son ya el objetivo de la vida
comunitaria, sino la ocasión o el pretexto para formar grupos
exclusivistas o selectivos, inmunes a infiltraciones externas y
constituidos exclusivamente por «nosotros y los nuestros», mientras
los demás es como si no existieran.
Comunidad para el Reino
En las dos perspectivas citadas la de las actitudes y la de las
necesidades el dilema de fondo es si la comunidad es para la
persona o la persona para la comunidad. Formulada en estos
términos, la cuestión no se resolverá jamás, porque está mal
planteada. El punto de partida correcto, por el contrario, es el
siguiente: la comunidad es para los valores; es un lugar que sirve
para mejor interiorizar los valores del Reino, que son los que
justifican y fundamentan nuestro estar juntos. La comunidad debe
ser lugar de trascendencia. El objetivo de la comunidad no consiste
únicamente en estar juntos, sino en estar juntos para profundizar el
compromiso vocacional y construir el Reino de Dios. La comunidad
es eficaz en la medida en que favorece la autotrascendencia: poner
al hombre frente a los valores libres y objetivos. En una palabra, la
comunidad es lugar de trascendencia, porque estimula a las
personas a amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y
con toda la voluntad y a comprometer en ello su propio yo.
PERSONA/C: Pero «camino de trascendencia» no significa
«negación de la personalidad humana». Para dar, antes es preciso
tener. No se puede dar lo que previamente no se ha obtenido. No
podemos trascendernos si no tenemos un yo que trascender. El
compromiso únicamente nace en quien ya ha conseguido ser
«alguien», con la experiencia de un «yo» conocido. Debemos
formarnos un «yo» antes de ponerlo al servicio de los demás.
Debemos desarrollar nuestra identidad antes de poder perderla
libremente por el Reino. Por eso la comunidad debe favorecer esta
identidad de las personas.
IDENTIDAD/QUE-ES: Y por «identidad» entendemos dos cosas:
la capacidad de mantener unidad y continuidad internas, a pesar de
que el tiempo pase y cambien las circunstancias, y la capacidad de
desarrollar y profundizar la solidaridad con un sistema realista de
valores. Lo contrario de la identidad es la falta de estima personal
(que se manifiesta en la vergüenza), la falta de confianza en sí
mismo (que se manifiesta en la duda) y la falta de compromiso con
un sistema de valores (que se manifiesta en la dispersión de la
función que se desempeña).
Por tanto: continuidad y solidaridad. La comunidad será eficaz en
la medida en que favorezca esta consistencia interna: construirse a
sí mismos para darse libremente a Dios. En una palabra, la
comunidad es matriz de identidad. Y para serlo debe ayudar a las
personas a saber quiénes son y cuáles son los objetivos hacia los
que hay que tender. Una comunidad no es válida por el hecho de
que ayude a las personas a satisfacer sus propias necesidades; ni
siquiera por crear actitudes, es decir, por ayudar a las personas a
ser sociables. La comunidad es válida cuando permite a sus
miembros conocerse realistamente y conocer los valores por los
que merece la pena perderse a sí mismos.
1. La comunidad como realidad conflictiva
C/CONFLICTOS: La definición que acabamos de dar no debe
llevarnos a una atmósfera de cuento de hadas. Aquello de «... y
vivieron felices y dichosos...» es un dicho que no puede aplicarse a
ninguna comunidad. Más aún, en el caso de que el dicho se
cumpliera, habría que andarse con pies de plomo, porque lo más
probable es que hubiéramos hecho una comunidad para nosotros y
no para el Reino. Los cuentos concluyen con ese estribillo; el
Evangelio no. La comunidad religiosa o laica es siempre una
realidad conflictiva: la diversidad de pareceres, los distintos grados
de madurez vocacional y psicológica, las experiencias habidas, la
diferente educación recibida.... todo ello constituye siempre motivo
de conflicto. Lo importante, tanto para el individuo como para el
grupo, no consiste en no tener conflictos, sino en cómo afrontarlos:
es ahí donde se mide el espíritu evangélico. Los problemas no sólo
existen, sino que además son múltiples: permisos, facilidades,
excepciones, casos personales... Sobre estos problemas prácticos
es muchas veces donde se libran las batallas, con las inevitables y
deletéreas tomas de postura.
