ESCUELAS CRISTOLÓGICAS
Acerca de la humanidad de Jesucristo se pueden asumir posiciones
teológicas diversas. La tradición fraguó dos, cuya vigencia no ha
perdido nunca actualidad. Ambas se asientan sobre los evangelios y
sobre el dogma cristológico tal como fue definido en el Concilio de
Calcedonia (451). Allí se definió, de forma irreformable y decisiva para
la fe posterior, la real humanidad y la verdadera divinidad de
Jesucristo. En Jesús subsisten, en la unidad de la misma persona
divina del Verbo eterno, dos naturalezas distintas, sin confusión, sin
mutación, sin división y sin separación. Esta formulación, llena de
tensiones, permite dos líneas que se han formulado en la historia de
la teología: una de ellas acentuará en Jesús-Dios-Hombre la divinidad
y la otra la humanidad. La transferencia de los acentos marca
opciones de fondo diferentes, que llegan a constituir verdaderas
escuelas: en el Nuevo Testamento, será el evangelio de Juan el que
ponga de relieve la divinidad de Jesús, en tanto que los sinópticos
destacan su humanidad; en el mundo antiguo la escuela de Alejandría
representaba la primera tendencia y la escuela de Antioquía la
segunda. Ambas corren el riesgo de caer en herejía: el monofisitismo,
que afirma la vigencia de una única naturaleza en Jesús, la divina
(escuela de Alejandría), y el arrianismo que defiende de tal modo la
dualidad de naturalezas que corre el peligro de romper la unidad de la
persona y de hacer primar la naturaleza humana de Jesús, quedando
la divinidad como algo extrínseco y paralelo (escuela de Antioquía) En
el mundo medieval encontramos la escuela tomista que estudia a
Jesús preferentemente a partir de la divinidad y la escuela franciscana
que lo hace a partir de la humanidad.
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Por formación espiritual y opción fundamental, nos orientamos por
la escuela franciscana, de tradición sinóptica, antioquena y escotista.
En la humanidad total y completa de Jesús es donde encontramos a
Dios. La reflexión sobre la muerte y la cruz nos brinda la oportunidad
de pensar radicalmente acerca de la humanidad de Jesús.
Tal vez algunos cristianos, habituados a la imagen tradicional de
Jesús, fuertemente marcada por su divinidad, puedan tener
dificultades con la imagen que aquí dibujamos con los rasgos de
nuestra propia humanidad. Y sin embargo es preciso abrirse a la
verdadera humanidad de Jesús. En la medida en que aceptemos
nuestra propia humanidad con toda la abisal dramaticidad que puede
caracterizar a nuestra existencia, en esa misma medida abriremos un
camino para una aceptaci6n profunda de la humanidad de Jesús. Y
no es menos verdadero el proceso inverso: en la medida en que
acojamos a Jesús tal como nos lo pintan los evangelios,
particularmente los sinópticos, con su vida cargada de conflictos y con
su vía dolorosa, en la proporción en que tomemos absolutamente en
serio la encarnación en cuanto vaciamiento, sí, en cuanto alienación
de Dios, en esa misma proporción nos aceptaremos a nosotros
mismos con toda nuestra fragilidad y miseria, sin vergüenza ni
humillación.
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La imagen ordinaria que tenemos de Dios es deudora a la
experiencia religiosa pagana y a la del Antiguo Testamento. La
reflexión sobre la humanidad de Jesús (que es la de Dios) nos
desvela el rostro legítimamente cristiano de Dios, rostro inconfundible
e inintercambiable. Sin duda que se trata siempre del mismo misterio
experimentado por paganos y cristianos. Pero en Jesucristo, él ha
revelado su propio rostro, un rostro insospechado, el del humilde justo
sufriente, torturado, ensangrentado, coronado de espinas y muerto
tras un misterioso grito de aflicción lanzado al cielo, pero no contra el
cielo. Un Dios así es alguien extraordinariamente cercano al drama
humano, pero también es alguien extraño. Es de una extrañeza
fascinante, similar a la de los abismos de nuestra misma profundidad.
Ante él podemos quedar aterrados como Lutero, pero también
podemos sentirnos tocados por una infinita ternura como San
Francisco, que meditaba la Pasión con com-pasión.
(·BOFF-LEONARDO-1._ALCANCE 18. Págs. 12-15)