"...por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del
cielo, y por obra del Esp. Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo
hombre"
A-D/ENCARNACION D/SOLIDARIDAD PODER/DEBILIDAD
H/DIGNIDAD
Bajar del cielo no quiere decir que Dios "bajara" física o
localmente -como si Dios no estuviera ya en todas partes- sino que
quiere decir que Dios, sin dejar de ser Dios, puede vivir también
una vida plena y verdaderamente humana como la nuestra, que
será la vida humana en su máxima plenitud y perfección, la vida
humana modelo de todas las demás.
El Dios cristiano es un Dios muy peculiar, muy diferente de los
dioses de otras religiones o del Dios de los filósofos. Tendemos a
pensar que Dios ha de ser autosuficiente en su eternidad, y
ciertamente lo es, y entonces deducimos que Dios no puede
interesarse por nosotros, y la fe cristiana nos hace ver que ésta es
una visión equivocada. Dios es autosuficiente y no necesita de
nada; pero también es Padre que ama libre y gratuitamente su
creación libre y gratuita, y sobre todo, a los hombres, centro de la
creación. Por eso podemos afirmar que verdaderamente se
preocupa de nosotros, y por eso envía a su propio HIjo, su Palabra
salvadora, a nuestro pobre mundo, perdido y extraviado. Así es
como "bajó del cielo... y se hizo hombre".
Es lo que acostumbramos a llamar la "encarnación". Lc 1. 26ss.-
Ga 4. 4-5.-Jn 3. 16
La Encarnación significa que Dios ha escogido manifestarse no
sólo como Causa ni como Poder, sino como don de benevolencia,
de misericordia y de solidaridad.
D/OMNIPOTENCIA OMNIPOTENCIA/ENC: Pensaríamos, quizá,
que la omnipotencia es el atributo más importante de Dios. Vivimos
en un mundo de tal manera montado sobre el poder, que
proyectamos en Dios nuestra codicia de poder.Todo esto es muy
humano, demasiado humano. Cuando los hombres se hacen
dioses a su imagen, los quieren todopoderosos, porque en su
ansia de poder piensan que así podrán sumar el poder de Dios al
suyo propio. Pero cuando, en la encarnación Dios se manifiesta
como el que realmente es y el que quiere ser para nosotros, se
manifiesta no como poder, sino como amor y solidaridad. Es el
gran misterio de la Encarnación, misterio de humildad, de sencillez,
de impotencia, de pobreza y de solidaridad de Dios con los
hombres. Viene a compartir nuestra vida, diríamos, va con lo que
es más humilde. Para que nadie pueda jamás decir: "descendió,
pero yo todavía estoy más bajo que Él". Filipenses 2. 2ss.
La Encarnación es la inversión total de nuestras esperanzas e
ideas sobre Dios: es pasar de la imagen del Dios Todopoderoso a
la realidad del Dios Todo-Amor y Todo-Solidaridad. Creer en la
Encarnación es aceptar esta inversión de valores. Y, por tanto,
aceptar que, si seguimos a Jesús, queremos como Él, hacer del
amor solidario con Dios y con los hombres el principio de nuestra
fe y de nuestra vida concreta.
Lo que Jesús viene a instaurar es el amor en la solidaridad. Él,
como Hijo único y eterno del Padre, vive la suprema y total
solidaridad con el Padre (Sal 39.).
Por otra parte, identificándose totalmente con nosotros,
haciendo nuestra vida en todo y con todas las consecuencias
("hasta la muerte"), se hace solidario de nosotros, mostrándonos
así el camino de la solidaridad humana querida por Dios.
Dios viene a mostrarnos cuál es el verdadero valor del hombre,
el verdadero ser del hombre: vivir la relación filial con Dios como
relación fraterna entre los hombres. No es ver quién posee o
domina más: el hombre no es el ser hecho para poseer o dominar;
es el ser constituido para amar filialmente a Dios y fraternalmente a
los hombres.