Por encima de los pequeños problemas, cualquier comunidad es
conflictiva porque su problema de fondo (la unión y la
diferenciación) también lo es. ¿Cómo conciliar efectivamente dos
tipos de exigencias: las de los miembros del grupo, que desean ser
ellos mismos, y las que provienen del grupo en sí, que exige
unidad? En todo grupo se da una dualidad implícita: ¿es mejor
actuar primariamente según las exigencias psicológicas de los
miembros o tender, también primariamente, a alcanzar los objetivos
del grupo? ¿Es mejor hacer realidad las aspiraciones personales o
adaptarse al espíritu del grupo? ¿Ser uno mismo o ser un número
del grupo?
Este problema de fondo tiene diversas ramificaciones:
Problema de la relación ancianos/jóvenes: ¿hasta qué punto
pueden los jóvenes realizar opciones nuevas? Y el hacer opciones
nuevas ¿significa no reconocerse ya como miembro del grupo
originario?
Problema de la convivencia: estar juntos ¿significa hacerlo todo
juntos, razonar todos del mismo modo o reconocer la personalidad
de cada uno? Pero esto último ¿no querrá decir incomunicabilidad
caracterial?
- Problema de las reformas: conservar la relación con las
tradiciones pasadas, sin por ello limitarse a ser la repetición del
pasado. En una palabra: ¿cómo ser personas individuales sin ser
individualistas? ¿Y cómo hacer comunidad sin caer en el
comunitarismo?
Este problema comunitario es parecido al problema que todo
individuo debe afrontar: ¿cómo pasar de una situación de absoluta
dependencia (con respecto a la madre, al mundo exterior...) a una
situación de autonomía e interiorización?
Para resolver este problema deben darse en todo miembro de la
comunidad dos requisitos previos: el sentido de pertenencia a la
comunidad y el sentido de individuación. Si faltan estos requisitos,
al topar con el problema fundamental se corre el riesgo de entrar en
el terreno de la lucha por el poder: se establece un pulso entre
individuo y comunidad... y que venza el más fuerte.
El sentido de pertenencia
El hecho de pertenecer a un determinado grupo le dice a la
persona algo acerca de sí misma. Siempre se llevará consigo esta
pertenencia, aun cuando más tarde se reniegue de ella. La
identidad personal se deriva de lo que la persona es en su interior,
pero también de la institución a la.que ha optado por pertenecer.
Este sentido de pertenencia viene visiblemente representado por el
apellido de cada cual, que evoca la vinculación con una
determinada familia, con su estilo propio, su pasado y su espíritu
característico. Si tuviéramos otro apellido, nuestra identidad sería
en parte diversa.
El sentido de individuación
INDIVIDUALIDAD/IDMO: La comunidad debe fomentarlo. No
basta con sentirse miembro de una comunidad; es preciso sentirse
además como alguien que tiene un nombre propio, es decir, una
persona con una individualidad perfectamente concreta, distinta de
la de los demás miembros del grupo.
Individualidad no significa individualismo; y pertenencia no quiere
decir alienación. Y aquí radica el problema más crítico: ¿hasta qué
punto el hecho de que todos seamos distintos puede seguir
garantizando la unidad comunitaria? Puede existir el peligro de
tener en cuenta únicamente la pertenencia: la persona sólo vale en
cuanto que es miembro de una comunidad; o bien caer en el
extremo opuesto: «yo soy yo; yo soy mío; yo me autogestiono».
Para evitar tanto el individualismo como el comunitarismo
conviene, pues, que la persona posea muy claramente el sentido de
pertenencia y el sentido de individuación, que son los dos
presupuestos para poder afrontar con realismo todos los problemas
de la vida en común. Presupuestos, por cierto, que son internos a la
persona, es decir, que forman parte de su madurez vocacional. Si
no posee el sentido de pertenencia, la persona sólo seguirá sus
propios. deseos narcisistas; por otra parte, si no sabe quién es, se
entregará de lleno a lo colectivo y renunciará a su propio cerebro,
en un engañoso intento de sentirse persona a través de la
pertenencia a un grupo. Además del malestar de la vida
comunitaria, se da muchas veces un malestar referente a la propia
opción vocacional: ¿quién soy yo y qué grado de adhesión he
prestado a Dios? Es aquí donde se clarifica la relación entre
comunidad y madurez vocacional de los individuos.
