PASIÓN DE CRISTO, PASIÓN DEL MUNDO
Hechos, interpretaciones y significados, ayer y hoy
por LEONARDO BOFF
1. CZ/PASION/MACION J/PASION/CZ/MACION
J/MU/CAUSAS:
Pocos temas de la teología han sido tan manipulados y
corrompidos en su interpretación como éste de la cruz y de la
muerte de Jesucristo. En especial las clases adineradas y
detentadoras del poder, han empleado el símbolo de la cruz y el
hecho de la muerte redentora de Cristo para justificar la necesidad
del sufrimiento y de la muerte en el horizonte de la vida humana.
Se dice, piadosa y resignadamente, que cada uno debe cargar con
su cruz día a día, que lo importante es hacerlo con paciencia y
sumisión; todavía más: que por la cruz llegamos a la luz y
reparamos a la infinita majestad de Dios ofendida por los pecados
personales y por los del mundo.
Este tipo de discurso es extremadamente ambiguo y se presta a
una fácil manipulación. No arranca ciertamente de la muerte
histórica de Jesús, que no fue ninguna fatalidad ni fue vivida en la
resignación. Aquella muerte fue provocada, inducida desde fuera y
ejecutada con violencia. Fue el resultado de una praxis de Jesús
que afectaba a los fundamentos mismos de la sociedad y de la
religión judaica; éstas no habían conseguido asimilar a Jesús y
acabaron por expulsarlo de sí por la vía de la liquidación física. Tal
fue el precio que hubo de pagar por la libertad que se había
tomado, la consecuencia del combate sostenido en contra del
fariseísmo, el privilegio, el legalismo, el endurecimiento del corazón
ante Dios y ante el hermano. El sufrió y murió luchando contra las
causas objetivas que generaban y todavía generan el sufrimiento y
la muerte
La apelación a la muerte y a la cruz puede ocultar la iniquidad de
las prácticas de aquellos que precisamente están provocando la
cruz y la muerte de los demás. Esa apelación no es más que una
vulgar ideología que propicia que el sufrimiento y la muerte
prosigan su obra avasalladora en términos de explotación,
relaciones injustas entre personas y clases, privilegios y
dominación. La cruz de Cristo no puede ser interpretada de tal
manera que deje abierto el camino a semejante
instrumentalización. La gloria de Dios no consiste en que el
hombre sufra, sea expoliado y crucificado día a día, sino en que
viva y sea feliz. Nuestro Dios no tiene el rostro de los dioses
paganos que envidiaban la felicidad de los hombres. Es un Dios
que nos impele a vivir de tal modo que se haga cada vez más
remota la posibilidad de repetición del drama de la crucifixión de
Cristo y de los demás hombres a lo largo de la historia. La muerte
de Cristo fue un crimen y no la necesidad de la voluntad de un
Dios ávido de reparación de su honra ultrajada, preocupado de la
estética de las relaciones entre El y la humanidad. Como decía con
razón un teólogo mexicano: «Cristo murió para que se sepa que no
todo está permitido» (P. Miranda, «El ser y el Mesías», Salamanca,
1973, 9). La muerte de Cristo significa la condena de las prácticas
opresoras y la denuncia de los mecanismos que segregan el
sufrimiento y la muerte. No puede jamás servir para su
consagración y legitimación. La cruz no evoca un dolorismo
malsano, sino que convoca a la lucha contra el dolor y contra las
causas productoras de cruz. Se hace imprescindible, en la piedad
y en la teología, la recuperación de la densidad histórica de la cruz
de Jesucristo en contra de su transformación en puro símbolo de
resignación y de expiación, con las mistificaciones a que se ve
sometido todo símbolo.
EP/META:La esperanza cristiana no apunta a la cruz sino al
crucificado porque ahora es el Viviente y el Resucitado. Y es el
Viviente y el Resucitado porque Dios ha mostrado que ser
crucificado en razón de la identificación con los oprimidos y los
pobres de este mundo tiene un sentido último tan ligado a la vida
que no puede ser devorado por la muerte. La resurrección sólo
conserva su significado cristiano y escatológico cuando se
mantiene en estrecha conexión con la crucifixión. La resurrección
es el sentido último de la insurrección en pro del derecho y de la
justicia. Al margen de esto, la resurrección corre el riesgo de ser
mistificada, como lo ha sido la cruz, en cuanto símbolo de un
mundo totalmente reconciliado en el futuro sin pasar por la
conversión de los mecanismos causantes de la iniquidad presente.
Como veremos a lo largo de nuestro ensayo, la existencia cristiana
sólo conservará su identidad de tal en la medida en que se
mantenga en la dialéctica pascual de crucifixión y resurrección
como exigencia de seguimiento a Jesucristo. Únicamente entonces
saltará claramente a nuestra vista la oferta de sentido que se
desprende del camino doloroso de Jesucristo: MU-OBLATIVA: la
muerte impuesta puede ser acogida como forma de amor de
oblación que se dona una vez más a los hombres, a todos los
hombres, incluidos los verdugos. Una muerte semejante no es
fatalidad sino fruto de una libertad. Como dice acertadamente
·HANS-Küng: «al hombre le cabe la decisión. Puede rehusar ese
sentido oculto por obstinación, cinismo o desesperación. Puede
aceptarlo, con la confianza creyente en aquel que confirió sentido
al absurdo padecimiento y a la muerte de Jesús. De ese modo
están de mas la revuelta, la protesta y la frustración. Y la
desesperación tiene un fin» («Ser cristiano», Madrid, 1976, Rio,
377).
(Págs. 20-23)
........................................................................
LA MUERTE VIOLENTA DE JESÚS EN LA CRUZ
COMO CONSECUENCIA DE UNA PRAXIS Y DE UN MENSAJE
MU/PROCESO-ACTO: En su aspecto «ontológico» la muerte
humana forma parte de la vida. No es más que el último instante de
la vida. La muerte constituye una estructura peculiar de la vida
porque la vida humana es estructuralmente mortal. Desde que
empezamos a vivir empezamos también a morir y vamos muriendo
lentamente en la medida en que vivimos, hasta acabar de morir.
Por eso sólo podremos hablar adecuadamente de la muerte si
hablamos de la vida mortal en sí misma. En este sentido
ontológico, es evidente el hecho de que no podemos circunscribir
la muerte al último momento de la vida mortal sino que se trata mas
bien de un proceso de acabamiento que se va gestando dentro de
la misma vida hasta alcanzar su perfección en el ultimo instante de
esa vida. El sentido que se da a la vida es el sentido que se da a la
muerte; y el sentido que se da a la muerte es el sentido que se le
da a la vida.
