INTERPRETACIONES DE LA MUERTE DE CRISTO EN LAS
PRIMERAS COMUNIDADES CRISTIANAS
por LEONARDO BOFF
J/MU/INTERPRETACION
La muerte de Cristo acabó con la comunidad que se había
congregado en torno a él. No sólo frustró las esperanzas sino que
también destruyó la primera fe que habían tenido los discípulos.
Testigos de esto son Mc 15,50 (fuga de los discípulos), Lc 24,21
(los caminantes de Emaús refieren la decepción experimentada por
el fracaso de la salvación que esperaban de Jesús) y Jn 20,19
(miedo de los discípulos ante los judíos). Después de la prisión y
muerte de Cristo no se quedaron en Jerusalén. No disponían de
medios de vida para ello y además temían ser apresados.
Históricamente las apariciones se dieron por vez primera en
Galilea. Esto supone que los apóstoles ya se encontraban allí de
vuelta a sus quehaceres.
Para que diesen una interpretación a la muerte de Jesús fue
preciso que ocurriese una experiencia especial: la resurrección.
Por ella se dieron cuenta de que aquel que, por la muerte, parecía
haber sido abandonado por Dios, realmente no lo había sido. La
resurrección muestra que Dios estaba con él. Por eso la
resurrección fue entendida inmediatamente como la elevación del
Justo a la derecha de Dios y la entronización en el Reino y en la
gloria. Dios lo había justificado y había dado la razón a él y a su
mensaje.
La resurrección les hizo constituir de nuevo la comunidad y
superar el foso excavado por su muerte. Recuperaron la fe en el
Señor. La Iglesia nacía así de la fe y en la fe en la resurrección.
La cuestión que se planteaba entonces era la siguiente: ¿Cómo
combinar la paradoja de la muerte-maldición de Jesús (cfr. Deut
21,23) con la resurrección-gloria como hechos que tienen un
mismo origen en Dios? ¿Cómo unir al Dios que abandonó a Jesús
en la cruz con el Dios que reveló que estaba a su lado por la
resurrección?
Para dar una respuesta a estas preguntas hubo que hacer
teología y fue preciso mucho tiempo de reflexión. Veamos los
pasos que van desde la Iglesia judeo-cristiana hasta su
explicitación plena en la teología paulina.
El Mesías crucificado
En otros círculos de cristianos de la Iglesia primitiva se comenzó
en época muy temprana a reflexionar sobre el significado de la
muerte de Cristo y esto especialmente desde una perspectiva
apologética interior y exterior a la propia fe, como respuesta a las
objeciones de los judíos. Al interior de la fe constituía un reto
teológico de grandes dimensiones para la comunidad, situar a
Jesús dentro de la historia de la salvación y de las esperanzas de
la única Escritura que poseían, el Antiguo Testamento. Se había
estado esperando un Mesías glorioso y triunfante. El hombre
clavado en la cruz no era la imagen de Mesías que propiamente
esperaban tanto el pueblo como los apóstoles. ¿No se habría
perdido al final aquel que había intentado librar a los otros de la
perdición? La cruz era un argumento contra la mesianidad de
Jesús. Los textos de Is 53 sobre el Siervo sufriente todavía no
habían sido interpretados en función de Cristo, porque no había
una exégesis tradicional en esa dirección. El Siervo podría ser un
símbolo de la totalidad de Israel en el exilio de las naciones, pero
jamás sería esa la figura del Mesías.
Esta dificultad interna se agravaba al exterior: los judíos
argumentaban aduciendo Deut 21,23 sobre la maldición del que
era alzado en cruz, a fin de fulminar las pretensiones cristianas
sobre la mesianidad de Jesús. Esto supone ya una polémica; baste
recordar Gal 3,13 donde Pablo retoma el problema invirtiendo los
términos: precisamente él se hizo maldición para liberarnos de la
maldición de nuestros pecados. Ello prueba su mesianidad en vez
de negarla.
