¿De qué nos libera Jesús? 2
En Jesús, Dios se hace uno de nosotros, miembro de pleno
derecho de la humanidad. Y nuestra humanidad queda
comprometida por la salvación que El anuncia y realiza en su
humanidad. Además, es preciso que nosotros nos adhiramos
libremente a ese compromiso, mediante nuestra fe y nuestro propio
compromiso. Para eso, necesitamos saber de qué nos libera la
salvación.
De la alienación religiosa y del dominio de los ídolos.
En primer lugar, Jesús nos salva «liberándonos de Dios... o más
bien, de las imágenes que nos formamos de Dios» (1). Nos libera
de la «religión» tal como el hombre tiende naturalmente a
concebirla y practicarla. Nos revela el verdadero Dios y las
verdaderas relaciones con El. Al mostrárnosla, nos libera de la
alienación religiosa, la más perniciosa de todas las alienaciones, y
cuyas manifestaciones son bien conocidas: el miedo a Dios, la
angustia, el formalismo, el juridicismo, el regateo, el cálculo, el
fatalismo, la práctica mágica, el clericalismo, etc. Jesús contradice
nuestra propensión a movilizar a Dios en servicio nuestro. Mediante
su enseñanza y en la relación vivida por El con su Padre, cambia
por completo la imagen tan natural de un Dios que «se convertía en
fiador de cierta manera de situarse con respecto a El, situación que
no le permitía al hombre ser libre ni mantenerse en pie delante de
Dios» (1). Si la vida entera de Jesús fue un grito de rebelión contra
la imagen idolátrica de un dios que nos convierte en esclavos, nos
parece que es también, y por el mismo hecho, un intento de acabar
con todos los ídolos del mundo: estigmatiza la alienante dictadura
del tener, del saber y del poder, el culto al dinero, a la riqueza y al
lujo, la pretensión totalitaria de la ciencia, el espíritu de dominación,
el racismo, la explotación del prójimo, la injusticia, el culto servil al
«jefe», etc.
Del mesianismo temporal y del espiritualismo deshumanizado.
Tal es la doble tentación a que nos exponen nuestra situación en
el mundo y la expectativa de nuestras fantasías de salvación no
pasadas por la crítica. Jesús nos invita a criticar tanto la fantasía de
una salvación de tipo activista que colmara nuestras necesidades
temporales, como el escepticismo espiritualista de una salvación
contemplada y esperada en los espacios etéreos de un cielo
puramente transhistórico.
Ya hemos dejado apuntado cómo Jesús nos aparta del
mesianismo temporal. Hagamos notar aquí que se trataba de una
liberación, en el sentido en que un mesianismo así nos inclina
siempre a postrarnos ante Dios como esclavos, en lugar de
mantenernos en pie como hijos.
Mucho antes que Karl Marx denuncia Jesús el opio mesiánico que
consiste en remitirnos pasivamente a Dios, abdicando de las libres
responsabilidades de nuestras luchas y empresas.
Esto no quiere decir que Jesús nos remita a un Reino puramente
espiritual e interior, cuyos elegidos alimenten un escepticismo
despectivo con respecto a las tareas de liberación y promoción
temporales. Sutil tentación ante la que iban a sucumbir ciertos
tesalonicenses ociosos a los que San Pablo no dejará de reprender
severamente (Cf. 2 Ts 3, 10-12); lo mismo les pasó a aquellos
corintios un tanto exaltados y muy dados a cierto fervor carismático,
a quienes la libertad espiritual servía de pretexto para la relajación
moral (Cf. I Co 5, 6). Sabemos que hoy, en nombre de la
escatología, es posible avenirse a las injusticias sociales y evadirse
de la historia. Pues bien, Jesús no nos libera de las cargas que
lleva consigo el «vivir juntos». La historia es seria, y Jesús se
arriesgó en ella. Se alzó contra la disociación entre la relación con
el prójimo y la relación con Dios: este es el sentido del doble y único
mandamiento del amor.
De la raíz interior del mal.
Jesús nos libera de nuestros cautiverios interiores, a los que
acabamos acostumbrándonos hasta el punto de llegar a tomarles
apego. Sabemos que en Jesús, un hombre de nuestra raza fue
perfectamente libre con una libertad radical. Al descubrírnoslos, El
nos libera de esos cautiverios interiores llamados ceguera
espiritual, sordera a la palabra de Dios, repliegue sobre sí mismo,
egoísmo, ilusiones de nuestras fantasías, estrechez de nuestros
espíritus, prejuicios: todo ello son mascarillas a las que acabamos
pareciéndonos de tanto como moldean nuestro rostro.
Jesús hace saltar las cadenas de la lógica del mal y rompe la
«espiral de la violencia», de que habla Helder Cámara. ¿Cómo lo
hace? Por medio del perdón, que no es repulsa ni indiferencia hacia
los conflictos inevitables, sino negativa a entrar en la lógica del
adversario y en el engranaje de la venganza. Su no violencia y su
perdón no son sometimiento al mal, sino fuerza que vence al mal en
su raíz. En Jesús la humanidad ve abrirse un porvenir para todas
las fuerzas de liberación y de bien que están represadas.
¿Y la liberación temporal? Todas las liberaciones de que
acabamos de hablar constituyen el fermento explosivo de las
liberaciones de orden corporal, social, económico y político. Jesús
no enseña ninguna teoría ni propone técnica alguna en estos
campos; les deja en nuestras manos de hombres libres y les
arranca de toda sacralización alienante para nuestras
responsabilidades. Sin dictar soluciones políticas o sociales, Cristo
desmitifica el poder divinizado, proponiendo una concepción
novísima y revolucionaria de la autoridad-servicio. La liberación por
El anunciada -liberación del falso dios y de todos los ídolos...- tiene
que repercutir incluso en el plano de nuestras relaciones con lo que
llamamos «la naturaleza». El fatalismo resignado deja de ser virtud.