En su aspecto «histórico», cuando nos referimos a la muerte de
Jesús, ese acabamiento no llegó a su fin mediante un desarrollo
natural con el agotamiento de la energía vital; su acabamiento fue
algo introducido violentamente por fuerzas históricas. Su muerte
fue causada por una voluntad que interrumpió los mecanismos
naturales. Y esa voluntad causante de la muerte se presentó como
una reacción violenta a una acción de Jesús. Lo importante
consiste, por lo tanto, no en la reacción sino en la acción de Jesús
que provocó una acción contraria, la acción de la liquidación física
de la persona agente En otras palabras: la muerte de Jesús sólo
es inteligible a partir de su praxis histórica, de su mensaje, de las
exigencias que planteó y de los conflictos que suscitó.
En este sentido consideraremos:
1) El proyecto histórico de Jesús.
a) La infraestructura de su tiempo: los retos.
b) El proyecto histórico (mensaje): la respuesta.
c) La nueva praxis de Jesús, liberadora de la vida oprimida.
d) el fundamento del proyecto histórico y de la praxis
liberadora: la experiencia del Dios-Padre.
2) La muerte violenta de Jesús.
a) Etapas de un camino.
b) El proceso y la condena de Jesús.
c) La crucifixión de Jesús.
1. El proyecto histórico de Jesús
Antes de que abordemos el proyecto histórico de Jesús,
debemos recuperar la densidad histórica de este judío, Jesús de
Nazaret. Estamos familiarizados con un Jesucristo Hijo eterno de
Dios, Señor del universo, Salvador del mundo, primogénito de toda
la creación y primer resucitado de entre muchos hermanos. Estos
títulos de exaltación velan los orígenes humildes, la trayectoria
histórica del verdadero Jesús que anduvo entre el pueblo
recorriendo las aldeas de la Galilea y que murió miserablemente
fuera de la ciudad de Jerusalén.
El hombre de fe, lector común de los evangelios, tiende a
considerar al Jesús Dios y Salvador como una realidad primaria,
evidente en sí misma, dada y conocida por los apóstoles desde los
comienzos. La acción de Jesús se presenta, entonces,
transparente y absolutamente coherente porque sabía y preveía
todo ya de antemano ¿No era él el Hijo eterno de Dios? Su palabra
fluía pronta y candente de su boca pues era la Palabra eterna que
se comunicaba. Así todo parece fácil, la palabra y la acción de
Jesús. En nada tenía que optar o decidir. Todo estaba ya prefijado
en los planes eternos del Padre. Jesús no fue sino su fiel ejecutor.
Esta visión de Jesús es dogmática, no histórica. Es la
perspectiva de los seguidores, no la de los iniciadores; la de los
discípulos de los apóstoles, no la de los apóstoles.
Los apóstoles habían conocido al Jesús de Nazaret profeta, al
que habían asociado sus vidas y sus destinos. Lentamente y sólo
a partir de la resurrección, les empezó a quedar claro quién era
Jesús y qué misterio se ocultaba bajo la fragilidad de aquel profeta
del pueblo. Hasta llegar a decir que era el Cristo-Mesias, el
Salvador del mundo, el Hijo de Dios y el primogénito de toda la
creación, hubieron de recorrer un largo y oneroso camino de
oración y de reflexión.
El Jesús de su experiencia prolongada no es un Jesús arquitecto
del Reino de Dios que sabe a priori todo el plano y que, como un
ingeniero que tiene presente todo el cuadro en sus detalles más
mínimos, lo ejecuta al pie de la letra. Su Jesús es un Jesús que
busca, que ora, que se ve confrontado por variadas opciones, que
es tentado y puesto a prueba, que se siente impelido a tomar
decisiones, que se retira al desierto para descubrir cuál es la
voluntad de Dios, que elabora progresivamente su proyecto global
y pasa después a las opciones concretas. Y todo ello no sin
peligros, tanteos, preparaciones, crecimiento y explicación
progresiva. No sin razón dice San Lucas: «Jesús crecía en edad y
en gracia ante Dios y ante los hombres» (/Lc/02/52; cfr. /Lc/02/40).
No dice únicamente «ante los hombres», como si hubiese ido
revelando poco a poco a los hombres lo que ya sabia desde
siempre por estar en Dios, sino que dice también «ante Dios«. Iba
conociendo paulatina y progresivamente el designio de Dios y lo
asumía totalmente.
Jesús era un verdadero «homo viator» como cualquiera de
nosotros, menos en aquello que nos enemista con Dios, el pecado.
Participó de la condición de cualquier judío de su época y en
especial de la de los galileos que tenían mala fama porque vivían
mezclados con los paganos.
Creemos en el misterio de la encarnación de Dios en Jesús de
Nazaret. Pero esa encarnación no debe ser vaciada de contenido
pues no se hizo a expensas de la verdadera humanidad de Jesús.
Dios se reveló no a pesar de ella, sino precisamente en ella. El
proyecto divino que se da en Jesús no destruye, sino que potencia
el proyecto humano de Jesús. Ambos se interpenetran en estrecha
unión mas sin confusión y sin absorción del uno por el otro. La
encarnación no es algo meramente pasivo sino profundamente
activo; Dios iba asumiendo la vida de Jesús desde su concepción
en la medida en que aquella vida se iba desarrollando e iba
asumiendo sus opciones decisivas. A su vez Jesús era llevado a
abrirse y se abría cada vez más a Dios. Dentro de este marco de
comprensión hemos de situar el proyecto histórico de Jesús.
Proyecto quiere decir opción fundamental, la decisión de fondo
que marca la orientación de la vida, de las ideas (teoría) y de las
practicas, la visión global orientada hacia el futuro. Todo proyecto,
como sugiere su mismo sentido etimológico, posee esencialmente
una dimensión de futuro (lanzado: yecto; hacia adelante: pro).
¿Cómo se imaginaba Jesús el futuro del mundo? ¿Cómo actuó
para concretarlo? ¿Cuáles fueron las reacciones de los diversos
estratos sociales alcanzados por su predicación y su actividad?
