PROCESO Y EJECUCIÓN DE JESÚS EN EL EVANGELIO DE JUAN
JOSEF BLANK
J/NIETZSCHE:
«Este mensajero de la buena nueva murió como había vivido, según
había enseñado, no para rescatar a los hombres, sino para
mostrar cómo hay que vivir. Es la práctica lo que deja en herencia
a la humanidad: su comportamiento ante los jueces, ante los
esbirros, ante los acusadores y ante todo tipo de calumnias y
escarnios, y su comportamiento en la cruz. No se resiste, no
defiende su derecho, no da paso alguno para rechazar el mal
gravísimo que le amenaza; más aún, lo provoca... Y suplica, y
sufre y ama por quienes le hacen mal. Las palabras al ladrón en la
cruz compendian todo el evangelio. ¡Este ha sido realmente un
hombre divino, un hijo de Dios!, dice el ladrón. Y el redentor le
responde: Si así lo sientes, estás ya en el paraíso, eres tú también
un hijo de Dios. No defenderse, no irritarse, no buscar
responsables... Y ni siquiera resistir al malvado, sino amarle...»
F. NIETZSCHE
...............
J/MU/GLORIFICACION
«El cuarto evangelista expone la pasión y muerte de Jesús como
exaltación y glorificación, y como un juicio contra el mundo y su
príncipe. Jesús no fue sólo rehabilitado por el Padre con su
resurrección y exaltación a la diestra de Dios, sino que ya su
misma pasión está nimbada por completo de la gloria pascual. Así,
el relato empieza inmediatamente con un milagro de epifanía, que
arroja contra el suelo a los sayones. Que los discípulos queden
indemnes no lo deben a su huida cobarde, sino a la intervención
poderosa de Jesús. Ante el sumo sacerdote el Señor se muestra
como superior; si se niega a dar una respuesta, proclama con ello
el juicio definitivo contra el mundo. Pero es especialmente el
proceso ante Pilato hasta la disputa acerca del título (o cabecera
de la cruz) lo que subraya su soberanía y el juicio aniquilador
contra la incredulidad del mundo. Finalmente Jesús muere con el
victorioso «todo se ha cumplido», y hasta los detalles acerca de su
enterramiento hablan de su glorificación: Dios preserva a su Hijo
de la corrupción ulterior, más aún le constituye en signo, al que
todos han de mirar» (DAUER).
Por todo ello, en una interpretación adecuada de la historia joánica de
la pasión ha de preguntarse en primer término por las afirmaciones
e ideas directrices de carácter teológico. Sin género de duda que
Juan ha recogido en su nuevo drama de la pasión elementos
tradicionales incluso históricos, pero no carga el acento sobre
ellos. El acento incide más bien en lo que Juan ha hecho con ellos.
Este evangelista era un gran reelaborador y artista, al que no cabe
aproximarse únicamente mediante la seca erudición filológica. Por
ese motivo tampoco la Pasión según san Juan, de Bach, es sólo
una interpretación eclesial artística, sino una interpretación
adecuada del texto con recursos musicales; una exégesis en el
sentido estricto de la palabra, que precisamente en cuanto obra de
arte destaca los elementos y escenas decisivas del texto joánico,
como sólo raras veces consigue hacerlo la exégesis científica.
El relato joánico de la pasión -a diferencia de los grandes discursos de
revelación y de despedida del cuarto evangelio- avanza
extraordinariamente de prisa. Su forma de expresión es en general
muy concisa, sin que apenas se encuentren ampliaciones
detalladas. Más bien tenemos la impresión de que el evangelista
se siente movido a recorrer todo el relato, paso a paso, del modo
más rápido posible. Respecto de la tradición sinóptica es sobre
todo el proceso ante Pilato el que evidencia una ampliación, que
bajo el punto de vista objetivo constituye el cenit interno de la
pasión según Juan. Pero esa ampliación ha ganado en fuerza
expresiva gracias a la reelaboración joánica, que alcanza
precisamente ahí una dramatización interna y externa.
En general, las afirmaciones se yuxtaponen con la máxima precisión.
Juan domina el arte del efecto épico. Un ejemplo: la escena de
Barrabás apenas ocupa en el cuarto evangelio dos simples
versículos (18,39-40), mientras que en Marcos se prolonga
durante diez (Mc 15,6-15). Esos dos versículos joánicos se limitan
a una información comprimida sobre la pregunta escueta de Pilato,
y la respuesta del pueblo que suena así: «¡A éste no, sino a
Barrabás!» A lo que sigue la réplica aniquiladora: «Este Barrabás
era un asesino.» En Marcos se dice: «Entonces Pilato,
consintiendo en dar satisfacción a la plebe, les soltó a Barrabás, y
entregó a Jesús, después de mandarlo azotar, para que lo
crucificaran» (Mc 15,15). Y Lucas escribe ampliando aún más:
«Por fin, Pilato decretó que se ejecutara lo que ellos pedían: puso,
pues, en libertad al que ellos reclamaban, al que había sido
encarcelado por motín y homicidio, y a Jesús lo entregó al arbitrio
de ellos» (Lc 23,24s). Una simple ojeada basta para comprobar la
superior eficiencia expresiva de la formulación joánica frente a
Marcos y Lucas. La introduce con tal habilidad que ilumina de
golpe todo el contrasentido de la escena. Eso es lo que significa el
efecto épico. En tal sentido cabría aducir toda una serie de
ejemplos, como los demostrará la exposición detallada.
Otro rasgo propio lo constituye el recurso estilístico del cambio de
papeles. Ya hemos aludido a que en la pasión según Juan el único
que llena y domina toda la escena es Jesús, aunque haya sido
prendido y termine siendo ejecutado. Todos los demás personajes,
los sumos sacerdotes, Pilato, los judíos y hasta los soldados del
pelotón de ejecución, actúan dirigidos por otra voluntad oculta,
que desconocen por completo. Sépanlo o no, cumplen como
marionetas un plan divino. Personalmente, pues, no saben nada al
respecto; antes al contrario, se consideran a sí mismos en un
plano superficial como los verdaderos actores; y se afanan sobre
todo por llevar a cabo la muerte de Jesús. A primera vista Jesús es
el objeto pasivo de ese afán homicida, que debe soportar cuanto
se hace con él. En una visión superficial, a primera vista, así
parece ser: los agentes son el sumo sacerdote, los judíos, Pilato,
los soldados, etc., y el paciente es Jesús. Pero en realidad, en una
visión más profunda, las cosas discurren justamente al contrario.