Para demostrar que la muerte y la cruz no eran absurdas, se
componen relatos de ellas con una constante referencia a los
textos de la Escritura. Esto significa que, por paradójico que sea el
camino de Jesucristo, es conforme a las Escrituras y señala una
vía querida por Dios, de donde se deduce que su camino estaba
lleno de sentido.
Las referencias a la muerte siempre están en relación con la
resurrección. Con ello se quiere insinuar que sólo desde fuera, en
una visión externa, es absurda esa muerte y parece contradecir la
mesianidad de Jesús. En una dimensión más profunda, Dios no lo
abandonó. Estaba a su lado en el sufrimiento y en la muerte; no lo
abandonó, permaneció con él al morir, de tal manera que la
resurrección mostró la presencia de Dios en él. La resurrección
revela lo escondido: lo que era escandaloso para los otros quedó
iluminado por la resurrección. Las profecías de la muerte y de la
resurrección pretenden dejar bien claro esto. Se comenzó a ver
todo a partir de Dios: la actuación de Jesús, su actividad misionera,
su muerte y su resurrección. Dios estaba actuando salvíficamente
en Jesús, en su camino, no exclusivamente en su muerte sino en
todo lo que le aconteció, en todo lo que hizo, habló y vivió. En todo,
hasta en la muerte. Aquí aparece el plan de Dios que es uno y
único: redimir a los hombres por medio de Jesucristo. Ese plan no
recibe perjuicio alguno del rechazo de los judíos. Sólo «fuerza» (el
«debía», histórico-salvífico) a Dios a hacer sufrir a su Hijo. Pero él
es capaz de sufrir sin traicionar a Dios y a los hombres. Y entonces
Dios salva.
J/MU/VD VD/J/MU TENER-QUE: Dios no quiere directamente la
muerte de Cristo. Quiere su fidelidad hasta el fin. Ahora bien, esa
fidelidad puede implicar la muerte. Por consiguiente, la muerte de
Cristo se inserta en la trama histórica en la que rige la estructura
ambigua del mal y del bien. Por un lado, es una acusación a la
maldad de los hombres que causaron la muerte de Cristo; por otro,
es el símbolo de un amor más fuerte que la muerte. Para vivir ese
amor hasta el fin Jesús no retrocedió ante la muerte. Asumió la
muerte no como una carga de la que no se podía liberar. La
asumió en libertad, como parte de la fidelidad a su misión vivida
hasta la radicalidad.
A esa luz se elaboraron en la comunidad las llamadas profecías
de la muerte y resurrección de Jesucristo (Mc 8,31; 9,31; 10,33
par) que fueron puestas en su boca. Aunque no podamos entrar
aquí en análisis pormenorizados, podemos afirmar que con toda
probabilidad son de origen post-pascual; representan el intento
teológico de dar un sentido e integrar lógicamente la muerte de
Cristo a la luz del plan de Dios al que nos hemos referido arriba.
Aquí trasluce ya la luz iluminadora de la resurrección. Pero es que,
además, en las profecías del sufrimiento hay un aura escatológica,
puesto que se refieren al sufrimiento del Hijo del Hombre. Se trata
de un hecho escatológico y corresponde a un juicio escatológico:
el juicio sobre la dureza de corazón de los judíos y el juicio sobre el
culto a la ley como medio de salvación. El Hijo del Hombre, juzgado
por los hombres, se presenta paradójicamente como el Juez de los
hombres.