¿Cómo asimiló Jesús el conflicto que le provocaron los
detentadores del poder y los productores de ideología?
a) La infraestrustura de su tiempo: los retos
J/SITUACION-HISTORICA
La situación sociopolítica del tiempo de Jesús presenta paralelos
sorprendentes con la situación de la que procede nuestra teología
de la liberación en la América Latina. Será conveniente poner de
relieve algunos elementos:
aa) Un régimen generalizado de dependencia
Desde siglos Palestina vivía en una situación de opresión. A
partir del 587 a. C. había dependido de los grandes imperios
circunvecinos: Babilonia (hasta el 538), Persia (hasta el 331), la
Macedonia de Alejandro (hasta el 323) y de los sucesores de éste
(de los Ptolomeos de Egipto hasta el 197 y de los Seleucidas de
Siria hasta el 166). Finalmente, cae bajo el influjo del imperialismo
romano (a partir del 64 a. C.) No es mas que un pequeño cantón
de la provincia romana de Siria y, en tiempos del nacimiento de
Jesús, estaba siendo gobernada por un rey pagano, Herodes,
apoyado en el patrocinio de Roma. Esa dependencia de un centro
situado en el exterior se reflejaba, en el interior, por la presencia
de las fuerzas de ocupación y por todo un enjambre de
recaudadores de impuestos imperiales. En Roma se vendía esa
función (detentada por la clase de los caballeros) a un grupo de
judíos que a su vez, ya en la patria, la subarrendaban a otros,
manteniendo una red de funcionarios ambulantes. El sistema de
extorsiones y de cobros por encima de las tasas fijadas, era cosa
común. Existía además el partido de los saduceos que hacían el
juego a los romanos a fin de mantener sus elevados capitales
especialmente relacionados con el templo, así como los grandes
inmuebles que poseían en Jerusalén.
La dependencia política implicaba una dependencia cultural.
Herodes, educado en Roma, realizó obras faraónicas, palacios,
piscinas, teatros y fortalezas. La presencia de la cultura romana
pagana hacia más odiosa y envilecedora la opresión, dada la
índole religiosa de los judíos.
bb) La opresión socioeconómica
La economía se basaba en la agricultura y en la actividad
pesquera. La sociedad de Galilea, escenario de la actividad
principal de Jesús, estaba constituida por pequeños agricultores o
por sociedades de pescadores. Generalmente había trabajo para
todos, pero el bienestar no era grande. Se desconocí el sistema de
ahorro de modo que una carestía o una enfermedad mayor
provocaban éxodos rurales en demanda de trabajo en las
pequeñas villas. El peonaje se apiñaba en las plazas (Mt 20,1-15)
o se ponía al servicio de un gran propietario hasta saldar las
deudas. La ley mosaica que concedía al primogénito el doble que
a los demás, promovía indirectamente el incremento del número de
los asalariados, quienes, al no encontrar empleo, se convertían en
verdaderos proletarios, mendigos, vagabundos y ladrones.
Existía también la clase de los ricos propietarios de tierras que
explotaban a sus colonos a base de hipotecas y expropiaciones
por deudas impagadas. El sistema tributario era pesado y
minucioso; había impuestos para casi todo: por cada miembro de
la familia, por la tierra, el ganado, las plantas productoras de fruto,
el agua, la carne, la sal y, sobre todo, los caminos. Herodes, con
sus construcciones monumentales, empobreció al pueblo e incluso
a los mismos latifundistas. J/PROFESION: La profesión familiar de
Jesús era la de 'teknon' que tanto podía significar carpintero como
reparador de tejados. En ocasiones el teknon podía trabajar como
cantero en la construccion de casas. Es probable que San José
haya trabajado en la reconstrucción de la ciudad de Séforis, tras
los montes de Nazaret, totalmente destruida por los romanos
cuando fue retomada a los guerrilleros zelotas en el año 7 a. C.
La presencia de fuerzas extranjeras y paganas suponía para el
pueblo judío una verdadera tentación religiosa. Dios era
considerado y adorado como el único Señor de la tierra y del
pueblo. Había hecho a Israel promesas de posesión perpetua.
Pero la opresión exasperaba la fantasía religiosa de muchos. Casi
todos aguardaban un final inminente con una intervención
espectacular de Dios. Se vivía en una efervescencia apocalíptica,
participada en parte por el mismo Jesús, como nos lo atestiguan
los evangelios (Mc 13 par). Diversos movimientos de liberación, y
en particular los zelotas, intentaban preparar y aun provocar por
medio de la violencia y de las guerrillas, la irrupción salvífica de
Dios que implicaba la liquidación de todos los enemigos y la
sujeción de todos los pueblos al señorío absoluto de Yahve.
cc) Opresión religiosa J/OPRESION-RELIGIOSA
LEY/ESCLAVITUD-RLSA
La verdadera opresión, sin embargo, no consistía en la
presencia del poder extranjero, sino en la interpretación legalista
de la religión y de la voluntad de Dios. El cumplimiento de la ley se
había convertido en el judaísmo postexilico en la misma esencia
del judaísmo. La ley, que hubiera debido ayudar al hombre en la
búsqueda de su camino hacia Dios, había degenerado, a causa de
interpretaciones sofisticadas y de tradiciones absurdas, hasta
convertirse en una tremenda esclavitud impuesta en nombre de
Dios (/Mt/23/04; /Lc/11/46). Jesús mismo exclama: «Me asombra
cómo podéis anular el mandamiento de Dios para mantener en pie
vuestra tradición» (Mc 7,9). La observancia escrupulosa de la ley,
en el afán por asegurar la salvación había hecho que el pueblo se
olvidase de Dios, autor de la ley y de la salvación. Especialmente
la secta de los fariseos observaba todo al pie de la letra y
atormentaba al pueblo con la misma escrupulosidad. Decían:
«Maldito el populacho que no conoce la ley» (Jn 7,49). Aunque
perfectisimos en el aspecto legal, estaban llenos de una maldad
fundamental, desenmascarada por Jesús: «no les preocupan la
justicia, la misericordia y la fidelidad» (Mt 23,23). La ley, en vez de
ser una ayuda a la liberación, se transformaba en una jaula
dorada; en vez de ayudar al hombre a encontrar al otro y a Dios, lo
cerraba a ambos, distinguiendo entre quien era amado por Dios y
quién no; entre quién era puro y quién no; quién era el prójimo a
quien debo amar y quién el enemigo al que puedo odiar. El fariseo
poseía un concepto tétrico de Dios, que ya no hablaba a los
hombres sino que les había dejado una ley para que se
orientasen.
b) El proyecto histórico de Jesús:
la respuesta
aa) Presencia de un sentido absoluto
que pone en entredicho el presente
La reacción que Jesús presentó ante esta situación es, en cierto
modo, sorprendente. Jesús no se presenta como un revolucionario
empeñado en modificar las relaciones de fuerza imperantes como
lo pudo hacer un Bar Kochba; ni aparece como un predicador
interesado únicamente en la conversión de las conciencias como
un Juan el Bautista. El anuncia un sentido último, estructural y
global que va más allá de todo lo factible y determinable por el
hombre. Anuncia un fin último que pone en entredicho los
intereses inmediatos sociales, políticos y religiosos. Siempre
conservó esta perspectiva universal y cósmica en todo lo que
decía y hacía. No satisfacía inmediatamente las expectativas
concretas y limitadas de los oyentes. Los convocaba a una
dimensión absolutamente transcendente que supera este mundo
en su facticidad histórica que es el lugar del juego de los poderes,
de los intereses, de la lucha por la supervivencia de los más
fuertes.
