JESÚS ES NUESTRO SALVADOR
1. SV/REDENCION
Preguntemos al hombre de la calle, a nosotros mismos:
¿Necesitas ser salvado de algo? ¿De qué? ¿Qué significa para
ti que Jesús te haya salvado? ¿Qué cosa importante te pasaría
si no te hubiera salvado? Que cada uno trate de contestar...
Que Jesús nos haya salvado ¿significa que podremos ir al
cielo? ¿Quiere eso decir que la salvación no vale para nada en
esta vida?
-S. Anselmo y la redención
Seguro que todos los que han llegado leyendo hasta aquí
conocen una «teoría» teológica de la salvación que es la que
les han enseñado de pequeños y que se debe a
·Anselmo-SAN, que la formuló en el siglo XI. En su contexto
cultural, dio su explicación de la salvación y se basó para ello en
formulaciones del Nuevo Testamento. La recogió luego Santo
Tomás, y ha tenido tanto éxito y ha sido tan buena que, de
alguna manera, todos identificamos esa explicación con la
salvación, de manera que casi no somos capaces de pensar la
salvación de forma distinta.
Según esta explicación de S. Anselmo, que expongo de una
manera rápida, el pecado del hombre causa una ofensa infinita
a Dios. Puesto que el hombre es un ser finito y limitado, no
puede reparar una ofensa infinita, porque las ofensas se miden
por la categoría del ofendido. Es preciso un ser que sea infinito
para satisfacer el honor ofendido de Dios, con lo cual Dios tiene
que encarnarse, a fin de constituir ese ser infinito que repare la
ofensa infinita hecha. Y tiene que encarnarse, porque, al haber
sido cometida la ofensa por el hombre, tiene que ser reparada
también por el hombre. Jesús muere y merece con su muerte la
reconciliación de Dios, porque repara esa ofensa infinita, toda
vez que la muerte de Jesús es un sacrificio que tiene un valor
infinito por ser la muerte de un ser infinito. Así nos salva Jesús.
San Anselmo basa su explicación en algunos textos del Nuevo
Testamento donde se habla de la entrega de Jesús, de su
sacrificio; y se basa también en la concepción feudal de la
sociedad jerarquizada, donde el honor, las ofensas y las
reparaciones son conceptos muy significativos que estructuran
esa sociedad.
Pero esta explicación, con la cual la Iglesia latina ha
predicado la salvación durante siglos y que es quizá nuestra
forma habitual de pensar la salvación, tiene varios fallos muy
fáciles de percibir enseguida.
P/EXPIACION D/SADICO P/ENCARNACION
Primero,
la imagen que nos da de Dios es una imagen bastante
inaceptable: Dios es un ser que exige la muerte de un inocente
para la reparación de una ofensa. Esta imagen de un Dios
sádico que exige la muerte de un inocente para satisfacer su
honor -por muy infinita que esa ofensa haya podido ser- no me
parece que sea muy de recibo. Por otra parte, de esa
concepción de la salvación se puede extraer la siguiente
consecuencia: la encarnación no habría ocurrido de no haber
existido el pecado de Adán. Si la humanidad no hubiera pecado,
Jesucristo no habría existido, porque Jesucristo es solamente el
ser necesario para reparar esa ofensa. Si esa ofensa no
hubiera existido, no habría habido ninguna razón para la
encarnación. Entonces, todo lo que hemos dicho sobre la
asunción de nuestro ser de creaturas y nuestra historia por
parte de Dios en Jesús no habría llegado a darse. Lo cual está
en contra de lo que dice S. Pablo en la Carta a los Colosenses:
«Todo fue creado en él y para él» (1,16). Por otra parte, hay
una dicotomía en esta teoría entre lo que Jesús es y lo que
Jesús hace.
En el fondo, Jesús es el instrumento de una obra que es la obra
de la reconciliación. Pero la unión entre lo que Jesús hace y lo
que Jesús es aparece débil y sólo extrínsecamente
establecida.
La explicación de S. Anselmo es una teoría teológica
respetable, tradicional, pero puede ser sustituida por otras
explicaciones. Además, probablemente con ventaja. Es lo que
vamos a intentar ahora.