La muerte como expiación y sacrificio
EXPIACION/RESCATE RESCATE/EXPIACION
En muchos textos del Nuevo Testamento encontramos
interpretaciones de la muerte de Cristo formuladas conforme a la
temática de la expiación, el sacrificio y el rescate. Cuando
pensamos en estos temas, inmediatamente evocamos el
sufrimiento expiador del Siervo sufriente de Yahvé de Is 52,13 -
53,12. En la teología y en la piedad se solí pensar que estos textos
estaban siempre presentes en la conciencia de Jesús. La muerte
de Cristo se entiende generalmente como una muerte por nuestros
pecados y en expiación por el pecado del mundo. Esto constituye
una de las grandes evidencias de la fe cristiana. Sin embargo,
detrás de estas formulaciones de la fe se esconde todo un trabajo
teológico lento y penoso. El texto de Is 53 es muy claro:
«(El Siervo) fue despreciado y abandonado de los hombres,
varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento y como uno ante
quien se oculta el rostro lo despreciamos y no lo estimamos. Sin
embargo, él llevo nuestras debilidades y cargó con nuestros
dolores. Nosotros lo teníamos por un castigado, un hombre herido
por Dios y humillado. Pero fue castigado por nuestros crímenes,
aplastado por nuestras iniquidades; el castigo que nos salva cayó
sobre él; fuimos curados gracias a sus sufrimientos... El Señor hizo
recaer sobre él el castigo de las faltas de todos nosotros... muerto
por el pecado de su pueblo... Si él ofrece su vida en sacrificio
expiatorio, tendrá una descendencia perdurable, prolongará sus
días y la voluntad del Señor será por él realizada... El Justo, mi
Siervo, justificará a muchos hombres y tomará sobre sí sus
iniquidades... porque él mismo dio su vida y se dejó contar entre
los criminales tomando sobre sí los pecados de muchos hombres e
intercediendo por los delincuentes» (/Is/53/03-12).
Estos textos parecen corresponder de tal manera a la imagen
que nos hacemos de la pasión de Jesucristo que nos dan la
sensación de ser palabras proféticas. El realizó todo cuanto hay
escrito en ellas.
Pero entonces surge el problema: ¿percibió la comunidad
primitiva inmediatamente el significado cristológico y mesiánico de
estos pasajes?
Estos textos de Isaías constituyen la primera prueba del valor
expiatorio y vicario del sufrimiento y de la muerte. Probablemente,
en la intención del autor, los textos se aplicaban al Israel del exilio,
aniquilado como pueblo. Ese sufrimiento no sucede en vano. Este
capítulo desarrollaba el significado universal y sustitutorio del
sufrimiento de Israel. Pero en la literatura posterior no desempeñó
otra función y quedó sin influencia.
Estos pasajes no experimentaron en ningún lugar del Antiguo
Testamento una aplicación al Mesías. El Mesías esperado no cabía
en modo alguno dentro del modelo aquí descrito pues lo que se
aguardaba era un Mesías victorioso y señor del universo. Las
aplicaciones que se habían hecho de Isaías con respecto al
Mesías, particularmente en el Henoc etiópico (cfr. 37-71), escrito
en torno al año 63 a. C., pintaban al Mesías dentro del marco de la
expectativa general. Por eso sólo citaban los textos de Is 52,13-15:
«Mi Siervo prosperará y crecerá, se elevará y será exaltado... así
lo admirarán muchos pueblos, los reyes permanecerán mudos ante
él, porque verán lo que nunca les había sido contado y observarán
un prodigio inaudito».
Sólo estos pasajes doxológicos se predicaban del Mesías. Los
demás referentes a su kenosis y humillación no eran tratados
«nunca» y hasta se los llegaba a borrar del texto. A partir de esa
constatación podemos afirmar que Is 53 no poseía una
connotación mesiánica antes de Cristo ni en el tiempo de Cristo.