RD/PROYECTO-DE-J:RD/QUÉ-ES: No anuncia un sentido
particular, político, económico, religioso, sino un sentido absoluto
que todo lo abarca y todo lo supera. La palabra clave que vehicula
este sentido radical, contestador del presente, es Reino de Dios.
Esta expresión echa sus raíces en el fondo más utópico del
hombre. Es ahí donde Cristo contacta y armoniza los dinamismos
de la esperanza absoluta adormecidos o pisoteados por las
estructuraciones históricas; una esperanza de total liberación de
todos los elementos que alienan al hombre de su verdadera
identidad. Por eso su primera palabra de anuncio formula ese
elemento utópico, prometido ahora como risueña realidad: «El
plazo de la espera ha concluido. El Reino de Dios se ha
aproximado. ¡Cambiad de vida! ¡Creed en esta noticia venturosa!»
(/Mc/01/15).
Toda la creación será liberada en todas sus dimensiones, no
solo el pequeño mundo de los judíos. Esto no supone únicamente
un anuncio profético y utópico; profetas judíos y paganos de todos
los tiempos habían proclamado el advenimiento de un mundo
nuevo que supusiese la total reconciliación. A este nivel Jesús no
es original. Lo nuevo que aporta Jesús es la anticipación de ese
futuro ya ahora, convirtiendo lo utópico en tópico. No dice
simplemente: «Vendrá el Reino», sino «el Reino se ha acercado»
(Mc 1,15; /Mt/03/17) y «ya está entre vosotros» (/Lc/17/21). Con
su presencia, el Reino se hace ya presencia: «Si yo expulso
demonios con el dedo de Dios, sin duda es que el Reino de Dios
ya ha llegado hasta vosotros» (Lc 11,20). Con él apareció el más
fuerte que vence al fuerte (Mc 3,27).
bb) La tentación de Jesús:
regionalizar el Reino
RD/PRESENTE-FUTURO J/TENTACIONES: Reino de Dios
significa la totalidad del sentido del mundo en Dios. La tentación
consiste en regionalizarlo y en privatizarlo a una dimensión
intrahumana. La liberación sólo es verdadera liberación si posee
un carácter universal y globalizante y traduce el sentido absoluto
buscado por el hombre. Por eso la regionalización del
Reino-liberación, en términos de una ideología del bienestar
ordinario o de una religión, significa la perversión del sentido
originario del Reino intentado por Jesús.
Los evangelios nos refieren cómo Jesús se vio confrontado con
una tentación semejante (/Mt/04/01-11; /Lc/04/01-13) y cómo ésta
le acompañó durante toda la vida (Lc 22,28). La tentación
consistía, exactamente, en reducir la idea universal del Reino a
una provincia de este mundo: el Reino concretizado en la forma de
la dominación política (tentación sobre el monte desde el que se
podían vislumbrar todos los reinos del mundo); en la forma del
poder religioso (tentación del pináculo del templo); en la forma del
imperio de lo milagroso social y político que satisface las
necesidades fundamentales del hombre como puede ser el hambre
(tentación de transformar las piedras en pan en el desierto). Estas
tres tentaciones de poder, correspondían precisamente a los tres
modelos de Reino y de Mesías en boga entre las expectativas de
la época (Mesías rey, profeta y sacerdote). Todas ellas tienen que
ver con el poder. J/LIBERADOR-PODER: Cristo será tentado
durante toda su actividad para que use el poder divino de que
dispone a fin de imponer, por el poder y con un toque de magia, la
transformación radical de este mundo. Pero eso implicaría la
manipulación de la voluntad del ser humano y la dispensación de
las responsabilidades humanas. El hombre sería mero espectador
y beneficiario, pero no participante. No haría la historia. Sería
liberado de forma paternalista; la liberación no sería el resultado
de una conquista. Jesús rechaza terminantemente la instauración
de un Reino del poder. El es el Siervo de toda criatura humana, no
su dominador. Por eso encarna el Amor y no el Poder de Dios en
el mundo; o mejor, hace visible el poder propio del Amor de Dios
consistente en la instauración de un orden que no viola la libertad
humana ni exime al hombre de tener que asumir las riendas de su
propio proyecto. Esa es la razón por la que la forma con la que el
Reino empieza a inaugurarse en la historia es la de la conversión.
Por ella el hombre, a la vez que acoge la novedad de la esperanza
en este mundo, colabora en su construcción a través de las
mediaciones políticas, sociales, religiosas y personales.
PODER-DIABOLICO: En todas sus actitudes, ya sea en las
disputas morales con los fariseos, ya en la tentación de poder
encarnada en los mismos apóstoles (Lc 9,46-48; Mt 20,20-28),
Jesús se niega siempre a dictar normas particularizadas y a
plantear soluciones o alimentar esperanzas que regionalicen el
Reino. Con ello se distancia críticamente de esa estructura que
constituye el pilar sustentador de nuestro mundo: el poder como
dominación. La negación de Jesús al recurso del poder hizo que
las masas se apartasen de él decepcionadas; sólo viendo su poder
hubieran creído: «que baje de la cruz y creeremos en él» (Mt
27,42). El poder en cuanto categoría religiosa y liberadora es
totalmente desdivinizado por Jesús. El poder como dominación es
algo esencialmente diabólico y contrario al misterio de Dios (Mt
4,1-11; Lc 4,1-13).
La insistencia en preservar el carácter de universalidad y de
totalidad del Reino no llevó, por eso, a Jesús a no hacer nada, o a
esperar el estallido fulgurante del nuevo orden. Ese fin absoluto es
mediado en gestos concretos, anticipado por comportamientos
sorprendentes y viabilizado con actitudes que significan ya la
presencia del fin en medio de la vida. La liberación de Jesucristo
asume así un doble aspecto: por un lado, anuncia una liberación
total de toda la historia y no únicamente de algunos segmentos de
ella; por otro, anticipa la totalidad, en un proceso liberador que se
concreta en liberaciones parciales, siempre abiertas a la totalidad
Por una parte, proclama la esperanza total al nivel del futuro
utópico; por otra, la hace viable en el presente.