Esa es la perspectiva que domina de continuo la exposición
joánica.
Sólo que en Juan no se trata simplemente de un concepto teológico.
Su aportación específica consiste más bien en saber aprovechar la
tensión creada con el cambio de papeles como un recurso literario
para su exposición. Ahí descansa precisamente el elemento
dramático de su relato sobre la pasión, que con tanta clarividencia
descubrió Bach en su Pasión según San Juan y que tan bien
supo aprovechar. El cuarto evangelista ha mostrado ese
dramatismo en el sentido que da Brecht a la palabra; Juan lo
presenta y, por ser un rasgo que normalmente pasa por alto el
gremio de los teólogos, es un gran artista -para subrayarlo una vez
más-, que actúa con un sentido de cara a la eficacia expresiva, y
no un simple teólogo. El elemento configurador e indicativo tiene
en la pasión de Juan un papel absolutamente capital. El continuo
intercambio de esas complicadas relaciones ha entrado, pues, de
lleno en la creación literaria del evangelista, sobre todo en el
proceso ante Pilato (18,28-19,16).
En el curso de esa manera de exponer, las distintas escenas y hasta
muchas palabras y rasgos incidentales, en apariencia baladíes,
adquieren un doble sentido, que en ocasiones roza lo inquietante
revelando el abismo oculto del hombre y de la situación humana;
así, cuando los judíos vociferan en 19,15: «No tenemos más rey
que el César», renunciando según Juan a su propia esperanza
mesiánica en favor del dominador político y terreno. Aquí cada
palabra tiene un enorme alcance. Ocurre también que algunas
circunstancias externas adquieren un peso inesperado, como los
datos sobre días y horas, los datos topográficos, etc. La actitud
titubeante de Pilato en tal trance se describe mediante el hecho de
que el procurador romano tiene que estar yendo y viniendo
constantemente entre los judíos, que están «fuera», delante del
palacio, y Jesús que está «dentro» del mismo. Con tales recursos
estilísticos se logra una condensación transcendental del material
recibido; lo que coloca al relato joánico de la pasión en un alto
nivel literario.
Hemos empezado por hablar de la disposición y forma joánica del
relato de la pasión, calificándola de condensación e incluso ha
aparecido la palabra «dramatización». Con ello queda ya apuntado
que aquí no nos hallamos frente a un relato histórico del proceso y
ejecución de Jesús, aun cuando sin lugar a dudas también el
relato pasionario de Juan -al igual que el de los demás
evangelistas- contenga un substrato histórico con datos precisos.
El interés primordial de la exposición joánica está en poner de
relieve el transfondo y la importancia religioso-teológicos del
prendimiento, del proceso y ejecución de Jesús; todo ello visto
ciertamente desde el ángulo del evangelista. Parece, por ende,
importante plantear todavía dos cuestiones especiales. La primera
se refiere al sustrato histórico, a los hechos históricos que supone
el relato de la pasión; la segunda consiste en saber cuál es el
motivo decisivo que Juan ha contemplado en la ejecución de
Jesús.
2. El problema histórico del proceso y de la ejecución de Jesús. El
hecho de que Jesús de Nazaret fue ejecutado en una cruz cuenta
entre los hechos históricamente mejor atestiguados referentes a
Jesús. Pese a lo cual, la fecha exacta del día de su muerte sólo se
puede señalar de manera aproximada. A ello nos referimos ya en
la introducción a los discursos de despedida. Aquí baste con
recordar simplemente que, según Juan, el viernes en que Jesús
fue ajusticiado, coincidió con la víspera y preparación de la fiesta
de la pascua, y que por lo mismo cayó en 14 de nisán. Ello cuenta
con mayores probabilidades de ser así que la fecha de los
sinópticos (viernes santo = 15 de nisán, la gran fiesta de pascua).
La crucifixión era una forma romana de ejecutar a los condenados.
Es probable que introducida por los persas, hubiera logrado su
mayor difusión en la época helenístico-romana. Los romanos la
aplicaban principalmente a esclavos y rebeldes (de entre los
pueblos subyugados), mientras que a un ciudadano romano no se
le crucificaba, sino que se le cortaba la cabeza. Prescindiendo de
su crueldad, la crucifixión era además un castigo especialmente
discriminatorio. El historiador judío Flavio Josefo habla distintas
veces de crucifixiones masivas. Así, el rey asmoneo Alejandro
Janeo (103-107 a.C.) hizo crucificar una vez en Jerusalén a 800
judíos, probablemente fariseos, y mientras pendían de las cruces
mandó degollar ante sus ojos a sus mujeres y niños; entre tanto él
personalmente celebraba un festín con su harén contemplando la
ejecución7. En los disturbios, que siguieron a la muerte del rey
Herodes I el Grande, el año 4 a.C., dos mil judíos fueron
crucificados por Varo 8, De ahí se sigue -y lo confirman los
evangelios- que Jesús fue condenado a muerte por un tribunal
romano, y concretamente por el procurador Poncio Pilato (que
ejerció su cargo los años 26-36 d.C.), y ejecutado como rebelde a
la autoridad estatal de Roma. Según los evangelios, la acusación
formulada habría sido la de que Jesús era un pretendiente
mesiánico, es decir, «rey de los judíos» (cf. Mc 15,2.9.12.18; Mt
27,11.29; Lc 23,2.3).
Como sedicente Mesías, Jesús fue llevado ante el tribunal de Pilato.