El sentido profético de los milagros del Evangelio es que esta
naturaleza no debe ser contemplada ya como un espectáculo tabú;
está desacralizada, desdivinizada y destinada a ser transformada,
sin miedo alguno, en beneficio del hombre y para gloria de Dios. El
hombre que cree en la salvación de Jesucristo, se considera libre
con respecto a los «elementos del mundo», dirá san Pablo.
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1) Ibid., Le salut chrétien comme libération, en «Cahiers Evangile», número
7, p. 16.
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Jesús «comprometió» al hombre
Muy bien, se pensará; pero en lo que se refiere a todas las
liberaciónes y a esta salvación plenamente humana, Jesús no ha
hecho otra cosa que hablar y dar un maravilloso ejemplo... ¿Qué
cambio implica esto para nosotros, que vivimos en estos finales del
siglo XX?
El cambio implicado es algo absolutamente decisivo. Cristo no
nos suple en el marco de una operación de estilo mercantil o
jurídico. La relación que mantenemos con El es de distinto orden.
Para entenderlo, hay que admitir la encarnación con todo su
realismo, y hace falta reflexionar sobre la solidaridad ontológica que
une a todos los hombres entre sí: en Jesús, la humanidad ha
quedado fundamentalmente «comprometida», ha entrado por otro
camino, se le abre otro porvenir.
SOLIDARIDAD: La Biblia no considera a los hombres como
individuos aislados unos de otros, sino como un tejido de personas
unidas entre si para bien o para mal. La moderna antropología
coincide con esta visión bíblica, poniendo de relieve la profunda
solidaridad que une a todos los hombres, solidaridad «ontológica»,
en cierto modo anterior al influjo ejercido en el orden de la
ejemplaridad moral.
La encíclica de Juan Pablo II «El Redentor del hombre» está
compuesta precisamente en torno a una cita del Vaticano II que usa
frecuentemente: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido
en cierto modo con todo hombre (Gaudium et Spes, n.° 22).
Así, pues, todos los hombres, pasados, presentes y por venir,
son solidarios con lo que hizo uno de ellos, Jesús de Nazaret, y
están comprometidos por El. De ahí en adelante, la situación de la
humanidad y del mundo ya no es la que era. En este Jesús, que es
Hijo de Dios y hombre de pleno derecho, la enfermedad, el odio, el
egoísmo y la muerte están vencidos efectivamente y para siempre.
A esta victoria liberadora le resta manifestarse con toda claridad,
fructificando a lo largo de la historia. A nosotros, entrar libremente
por estos caminos abiertos para lo sucesivo. Insistiremos en este
punto.
Acabamos de someter a prueba nuestros sueños y proyectos
humanos de salvación. Para finalizar y resumir estas «reflexiones
críticas», permítasenos citar con alguna extensión a Jean Le Dou:
VE/ALIENACION «El tema de la salvación
anunciada por Jesucristo encontró y encuentra siempre la masa
rebosante con los ensueños humanos, utopías y aspiraciones de
todos. De tal manera que cada uno de nosotros corre el riesgo de
introducir, bajo las palabras del anuncio evangélico, el cúmulo de
sus propias fantasías, y de conservar así sus propios sueños
ilusorios amparándolos con la garantía de la palabra de Jesús. Así,
cuando un grupo de cristianos se reúne y se pregunta sobre este
tema, la discusión que de allí brota deja ver claramente que cada
cual se pinta un cuadro muy completo y muy satisfactorio, para él,
de lo que se le promete en concepto de salvación, en este mundo o
en el otro; entonces, Jesús ya no es más que el que autoriza y
declara válidos todos los sueños de porvenir que cada cual se ha
forjado ya por sí mismo, según sea más o menos sensible a tal o
cual corriente cultural. Es como si el anuncio evangélico de la
salvación dejara de tener contenido propio: la Resurrección de
Jesucristo sería el sello de garantía colocado en la carta de los
grandes deseos humanos.
Pero no puede ser así, pues no todos los deseos humanos son
como para que se los coloque en el mismo plano, ni todas las
utopías son de la misma índole, y muchos sueños no son más que
espejismos. El Evangelio no autoriza a dar rienda suelta a nuestros
sueños; el mensaje de salvación lleva consigo inevitablemente una
crítica de esos mecanismos por los que el hombre se persuade de
que existe un «en otra parte» satisfactorio, cuando el «aquí» se ha
hecho demasiado difícil de vivir; o de que existe un «después»,
cuando el «ahora» resulta insoportable.
Sería vano dar por supuesto que no se debe producir esta
alquimia de promesas divinas y esperanzas del hombre. Si la
esperanza de la salvación afecta al hombre, le afecta en lo que
constituye el humus de sus sueños y aspiraciones. Esto resulta
evidente cuando se ve al pueblo de la Biblia mezclar
inextricablemente sus apetencias políticas y territoriales con las
promesas de que es depositario privilegiado. A la larga, sin
embargo, se abre paso en él una crítica que ya no permite tomar
como promesa del Señor cualquiera de sus ambiciones o ilusiones.
Hacerse creyente hoy, no es simplemente recibir con sumisión el
lenguaje depurado que la lucha de todo un pueblo nos legó al
término de su aventura sagrada. Hoy, hacerse creyente es volver a
andar por propia cuenta aquel mismo camino, es volver a escribir la
Escritura» (51).
VINCENT
AYEL
¿QUÉ SIGNIFICA SALVACION CRISTIANA?
SAL TERRAE Col. ALCANCE, 15
SANTANDER-1980.Págs. 105-111