Si predicase la utopía de un final bueno para el hombre, sin su
anticipación dentro de la historia, alimentaría fantasías y suscitaría
elucubraciones inocuas privadas de la más mínima credibilidad; si
introdujese liberaciones parciales sin perspectiva de totalidad y de
futuro, frustraría las esperanzas despertadas y caería en un
inmediatismo sin consistencia. En su actuación, Jesús mantiene
esta difícil tensión dialéctica: por una parte, el Reino ya está en
medio de nosotros, ya está fermentando en el viejo orden; por
otra, todavía es futuro y objeto de esperanza y de construcción
conjunta del hombre y de Dios.
c) La nueva praxis de Jesús,
liberadora de la vida oprimida
El Reino de Dios que significa la liberación escatológica del
mundo se instaura ya dentro de la historia, adquiriendo forma
concreta en las modificaciones de la vida. Destacaremos algunos
de los pasos concretos por los que se anticipó el nuevo mundo y
que significan el proceso redentor y liberador de Jesucristo.
aa) La relativización de la
autosuficiencia humana
J/PERSONALIDAD J/LIBERADOR: En el mundo con el que se
encontró Jesús existían maneras de absolutización que
esclavizaban al hombre: la absolutización de la religión, la de la
tradición y la de la ley.
A-DEO/A-H SV/A-H/CULTO CULTO/A-H/SV: La religión ya no
era la forma en la que el hombre expresaba su apertura a Dios,
sino que se había substantivado en un mundo en sí, de ritos y
sacrificios. Jesús se religa a la tradición profética (Mc 7,6-8) y
afirma que más importante que el culto es el amor, la justicia y la
misericordia. Los criterios de salvación no pasan por el ámbito del
culto, sino por el del amor al prójimo. Mas importante que el
sábado y la tradición es el hombre (Mc 2,23-26). El hombre vale
más que todas las cosas (Mt 6,26), es más decisivo que el servicio
al culto (Lc 10,30-37) o que el sacrificio (Mt 5,23-24; Mc 12,33); ha
de anteponerlo al hecho de ser piadoso y observante de las
sagradas prescripciones de la ley y de la tradición (Mt 23,23).
Siempre que Jesús habla de amor a Dios, habla simultáneamente
de amor al prójimo (Mc 12,31 -33; Mt 22,36-39 par). En el amor al
prójimo y no en el amor a Dios tomado por separado, es donde se
decide la salvación (/Mt/25/31-46). Cuando alguien le pregunta
qué hay que hacer para alcanzar la salvación, responde citando
los mandamientos de la segunda tabla, todos ellos referentes al
prójimo (Mc 10,17-22). Con ello deja muy claro que de Dios no
podemos hablar en abstracto y prescindiendo de sus hijos y del
amor a los hombres. Existe una unidad entre el amor al prójimo y el
amor a Dios traducida magníficamente por San Juan: «Si alguien
dice que ama a Dios pero odia a su hermano, miente, pues quien
no ama a su hermano a quien ve no es posible que ame a Dios a
quien no ve» (/1Jn/04/19-20). Con ello Jesús desabsolutiza las
formas cúlticas, legales y religiosas que acaparan para sí los
caminos de la salvación. La salvación pasa por el prójimo; todo se
decide en él. La religión no está ahí para substituir al prójimo, sino
para orientar permanentemente al hombre hacia el verdadero
amor al otro, en el que se esconde, como de incógnito, Dios mismo
(/Mc/06/20-21; /Mt/25/40).
La relativizacion de Jesús puso en cuestión hasta el poder
sagrado de los césares a los que negó el carácter divino (Mt
22,21) y su pretendida condición de última instancia: «ningún
poder tendrías sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto»,
responde a Pilato (Jn 19,11).
bb) Creación de una nueva
solidaridad
La redención no se encarna únicamente en una relativización de
las leyes y de las formas cúlticas, sino en un nuevo tipo de
solidaridad entre los hombres. El mundo social de tiempos de
Jesús era algo extremadamente estructurado: existían
discriminaciones sociales entre puros e impuros, entre prójimos y
no prójimos, entre judíos y paganos, entre hombres y mujeres,
entre teólogos observantes de las leyes y el pueblo sencillo
aterrorizado en su conciencia oprimida por no poder seguir
viviendo según las interpretaciones legales de los doctores;
fariseos que se distanciaban orgullosamente de los débiles,
enfermos, marginados y difamados como pecadores. Jesús se
solidariza con todos esos oprimidos. Toma siempre el partido de
los cebiles y de los que son criticados conforme a los cánones
establecidos: la prostituta, el hereje samaritano, el publicano, el
centurión romano, el ciego de nacimiento, el paralítico, la mujer
jorobada, la mujer pagana sirofenicia, los apóstoles cuando son
criticados porque no ayunan como los discípulos de Juan. La
actitud de Jesús es la de acoger a todos y hacerles experimentar
que no están lejos de la salvación, sino que Dios ama a todos,
hasta a los ingratos y malvados (Lc 6,35) porque «no son los
sanos los que necesitan de médico sino los enfermos» (Mc 2,17) y
su tarea propia consiste «en buscar lo que estaba perdido y
salvarlo» (Lc 19,10). Jesús no teme las consecuencias de esta
solidaridad: es difamado, injuriado, considerado amigo de hombres
de mal vivir, acusado de subversivo, de hereje, de poseso, de loco,
etc. Pero a través de un amor tal, y en esas mediaciones, es
donde se siente lo que significa el Reino de Dios y la liberación de
los esquemas opresores que discriminan a los hombres.
PROJIMO/QUIEN-ES:El prójimo no es el hombre de la misma fe, ni
el de la misma raza, ni el de la misma familia: es cada hombre
desde el momento en que me aproximo a él independientemente
de su ideología o de su confesión religiosa (cfr. /Lc/10/30-37).
cc) Respeto a la libertad del otro
Al leer los evangelios y el modo como predicaba Jesús, se
percibe inmediatamente que su lenguaje nunca se sitúa en una
instancia transcedente y autoritaria; su modo de hablar es simple,
lleno de parábolas y ejemplos tomados de los sucesos de la
época. Se mezcla con la masa; sabe oír y preguntar. Da la
oportunidad para que cada cual profiera su palabra esencial.