-¿Cómo consigue salvarnos Jesús?
Empezábamos antes preguntando: ¿qué significa la
salvación?, ¿de qué necesitamos ser salvados? ¿Y si resultara
que no necesitáramos ser salvados de nada...? En teoría, se
podría pensar nuestra existencia de otra manera, como hacen
algunos de nuestros contemporáneos, prescindiendo del
concepto de salvación. El hombre nace, crece, vive, se realiza
más o menos y, finalmente, muere. ¿Por qué no pensar que es
ésa la vida del hombre? ¿Por qué no pensar que eso es lo que
somos? Para algunos de nuestros contemporáneos hay sólo
unas pocas cosas de las que sí parece útil salvarse; por
ejemplo, de una enfermedad o de la declaración de la renta;
pero resulta que para eso no vale la salvación que nos ha
traído Jesús.
SV/QUÉ-ES: ¿Qué es la salvación? Desde un punto de vista
cristiano, podemos afirmar que la salvación es la realización del
sentido de la vida humana. La realización del porqué de la
existencia mía, personal, y nuestra, de la humanidad y de la
creación. La salvación es alcanzar nuestra realización. Ser lo
que tenemos que ser. Ser hombres, lograr aquello para lo que
existimos. Ésa es la salvación. Empalmando con los puntos
antes expuestos, la creación existe para recibir el amor gratuito
de Dios y para corresponder incondicionalmente a ese amor
gratuito. Pero al amor de Dios, de entre todos los seres de la
creación, sólo puede corresponder el hombre, que es el único
ser inteligente y libre que existe. El amor es algo que se da
libremente; si no hay libertad, tampoco hay amor; habrá
necesidad o chantaje, pero no amor.
Así pues, la salvación del hombre particular y la salvación del
hombre como humanidad en su conjunto es corresponder al
amor libre y gratuito de Dios. Ya hemos dicho que, puesto que
Dios se ha encarnado, la correspondencia al amor libre y
gratuito de Dios es algo que se realiza en relación con las
realidades creadas. Esta correspondencia al amor gratuito de
Dios no se realiza fuera de la realidad creada, como hemos
señalado más arriba.
¿Qué significa entonces, en principio, que Jesús nos ha
salvado? Significa que la creación ha alcanzado ya su
realización. Dicho de otra manera: que Jesús ha correspondido
libre y gratuitamente al amor incondicionado de Dios Padre.
Amar es compartir y dar todo lo suyo el amante al amado, y
esperar la correspondencia del amado al amante. Jesús ya ha
correspondido. En este sentido, la finalidad de la creación ya se
ha realizado. Por lo tanto, la creación ya no puede quedar
frustrada y Dios no ha fracasado con su obra. Jesús realiza la
salvación, porque recibe y entrega el Espíritu Santo. El Espíritu
es el amor de Dios. Cuando S. Juan dice en su Evangelio
(19,30) que Jesús, «inclinando la cabeza, entregó el Espíritu»,
no sólo quiere dar a entender que Jesús murió (porque el
«espíritu», en los textos bíblicos, no es el alma), sino que, al
morir, devolvió el Espíritu al Padre y derramó el Espíritu sobre la
creación entera.
J/MU/VD TENER-QUE: Ahora bien, ¿por qué fue necesario
que Jesús tuviera una muerte de cruz para corresponder al
amor gratuito de Dios? ¿Es que Dios quiso la muerte de Jesús y
una muerte en la cruz? ¿Estamos, de nuevo, ante una imagen
de Dios que no se puede librar de unos rasgos de sadismo? ¿o
es que la muerte de Jesús en la cruz no era necesaria?
Entonces, ¿por qué ocurrió? Sea dicho de paso que detrás de
estas preguntas están también las mismas preguntas referidas
a nosotros: ¿quiere Dios nuestra muerte?, ¿quiere Dios nuestro
sufrimiento?, ¿quiere Dios la injusticia que padecemos? Esta
serie de preguntas referidas a nosotros están detrás de las
formuladas respecto a Jesús, porque, como hemos dicho antes,
nuestra realización consiste en ser como Jesús.