2. No es la comunidad la que hace avanzar o retroceder
C/MADUREZ: La comunidad debe ser lugar de trascendencia y
matriz de identidad; pero, por otra parte, es conflictiva por
naturaleza. ¿Cuál es, pues, la relación existente entre comunidad y
crecimiento de las personas?
La comunidad puede disponer a la persona para alcanzar la
madurez vocacional, pero jamás puede causar ésta; el grupo puede
favorecer el crecimiento, pero no producirlo: se limita a ofrecer un
ambiente en el que ciertos aprendizajes pueden resultar más
fáciles. Una tesis como ésta es hoy día muy impopular, porque la
mayor parte de los proyectos educativos actuales se basan en el
«estar juntos», en «hacer comunidad», en «estar con la gente», en
«experimentar», en «compartir», en «co-participar»... Todos estos
proyectos educativos ofrecen, a lo sumo, una oportunidad de
aprender los valores (y no siempre las personas aprovechan tal
oportunidad); es decir, resuelven tan sólo la parte más pequeña y
menos importante de la formación. Nadie se hace un verdadero
cristiano por el mero hecho de vivir en grupo.
MADUREZ-VOCACIONAL: Lo que produce la madurez vocacional
es la capacidad intrapsíquica de interiorizar los valores, esto es, la
decisión libre y personal de modelar todos nuestros
comportamientos según los valores y no según las exigencias
sociales, los temores o las recompensas. Y esta capacidad no
depende de la atmósfera del grupo, sino de las aptitudes internas
de la persona. Un hombre puede adquirir un buen crecimiento tanto
en un ambiente adverso como en un ambiente propicio, aunque
emotivamente la situación se viva de manera distinta. El
crecimiento, el bloqueo o la regresión dependen de las aptitudes
internas. La importancia del amor recíproco no puede hacer olvidar
que los hombres somos seres esencialmente solos, separados unos
de otros y responsable cada uno de sí mismo. Es preciso ser
capaces de vivir de manera constructiva aceptando esta realidad.
Por eso es necesario un sentido de identidad personal, saber que
se posee un «yo», sin necesidad de pedir a los demás que
garanticen lo que somos o confirmen lo que debemos ser. Hay que
tener una sana autodeterminación de evitar que las relaciones se
conviertan en una constante petición de garantías y de apoyos.
Esta conclusión es un hecho indiscutible, pues se basa en los
resultados de, al menos, cinco distintas ciencias, que tienen
modelos distintos, planteamientos diversos, pero siempre la misma
conclusión:
1) La psicología evolutiva nos dice que el conocimiento nunca es
fotográfico, sino que se produce a través de los procesos psíquicos
de asimilación de la realidad a los esquemas mentales previos.
2) Ya la filosofía de Santo Tomás decía: «quidquid percipitur, ad
modum recipientis percipitur»: todo se percibe según la capacidad
de percepción del sujeto.
3) La filosofía simbólica nos dice que son el juicio y la emoción los
que determinan el tipo de comportamiento, no el puro y simple
estimulo externo.
4) La sociología nos dice que algunos modelos de
comportamiento no son fácilmente modificables, ni siquiera cuando
el sujeto cambia de ambiente. Podrá adaptar externamente su
comportamiento a las exigencias del nuevo ambiente, adoptando
además una actitud opuesta a la anterior, pero ésta seguirá
estando activa y tendrá siempre un papel protagonista en las
decisiones importantes.
5) La psicología profunda nos dice que el tipo de personalidad
determina el tipo de comportamiento: si una persona está
«atenazada» y a la defensiva, ya puede cambiar cuanto quiera el
ambiente, que ella seguirá siendo interiormente la misma mientras
no esté dispuesta a reconocer y revisar su propio «
atenazamiento».