Hay dos pasajes capitales, de las cartas de San Pablo a los
Romanos (8,14ss.) y a los Gálatas (4,6ss.), donde se explica de la
misma forma -y ya es notable la coincidencia de ambas cartas- qué
es la esencia de la vida cristiana. Se nos dice que la esencia de la
vida cristiana es creer en Jesús, Jesús les enviará su Espíritu. Y
¿que ha de hacer el Espíritu de Jesús? El Espíritu de Jesús nos
hará clamar: «¡Abba, Padre!». ¿Para qué vino Jesús? Pues
precisamente para esto: para hacer presente su Espíritu entre
nosotros; y su Espíritu es el Espíritu que nos hace entrar en la
relación «Abba», es decir, la relación de filiación y fraternidad. Lo
esencial del cristianismo es clamar «¡Abba, Padre!» y vivir de
acuerdo con esta proclamación.
Cuando los apóstoles piden a Jesús que les enseñe a orar, no
piden una instrucción teórica sobre la oración. Preguntan: "¿Cómo
hemos de orar?"; y es que, en el mundo antiguo, las distintas
sectas o grupos religiosos tenían su forma propia de plegaria que
incluía sintéticamente toda la manera peculiar de vivir la relación
con Dios: así, los discípulos de Juan Bautista tenían una forma
propia de orar. «¿Cómo hemos de orar?» quiere decir cuál es la
médula, la síntesis de nuestra plegaria, de nuestra relación con
Dios. Jesús responde: «Padre nuestro: Abba, Padre». El Espíritu
nos hace orar, y nosotros no sabemos cómo hemos de hacerlo;
pero el Espíritu nos hace orar: «¡Abba, Padre!~.
Nosotros no sabemos qué tipo de relación tenemos con Dios,
nosotros no sabemos cómo nos hemos de comportar. ¿Qué es lo
esencial? Abba, Padre. Por eso vino Jesús, el Hijo. El Hijo bajó del
cielo a enseñarnos que Dios es nuestro Padre. Y su presencia se
hace efectiva, se hace operante, actualizada, por el Espíritu, y el
Espíritu no hace otra cosa más que decir esto. En toda la gran
tradición eclesiástica siempre ha habido como modas del Espíritu
auténticas y modas del Espíritu inauténticas; ¿en qué se
distinguen? Cuando el Espíritu realmente habla, no dice nunca
nada nuevo, sino que nos hace volver a Jesús y al Abba. Un
Espíritu que no es auténtico revela nuevas cosas: teorías y
revelaciones novedosas, exigencias de ascetismo puritano o
revelaciones extrañas sobre acontecimientos futuros. Pero el
auténtico Espíritu no tiene contenido propio: el Espíritu es sólo el
Espíritu del Hijo y sólo nos puede decir que hemos de ser Hijos de
Dios Padre. Para el Espíritu no hay otro contenido que la Palabra
de Dios, que es el mismo Jesús. Cuando surge algún profeta que
pretende decir cosas nuevas que irían más allá del Evangelio de
Jesús, no le hemos de prestar atención. Santa Teresa, la gran
mística, ¿adónde iba a comprobar la autenticidad de sus
experiencias? Iba a contrastarlas con la Humanidad de Jesús, con
el Evangelio de la vida de Jesús. El Espíritu nunca viene a
proponer un nuevo Evangelio, como querían los montanistas y
tantos otros visionarios posteriores. El Espíritu sólo nos lleva a
comprender mejor y a vivir concretamente, en cada momento
histórico, lo que fue y enseñó Jesús: que somos hijos de Dios y
hermanos los unos de los otros.
Quisiera recordar un conocido texto de San Pablo, cuando
escribe a los cristianos de Filipos recomendándoles que procuren
vivir en fraternidad y solidaridad, evitando disensiones y disputas:
«Sentid entre vosotros lo mismo que Cristo: El cual, siendo de
condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se
despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre;
y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de
cruz. Por lo cual, Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está
sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se
doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua
confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp
2,2ss.).
Lo que quisiera subrayar de este texto es la conjunción que hay
entre la exhortación moral de San Pablo a los Filipenses, para que
evitaran las disensiones, y la motivación cristológica de tal
exhortación. ¿Por que han de amarse los Filipenses? ¿Por qué
han de conservar la unidad? ¿Por qué han de respetarse unos a
otros?