No nos es posible discutir aquí extensamente la difícil cuestión de
si Jesús había enarbolado de hecho una pretensión mesiánica y
qué es lo que se entendió exactamente por tal pretensión. Hay que
partir del supuesto de que una pretensión de ser el Mesías, dadas
las circunstancias coetáneas, sólo podía entenderse en un sentido
político. Conocemos, gracias a Josefo, toda una serie de
personajes que se presentaron ante el pueblo como pretendientes
mesiánicos, ambicionando desde luego, unas pretensiones de
poder exclusivamente político. Ahora bien, según lo que nos
permiten conocer los evangelios, Jesús se distanció con toda
claridad del mesianismo político de su tiempo. «Ningún testimonio
de los evangelios ofrece una prueba irrefutable en favor de una
conciencia mesiánica de Jesús... Según la tradición más antigua
Jesús aparece como exorcista y taumaturgo, como profeta y
maestro de sabiduría, aunque ciertamente con una autoridad que
supera todo el profetismo y magisterio históricos (Mt 12,41s par), y
que la confiere una eficacia liberadora frente al poder del maligno
(Mc 3,7...).» Pues «el título de Mesías, existente en Israel, no
bastaba para atribuir válidamente a Jesús una plena potestad para
la actuación».
Según los evangelios son siempre otros los que entienden a Jesús
como Mesías o como Hijo de David; ahora bien, esa afirmación una
y otra vez se muestra problemática y expuesta a los más graves
equívocos. Persiste, pues, de hecho el problema de que «Jesús
fue ejecutado como pretendiente mesiánico. En esa causa se
decide la cuestión de la mesianidad de Jesús». El problema suena,
pues, así: ¿Cómo se llegó a esa acusación de Jesús como «rey de
los judíos»? En cuanto acusación política era sin duda un
equívoco. Pero si nos hallamos ante un equívoco, es que debió
haber motivos para el mismo.
¿Existen puntos de apoyo que permitan hacer comprensible el destino
de Jesús en su evolución histórica y humana? Jesús fue
crucificado como un rebelde; pero ¿se había hecho realmente
culpable de ese crimen contra la autoridad imperial de Roma?
Cierto que repetidas veces se defendió la tesis de que Jesús había
sido un agitador político, quizás incluso un jefe de banda al modo
de los zelotas judíos, un auténtico luchador por la independencia.
Según Pinchas E. Lapide «Jesús Nazareno estuvo en medio del
campo patriota de la rebelión judía». Pero esa tesis no puede
mantenerse ni con la mejor voluntad. La entrada de Jesús en
Jerusalén (Mc 11,1-10 par; Jn 2, 12-17) fue más bien una
contrademostración contra el mesianismo político, y la purificación
del templo (Mc 11,15-19 par; Jn 2,12-17) tiene un alcance
religioso-escatológico pero no político. Como quiera que sea, en
un determinado plano puede decirse que las circunstancias
políticas, sociales y religiosas de la Palestina coetánea provocaron
la ruina de Jesús.
En el Nuevo Testamento Jesús tiene un personaje paralelo muy
importante: Juan Bautista. Ya los evangelistas y la Iglesia primitiva
descubrieron ese paralelismo, aludiendo a él de modo explícito. El
giro de Mc 1,14 «Después de ser encarcelado Juan, se fue Jesús
a Galilea...», etc., quiere evidentemente llamar la atención sobre el
paralelismo de destino entre ambos profetas mediante la palabra
«encarcelar». Y se cuenta con detalle el encarcelamiento y
ejecución del Bautista15.
También se nos transmite la idea de que Juan Bautista había
resucitado de entre los muertos 16, aunque sólo sea como una
creencia supersticiosa y personal de Herodes Antipas. En este
caso resulta singularmente esclarecedora una noticia de Flavio
Josefo, que dice así: «Como afluyeran muchas gentes (en torno a
Juan Bautista), que se sentían extraordinariamente embelesadas
por sus palabras, temió Herodes que la elocuencia de aquel
hombre pudiera amotinar a la gente, que seguía en todo su
consejo. Consideró absolutamente mejor eliminarlo a tiempo, antes
de que pudiera ocurrir algún desenlace imprevisto, del que tuviera
que arrepentirse, corriendo el peligro de una sublevación» 17. De
ahí que Herodes Antipas, el soberano galileo de Jesús y del
Bautista, hiciese ajusticiar a éste último, porque debido a su
presencia y actuación, temía la posibilidad de un amotinamiento. El
Bautista y el movimiento de masas que había desencadenado se
le antojan al rey políticamente peligrosos o que pueden llegar a
serlo, aun cuando en modo alguno -cosa que también subraya
Josefo- se tratase de un movimiento político. El temor a las
sublevaciones y demostraciones populares constituían por
entonces en Palestina, y especialmente en Judea, algo muy
frecuente y que había de tomarse en serio, para poder cortar el
paso a cualquiera de quien pudiera temerse algo en tal sentido, ya
se tratase de un movimiento auténticamente religioso, o de una
agitación religioso-política. No hay por qué atribuir sin más ni más
a los dominadores romanos una sutil capacidad diferenciadora
entre un movimiento religioso-pacifista y una sublevación política y
violenta. Resulta casi grotesca la falta de cautela con que los
procuradores romanos afrontaron la situación religiosa judía. A su
modo de ver tanto una cosa como la otra ponían en peligro el
orden público; sobre todo, cuando nunca se estaba seguro de que
lo religioso pudiera transformarse repentinamente en una acción
política.
El destino del Bautista puede proyectar alguna luz sobre el destino de
Jesús. No hay duda alguna de que Jesús, que personalmente
había empezado siendo un seguidor del Bautista, estaba
informado a la perfección de todo lo referente a Juan. No era
necesaria ninguna ciencia sobrenatural, sino simplemente una
visión exacta de cuanto estaba acaeciendo, para que Jesús
pudiera calcular lo que a él le amenazaba eventualmente como
última posibilidad. Si con su predicación provocaba algo, que
aunque sólo de lejos pudiera equipararse a un movimiento de
masas o a una demostración, bien podía contar por las razones
apuntadas con la posibilidad de un final violento. Por entonces la
situación política era tal, que un hombre como Jesús bien podía
aparecer tanto a los círculos dirigentes judíos como al procurador
romano como una amenaza a la seguridad pública. Así se
comprende cómo se le llegó a acusar de «rey de los judíos», de
pretendiente mesiánico.