Pues bien, la respuesta a todas ellas es que Dios no quiere la
muerte de Jesús, como tampoco quiere nuestro sufrimiento. En
la tradición bíblica, Dios es el dador de la vida, no el autor de la
muerte. Recordemos el libro de la Sabiduría, donde se dice que
Dios es amigo de la vida (/Sb/11/26) y que sólo por envidia del
diablo entró el pecado en el mundo y, con el pecado, la muerte
(Sab 2,24). Entonces, ¿qué es lo que Dios quiere y exige de
Jesús? Su fidelidad, esto es, la respuesta amorosa a la entrega
amorosa del Padre. Ahora bien, la respuesta amorosa que el
Padre espera de Jesús se realiza encarnándose y, por tanto,
implica la muerte. Podemos decir que Dios quiere la muerte de
Jesús secundariamente, en cuanto que la muerte va implicada
en la encarnación.
Pero ¿y la cruz? ¿Quiere Dios la muerte de Jesús en la cruz?
Dios quiere el amor fiel de Jesús; y el amor fiel de Jesús, en un
mundo de pecado, lleva aparejada la muerte en la cruz. La
pregunta que se ha formulado más de una vez -¿Nos podía
haber redimido Jesús con una sonrisa- tiene una respuesta
correcta, que es: «sí», porque en esa sonrisa Jesús habría
expresado todo su amor al Padre; pero tiene una respuesta,
también correcta, que es: «no», porque esa sonrisa de amor al
Padre, en un mundo de pecado, lleva necesariamente
aparejada la muerte.
Esto mismo es aplicable a nosotros, porque todo lo que
afirmamos de Jesús lo afirmamos también del hombre, a nuestro
nivel. ¿Qué quiere Dios de nosotros? Lo que Dios quiere de
nosotros es que correspondamos libremente a su amor
incondicionado con nuestro amor. Lo que pasa es que, allí
donde reina el pecado, ese amor lleva implícito el sufrimiento y
la muerte. Un ejemplo no lejano a nosotros: Monseñor Romero.
¿Quiere Dios la muerte de Monseñor Romero? Sí y no. Lo que
quiere es la fidelidad del arzobispo Romero. Lo que quiere Dios
es el cumplimiento de su voluntad. Ahora bien, en un mundo de
pecado, ese compromiso implica con frecuencia, a veces
necesariamente, la muerte del mártir. Dios quiere que Monseñor
Romero anuncie el evangelio y denuncie la injusticia en sus
homilías. Pero ello implica su muerte, porque el pecado del
mundo lo mata.
Éste sería el primer punto. Que Jesús nos ha salvado
significa, entonces, que en Jesucristo la humanidad entera y la
creación en su conjunto han alcanzado su realización. Jesús
muere para salvarnos, precisamente porque el pecado ataca, y
a veces mata, a quienes aman a Dios con todas sus
consecuencias.
-La salvación del pecado
Vamos ahora a ver más en concreto una formulación de San
Pablo en la Carta a los Romanos (/Rm/08/02), donde dice que
Jesucristo nos ha salvado de la ley del pecado y de la muerte.
Desarrollaremos un poco estos aspectos. La salvación como
salvación del pecado, como salvación de la ley y como salvación
de la muerte.
Decir que Jesús nos ha salvado del pecado es, en el fondo, la
otra cara de la moneda de lo que acabo de decir. El pecado es
la negación del fin de la creación. El pecado es no corresponder
al amor gratuito de Dios a través de las otras personas y de la
creación. Si Jesús no hubiera sido fiel al Padre, si Jesús no
hubiera correspondido al amor de Dios, entonces la creación
entera seguiría estando frustrada, no se habría realizado. Con
otras palabras: seguiría aún bajo el poder del pecado. Ahí están
las formulaciones de Pablo, en la Carta a los Romanos, en el
sentido de que el pecado ha sido vencido, de que el pecado ha
perdido su poder y su fuerza.