Pregunta al que interroga qué es lo que dice la ley; pregunta a los
discípulos acerca de lo que los hombres dicen de él; inquiere del
hombre que está a orillas del camino qué quiere que le haga. Deja
hablar a la samaritana. Escucha las preguntas de los fariseos. No
enseña sistemáticamente como un maestro de escuela. Responde
preguntas y hace preguntas, dejando la oportunidad de que el
hombre se autodefina y disponga de libertad para tomar posición
sobre asuntos decisivos para su destino. Cuando lo interrogan
acerca del impuesto o del poder político del César, no hace una
exposición teórica. Pide que le traigan una moneda. Pregunta:
¿qué moneda es esa? Siempre le deja al otro la palabra.
Únicamente el joven rico dejó de pronunciar su palabra y tal vez
sea ésa la razón por la que no conocemos su nombre. Porque no
se definió.
No deja que le sirvan: él mismo sirve a la mesa (Lc 22,27). Y no
se trata de una mistificación de la humildad de la que han sido
maestros a lo largo de la historia eclesiástica los papas y los
obispos llamándose siervos cuando en muchas ocasiones eso no
era más que la forma refinada de encubrir un poder antievangélico
y opresor sobre las conciencias. La insistencia de Jesús sobre el
poder como servicio y en que el último es el primero (Mc 10,42-44;
9,35; Mt 28,8-12) pretende hacer frente a la relación señor-esclavo
o a la estructura de poder entendida en términos de pura sumisión
ciega y de privilegios. Lo que Jesús predica no es la jerarquía
(poder sacro) sino la hierodulia (servicio sacro). No es un poder
que se basta autocráticamente a sí mismo, sino un servicio al bien
de todos como función para bien de la comunidad: eso es lo que
quiere Jesús. Una instancia, aun eclesiástica, que se autoafirme
independientemente de la comunidad de los fieles no es una
instancia que pueda reclamar para sí la autoridad de Jesús. Jesús
mismo ejercita esa actitud: su argumentación no es nunca fanática,
exigiendo sumisión pasiva a lo que dice; intenta siempre persuadir,
argumentar y apelar al sentido común y a la razón. Lo que afirma
no es autoritario sino persuasivo. Siempre le deja al otro su
libertad. Sus discípulos no son educados en el fanatismo de su
doctrina sino en el respeto incluso de sus enemigos y de los que
se les oponen. Nunca emplea la violencia para que sus ideales
salgan victoriosos. Apela y habla a las conciencias.
En su grupo de íntimos (los doce) hay desde un colaborador con
las fuerzas de ocupación y un recaudador de impuestos (Mc
2,15-17) hasta un guerrillero nacionalista zelota (Mc 3,18-19);
éstos coexisten y forman comunidad con Jesús a pesar de las
tensiones que se notan entre los entusiastas y los escépticos del
grupo.
dd) La capacidad inagotable
para soportar los conflictos
Vamos mostrando en concreto de qué manera redime y libera
Cristo a lo largo de un proceso histórico. Se dirige a todos sin
discriminar a nadie: «si alguien viene a mí yo no lo echaré fuera»,
resume paradigmáticamente San Juan como su actitud
fundamental. Y en primer lugar, dirige su evangelización a los
pobres. Para Jesús, los pobres no son únicamente los necesitados
económicamente. Tal como observa J. Jeremías: «Los pobres son
los oprimidos en un sentido muy amplio: los que sufren opresión
sin poderse defender, los desesperados, los que no tienen
salvación... todos los que padecen necesidades, los hambrientos,
los sedientos, los desnudos, los forasteros, los enfermos, los
encarcelados, los sobrecargados por el peso de la vida, los
últimos, los simples, los perdidos y los pecadores». A todos ellos
intenta auxiliar y defender en su derecho. Esto ocurre en particular
con los enfermos, leprosos y posesos, considerados pecadores
públicos y por ello difamados. Asume la defensa de sus derechos y
muestra cómo la enfermedad no tiene por qué provenir de un
pecado personal o del de los antepasados y que no tiene por qué
convertirlos en impuros. Se presenta con frecuencia en los
ambientes de sus opositores fijados en un conservadurismo
legalista e interesados en posiciones de honor como los fariseos
(Mc 2,13-3,6). Se deja invitar a sus cenas (Lc 7,36ss.; 11,37ss),
pero no comparte sus mentalidades. En el curso del banquete es
capaz de decirles: «Sois unos desgraciados porque ya habéis
recibido vuestro consuelo» (Lc 6,24). Se deja convidar también por
los difamados publicanos y, como muestra la historia de Zaqueo,
su presencia en medio de ellos provoca transformaciones en su
comportamiento.
Todo cuanto en nuestro corazón o en la sociedad pueda alzarse
contra el derecho de otro es condenado por Cristo: el odio y la
rabia (Mt 5,21-22), la envidia (Mt S,27-28), la calumnia, la agresión
y el asesinato. Aboga en pro de la bondad y de la mansedumbre y
critica la falta de respeto a la dignidad del otro (Mt 7,1-15; Lc 6,
37-41). Jesús sigue su camino no a una orgullosa distancia del
conflicto humano, sino tomando partido siempre que se trate de
defender al otro en su derecho, independientemente de si es
hereje, pagano, extranjero, de mala fama, mujer, niño, pecador
público, enfermo y marginado. Se comunica con todos y llama a la
renuncia a la violencia como instrumento de consecución de
objetivos. El mecanismo del poder consiste en desear más poder y
en someter a los demás a sus ideales. De el proviene el miedo, la
venganza y la voluntad de dominio que rompen la comunión entre
los hombres. El orden humano se crea como imposición con un
elevado costo social. Todo cuanto puede causar un
cuestionamiento, una inseguridad, una mutación del orden, sea en
la sociedad civil o en la religiosa, es sometido a una rigurosa
vigilancia. Cuando el peligro para el orden establecido se vuelve
real, entran en acción mecanismos primitivos de difamación, de
odio, de represión y de eliminación. Hay que dejar al orden limpio
de enemigos de su seguridad. Reacciones semejantes no pueden
apelar para autojustificarse a las actitudes de Jesús que eran
generadoras de un proceso de reflexión y mutación y de franca
comunicaci6n entre los grupos.