La suprema motivación que el Apóstol da a los Filipenses para
que eviten las disensiones que amenazan la vida de toda la
comunidad es: porque Dios nos ha amado. Y ¿como sabemos
esto? Porque Cristo, siendo de condición divina, descendió a
nuestra condición humana, se humilló, abandonó el poder y entró
por este camino del amor humilde, del amor solidario, y se hizo
obediente hasta la muerte, hasta la muerte de cruz. ¿Obediente a
quien? Obediente a la realidad humana. Obediente no sólo al
Padre. Me parece que se puede decir aquí que se hizo obediente a
la condición humana que había tomado, a lo que exige la realidad
de vivir como hombre.
Esto quiere decir que Cristo, al hacerse hombre, no lo hizo con
restricciones o condiciones especiales. Se sometió, «obediente
hasta la muerte», a todo lo que comporta vivir como hombre:
condicionamientos físicos y materiales (hambre, sed, calor, fatiga);
condicionamientos económicos y culturales (los de la propia
sociedad de su tiempo, cultura limitada, medios pobres,
oportunidades concretas más o menos reducidas); y, sobre todo,
condicionamientos sociales, que le implican en los intereses
(legítimos e ilegítimos, puros o bastardos) de las gentes de su
tiempo, que le aman y son amadas por El, le aceptan, o le
rechazan, o le utilizan... y finalmente le matan, porque no se
acomodaba a lo que ellos ansiaban, y esto les molestaba. "Bajo del
cielo" y «se hizo obediente»: obediente a la realidad humana, tan
compleja, promoviendo todo lo que era verdaderamente humano y
rechazando todo lo que era contrario al hombre. Y así, de esta
forma, obediente también al Padre, dando testimonio «hasta la
muerte» de lo que el Padre quiere que sea la realidad humana. Y
es esto precisamente lo que San Pablo recomienda a los
Filipenses: «tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús»: la
misma obediencia a la realidad humana y al Padre, aunque esto
pueda costaros la vida, «hasta la muerte».
No seamos ingenuos al hablar de encarnación. La encarnación
real en este mundo de codicias y de pecado, en solidaridad real
con las víctimas de estas codicias y de este pecado, y con rechazo
efectivo de todo lo que sea pecaminoso, lleva siempre, de una u
otra forma, a la cruz. Cristo «bajó» a la condición humana y «se
hizo hombre». Y nosotros también hemos de «bajar» a la
verdadera condición humana y nos hemos de hacer hombres,
hombres tal como Dios los quiere: porque no lo somos, antes bien,
somos fieras que nos devoramos unos a otros, o piedras que
permanecen indiferentes ante el mal que se inflige a los demás. Se
habla mucho de la «espiritualidad de encarnación» o de la «opción
por los pobres»: seamos conscientes de lo que esto significa: para
nosotros, que planeamos en las alturas del querer ser, cada uno,
dios y señor absoluto de todo y de todos, comporta «descender»;
comporta, simplemente, «hacerse hombre», a imagen de aquel
que, siendo Dios verdadero, «bajó» y se hizo hombre perfecto,
sencillo y pobre, acogedor de todos y anulador de las falsas
diferencias que los hombres pecadores han establecido entre
ellos. Pero esta encarnación, este hacerse hombre con todos los
hombres y para todos los hombres, conduce inevitablemente a la
cruz. A un hombre así, los que desean ser dioses entre los
hombres acaban siempre crucificándolo.
Dios entró en la historia en un lugar y en un tiempo concretos,
con una cultura y un ambiente concretos. Si Dios quiere hacerse
solidario de los hombres, no puede hacerlo de forma abstracta y
únicamente ideal. Un hombre es una persona que está en un
espacio y en un tiempo. La Biblia nos dice: "AI llegar la plenitud de
los tiempos...". En el tiempo que Dios escogió, cuando le pareció
oportuno, se realizó la encarnación. Y es muy curioso el interés
que muestra la Biblia en subrayar el tiempo: «En aquellos días se
promulgó un edicto de César Augusto ordenando hacer un censo
de todo el mundo. Este censo se efectuó antes que el del
gobernador de Siria, Quirino» (Lc 2,1-2). Queda determinado el
tiempo del nacimiento. Fue condenado «por Poncio Pilato», el
gobernador romano: queda delimitado el tiempo de su muerte. Una
connotación exacta del tiempo. Todo pasó en un lugar concreto y
en un tiempo concreto. Podían haber sido otros; pero fueron
éstos.