Según la visión romana de las cosas los agitadores religioso-políticos,
los zelotas y sus simpatizantes, eran unos rebeldes contra el poder
estatal de Roma, eran «salteadores» y «criminales», según la
designación oficial, que debían ser eliminados. Ahora bien, esos
círculos eran los principales representantes del mesianismo
político. Si se quiso eliminar a Jesús, era necesario algún
fundamento jurídico que convenciese al procurador romano. Ese
fundamento jurídico estaba simplemente en identificar a Jesús y su
movimiento con el movimiento libertario de los zelotas. Pilato tenía
que comprender que alguien era políticamente peligroso, y para
ello lo más apropiado, era el título de «rey de los judíos». Por ello
Jesús fue entregado al procurador bajo la acusación de ser un
pretendiente mesiánico de índole política.
Difícilmente puede considerarse esa acusación como un burdo
falseamiento o como una artimaña de las autoridades judías.
Individuos que trabajaban por una sublevación violenta, como era
probablemente el competidor de Jesús, Barrabás, al que se le
designa como «sedicioso» (Mc 15,6-14 par; Jn 18,39s), podían
parecer al propio tiempo como pretendientes mesiánicos, como
visionarios inofensivos, que con su lenguaje anunciaban a las
masas las «maravillas» del inminente tiempo de salvación. El gran
consejo bien pudo incluir a Jesús en este segundo grupo. Como
quiera que fuese, en todos los relatos de la pasión el concepto de
«rey de los judíos» constituye el punto capital de la acusación ante
el tribunal de Pilato, sin que apenas sea posible la duda sobre ese
cargo. Ciertamente que Jesús nunca había formulado semejante
pretensión; pero, como queda dicho, era fácil ver a Jesús bajo ese
patrón, que por lo demás resultaba sumamente peligroso. De
hecho así se le consideró, y la acusación se mantiene.
Posiblemente se puso a Pilato bajo la presión de esa idea. Y así
las autoridades religiosas y políticas en colaboración crucificaron a
Jesús como a un rebelde, como al «rey de los judíos». Este hecho
histórico ha contribuido directamente a convertir a Jesús de
Nazaret en el Mesías. Para la concepción del Nuevo Testamento y
del cristianismo primitivo ciertamente que con ello el concepto
tradicional judío de Mesías experimenta un cambio radical. El
Nuevo Testamento ha mantenido la diferencia frente al concepto
político de Mesías.
En este concepto resulta interesante otra prueba. En su trabajo Jesús
und die Sadduzaer, Karl Heinz Muller ha vuelto recientemente a
plantear la cuestión de «a qué grupo de los dos partidos religiosos
coetáneos del judaísmo pertenecían los verdaderos enemigos de
Jesús». El resultado de su investigación ha sido que los enemigos
auténticos de Jesús no fueron los fariseos, sino los saduceos, el
círculo formado por la aristocracia sumo-sacerdotal del templo. Los
saduceos estaban interesados sobre todo en el mantenimiento del
estado del templo judío y de su ordenamiento cúltico. De ahí que
la purificación y crítica del templo por parte de Jesús debieron
mover a la superioridad saducea -que también contaba con la
mayor parte de los escaños en el consejo supremo o sanedrín- a
intervenir, porque con semejante proceder de Jesús parecía estar
en peligro el «orden sagrado». Muller opina: «Se entiende
perfectamente por qué el relato sinóptico de la purificación del
templo está situado al comienzo de la pasión de Jesús, por qué la
nobleza sacerdotal saducea comparece como la instancia decisiva
en la eliminación de Jesús y por qué, finalmente, los romanos
actúan como órgano ejecutivo de la voluntad homicida que
alentaba en aquella agrupación dominante judía».
Muller alude además a un pasaje importante de Flavio Josefo, que
hasta ahora apenas había merecido atención en esta controversia:
«Pero más terrible aún que todo esto fue lo siguiente: cuatro años
antes de la guerra, cuando la ciudad todavía disfrutaba en grado
sumo de paz y prosperidad, llegó del campo un cierto Jesús, hijo
de Ananías, un hombre inculto, que venía a la fiesta, en la que es
costumbre que todos levanten una tienda en honor de Dios; entró
en el santuario y empezó inmediatamente a gritar: «¡Una voz del
oriente, una voz del ocaso, una voz de los cuatro vientos, una voz
sobre Jerusalén y el templo, una voz sobre el novio y la novia, una
voz sobre todo el pueblo!» Así anduvo rondando todas las calles,
gritando día y noche. Algunos ciudadanos prestigiosos, irritados
por aquellos gritos de desgracia, lo prendieron y lo maltrataron
dándole muchos golpes. Él, no obstante, guardó silencio sin
preocuparse de su defensa ni de atacar directamente a quienes le
golpeaban, sino que continuó lanzando obstinadamente el mismo
grito que antes. Entonces creyeron los dirigentes -lo que
ciertamente era atinado- que una fuerza sobrehumana impulsaba
a aquel hombre, y lo condujeron ante el procurador que los
romanos habían establecido entonces. A fuerza de latigazos le
desgarraron las carnes hasta descubrirle los huesos; pero él ni se
doblegó ni lloró, sino que en un tono lastimoso que sabía dar a su
voz respondía a cada golpe: «¡Ay de ti, Jerusalén!» Mas cuando
Albino -que era entonces el procurador- le preguntó quién era, de
dónde venía y por qué lanzaba aquel grito, no le dio la menor
respuesta sino que continuó lamentándose sobre la ciudad sin
remitir en sus gritos, hasta tanto que Albino sentenció que estaba
loco y que le dejasen libre»21.
Los paralelismos con el relato neotestamentario de la pasión son
impresionantes. Queda sin embargo excluida una dependencia de
los evangelistas respecto del texto citado, y también a la inversa.
El prendimiento por parte de las instancias judías de los nobles -es
decir, de los miembros del partido saduceo-, la entrega al
procurador romano Albino, el interrogatorio, la flagelación...