No tiene discusión el hecho de que el pecado sigue existiendo
en el mundo. Es verdad que sigue habiendo pecados, pero el
conjunto de la creación ya ha correspondido a Dios. Por mucho
que nosotros caminemos, no vamos a llegar más allá de donde
Jesús ha llegado en el amor al Padre; y como esto del amor no
es cuantitativo, sino cualitativo, el amor de la creación al Padre
ya ha tenido lugar.
En este sentido, el mundo entero y nosotros con él estamos
ya reconciliados con el Padre y estamos ya perdonados. El
perdón no hay que entenderlo como algo extrínseco, como
parece seguirse de la explicación anselmiana. El perdón de Dios
está siempre ofrecido, porque el amor de Dios es amor
incondicionado. Fijémonos que en la Carta a los Efesios (2,6) se
dice que estamos sentados a la derecha del Padre. Ya hemos
sido reconciliados, ya hemos sido perdonados. Por eso
nosotros, a partir de Jesús, podemos vivir como quien no está
en el pecado. Y es que no lo estamos en verdad, porque en
Jesús la creación entera y nosotros en ella hemos sido
transformados.
P/RECONOCERLO: Rahner subraya la dificultad inherente a
la misma esencia del pecado para poder reconocerse como tal
(Cf. Meditaciones sobre los Ejercicios de S. Ignacio, Barcelona,
1971, 30 ss. Puede verse en J.I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de
hermano, Santander 1987, 192-195, el apartado titulado «La
''ceguera" como dimensión del pecado»).
El pecado, que es falta de amor, no se reconoce como tal
pecado, precisamente porque es falta de amor. Sólo se podría
reconocer como pecado si tuviera amor. Pero en tal caso ya no
habría pecado. Cuando santos como Santa Teresa o San
Francisco de Asís se consideraban los mayores pecadores del
mundo, no estaban haciendo un ejercicio de falsa modestia ni
se hallaban equivocados. Al revés, cuanto más pecador se
siente uno, menos pecador es. Porque el pecado es falta de
amor. Solo se nota la falta de amor si ese amor existe en algún
grado. De ahí que corresponda a la esencia del pecado el no
reconocerse como tal.
Con esto quiero decir que al ser salvados del pecado
empezamos a reconocernos pecadores. En nuestro mundo es
frecuente oír que el pecado propiamente no existe, que lo que
ocurre es que no hemos llegado a unos niveles de evolución a
los que llegaremos con el tiempo, etc. Con ello se está dando a
entender que no reconocemos el pecado existente. Y ésa es
precisamente la fuerza del pecado: que no se reconozca. No se
reconoce, porque sólo quien ama es capaz de percibir que ama
poco; y quien no ama nada no es capaz siquiera de percibir que
no ama. Salvarnos del pecado significa también hacernos caer
en la cuenta y percibir que somos pecadores.
-La salvación de la ley: LEY/SV SV/LEY:
Jesús nos ha salvado no sólo del pecado, sino también de la
ley. Nosotros no merecemos la salvación. Nadie se salva. Nadie
consigue el perdón de Dios. Nadie merece el cielo. Es falso que
el día del juicio final vaya a haber una balanza para pesar en un
platillo las obras buenas y en el otro las malas, de forma que, si
el haber pesara más que el debe, nos salvaríamos, y en el caso
contrario nos condenaríamos. No es así. Y además, es
maravilloso que no sea así. Porque, si así fuera, seríamos
muchos los que lo íbamos a pasar mal. Ya dice el salmista: «No
nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según
nuestras culpas» (/Sal/103/10). Es frecuente en el hombre que
pese más el mal que ha hecho y, sobre todo, el bien que ha
dejado de hacer que el amor desinteresado. Pero tenemos a
nuestro favor que la salvación está ya conseguida, que ya
estamos sentados en el cielo en Cristo Jesús. Dios nos ha
regalado ya la salvación. No tenemos que merecer nada.
Porque nos lo ha merecido todo Cristo. Ya está todo hecho.