En correspondencia a esa llamada a la renuncia del poder, se
sitúa la que convoca al perdón y a la misericordia. Esto supone
una fina percepción de la realidad del mundo: siempre habrá
estructuras de poder y de venganza, pero ello no deberá provocar
al desánimo ni a la asunción de esa misma estructura. Se impone
la necesidad del perdón, de la misericordia, de la capacidad de
soportar y convivir con los excesos de poder. En consecuencia
Jesús manda amar al enemigo. Amar al enemigo no es amarlo
románticamente como si se tratase de un amigo más. Amarlo como
enemigo supone detectarlo como enemigo y amarlo como Jesús
amaba a sus enemigos: no eludía la comunicación con ellos sino
que cuestionaba las actitudes que los esclavizaban y los
convertían en tales enemigos. La renuncia al esquema del odio no
equivale a la renuncia a la oposición. Jesús se oponía, disputaba,
argumentaba, pero no lo hacía dentro del mecanismo del empleo
de la violencia sino desde un profundo compromiso con la
persona. Renunciar a la oposición sería renunciar al bien del
prójimo y a oponerse a sus 'derechos' de echar leña al fuego de la
dominación.
ee) Aceptación del aspecto
mortal de la vida
En la vida de Jesús aparece la vida con todas sus
contradicciones. El no es un individuo quejumbroso que se queje
del mal existente en el mundo: ¡Dios podría haber hecho un mundo
mejor! Hay un exceso de pecado y de maldad entre los hombres y
¿qué hace Dios? Nada de esto encontramos en Jesús. El asumió
la vida tal como se le ofrecía. No esquivó el sacrificio que implica
toda vida verdaderamente comprometida: el quedar aislado, el ser
perseguido, malentendido, difamado, etc. Acoge todas las
limitaciones; todo cuanto hay de auténticamente humano aparece
en él: la ira, la alegría, la bondad, la tristeza, la tentación, la
pobreza, el hambre, la sed, la compasión y la nostalgia. Vive la
vida como una donación y no como autoconservación: «yo estoy
entre vosotros como quien sirve» (/Mc/10/42-45). No admite
tergiversaciones en su actitud fundamental de ser siempre un
ser-para-los-demás. Ahora bien, vivir la vida como donación, es
vivirla como sacrificio y como entrega en favor de los demás.
Si la muerte no es únicamente el momento último de la vida, sino
la estructura misma de la vida mortal en su proceso de desgaste,
en la medida en que aquélla se va vaciando lentamente y
muriendo desde el instante mismo en que es concebida; si la
muerte, como vaciamiento progresivo, no es sólo fatalidad
biológica, sino la oportunidad de que la persona pueda acoger en
su libertad la finitud y la mortalidad de la vida, abriéndose de ese
modo a algo mayor que la muerte; si morir es crear un espacio
para algo más grande, un vaciarse a fin de poder recibir una
plenitud que nos viene de Aquel que es mayor que la vida,
entonces podemos decir que la vida de Cristo fue, desde su primer
momento, un abrazar la muerte con toda la valentía y la virilidad
posibles. El se vació totalmente de sí para poder llenarse de los
demás y de Dios. Asumió la vida mortal y también la muerte que se
iba fraguando dentro de su compromiso de profeta ambulante y de
Mesías liberador de los hombres. Este es el contexto en el que
debemos reflexionar acerca de la muerte de Cristo y de su
significado redentor.
Estamos habituados a entender la muerte de Cristo tal como nos
la refieren los relatos de la pasión. En ellos aparece claramente
que su muerte se debió a nuestros pecados, que cumplía las
profecías del Antiguo Testamento y que realizaba parte de la
misión divina confiada a Jesús por el Padre y que, por
consiguiente, era necesaria dentro del plan salvífico. Estas
interpretaciones revelan la verdad transcendente de la entrega
total de Jesús, pero pueden inducirnos a una falsa comprensión
del verdadero carácter histórico del destino fatal de Jesucristo.
En realidad estas interpretaciones contenidas en los evangelios
constituyen el resultado final de todo un proceso de reflexión de la
comunidad primitiva acerca del escándalo del Viernes Santo. La
muerte ignominiosa de Jesús en la cruz (cfr Gal 3,13) que en
aquella época significaba la señal evidente del abandono de Dios y
de la falsedad del profeta (véase a este respecto: Mt 27,39-44; Mc
15,29-32; Lc 23,35-37), supuso para ellos un enorme problema. A
la luz de la resurrección y de la relectura y meditación de las
Escrituras del Antiguo Testamento (cfr Lc 24,13-35) comenzaron a
comprender lo que antes parecía un absurdo.
Ese trabajo interpretativo y teológico que detectaba un sentido
secreto en los datos infamantes de la pasión, fue recogido en los
relatos del proceso, pasión, muerte y resurrección de Jesús. Los
evangelistas no trabajaron como historiadores neutros sino como
teólogos interesados en destacar el sentido transcendente,
universal y definitivo de la muerte de Cristo. Este tipo de
interpretación, por muy válido que sea, propende, si el lector no
está sobre aviso, a crear una imagen de la pasión que la convierte
en un drama suprahistórico en el que los actores, Jesús, los judíos,
Judas, Pilato, aparecen como marionetas al servicio de un plan
previamente trazado que los exime de responsabilidad. La muerte
no aparece en su aspecto dramático y oneroso para Jesús;
también él ejecuta un plan necesario. Y sin embargo la necesidad
de ese plan no queda aclarada; la muerte se desliga del resto de
la vida de Cristo y comienza a poseer un significado salvífico
propio. Con ello se pierde gran parte de la dimensión histórica de
la muerte de Jesús, consecuencia de su comportamiento y de sus
actitudes soberanas y resultado de un proceso judicial. Con razón
dice un destacado teólogo católico, Ch Duquoc: "En realidad, la
pasión de Jesús no es separable de su vida terrena, de su
palabra. Su vida, lo mismo que la resurrección, da sentido a su
muerte. Jesús no murió una muerte cualquiera; fue condenado y
no a causa de un malentendido sino por su actitud real, cotidiana,
histórica. La relectura que dé inmediatamente un salto desde la
particularidad de esta vida y esta muerte al conflicto «metafísico»
entre el amor y el odio, entre la incredulidad y el Hijo de Dios,
olvida la multiplicidad de las mediaciones necesarias para su
comprensión. Ese olvido de la historia tiene consecuencias
religiosas. Pongamos un ejemplo: la meditación de la pasión de
Jesús no ha estado siempre libre de un dolorismo sospechoso. En
lugar de invitar a colaborar en el rechazo efectivo del mal y de la
muerte, produjo muchas veces una fijación malsana, la
resignación. De este modo el sufrimiento y la muerte quedaban
glorificados por sí mismos».
El sentido perenne y válido descubierto por los evangelistas
debe, por tanto, ser rescatado partiendo del contexto histórico (y
no sólo teológico) de la muerte de Cristo. Únicamente así dejará
de ser ahistórico y en el fondo vacío y recobrará dimensiones
verdaderamente válidas para el hoy de nuestra fe.