Persiste no obstante una diferencia: Albino tiene al hombre por un
demente y manda soltarlo, mientras que Pilato condenó a muerte a
Jesús. Muller piensa al respecto: «La profecía de Yosua ben
Ananiya anunció la destrucción del templo y de Jerusalén. Esa
profecía afectaba de modo directo al grupo de los ciudadanos
prestigiosos, vinculados ideológica y existencialmente al templo y a
los poderosos coetáneos, es decir, a los saduceos. Estos
reaccionaron con virulencia y extraordinaria dureza. Su proceder
merece la máxima atención en cada detalle. Revela, en efecto, un
encadenamiento de instancias públicas firmemente establecido: la
nobleza saducea se apodera por la fuerza del vaticinador de
desgracias, le interroga entre latigazos y, finalmente, le entrega al
procurador, que le hace azotar como a un delincuente al tiempo
que le somete a un interrogatorio oficial. Sin embargo la entrega a
los romanos sólo se debió con seguridad a motivos políticos: la
profecía ominosa de crítica al templo se entendió como la
afirmación de una lucha contra el ordenamiento actual del templo,
así como una negación de la autoridad y poder instituido por los
romanos y representado por los sumos sacerdotes saduceos». De
este modo el texto de Josefo confirma en sus rasgos
fundamentales la veracidad histórica del proceso de Jesús. Por lo
demás, esos rasgos esenciales los encontramos en los evangelios
dentro del marco mayor de la interpretación creyente por parte de
los evangelistas.
J/ZELOTAS:En una dirección parecida se orientan las reflexiones que
Heinz Schurmann ha expuesto recientemente en su libro Jesu
ureigenster Tod (La causa originaria de la muerte de Jesús).
Plantea la cuestión de «¿Cómo sufrió y entendió Jesús su
muerte?» Difícilmente puede discutirse que Jesús pudo tener
conciencia clara de lo peligroso de su situación. Respecto a la
ejecución de Jesús como «dirigente zelota» por obra de los
romanos, piensa Schurmann: «Las falsas interpretaciones políticas
de su obra no estaban fuera de lo posible en su entorno galileo,
que se encontraba muy agitado por los combatientes políticos de
la libertad... No había que excluir ese equívoco, sobre todo cuando
la tradición está en lo cierto al afirmar que Jesús acogió en su
círculo de los doce a zelotas y sicarios: cf. Simón el Zelota (Lc 6,15
par; Act 1,13). Quizás hay que entender incluso Judas Iscariote (Lc
6,15 par; Act 1,13) como alguien que había pertenecido a los
sicarios, y de ahí su conducta».
Pero incluso en el enfrentamiento de Jesús con los dos grupos
dirigentes del judaísmo, los saduceos y los fariseos, descubre
Schurmann un motivo importante que desembocó en el final
violento de Jesús. Como Muller, también Schurmann es de la
opinión que: «Podemos afirmar con bastante seguridad que fue la
nobleza sacerdotal saducea la que a la postre provocó la entrega
de Jesús a los romanos»; lo cual en modo alguno excluye «que
fuera otro factor decisivo la creciente oposición hacia el
fariseísmo». Para Schurmann hay dos puntos de vista
especialmente importantes: primero, el radicalismo de Jesús en su
interpretación de la voluntad divina: «Históricamente nos movemos
en un terreno firme, cuando en la conducta y palabras de Jesús
reconocemos una exposición de la voluntad divina, cuyo
radicalismo sobre la santidad de Dios equivalía tanto a un rechazo
de la interpretación farisaica de la ley como de la piedad cúltica de
los saduceos». El segundo punto de vista, es el de la solidaridad
de Jesús con los pecadores: «También pisamos terreno firme,
cuando hacemos hincapié en la solidaridad de Jesús con los
pecadores». De todo lo cual saca Schurmann esta conclusión: «La
muerte de Jesús estaba, pues, en su propia actividad como una
consecuencia; en su efecto final hay que explicarla como resultado
del juego conjunto de varios factores que como elementos
peligrosos cada uno de ellos representaba siempre una
amenaza». En este punto existe un acuerdo cada vez mayor entre
los exegetas de hoy.
J/MU/CAUSAS
3. Ahora bien, ¿dónde ve Juan el motivo determinante de la ejecución
de Jesús? La cuestión de los motivos y pretextos que condujeron
al final violento de Jesús no se la ha planteado por primera vez la
exégesis moderna. También preocupó ya a la Iglesia primitiva y a
los evangelistas. Junto con la referencia a la Escritura y a la
voluntad de Dios, nos encontramos también con la cuestión acerca
de las causas en el terreno humano, así como con la reflexión de
que no pudo ser casual el que Jesús hubiera de morir en una cruz,
sino que ello fue la consecuencia de toda su actividad. Así, ya en
Marcos se abre el primer gran ciclo de las perícopas de milagros y
de las controversias (Mc 1,21-3,6) con la observación: «Los
fariseos, apenas salieron, junto con los herodianos, en seguida
acordaron en consejo contra Jesús la manera de acabar con él»
(Mc 3,6). En la mente de Marcos se pueden ciertamente suponer
como motivos capitales de esa primera manifestación de
intenciones asesinas, que Jesús haya reclamado para sí la
facultad de perdonar pecados («blasfemia contra Dios»), que se
mezcle con publicanos y pecadores, el que haya curado en
sábado.
También en Juan hallamos reflexiones que pueden esclarecer el
conflicto de Jesús con su entorno religioso y social, y que pueden
explicar al lector su ejecución. Por lo demás, tales reflexiones se
mueven en un plano distinto del de Marcos y los otros sinópticos.
Esto se debe esencialmente a la cristología joánica. Para Juan, es
Jesús, ante todo, el revelador de Dios en el mundo y el salvador
escatológico, por quien y con quien se decide la salvación del
mundo y del hombre. En este contexto la misma filiación divina de
Jesús y su mesianidad se convierte en un punto capital de todo el
enfrentamiento. La controversia entre Jesús y los judíos la
presenta Juan como una controversia acerca de Dios y su
revelación, que se identifica desde luego con Jesús como el
revelador. Para Juan se trata aquí de un conflicto total y
exclusivamente religioso o, mejor aún, de una controversia acerca
de dónde se encuentra la verdadera revelación de Dios: en la
religión judía o en Jesús y los suyos. Por eso en el Evangelio de
Juan tiene un papel capital la cuestión del verdadero culto divino,
de la genuina adoración de Dios (cf. 2,12-22; 4, 19-26). Por eso
los discursos de revelación más importantes, en los que también
cuenta ese conflicto, tienen lugar en la sinagoga (c. 6; 6,59) o en
el templo de Jerusalén (cf. 7; 8; 10).