El primer principio de toda vida espiritual encarnada es tocar con
los pies en el suelo, en un lugar, en un tiempo, en unas
circunstancias concretas de vida y de relación con los hombres.
Hay gente que siempre sueña con lo que podría hacer o lo que
habría podido hacer si no se hubiera hallado limitada o
condicionada por tales o cuales circunstancias, personas,
momentos eclesiales... «Si no fuera...». Otros se crean un mundo
falso, en un intento de escapar del lugar y del tiempo y de las
circunstancias en que les ha tocado vivir, y allí sirven a Dios de la
forma que les resulta cómoda. Son la gente que sólo puede vivir en
el "ghetto" o en la "secta". Jesús no tiene nada de «sectario», y
avisa a los suyos que están en el mundo», aunque «no son del
mundo», y que el mundo les odiará. Lo que pide al Padre en su
hora suprema no es «que les saque de este mundo, sino que les
libre del mal» (cf. Jn 15,19; 17,15 etc.).
La evasión espiritualista--platónica, cátara o puritana -ha sido
siempre una perversión del cristianismo. Hay que dar testimonio del
amor total a Dios Padre en el amor y la solidaridad total a los
hermanos en las circunstancias concretas de este mundo. La
encarnación significa que este pobre mundo nuestro, tan
estropeado por los pecados de los hombres, todavía es amado por
Dios y aún puede brotar en él -por la gracia que se ha manifestado
en Jesucristo- la flor pura del amor. No existe ninguna situación o
circunstancia tan negativa o corrompida en la que sea imposible
amar. Pero, eso sí: hay circunstancias en las que amar significa
correr el riesgo de acabar crucificado.
Todo esto tiene una relación más íntima de lo que a primera
vista parece con el venerable dogma cristológico tradicional,
definido en el concilio de Calcedonia el año 451, que dice que en
Cristo hay «dos naturalezas en una persona, sin confusión ni
separación». Todos lo aprendimos en nuestros catecismos
clásicos, seguramente sin saber demasiado de qué iba la cosa.
Pues bien, este dogma fue formulado, por una parte, contra los
que afirmaban de tal manera la divinidad de Jesús que ya no
podían concebir que fuera realmente hombre, igual a cualquier
otro hombre, con todas las limitaciones y la sujeción a los
condicionamientos propios del ser humano como tal, entre ellos la
sujeción al sufrimiento: eran los llamados «monofisitas», que sólo
admitían como propia de Jesús la naturaleza divina. Pero, por otra
parte, el dogma cristológico rechazaba también a los que de tal
manera afirmaban que Jesús era hombre como nosotros que ya no
podía ser propiamente Dios, sino solo un hombre a través del cual
actuaba Dios, en forma de instrumento extrínseco de Dios: era la
tendencia de los que se llamaban «nestorianos», por su
portaestandarte Nestorio.
Mi amigo J. I. González Faus dice gráficamente que la disputa
cristologica significaba las corrientes permanentes de las «herejías
de derechas» y las «herejías de izquierdas». Las primeras no
saben afirmar a Dios más que a costa de la realidad humana: Dios,
por serlo, no podría dejar que Jesús fuera al mismo tiempo
verdaderamente hombre, con todas las consecuencias: Jesús
tendría solo una apariencia humana, que en realidad sería sólo un
disfraz o una máscara de Dios. Consiguientemente, este grupo
tiende a creer que, para que Dios sea Dios, los hombres han de
dejar de ser hombres, para ser sólo marionetas manipuladas por
Dios. En el extremo opuesto -y en cierto sentido coincidente-, las
herejías de izquierdas creen que sólo se puede afirmar al hombre
a costa de Dios. Si Jesús es hombre pasible y sometido a las
limitaciones humanas, ya no puede ser Dios impasible e infinito. Y
si los hombres tenemos verdadera responsabilidad y libertad en
este mundo de realidades limitadas, ya no se puede admitir el
señorío y la verdadera acción de Dios en este mundo.
