Fue hombre; no se disfrazó de hombre
Pienso que éste es un fragmento evangélico «muy para
nuestros días». Y entiendo mal cómo se habla tan poco de él en
los púlpitos. ¿Tal vez porque, si a los no creyentes les resulta
difícil o imposible aceptar que Cristo sea Dios, a los creyentes les
resulta... molesto reconocer que Cristo fuera plenamente
hombre?
Si, eso debe de ser. Hay muchos cristianos que piensan que
hacen un servicio a Cristo pensando que fue «mas» Dios que
hombre, que se «vistió» de hombre. pero no lo fue del todo. Cristo
-parecen pensar- habría bajado al mundo como los obispos y los
ministros que bajan un día a la mina y se fotografían -¡tan
guapos!- a la salida, con traje y casco de mineros. Obispos y
ministros saben que esa fotografía no les "hace» mineros; que
luego volverán a sus palacios y despachos. ¿Y de qué nos hubiera
servido a los hombres un Dios «disfrazado» de hombre.
«camuflado» de hombre, fotografiado -por unas horas- de
hombre?
Cuesta a muchos aceptar la «total» humanidad de Cristo. Si un
predicador se atreve a pintarle cansado, sucio, polvoriento o
comiendo sardinas, ilustres damas hablan «del mal gusto» cuando
no ven herejía en el predicador. Pero no pensaban lo mismo los
evangelistas autores de las genealogías. Y no piensa lo mismo la
iglesia, tan celosa en defender la divinidad de Cristo como su
humanidad. Nada ha cuidado con tanto celo la Esposa como la
verdad de la carne del Esposo, se ha escrito con justicia.
Menos en el pecado -que no es parte sustancial de la
naturaleza humana- se hizo en todo a semejanza nuestra
(/Flp/02/07) dirá san Pablo. Una de las más antiguas fórmulas
cristianas de fe -el Símbolo de Epifanio- escribirá: Bajó y se
encarnó, es decir, fue perfectamente engendrado; se hizo hombre,
es decir, tomó al hombre perfecto, alma, cuerpo e inteligencia y
todo cuanto el hombre es, excepto el pecado. El símbolo del
concilio de Toledo, en el año 400, recordará que el cuerpo de
Cristo no era un cuerpo imaginario, sino sólido y verdadero. Y tuvo
hambre y sed, sintió el dolor y lloró y sufrió todas las demás
calamidades del cuerpo. No por ser el nacimiento maravilloso -dirá
poco después el papa san León Magno- fue en su naturaleza
distinto de nosotros. Seis siglos más tarde se obligará a los
valdenses -con la amenaza de excomunión, de no hacerlo- a firmar
que Cristo fue nacido de la Virgen María con carne verdadera por
su nacimiento; comió y bebió, durmió y, cansado del camino,
descansó, padeció con verdadero sufrimiento de su carne, murió
con muerte verdadera de su cuerpo v resucitó con verdadera
resurrección de su carne. El concilio de Lyon recordará que Cristo
no fue «hijo adoptivo» de la humanidad, sino Dios verdadero y
hombre verdadero, propio y perfecto en una y otra naturaleza, no
adoptivo ni fantástico. Y el concilio de Florencia recordará el
anatema contra quienes afirman que Cristo nada tomó de la Virgen
María, sino que asumió un cuerpo celeste y pasó por el seno de la
Virgen, como el agua fluye y corre por un acueducto.
Fue literalmente nuestro hermano, entró en esta pobre
humanidad que nosotros formamos, porque en verdad el Cristo de
nuestra tierra es tierra. Dios también, pero tierra también como
nosotros.
Ahora entiendo por qué se me llenan de lágrimas los ojos
cuando pienso que si alguien hiciera un inmenso, inmenso,
inmenso árbol genealógico de la humanidad entera, en una de
esas verdaderas ramas estaría el nombre de Cristo, nuestro Dios.
Y en otras, muy distantes pero parte del mismo árbol, estarían
nuestros sucios y honradísimos nombres.
Hijo del pueblo judío
Una segunda realidad encierran estas genealogías: que Jesús
no sólo fue hijo y miembro de la raza humana, sino que lo fue muy
precisamente a través del pueblo judío. Esto hay que recordarlo
sin rodeos, precisamente porque a veces lo ocultan ciertas raíces
de antisemitismo: como acaba de recordar un reciente documento
vaticano Jesús es hebreo y lo es para siempre. Fue judío, quiso
ser judío, jamás abdicó de su condición de miembro de un pueblo
concreto al que amaba apasionadamente y a cuya evangelización
quiso reducir toda su tarea personal.
Tal vez en la historia hemos subrayado más de lo justo su
oposición a «los judíos» extendiendo la fórmula del evangelista
Juan a todo su pueblo. Es sin embargo un hecho que
contrariamente a una exégesis demasiado fácil, pero muy
extendida -como escribe el padre Dupuy- Jesús no nos aleja de la
tradición del judaísmo. Todo su pensamiento brota de la tradición
judía y aun cuando vino a superar -y en mucho- la Ley y los
profetas, nunca quiso abolirlos. Los evangelios le muestran
siempre respetuoso como un judío observante y fiel, con la torá.
Sólo cuando las interpretaciones estrechas de esa ley se
contraponen a su mensaje de amor mucho más universal, señala
el se os ha dicho, pero yo os digo. En todo caso es evidente que
Jesús jamás abdicó de su pueblo ni de su sangre, la misma sangre
que recibió de su madre judía. Esa que, como un río de
esperanzas, subrayan los evangelistas en sus genealogías.
J.
L. MARTIN DESCALZO
VIDA-MISTERIO/1.Págs. 68-70