Pero la comunidad primitiva aplicó Is 53 a la pasión y muerte de
Jesucristo. Sin embargo esto no ocurrió de inmediato. Hech 8,32 y
Mc 15,28, en los que se cita Is 53, no pertenecen a los textos más
antiguos del Nuevo Testamento. Además los dos textos no citan los
pasajes de expiación. Mc 15,28 dice únicamente: «y se cumplió
entonces la escritura que dice: fue contado entre los
malhechores». En Hech 8,3 Felipe lee al eunuco: «como una oveja
fue llevado al matadero y como un cordero mudo ante el que lo
trasquila enmudeció y no abrió la boca. En su humillación fue
consumado su juicio; ¿quién contará su generación? Porque su
vida fue arrebatada de la tierra».
Como se ve, no se hacen referencias a la expiación o a la
sustitución. Eso sólo ocurrirá en un estadio posterior de la reflexión
teológica de la comunidad. Lentamente fueron descubriendo Is 53.
Es importante retener esta constatación: al comienzo, Is 53 no fue
usado como prueba de que el Jesús sufriente fuese el Mesías
porque no existía una tradición sobre este tema.
(.Págs. 153-164)
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La muerte de Cristo nos liberó de la maldición por el
incumplimiento de la ley
LEGALISMO LEY/SV SV/LEY:
En la carta a los Gálatas, Pablo sale al paso de un grupo de
cristianos que pretendían mantener todavía la tradición judaica al
lado de la novedad del cristianismo. Se trataba de mantener la
observancia de la ley mosaica que, según se suponía, nos hace
justos ante Dios. Pablo, que había sido fariseo y había hecho la
experiencia de lo que significaba vivir bajo la ley, promueve una
rigurosa campaña teológica contra la contaminación legalista del
cristianismo. Quien haga depender su salvación de la observancia
de la ley está perdido. Nunca llegará a cumplirla de tal manera que
pueda estar seguro. Siempre estará en deuda en algún aspecto y
por consiguiente bajo el poder del pecado y de la maldición (3,23;
4,3; 3,22; 2,17; 3,10).
FE/OBRAS: Dios nos liberó de la maldición haciendo nacer a
Jesús bajo la condición de pecado y de maldición (Gal 4,4; 3,13).
El se convirtió en maldición para que nosotros fuéramos bendición.
No serán nuestras obras las que nos salven. Estas se quedan
siempre cortas ante las exigencias de la ley. Lo que nos salva es la
fe en Jesucristo que asumió nuestra situación y nos liberó
(/Ga/05/01). El hombre puede encontrar seguridad en Dios pero no
en sus propias obras. Esto no significa que la fe dispense de las
obras. Estas son la escuela de la fe. Son la consecuencia de la fe y
de la entrega confiada en Dios que nos ha aceptado y liberado en
Jesucristo. Por eso Pablo insiste: somos justificados por la fe en
Jesucristo sin las obras de la ley (/Ga/02/16).
Esa fe en Dios por Jesucristo nos libera realmente para los
verdaderos trabajos en el mundo. No necesitamos acumular obras
de piedad al objeto de salvarnos pues las obras no alcanzan esa
meta. Si estamos a salvo por la fe, entonces podemos emplear
nuestras fuerzas en el amor a los demás, en la construcción de un
mundo más fraterno, por la fuerza de la fe y de la salvación que
nos han sido donadas. Por eso Pablo afirma que la libertad para la
que fuimos liberados (5,1) no nos debe conducir a la anarquía sino
al servicio de los otros (5,13) y a producir obras buenas,
fraternidad, alegría y misericordia (5,6).
Cristo nos liberó con su muerte de la preocupación neurótica de
acumular obras buenas para la salvación del alma, preocupación
que nos ataba las manos y nos convertía en piadosos farisaicos.
Ahora, ya libres, podemos usar las manos para el servicio del
amor. He aquí una dimensión nueva del cristianismo: libera para la
construcción del mundo y no para la piedad meramente cúltica que
tiene por objeto salvar el alma. La piedad, la oración y la religión
son manifestaciones del amor de Dios ya recibido y de la salvación
ya comunicada. Ellas poseen la estructura de la acción de gracias
y de la libertad de las preocupaciones.
(Págs. 180-182)