Pero esto ¿no es lo que dice Lutero? No. Esto es lo que dice el
Concilio de Trento. Lo que pasa es que, de tanto criticar a
Lutero, se nos olvidó leer hondamente el Concilio de Trento (El
canon primero del decreto sobre la justificación del Concilio de
Trento dice: «si alguien dijere que el hombre por sus obras, que
se hacen por las fuerzas de la naturaleza humana o por la
doctrina de la Ley, sin la gracia divina por Cristo Jesús, pudiera
justificarse ante Dios, sea anatema». Denzinger-Schonmetzer,
1551). Hasta tal punto esto es así que San Pablo, cuando
desarrolla el tema de la justificación en la Carta a los Romanos,
se siente obligado por dos veces a rechazar la objeción que
suponía le iban a hacer sus destinatarios y que quizá se le esté
ocurriendo ahora a algún lector: «¿Qué diremos, pues: que
debemos permanecer en el pecado para que la gracia se
multiplique?» (6,1); y más adelante: «¿Pecaremos porque no
estamos bajo la ley, sino bajo la gracia?» (6,15).
Estamos salvados del pecado; el pecado no tiene fuerza
sobre nosotros; ya estamos sentados en el cielo en Cristo
Jesús. Por tanto, no hay nada que merecer. A Dios no se le
puede pasar la factura. Si alguien cree que el día del juicio final
va a poder presentarle a Dios una factura, un recibo, un buen
expediente sin mancha ni borrón, para que le paguen lo que ha
merecido, va absolutamente equivocado.
Evidentemente, la respuesta de Pablo en los dos pasajes es
la misma: «de ningún modo». Precisamente el estar salvados
del pecado nos hace caer en la cuenta de cuánto y cómo nos
quiere Dios. Como es de bien nacidos ser agradecidos, si de tal
manera hemos sido queridos por Dios que no perdonó ni a su
propio Hijo, como dice Pablo en esta misma carta, yo no me
puedo quedar tranquilo, pero no porque necesite o vaya a
merecer. No me puedo quedar tranquilo, porque, haga lo que
haga, nunca habré correspondido como debiera. Dios se ha
olvidado de todo lo que pesa en nuestras básculas y de todos
nuestros «debes» de las cuentas corrientes espirituales, al
haber sido llenado nuestro «haber» por Jesucristo. En
consecuencia, una vez que yo me he enterado de eso y lo he
conocido, no me queda más remedio que pelearme por
corresponder a ese amor gratuito. ¿Cómo? «Matándome»
gratuitamente por los demás, que son el Cuerpo de Cristo.
¿Para merecer algo? No, porque ya lo tengo todo. Además,
sería indigno que a quien me lo ha regalado todo, encima
quisiera cobrarle los servicios prestados. Lo único que puedo
hacer es corresponder. Por eso estamos salvados de la ley. No
hay diez mandamientos para el cristiano: eso pertenece al
Antiguo Testamento. No hay ni diez ni ninguno. No hay
mandamientos ni leyes ni prescripciones que nos puedan
marcar cómo podemos corresponder al amor de Dios. Si
nuestro amor es verdadero, nos pasará lo que dice Jesús en un
pasaje del evangelio: «Cuando hayáis hecho todo lo que teníais
que hacer, decid: "siervos inútiles somos y sin provecho, hemos
hecho lo que teníamos que hacer"» (/Lc/17/10).
Recordemos la parábola de los trabajadores invitados a la
viña, que no dice más que esto. Es una parábola que, dadas las
relaciones comerciales que actualmente suponen casi todas
nuestras relaciones humanas, nos desconcierta. Sale el dueño
a primera hora, encuentra a algunos esperando ser contratados
y los contrata; sale a mediodía, ve a otros mano sobre mano y
los llama a trabajar; lo mismo pasa a primera hora de la tarde y
al final de la jornada. Luego paga a todos igual: un denario. El
denario es pagado a todos, independientemente de lo que
hayan trabajado, muchas o pocas horas. En todo caso, lo que
se pide es «ir a trabajar», poner manos a la obra. Corresponder
al amor gratuito de Dios.