Pero lo que es absolutamente original y singular en la revelación
de Dios que se nos manifiesta en el misterio de la encarnación, es
que Dios, sin dejar de ser Dios infinito, eterno e impasible, se ha
hecho realmente solidario de nosotros y se ha identificado con
nosotros en todo lo que es propio de hombres, aunque -eso sí- sin
hacer el mal uso que los hombres hacen de sus atributos,
especialmente de la libertad; es decir, «hecho en todo igual a
nosotros, excepto en el pecado» (Hebr 4,15). Todo lo que es
verdaderamente humano Dios lo ha hecho cosa propia y suya. De
esta suerte, en la encarnación, la «humanidad», el ser hombre, se
manifiesta como algo de una profundidad y de una dignidad
infinitas. El hombre es verdaderamente la imagen de Dios, la
transparencia de Dios, la manifestación de Dios en las condiciones
de la temporalidad. Por eso Dios, en función de Juez supremo,
puede decir: «Lo que hicisteis a uno de estos más pequeños a mí
me lo hicisteis» (Mt 25,40). En Jesús, Dios ha asumido como propio
todo lo que los hombres son y hacen y sufren, para bien o para
mal: el bien de los hombres es bien de Dios, y el mal o la muerte de
los hombres es verdaderamente mal y muerte de Dios.
Esto trastrueca las nociones filosóficas de un Dios impasible e
imperturbable. Nuestro Dios es un ser que puede padecer por los
hombres y puede hacerse tan solidario con ellos que se hace uno
de ellos, sin dejar, sin embargo, de ser Dios. "Tanto amó Dios al
mundo que le entregó a su propio Hijo unigénito" (Jn 3,16). Dios
puede «bajar del cielo y hacerse hombre» sin dejar de ser Dios,
pero asumiendo realmente todo lo que es ser hombre.
El reverso de esto es que Dios da al hombre una importancia y
un valor inmensos. Se revela aquí la dignidad máxima del hombre:
del hombre concreto, Jesús de Nazaret, hijo de María, que es
presencia del mismo Dios como tal en nuestro mundo, en condición
humana. Y también de todos los hombres, en favor de los cuales, y
en solidaridad con los cuales, Dios mismo se hizo presente en
Jesús. La consecuencia lúcida e inevitable es la primera carta de
San Juan: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como
propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de
esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (I
Jn 4,10).
El dogma cristológico no es solo una cuestión especulativa de
cortar pelos en el aire sobre las naturalezas o personas de Cristo.
Quiere expresar la real y verdadera solidaridad de Dios con
nosotros en la persona de Cristo: la identificación efectiva -y no
solo aparente o simbólica- de Dios con nosotros, y la asunción de
parte de Dios de todo lo que implica ser hombre, menos el pecado,
que es el mal uso y la negación de la humanidad. Y quiere
expresar también el valor que para Dios poseen los hombres, por
amor de los cuales El se identificó con uno de ellos. Y, por tanto,
quiere expresar que una vez que Dios se ha hecho hombre, todo
hombre es digno de respeto y amor absolutos, porque es el objeto
del amor y de la preocupación y la solidaridad del mismo Dios.
Cuando Jesús da a sus discípulos el "mandamiento nuevo" de
amarse «tal como yo os he amado» (Jn 13,34), no se trata
únicamente de subrayar un precepto moral de especial
importancia: se trata del punto absolutamente central y esencial de
toda la relación entre Dios y los hombres, tal como queda
constituida a partir de la encarnación: en ella se manifiesta que
Dios ha amado a los hombres hasta hacerse solidario de todos
ellos; en adelante, ya sólo se podrá amar a Dios amando a los
hombres con quienes El se ha hecho solidario: «amando como yo
os he amado».
JOSEP
VIVES
CREER EL CREDO
EDIT. SAL TERRAE
COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986.Págs. 87-102