Si se compara esta interpretación con los relatos sinópticos, se
advierte en seguida que no es fácil concordar ambas
concepciones. Desde un punto de vista histórico la concepción
joánica resulta, sin duda, menos verosímil que la sinóptica. En
Juan debemos contar con que ha proyectado retrospectivamente,
en buena medida, la concepción posterior de su tradición y
comunidad al tiempo de Jesús. Sobre todo por lo que hace al
enfrentamiento con «los judíos», dice atinadamente Ferdinand
Hahn: «En particular es innegable que ya no era la misma
situación que en la primera mitad del siglo I cristiano, sino que el
evangelista tenía ante sus ojos las circunstancias de la
reorganización ortodoxa del judaísmo después de la catástrofe de
la guerra judía. Por ello ha quedado en buena parte incorporada a
la exposición la propia época de Juan así como el enfrentamiento
que para entonces se había implantado entre judaísmo y
cristianismo. Se trata de aquel judaísmo que había adoptada una
abierta postura de rechazo frente al mensaje cristiano».
Por todo ello, en la expresión joánica (los judíos) deberían tomarse en
consideración dos acepciones:
a) la oposición existente entre Jesús y los judíos. Se trata aquí del
problema relativo a la revelación divina en Jesús y la interpretación
religiosa de los judíos, que según Juan viene determinada por dos
realidades: la ley y el culto del templo. Ahí entra también el
problema de Jesús y el Antiguo Testamento. En el cuarto
Evangelio, el Antiguo Testamento es una realidad controvertida,
que tanto Jesús (en cuanto el Cristo) como los judíos pretenden
sea una revelación de Dios.
b) La segunda acepción brota de la actitud de Juan y de su
comunidad, de la que, debido a la distancia temporal y a las
nuevas circunstancias, se produce un definitivo deslinde entre el
judaísmo y la Iglesia; la influencia de la polémica, indudablemente
doble, tiene en cuenta los acontecimientos históricos. Ello hace
también que en Juan «los judíos» pasen a ser los representantes
de la incredulidad y del mundo incrédulo, que rechazan a Jesús.
Bajo este aspecto en Juan la lucha entre fe e incredulidad se
convierte en el tema central de la historia de la salvación, en el
enfrentamiento con las pretensiones reveladoras de Jesús. Y, en
ese plano, la ejecución de Jesús en una cruz es la consecuencia
de la incredulidad del mundo, de un mundo que se encrespa
contra el revelador y su mensaje. En la ejecución de Jesús se
pone de manifiesto la inanidad del «mundo». En esa perspectiva
dice ya el prólogo: «Y esta luz resplandece en las tinieblas, pero
las tinieblas no la recibieron... Ella (la luz) estaba en el mundo, y el
mundo fue hecho por medio de ella; pero el mundo no la conoció.
ElIa vino a los suyos, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,5.10s).
El enfrentamiento critico con Jesús se prolonga ciertamente a lo largo
de todo el evangelio de Juan como un proceso entre revelador y
mundo. Se trata de un motivo que viene a ser la estructura
fundamental del cuarto evangelio, de tal modo que la historia de la
pasión entra de lleno en la lógica interna de la exposición joánica.
Toda la polémica en torno a Jesús viene presentada en Juan bajo
la imagen de un proceso forense, «que se desarrolla entre la fe
cristiana y el mundo representado por los judíos», y que alcanza
su punto culminante en el proceso judicial ante Pilato. Ya Juan
Bautista señala ese final de Jesús con estas palabras: «Este es el
Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).
Cabe decir que en los cuatro primeros capítulos del Evangelio se
establecen las posiciones y, poco a poco, van agrupándose los
«partidos».
Si suponemos con Bultmann y Schnackenburg que el orden correcto
de los capítulos es primero el 6 y después el 5, tendríamos que
-según el c. 6- se llega en Galilea a un primer enfrentamiento
grave. En este enfrentamiento desempeña asimismo un papel
nada despreciable el problema del mesianismo político. El efecto
del milagro de los panes (6,1-15) está en que, a causa del
prodigio, la gente exclama: «Este es, realmente, el profeta que iba
a venir al mundo», continuando en seguida el texto: «Entonces
Jesús, conociendo que pretendían llegarse a él para llevárselo a la
fuerza y proclamarlo rey, de nuevo se retiró al monte él solo»
(6,15). Todo el discurso del pan, es igualmente una polémica entre
la revelación de Jesús y la escatología judeo-mesiánica. Se llega
así a la primera gran ruptura (6,60-71), al final de la cual se
encuentra también la primera alusión a la traición de Judas.
Después, en el capítulo 5, y enlazando con la curación del tullido
de la piscina de Betzatá (5,1-18) -que Juan presenta
simultáneamente como un conflicto sobre el sábado- se articula
por vez primera el propósito homicida: «Por esto, precisamente, los
judíos trataban aún más de matarlo: porque no sólo quebrantaba
el sábado, sino que, además, decía que Dios era su propio Padre,
haciéndose igual a Dios» (5,18). También en el relato sobre la
curación del ciego de nacimiento (c. 9) pesa el motivo de la
curación en sábado (9,14-16). Hay en el pasaje una conexión con
la tradición sinóptica y vuelve a reaparecer en la discusión de
Jesús con los judíos (7,22-23). Pero lo característico de Juan es
que el conflicto alcanza toda su acritud sólo frente a la pretensión
de Jesús como revelador: «porque decía que Dios era su propio
Padre, haciéndose igual a Dios» (5,18C). En 7,19-20.25 se
formulan una vez más las intenciones homicidas de los judíos y
desde luego en conexión con el milagro de curación referido en el
capítulo 5.
Ahora bien, que en definitiva de lo que se trata es de la pretensión
reveladora de Jesús, lo evidencia el gran discurso dramático de
8,12-59, que culmina en la sentencia de revelación: «De verdad os
aseguro: antes que Abraham existiera, yo soy» (8,58). Aquí el
Jesús joánico se designa de hecho como el revelador de Dios
escatológico y absoluto, que se aplica personalmente el absoluto y
divino «Yo soy» de Ex 3,14. Es ésta, sin duda, la formulación más
rotunda y vigorosa de una autoridad divina o de una pretensión
divina por parte de Jesús. La reacción de los judíos a esa
«blasfemia» es perfectamente lógica: «Entonces tomaron piedras
para tirárselas; pero Jesús se escondió y salió del templo» (8,59).