Dicho de otra manera: no nos salvamos por lo que hacemos,
sino que hacemos lo que el amor de Dios nos pide, porque
estamos salvados. Notemos que ésta es la forma de
relacionarse entre los hombres. Pongamos el ejemplo de una
relación interpersonal bien íntima y profunda, como puede ser el
matrimonio. Supongo que hay dos formas de construir la
relación matrimonial. Una, establecer las relaciones
interpersonales y de convivencia de una manera «comercial»,
pasándose la factura mutuamente: «El otro día fuimos al fútbol,
porque te gustaba a ti; pues hoy vamos a bailar, porque me
gusta a mí». Hemos estropeado la gratuidad del amor. Pero hay
otra posibilidad de establecer las relaciones: competir a ver
quién puede dar más al otro sin exigir correspondencia,
gratuitamente. Ahora bien, por mucho que nos esforcemos en
corresponder gratuitamente al amor de Dios, sabemos que
siempre, siempre, nos ganará Él.
Recordemos la Primera Carta de Juan. «No consiste el amor
en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos
amó primero» (/1Jn/04/10-11). Y a continuación dice: «Por tanto,
nosotros debemos amarnos unos a otros» (4,11). No dice: «por
tanto, nosotros debemos amar a Dios». En teoría, lo podría
haber dicho; pero, para evitar que nos equivoquemos, nos lo
dice bien claro: la correspondencia al amor de Dios se hace en
el amor a los otros hombres.
-La salvación de la muerte: MU/SV
Por último, Jesucristo nos ha salvado de la muerte. En la
tradición bíblica (tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento, pues éste lo hereda de aquél) hay una relación
entre pecado y muerte. La muerte es el fruto del pecado; a
causa de éste entró aquélla en
el mundo...
«Muerte», en la Biblia, es un concepto límite, porque "muerte" significa todo lo negativo
de la vida; muerte es la muerte física; muerte es la debilidad; muerte es la falta de amistad;
muerte es la falta de «calidad» de vida...
«Salvados de la muerte» significa, primero, que el final de nuestra vida terrena no es el
fin de nuestra existencia. ¿Por qué? Porque el sentido de la creación y de la humanidad es
corresponder al amor gratuito de Dios eternamente, definitivamente. En el fondo de nosotros tenemos la percepción
íntima de que lo que no es eterno no merece la pena. Ahí está el libro de Qohelet para testificarlo. Todo lo que nosotros
entendemos que de verdad merece la pena tiene que tener un componente de eternidad. Tiene que ser definitivo. No vale
decir: «te querré por dos meses». Para que algo merezca de
verdad la pena, ha de ser para siempre. En último término, lo
único que tiene sentido, porque es lo único definitivo, es el amor
de Dios a la creación y de las creaturas libres, los hombres, al
Creador. Así pues, el amor de Dios al hombre es más fuerte que
la muerte. Esto ha quedado demostrado, percibido por los
creyentes en la resurrección de Jesús. Haber sido salvados de
la muerte significa, pues, que el fin de nuestra vida no es el
final.
Ahora bien, en la tradición bíblica -y probablemente también
nosotros lo percibamos así-, la muerte no nos ataca sólo
cuando dejamos de existir, ese día en que se pone punto final a
nuestra vida. Hay una forma de ver las cosas, bastante en boga
en las sociedades secularizadas (quizás en Estados Unidos más
que en otros lugares), según la cual la muerte es el final natural
de la vida. Yo creo que la muerte no es algo natural. La muerte
natural no existe. Porque la muerte no es algo con lo que nos
encontramos el último día de nuestra vida, sino que la muerte
llena nuestra vida. De esto, todos tenemos experiencia. La
muerte separa de nosotros a las personas que amamos. El
brazo de la muerte nos atenaza con el dolor, la enfermedad o el
sufrimiento. Entendida la muerte así, es claro que la muerte
llena nuestra vida: cada vez tenemos más canas y menos
dientes, y ya no corremos como cuando éramos jóvenes. Es la
muerte que va entrando en nuestra vida.