GRUPO-C/EFICACIA: La variable más importante en todo este
asunto es la estructura de la persona. Si el hombre crece orientado
hacia los valores, es porque él mismo está dispuesto a crecer, a
convertirse, a cambiar. No nos engañemos, pues: no es el grupo el
que hace avanzar o retroceder. La comunidad sólo se construye si
en sus miembros existe la capacidad previa de interiorizar los
valores.
Si la comunidad no causa el crecimiento, sí puede, sin embargo,
favorecerlo, estimularlo. Al menos ofrece una oportunidad de
aprender: puede clarificar los valores, mostrar las actitudes en las
que encarnarlos, hacerlos atrayentes, dar motivos para la acción,
disponer a la responsabilidad...; pero en modo alguno es ella la que
hace responsables. La responsabilidad es un salto cualitativo que
sólo puede provenir del interior de la persona. El «sí» a una vida
según el Reino es siempre un «sí» personal y nunca puede
delegarse.
El grupo puede ofrecer una oportunidad para crecer, pero con la
condición de poseer unos valores libres y objetivos y basarse en la
decidida voluntad de perseguirlos. El mero hecho de formar grupo
es algo irrelevante para el crecimiento vocacional; es menester que
el grupo encarne unos valores si desea ser lugar de aprendizaje
vocacional. El ejemplo típico es el de la comunidad de la Iglesia
primitiva. ¿Cuál era su fuerza? Ciertamente no el simple hecho de
hallarse juntos, conocerse y amarse; también los paganos eran
expertos en este arte. Su fuerza la constituía la claridad y la
aceptación del hecho de que Cristo había muerto y resucitado por
el mundo y, consiguientemente, los cristianos debían ser la imagen
de la gloria del Padre. Si no hubieran tenido estas motivaciones,
habrían hecho de quienes se les unían una pandilla de
conformistas, no un escuadrón de mártires. La fuerza no era la
comunidad, sino los valores presentes en ella. Y lo mismo podemos
decir de nosotros: lo importante no es tanto «estar juntos», «hacer
comunidad», sino saber cómo cada uno de nosotros hace uso del
grupo: para aprender a crecer y a decidir personalmente o para ir
tirando, adaptarse y criticar.
He aquí, pues, la conclusión: lo que hace crecer es la adhesión
personal a los valores; la comunidad no crea en nosotros esta
adhesión; puede, eso sí, avivarla, pero a condición de que sea
portadora de los valores del Reino. Adhesión personal a los valores
significa tener el sentido de individuación y el sentido de
pertenencia. Si éstos no se dan, podremos inventar el tipo que
queramos de comunidad, pero será tiempo perdido. Antes o
después volverán a aflorar las rivalidades, las reivindicaciones y las
luchas por el poder. El modo de vivir los valores se ve favorecido
por el grupo, pero el hecho de vivirlos no depende del grupo, sino
de mi adhesión personal y libre a dichos valores. La interiorización
es socialmente independiente. Muchos problemas se resolverían
aun antes de discutirlos si tuviéramos bien claro el papel de la
comunidad en el crecimiento personal y hubiéramos alcanzado en
nuestro interior la armonía entre el sentido de individualidad y el
sentido de pertenencia. De ahí la necesidad de formar educadores
de las personas antes que animadores de grupo. El educador de la
persona ayuda a cada uno a profundizar su propia identidad
religiosa y humana. Una vez aclarado esto, la comunidad avanza
más velozmente hacia el Reino.
3.. Principios operativos
Veamos ahora los presupuestos para que la comunidad sea un
camino de trascendencia en la consistencia.
1) La comunidad cristiana no es un club social, sino un grupo
normativo.
El club social se justifica en cuanto que favorece unas relaciones
agradables e interesantes, crea una atmósfera de aceptación
recíproca y perdura mientras sirve y agrada a sus miembros. El
grupo normativo, por el contrario, pretende agrupar a las personas
para que se refieran a unos valores y se trasciendan. Allí, el criterio
era la atracción recíproca; aquí, la referencia a los valores. Estos
son los que determinan cómo, cuándo, por qué y durante cuánto
tiempo estar juntos.
Una vez orientados hacia los valores evangélicos, organizamos a
la luz de ellos la vida en común. Sin rechazos defensivos del otro y
sin compensaciones ni apoyos, vivimos de convicciones autónomas.