Algo parecido es lo que ocurre con el discurso de Jesús en «la
fiesta de la dedicación del templo» (10,22-39); cuando Jesús dice:
«El Padre y yo somos una sola cosa», los oyentes judíos quieren
también apedrearle (10,30-31). A la pregunta de Jesús de por qué
quieren hacerlo, de cuál de sus obras es el motivo de la
lapidación, llega neta la respuesta de los judíos: «No te queremos
apedrear por una obra buena, sino por blasfemia: porque tú,
siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (10,325). La fórmula de
que Jesús siendo un hombre, se hace pasar por Dios podría con
gran probabilidad proceder de la polémica judeo-cristiana, con la
que Juan se enfrenta. En cualquier caso lo que prueba
ciertamente es que a los ojos de Juan ha sido la pretensión
reveladora de Jesús la que acabó llevándole a la muerte;
probablemente esa visión del trasfondo es acertada hasta cierto
punto, y desde luego sobre el supuesto del reconocimiento de
Jesús y según la visión de la comunidad cristiana. Aunque con ello
no se describe simplemente la concepción judía. Pues el problema
de la divinidad de Jesús sigue siendo todavía hoy, justo desde el
punto de vista judío, una idea difícilmente demostrable.
Pero el factor determinante, que según el relato de Juan indujo a la
suprema autoridad judía a dar la sentencia de muerte, fue la
resurrección de Lázaro (c. 11), que por ello viene referida con todo
lujo de detalles. Ese relato está ordenado por completo al fin
inminente de Jesús. La muerte y resurrección de Lázaro anticipan
en forma simbólica el final y el triunfo de Jesús. La pasión proyecta
sus sombras sobre el diálogo con los discípulos (11, 7-10) así
como sobre la palabra de Tomás: «Vamos también nosotros a
morir con él» (11,16). La historicidad de la resurrección de Lázaro
encuentra grandes dificultades entre los investigadores. «Esta
señal máxima en favor de Jesús, el portador de la vida, cualquiera
sea el lugar en que hallase esa historia, la ha colocado el
evangelista con plena reflexión en este pasaje de su Evangelio. En
la culminación dramática de la lucha entre fe e incredulidad
constituye un poderoso y supremo impulso a creer, de tal modo
que son muchos los que todavía abrazan la fe en Jesús (11,45),
mientras que los dirigentes judíos afrontan, con la máxima
preocupación, esa corriente que va en aumento (11,48; 12,19). Y
eso es lo que les impulsa a preparar el golpe decisivo y a tomar en
el consejo supremo el acuerdo oficial de matar a Jesús. En la
visión profunda del evangelista no es fortuito que en el instante en
que el Hijo de Dios manifiesta al máximo su poder vivificador, los
hombres incrédulos estén resueltos a aniquilarlo, tomando para
ello todas las medidas pertinentes». De hecho para la «visión» de
Juan es muy significativo el que, pese a la exposición fuertemente
hipersimbólica de la resurrección de Lázaro, no deje de darse en
él una mirada realista al posible histórico de que Jesús se ganó
seguidores y provocó un movimiento masivo, aunque no tuviera
todo el alcance que la fantasía piadosa supone muchas veces.
Como quiera que fuese, se llegó a la formación de un grupo que
atrajo sobre si la atención pública.
Y ése fue, según Juan, el motivo determinante que indujo al sanedrín a
proceder contra Jesús: «Cuando vieron, pues, lo que había hecho,
muchos de los judíos, llegados a casa de María, creyeron en él.
Pero algunos de ellos se fueron a los fariseos para contarles lo
que Jesús acababa de hacer. Los pontífices y los fariseos
reunieron el sanedrín y decían: «¿Qué hacemos, en vista de que
este hombre realiza tantas señales? Si lo dejamos continuar así,
todos creerán en él, y vendrán los romanos y acabarán con
nuestro lugar santo y con nuestro pueblo. " Pero uno de ellos,
Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: "Vosotros no
entendéis nada; no os dais cuenta de que más os conviene que un
solo hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación vaya a
la ruina.» Pero esto no lo dijo por su cuenta; sino que, como era
sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la
nación, y no por la nación sola, sino también para reunir en uno a
los hijos de Dios que estaban dispersos. Desde aquel día tomaron,
pues, la resolución de quitarle la vida» (Jn 11,45-53).
Ese texto de Jn 11,45-53.57 contiene un relato sobre la decisión del
gran consejo de matar a Jesús, relato paralelo con Mc 14,1s (10s)
par. Se sospecha, y con razón, que pudiera haber formado parte
del complejo tradicional prejoánico de la historia de la pasión,
habiendo constituido probablemente su comienzo. Sólo que,
también aquí, Juan ha reelaborado y configurado a fondo la
tradición. Ante todo por el hecho de describir la resolución de
matar a Jesús como la consecuencia inmediata de la resurrección
de Lázaro. Según Juan, todo parece indicar que precisamente el
milagro operado por Jesús desencadenó un movimiento de masas
tan increíble, que habría provocado el peligro de que la mayor
parte de los judíos corrieran de todas partes a hacerse seguidores
de Jesús. Sin duda que, de acuerdo con la verosimilitud histórica,
esto resulta a todas luces muy exagerado. Y es que sólo en la
exposición del cuarto evangelista adquieren los milagros de Jesús
una importancia probativa de carácter simbólico y apologético.
También aquí los enemigos más encarnizados de Jesús son los
fariseos 36. Esto podría deberse a la manera con que el cuarto
evangelista contempla las cosas, al proyectar retrospectivamente
las circunstancias de su tiempo al tiempo de Jesús. Ciertamente
que en vida de Jesús los fariseos estaban también representados
en el consejo supremo, aunque la mayoría del sanedrín estaba sin
discusión en manos de los saduceos y de la nobleza sacerdotal.
Así pues, y como queda ya dicho, la iniciativa para proceder contra
Jesús debió partir de los saduceos y no de la minoría farisea.
Según Mc 14,1-2, y con mayor exactitud histórica fueron «los
pontífices y los escribas» los que andaban buscando la manera de
prender a Jesús y poder matarlo.