La muerte de Cristo fue, en primer término, humana. En otras
palabras, se sitúa dentro del contexto de una vida y de un conflicto
cuyo resultado fue la muerte; una muerte no impuesta desde fuera
por un decreto divino, sino infligida por hombres muy concretos.
Por eso esta muerte puede ser acompañada y contada
históricamente.
J/MU/CAUSAS: Jesús murió por los mismos motivos por los que
muere todo profeta en todos los tiempos: porque puso los valores
que predicaba por encima de la misma conservación de la vida;
prefirió morir libremente a renunciar a la verdad, a la justicia, al
derecho, al ideal de la fraternidad universal, a la verdad de la
filiación divina y de la bondad sin límites de Dios Padre. A este
nivel Cristo forma parte del ejército de miles de testigos que
predicaron el cambio de este mundo para mejor, la creación de
una convivencia más fraterna entre los hombres y una mayor
apertura al Absoluto. Su muerte supone una protesta contra los
sistemas cerrados e instalados y una permanente acusación
contra la cerrazón del mundo en sí mismo; es decir, contra el
pecado.
Esta muerte de Cristo se fue preparando a lo largo de toda su
vida. Las reflexiones que hemos hecho más arriba nos indican que
él supuso una crisis radical del judaísmo de su tiempo. Se presenta
como un profeta que no anuncia la tradición, sino una nueva
doctrina (Mc 1,27); que no predica apenas la observancia de la ley
y de sus interpretaciones, sino que se comporta como soberano
frente a todo eso: si promueve el amor y el encuentro de los
hombres entre sí y con Dios, asume la ley; si obstaculiza el camino
hacia el otro o hacia Dios, pasa por encima de ella o sencillamente
procede a su abolición. Para el profeta de Nazaret la voluntad de
Dios no se encuentra únicamente en el lugar clásico de la
Escritura. La vida misma es un lugar de manifestación de la
voluntad salvífica acerca del hombre. Un sentido de liberación de
la conciencia oprimida trasluce de todas sus actitudes y palabras.
El pueblo lo percibe y se entusiasma. Las autoridades tiemblan:
supone un peligro para el sistema de seguridad establecido.
Podría arrebatar a las masas en contra de las fuerzas romanas de
ocupación. La autoridad con la que habla, la soberanía con la que
asume esa autoridad y las actitudes elevadas que manifiesta,
provocarán un drama de conciencia entre los mentores de la
dogmática oficial. El hombre de Galilea se ha distanciado en
exceso de la ortodoxia oficial, no justifica por medio de ningún
recurso conocido su doctrina, su comportamiento y las exigencias
que plantea.
No debemos suponer que los judíos, los fariseos y los mentores
del orden social y religioso de entonces fuesen personas de mala
voluntad, malintencionados, vengativos, perseguidores malévolos.
En realidad eran fieles observantes de la ley y de la religión
transmitida piadosamente por generaciones en las que había
habido mártires y confesores. Las preguntas que dirigen a Jesús,
la tentativa de encuadrarlo en los cánones de la moral y de la
dogmática establecida, nacían del drama de conciencia que les
había creado la figura y la actuaci6n de Jesús. Pretenden
reconducirlo a los cuadros definidos por la ley. Y al no conseguirlo
lo aíslan, lo difaman, lo procesan, lo condenan y finalmente lo
crucifican.
La muerte de Cristo fue el resultado de un conflicto bien
circunstanciado y definido legalmente. No fue fruto de «una
maquinación sádica», ni de un malentendido jurídico. Jesús les
parecía realmente un falso profeta y un perturbador del estatus
religioso que, llegado el caso, podría también llegar a perturbar el
estatus político. La cerrazón, el enclaustramiento dentro del propio
sistema de valores convertido en intocable e incuestionable, la
incapacidad de abrirse y de aprender, la estrechez de horizontes,
el fanatismo del propio planteamiento vital y religioso, el
tradicionalismo, la autoseguridad basada en la tradición y ortodoxia
propias, mezquindades que aún hoy caracterizan en muchos casos
a los defensores de un orden establecido, ya se trate de clérigos o
de políticos, imbuidos por lo general de la mejor de las voluntades
pero carentes de sentido crítico y privados de sentido histórico,
todas esas superficialidades que ni siquiera llegan a constituir
crímenes graves, fueron las que motivaron la liquidación de Jesús.
d) Fundamento del proyecto histórico de Jesús y
de la praxis liberadora: la experiencia de
Dios-Padre
Lo que acabamos de escribir tal vez le pueda parecer a alguno
excesivamente antropológico: el hombre de Galilea liberó por
medio de su vida y de su muerte, como lo hicieron otros muchos
antes y después de él. De hecho, en este nivel de nuestra
reflexión, Cristo se sitúa en la galería de los justos y profetas que
sufrieron la injusticia y fueron asesinados. Como veremos a
continuación, sólo la resurrección sitúa a Jesús por encima de
todas las analogías y hace descubrir dimensiones nuevas en la
trivialidad de su muerte de profeta-mártir.
J/FUERZA-MORAL: Sin embargo, cabe preguntarse: ¿de qué
fuerza y de qué energía se alimentaba su vida liberadora? Los
evangelios lo dejan muy claro: su proyecto liberador nacía de una
profunda experiencia de Dios vivido como el sentido absoluto de
toda la historia (Reino de Dios) y como Padre de infinita bondad y
amor hacia todos los hombres y en particular hacia los ingratos y
malvados, los descarriados y perdidos. La experiencia de Jesús ya
no es la del Dios de la ley que distingue entre buenos y malos,
entre justos e injustos, sino la del Dios bueno que ama y perdona,
que corre tras la oveja descarriada, que espera ansioso por el hijo
pródigo y que se alegra más de la conversión de un pecador que
de la salvación de noventa y nueve justos.
La nueva praxis de Jesús esbozada arriba, radica, en su último
fundamento, en esta nueva experiencia de Dios. El que se sabe
totalmente amado por Dios ama, como Dios ama, indistintamente a
todos, hasta a los enemigos. Quien se sabe aceptado y perdonado
por Dios, acepta y perdona también a los otros. Jesús encarnaba
el amor y el perdón del Padre pues él mismo era bueno y
misericordioso con todos, especialmente con los reprobados
religiosamente y con los difamados socialmente. En Jesús eso no
era humanitarismo, sino concreción del amor del Padre dentro de
la vida. Si Dios obra así con todos, ¿por qué no debería hacerlo
también el Hijo de Dios?
(Págs.33-42 /47-64)