La orientación hacia los valores nos dificulta el que nos
repleguemos sobre nosotros mismos y nos permite estar por encima
de las rivalidades y de los juegos de alianzas utilitaristas y
defensivas: abiertos a todos, no monopolizamos a nadie.
2) Comunidad oblativa.
Al igual que hemos descartado el modelo de comunidad de
observancia, debemos rechazar también el modelo de comunidad
de auto-realización. No hay que ver la comunidad en términos
narcisistas; no nos agrupamos por nosotros, sino por el Reino. El
objeto de estar juntos no consiste en hacer realidad un amor
romántico, sino en transformar la relación en un amor oblativo y
desinteresado: conducirse mutuamente no orientándose el uno
hacia el otro sin más, sino hacia la alianza con Dios y hacia el
seguimiento de Cristo.
Por eso hay dos presupuestos igualmente erróneos: el de
satisfacer todas las necesidades y exigencias de los miembros y el
de frustrar toda propuesta que provenga de la base. Para favorecer
la eficacia apostólica es preciso, por el contrario, un discernimiento
de dichas necesidades y exigencias, favoreciendo las que estimulen
la trascendencia en la consistencia y frustrando las que no cumplan
este requisito (dando los motivos, eso sí, de dicha frustración). Un
«no» rotundo, por tanto, a la política permisiva y un «sí» a la
política de discernimiento. El superior debería conocer a los que
viven en su casa, para promover un programa adaptado a los
sujetos. No es posible tratar a todos de la misma manera. Las
personas difieren en su capacidad de adaptación y de resistencia,
por lo que una misma experiencia puede obtener resultados
opuestos según los individuos que la hagan. Es preciso respetar la
singularidad de las personas.
3) No hay que confundir el respeto a la personalidad con el culto
a la personalidad.
Las necesidades personales no son el criterio último de acción. El
objeto de la vida no es el de nuestro crecimiento, sino el de
dejarnos condicionar por los valores (los ejemplos de la vida de
Cristo) El centro del universo humano no es el hombre, sino los
valores; son éstos y no las necesidades los que nos dicen quiénes
somos y lo que debemos hacer. Hablando en términos
interpersonales, esto significa que la comunidad sólo tiene sentido
si favorece esta perspectiva, a la vez que implica que, para vivir en
comunidad, nadie puede seguir dando culto a su propio «yo». Antes
de hablar de comunidad debemos preguntarnos si estamos
dispuestos a dejarnos regir por los valores. Esto supone revisión
personal, aceptación de ir adonde emotivamente no querría uno ir,
hacer cosas que tal vez no le agraden a uno y hacerlas no -por
obligación, sino por libre elección
4) No puede tomarse por «carisma» personal lo que no es más
que inconsistencia psicológica o simple exigencia emotiva.
C/MIEMBROS/CONDIS: No todas nuestras exigencias son un
bien real. No todo «carisma» es don del Espíritu. No todo lo que
creemos bueno es verdaderamente bueno para nosotros. No toda
petición supone un derecho. Con demasiada frecuencia ocurre que
hacemos pasar por exigencias espirituales o pastorales
determinados comportamientos o pretensiones que no son más que
simples evasiones o búsquedas del camino más fácil. Hablando en
términos interpersonales, esto significa que la comunidad sólo será
lugar de trascendencia si cada uno de los miembros está dispuesto
a ser claro consigo mismo, a renunciar a considerarse perfecto y a
aceptar que le ayuden a discernir lo que Dios quiere
verdaderamente de él. Y aquí está la cuestión: ¿cuántos de
nosotros estamos dispuestos a que nos ayuden a crecer?
5) Consistencia interna.