Por otra parte, esta sección se centra precisamente en la situación
política a través del realismo. En todo caso, la circunstancia de
que el movimiento suscitado por Jesús amenazase con convertirse
en un movimiento masivo, motivó, según Juan, que el sanedrín se
reuniera bajo la presidencia del sumo sacerdote y que plantease
incluso su perplejidad: ¿Qué podemos hacer? A los ojos de los
enemigos de Jesús el movimiento de éste aparece claramente
como un movimiento mesiánico-político, que podía resultar
peligroso. A ello apunta en concreto el argumento siguiente: Si
esto sigue adelante, intervendrán los romanos, y aniquilarán el
lugar (santo) es decir, el templo, y al pueblo. También aquí el juicio
del cuarto evangelista es retrospectivo, contemplando ya la
destrucción del templo y de la ciudad de Jerusalén, ocurrida el año
70 d.C. Lo cual quiere decir para él: justamente ha ocurrido entre
tanto aquello que los enemigos de Jesús quisieron evitar entonces.
De este modo el argumento político de los enemigos -al que sin
duda no se le puede negar una cierta evidencia- contiene a los
ojos de Juan un error fundamental acerca de Jesús. El error
político sobre la persona y el mensaje de Jesús tendría amargas
consecuencias. Schnackenburg piensa al respecto: «Externamente
esto suena como un motivo político, y como tal hay que atribuirlo al
político realista saduceo; por otros motivos los fariseos estaban
dispuestos a tolerar el yugo romano. ¿Se apoya en este punto el
evangelista sobre una información o tradición acerca de aquella
sesión secreta del gran consejo mejor que la de los sinópticos (cf.
Mc 14,1s par)? Mas también puede reconstruir simplemente las
ideas que entonces predominaban en los círculos dirigentes de un
modo que se acerca a la verdad histórica».
Ciertamente que también en este caso el buen juicio histórico de Juan
está condicionado por la teología, y no tanto por la moral cuanto
por la teología histórica: la incredulidad motivó en los dirigentes del
pueblo una ceguera grotesca para no ver el verdadero bien de su
propio pueblo; se trata de un error trágico. Pero dentro de ese
desconcierto fundamental los enemigos de Jesús argumentan de
manera perfectamente lógica; el curso del mundo fluye de tal modo
que a un hombre puede ocurrírsele el llegar a ser políticamente
peligroso para su propia causa. «Así pues, un gobernante no debe
preocuparse del reproche de crueldad, si con ella puede mantener
a sus súbditos unidos y leales. Y aunque haga algunos
escarmientos terribles, no deja de ser más misericordioso que
quienes, debido a una clemencia excesiva, dejan entrar el
desorden mediante el crimen y el pillaje. Estos afectan
ordinariamente a la colectividad, mientras que las ejecuciones
ordenadas por el gobernante afectan sólo a algunos»38. Caifás
quiere orientarse según esta regla política.
La frase «Caifás, el cual era sumo sacerdote aquel año» no pretende
evidentemente decir que Juan parte del supuesto de que por
entonces el sumo sacerdote judío sólo permanecía en el cargo
durante un año, lo que constituiría de hecho un enorme
desconocimiento de la situación judía. Caifás llevaba, en efecto,
mucho tiempo en el cargo (que ocupó de 18 a 37 d.C., ¡nada
menos que 19 años!); la expresión «aquel año» indicaría, más
bien el año de la muerte de Jesús, o quizá «el año de la
salvación». El consejo de Caifás de que era preferible que un
hombre muriera por el pueblo, y no que todo el pueblo
sucumbiese, bien puede haberse transmitido en esa forma. Pero
Juan ve en él un sentido más profundo, al interpretar «por el
pueblo» en el sentido cristiano. Y razona esa idea diciendo que el
pontífice tuvo sin duda el don de profecía en virtud de su cargo.
«Al lado de los videntes y los profetas, en la época
romano-helenística se encuentra el gobernante dotado con el don
profético, que aparece como un príncipe sacerdotal con el carisma
de la profecía». Según Flavio Josefo, fue especialmente Hircano I
(135-104 a.C.) «al que Dios consideró digno de las tres funciones
supremas: la soberanía sobre el pueblo, el honor del sumo
sacerdocio y el don profético» (Josefo). Sólo que Caifás ejercita su
función profética sin saberlo. Ignora, en efecto, que con su
propuesta actúa al servicio del designio salvador de Dios y que
está promoviendo la salvación de todo el mundo y no sólo la del
pueblo judío.
Con esta afirmación Juan ha expresado sin duda alguna, desde su
punto de vista, lo más importante acerca de los motivos de la
pasión de Jesús. Para la fe se realiza efectivamente en la muerte y
resurrección de Jesús la revelación del amor divino para salvación
del mundo. De este modo en la muerte de Jesús culmina el plan
salvador de Dios. Y todo ello acontece entrelazándose con
múltiples miras y planes humanos, con cabildeos y maquinaciones
políticas, entre los que desempeñan un papel importante el error,
la hipocresía y la indiferencia religiosa. Todo ello, comparado con
el plan de Dios, resulta extremadamente miope, pese a su
pretendida amplitud de miras. Para salvar «al pueblo» de la
opresión romana, Jesús debe ser sacrificado; y sin embargo ese
sacrificio no estorbará precisamente la catástrofe de la ruina, sino
que más bien va a acelerarla.
..............
7. JOSEFO, Bell. I. 98; Ant Xlll, 380.
8. Bell. 11,78; Ant. XVII,295; cf. además Bell lI,241.253; Ant. XX,129.
15.Cf. Mt 11,2 = LC 7,18s/Q; Mc 6,17-29 = Mt 14,3-12.
16.Mc 6,14-16 par de Mt 14,1-2; Lc 9,7-9.
17. JOSEFO, Ant. XVIII, 118s.
21.JOSEFO, Bell, VI,300-305.
36. Acerca de los fariseos en el cuarto evangelio: 1,24; 3,1; 4,1; 7,32.45.47.48;
8,13; 9,13.15.16.40; 11, 46.47.57; 12,19.42; 18,3.
38. MAQUIAVELO, Il príncipe, XVII: De crudelitate et pietate; et an sit melius amari
quam timeri, vel e contra.
EL NT Y SU
MENSAJE
EL EVANG. SEGUN S. JUAN/04-3
HERDER BARCELONA 1980.Págs.
9-34