¿Se puede mantener la afirmación de que Jesús nos salva de
la muerte, confrontándola con esta realidad de que la muerte
nos acompaña continuamente? ¿Es compatible la afirmación de
que Jesús nos libra de la muerte con el brazo de la muerte
metiéndose por nuestra vida? ¡Pues sí: estamos salvados del
dolor, del sufrimiento y de todo lo que en nuestra vida es
muerte! Eso quiere decir que el dolor, el sufrimiento, lo que en
nuestra vida es muerte, no frustra la realización de nuestra
existencia. Con frecuencia se oye preguntar en qué hemos de
diferenciarnos los cristianos de los no cristianos, cuando
nuestra actuación en la vida no tiene por qué diferenciarse de la
de otras personas honestas y comprometidas con la justicia y la
liberación del hombre. Pues bien, aunque hagamos la
declaración de la renta con el mismo sentido de la justicia y el
mismo respeto a las leyes y a la obligación de contribuir a las
necesidades de la colectividad, hay un aspecto -y no es el
único- en el que nos diferenciamos. El cristiano no está
sometido a la frustración, porque está salvado de la muerte. El
sentido de la existencia es corresponder al amor gratuito de
Dios. Todas las otras cosas son secundarias. Son buenas si
sirven para corresponder al amor gratuito de Dios, y no lo son si
no sirven para corresponder a ese amor gratuito. Entonces, la
enfermedad ¿es buena o es mala? Depende de si sirve para
corresponder al amor gratuito de Dios o no. El dinero ¿es
bueno o es malo? Depende. Se pueden recordar a este
respecto las últimas líneas del «Principio y Fundamento» del
libro de los Ejercicios de S. Ignacio de Loyola. Las primeras
resumen, de acuerdo con las formas de expresarse y la teología
de la época, cuál es el sentido de la existencia humana. En las
últimas líneas se dice: «de tal manera que no queramos de
nuestra parte más salud que enfermedad, pobreza que riqueza,
honor que deshonor, vida larga que corta, y así en todo lo
demás».·IGNACIO-LOYOLA-SAN ¿Es posible no preferir el
honor al deshonor, la vida larga a la muerte temprana, la salud
a la enfermedad, los bienes de este mundo a la pobreza? ¿Es la
nuestra una fe para masoquistas? Si hemos puesto el sentido
de nuestra existencia en corresponder al amor gratuito de Dios,
el sentido no está en la salud o en la enfermedad, en la vida
larga o en la vida corta, en el honor o en la deshonra, en la
riqueza o en la pobreza. El sentido está en amar a Dios en las
otras creaturas, de forma que todas las demás cosas valen -es
decir, son buenas- en la medida en que sirven para lograr mi
verdadera realización. Por eso estamos salvados de la muerte,
porque muerte es deshonor, muerte es enfermedad, muerte es
pobreza, muerte es vida corta. Y ninguna de ellas impide al
cristiano su verdadera y definitiva realización.
Por otra parte, el hecho de estar liberados de la muerte no es
algo útil sólo para la otra vida, sino que es algo que vale
también para ésta. Leamos un pasaje de la Carta a los Hebreos
donde se habla del sacrificio de Cristo y su obra (/Hb/02/14-15):
«Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la
carne, así también participó él de las mismas para aniquilar
mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y
liberar a cuantos por temor a la muerte estaban de por vida
sometidos a esclavitud». Estar liberados de la muerte significa
que no somos esclavos de nadie. Porque la muerte es el gran
chantaje. Si no estuviéramos liberados de la muerte, nos
podrían chantajear amenazándonos: «si no haces esto, te
mato»; pero, como la muerte nos da igual, porque nos da igual
la salud que la enfermedad, la vida larga que la muerte
temprana, la pobreza que la riqueza...
En el «Telediario» de la tarde anterior a la muerte del
arzobispo Romero, el corresponsal de TVE, Federico Volpini,
dijo: «El arzobispo se está jugando la vida». Si lo sabía el
corresponsal de televisión, también lo sabía el arzobispo.
Monseñor Romero se podía jugar la vida precisamente por estar
liberado de la muerte.
La muerte puede constituir un chantaje para nosotros o no.