Una comunidad en la que los elementos consistentes superen a
los inconsistentes estimulará más fácilmente el crecimiento: las
personas consistentes pueden favorecer la consistencia del grupo;
el que ya ha crecido puede ayudar a crecer a los otros. De hecho,
su relativa armonía interna entre lo que es y lo que desea llegar a
ser constituye un importante factor de influencia, porque proyecta
sobre los demás expectativas maduras; transmite contenidos
vividos, lo cual le otorga autoridad porque resulta creíble, y no sólo
porque resulta simpático o atractivo o porque detenta el poder de
control sobre los demás; puede reducir, al menos en parte, el
proceso de codificación subjetiva de los mensajes por parte de los
demás; dado que se esfuerza en ser transparente, puede controlar
las eventuales manipulaciones ajenas; puesto que transmite valores
interiorizados puede ayudar a quienes viven junto a él a asumir
comportamientos conformes a aquellos valores, de forma que
dichos comportamientos influyan en el modo de sentir y responder
al mundo. Se forma, pues, una cultura interiorizadora. Cuando, por
el contrario, el grupo es internamente inconsistente, difícilmente
será matriz de identidad y lugar de trascendencia, porque lo que se
forma es una cultura inconsistente, basada en mecanismos de
defensa comunitarios que no favorecen el crecimiento.
Sin embargo, no hay relación causal entre el influjo de las
personas consistentes y el resultado comunitario. Estas personas
constituyen tan sólo una oportunidad de aprendizaje, cuya eficacia
dependerá de la situación de quien recibe el influjo: si es
inconsistente, le será más fácil desviar sistemáticamente el influjo
benéfico ajeno, neutralizarlo o recibirlo de modo selectivo.
6) Consistencia externa.
Es la armonía entre los objetivos del grupo y los valores
trascendentes en función de los cuales el grupo existe y actúa; los
objetivos de los grupos no son más que medios para alcanzar un fin
(unión con Dios e imitación de Cristo). El grupo posee consistencia
externa cuando se constituye en rampa de lanzamiento para que
sus miembros empleen los medios de que disponen en orden a
alcanzar los valores evangélicos Una comunidad religiosa no
encuentra su justificación en sí misma (en sus obras, en sus reglas,
en su convivencia...), sino que se justifica si todo ello es un medio
para hacer realidad los valores que la trascienden. La comunidad
no está ordenada a su propia supervivencia: si se exige
responsabilidad y compromiso por parte de sus miembros, no es
con el único fin de que sobreviva y se desarrolle la comunidad.
Dicho compromiso trasciende la existencia de la comunidad, porque
es un compromiso de cara a los valores evangélicos, que van más
allá de los límites y la duración del grupo. El compromiso deberá
incluso sobrevivir a la transformación o la muerte del grupo, porque
se refiere a un valor que es superior al grupo y que se busca en
virtud de su significado intrínseco.
Es el problema de las obras: si nos comprometemos con ellas es
porque las consideramos un medio para hacer realidad el Reino, no
un fin en sí mismas. Si descubriéramos un medio mejor, estamos
dispuestos a aceptarlo: libres con respecto a los medios, pero
íntimamente vinculados a los fines. De lo contrario, se vive para las
obras, que tienen el peligro de convertirse en un valor absoluto, en
un fin en sí mismas, es decir, en un contra-valor.
Y es también el problema de las reformas, cuando algunos de
nosotros creen que hay que cambiar de actividad porque disponen
de un nuevo medio para lograr el mismo fin. Ahora bien, para que
este cambio sea interiorizante, debe motivarse en valores
trascendentes, como puede ser, por ejemplo, que la nueva
actividad sea más apta para la realización del Reino; que, sin tener
más valor en sí, sea, sin embargo, más coherente con los valores
trascendentes, a los que hace más legibles y más reales. En caso
contrario, el cambio deja de ser un medio y se convierte en un fin
en sí mismo, perdiendo así gran parte de su validez. Se hace un
contra-valor: nos sentimos vinculados al nuevo medio y lo tomamos
como condición sine qua non: «o aceptáis nuestra propuesta o no
contéis con nosotros». Cuando la nueva propuesta se mantiene en
su auténtica dimensión de «medio», entonces facilita el
reconocimiento de los signos de los tiempos y aleja el peligro de
endurecimiento de unos y de otros, que constituye el mayor
obstáculo en el camino comunitario.
ALESSANDRO
MANENTI
VIVIR EN COMUNIDAD
Aspectos psicológicos
SAL TERRAE SANTANDER 1984. Págs.
7-29