JESÚS, LIBERADOR DE LA LEY
La muerte de Cristo nos liberó de la maldición inherente al
incumplimiento de la ley.
En la carta a los Gálatas, Pablo se enfrenta a un grupo de
cristianos que quiere conservar la tradición judía junto con la
novedad del cristianismo. Desea seguir observando la ley mosaica
que, en su opinión, nos hace justos ante Dios. Pablo, que ha sido
fariseo y sabe por experiencia qué significa vivir bajo la ley,
desencadena una rigurosa batalla teológica contra la contaminación
legalista del cristianismo. El que hace depender su salvación de la
observancia de la ley, está perdido. Nunca llega a cumplirla de
forma que pueda sentirse seguro. Siempre está en deuda; por eso
cae bajo la losa del pecado y la maldición (3,23; 4,3; 3,22; 2,17;
3,10).
Dios nos liberó de esa maldición haciendo que Jesús naciera bajo
la condición del pecado y la maldición (Gál 4,4; 3,13). El mismo se
hizo maldición para que nosotros fuésemos bendición. No nos
salvan nuestras obras, que se quedan siempre por debajo de las
exigencias de la ley. Lo que nos salva es la fe en Jesucristo, que
asumió nuestra situación y nos liberó (Gál 5,1). El hombre puede
tener seguridad en Dios, no en sus propias obras. Pero esto no
significa que la fe nos dispense de las obras. Las obras siguen a la
fe: son consecuencia de ella y de la entrega confiada al Dios que
nos aceptó y liberó en Jesucristo. Por eso recalca Pablo que somos
justificados por la fe en Jesucristo sin las obras de la ley (2,16).
Esta fe en Dios por Jesucristo nos libera realmente para un
verdadero trabajo en el mundo. No necesitamos acumular obras de
piedad con el fin de salvarnos. Las obras no son suficientes. Si
estamos salvados por la fe, podemos dedicar nuestras fuerzas a
amar a los otros, a construir un mundo más fraterno, con la fuerza
de la fe y la salvación que se nos ha regalado. Por eso dice Pablo
que la libertad para que hemos sido liberados (5,1) no debe
llevarnos a la anarquía, sino a servir a los demás (5,13) y a realizar
buenas obras de fraternidad, de alegría, de misericordia (5,6).
Con su muerte, Cristo nos libró de la preocupación neurótica de
acumular obras piadosas para salvar el alma, lo cual nos ataba las
manos y nos hacía farisaicamente piadosos. Ahora, libres,
podemos usar nuestras manos para el servicio del amor. Esto
constituye una dimensión nueva del cristianismo; libera para la
construcción del mundo y no para una piedad meramente cultual y
centrada exclusivamente en la salvación del alma. La piedad, la
oración y la religión son manifestaciones del amor de Dios ya
recibido y de la salvación ya comunicada. Tienen una estructura de
acción de gracias y de libertad frente a las preocupaciones.
(Pág. 382 s.)
LEONARDO
BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981