Estar liberados de la muerte significa que la muerte no es
chantaje. Si el horizonte de nuestra vida es la muerte, si ésta
fuera la última palabra que nos espera, habría que hacer todo
lo posible para librarse de ella. Ahora bien, si, puesto que Jesús
ha vencido a la muerte, la muerte ya no tiene poder sobre
nosotros, si la muerte es sólo un paso hacia el amor de Dios
definitivo, entonces estar liberados de la muerte significa, ante
todo y sobre todo, ser libres para corresponder al amor gratuito
de Dios. Ser libres precisamente para realizar nuestro sentido,
que es vencer al pecado.
Una última anotación: todo lo dicho presenta una dimensión
escatológica, es decir, que todo esto se ha realizado ya en
Jesucristo y todavía tiene que realizarse del todo en nosotros. A
lo largo de estas páginas he acentuado bastante el hecho de
que ya estamos salvados en Cristo Jesús, de que ya estamos
sentados en los cielos con Cristo Jesús (/Ef/02/06).
Sin embargo, estamos sentados todavía en esperanza. El
haber recibido el Espíritu de Jesús es tener las primicias de esa
salvación. El sentido de la vida humana es ser hombres como
Jesús, reproducir la imagen del Hijo, corresponder al amor
incondicionado del Padre hasta la entrega de la propia vida,
como hizo Jesús. Eso es lo que ahora ha de ser realizado en mi
propia existencia; ésa es la tarea que tengo por delante. Dicen
que la estadística es la ciencia que demuestra que, si mi
vecino se ha comido un pollo y yo me he quedado en ayunas,
cada uno nos hemos comido medio pollo. Por eso no es
suficiente que la correspondencia al amor del Padre, al
realizarse en Jesús, se haya realizado ya en el conjunto de la
creación. Ahora tiene que realizarse en mí. El hecho de que
Jesús haya vencido a la muerte y al pecado y que él haya
correspondido al amor gratuito de Dios, ha conseguido que el
conjunto de la creación haya correspondido ya. Pero yo no he
perdido mi individualidad personal ni mi libertad. Todo lo de
Jesús tiene que irse realizando en mí, y conmigo en todos los
que están a mi lado: el resto de la humanidad.
JOSE RAMON BUSTO SAIZ
CRISTOLOGIA PARA EMPEZAR
EDIT. SAL TERRAE COL. ALCANCE 43
SANTANDER 1991._ALCANCE 43. Pág. 133-154)
........................................................................
2. J/LIBERADOR:
Dios es, en el corazón del hombre y de la historia, el
recordatorio continuo de la grandeza del hombre que no puede
estar satisfecho del orden existente, que debe luchar
incesantemente por un mundo nuevo. Así vivió Jesús la
situación de su tiempo. Poniendo en evidencia que los pobres
de la sociedad, los excluidos, revelan la otra cara de un mundo
mal hecho: por eso hay que estar con ellos, son el motor de
toda transformación, incitación a un universo nuevo. Si Jesús
hubiera aceptado ser un Mesías político, hubiera quedado
encerrado en una relación falseada con los hombres y con el
mundo (/Jn/18/33-37). Su acción consistió en abrir el corazón
del hombre de tal forma que en adelante todos los interrogantes
sean más quemantes y ya no se pueda vivir sin darles
respuesta (Jn/15/09-17).
Su manera de actuar
Cristo no vino a establecer un nuevo poder, suscitó, por el
contrario, el nacimiento de una nueva vida, una vida que ya no
se deje vencer por nadie, ni sofocar por nadie. No vino a
reemplazar la iniciativa personal y colectiva de los hombres;
creó un nuevo pueblo, fermento y avanzadilla para el mundo
entero. Este es el sentido con el que podemos entender hoy
aquella frase suya: «Yo he venido a traer fuego a la tierra, y
cómo me gustaría que ya estuviera ardiendo» (/Lc/12/49).
ALAIN PATIN
LA AVENTURA DE JESUS DE NAZARET
COLECCION ALCANCE, 7. SAL TERRAE. SANTANDER-1979
.Pág. 88
..................................................................