Experto vaticano explica por qué se necesitan
milagros para canonizar
Entrevista con el subsecretario de la Congregación para las Causas de los Santos
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 6 mayo 2004 (ZENIT.org).-
Es de «importancia capital» conservar la necesidad de los milagros en las causas
de canonización porque constituyen una confirmación divina de la santidad de la
persona invocada, al margen de posibles errores humanos, reconoce el
subsecretario de la Congregación vaticana para las Causas de los Santos.
Especialista en el terreno jurídico civil y canónico, monseñor Di Ruberto lleva
35 años en dicho dicasterio y desde hace dos décadas participa en la consulta
médica, crucial para la verificación de los milagros. Ha sido relator de la
causa de Gianna Beretta Molla, a quien Juan Pablo II canonizará el próximo 16 de
mayo junto a otros cinco beatos.
Y es que probar la autenticidad de un hecho prodigioso requiere pasar por todo
el rigor de un proceso de investigación y de un meticuloso examen científico y
teológico, según explicó monseñor Di Ruberto en la revista italiana
«30 Giorni» del pasado marzo.
«Actualmente para la beatificación de un siervo de Dios no mártir la Iglesia
pide un milagro, para la canonización (también de un mártir) pide otro
--explica--. Sólo los presuntos milagros atribuidos a la intercesión de un
siervo de Dios o de un beato “post mortem” pueden ser objeto de verificación».
Se considera milagro aquel «hecho que supera las fuerzas de la naturaleza, que
es realizado por Dios fuera de lo común de toda la naturaleza creada por
intercesión de un siervo de Dios o de un beato», prosigue.
La investigación del milagro se lleva a cabo separadamente de aquella sobre las
virtudes o sobre el martirio.
El itinerario procesal para reconocer un milagro se desarrolla en dos momentos:
el primero en el ámbito de la diócesis donde ocurrió el hecho prodigioso –se
recogen declaraciones de testigos oculares, documentación, etcétera--; en el
segundo momento, la Congregación examina todo este material.
Declarar la santidad de alguien no es como asignar un título honorífico, aclara
monseñor Di Ruberto: «aunque uno esté en el cielo, puede darse que no sea digno
de un culto público».
Además, «establecer la heroicidad de las virtudes, a través de todo el trabajo
de recogida de pruebas testimoniales y documentales» y de «valoración teológica»
hasta llegar a la «certeza moral y a la formulación del juicio», aunque sea
«fundado, serio y preciso», no está exento de «posibles errores».
«Nosotros podemos equivocarnos, engañarnos: los milagros en cambio sólo Dios
puede realizarlos, y Dios no engaña», puntualiza el subsecretario del dicasterio
para las Causas de los Santos.
En este sentido, los milagros son un «signo cierto de la revelación, destinado a
glorificar a Dios, a suscitar y reforzar nuestra fe, y son también, por lo
tanto, una confirmación de la santidad de la persona invocada --subraya--. Su
reconocimiento consiente por lo tanto otorgar con seguridad la concesión del
culto». De aquí la «importancia capital de conservar su necesidad en las causas
de canonización».
El rigor de la ciencia y del examen teológico
Un órgano colegial constituido por cinco médicos especialistas y dos peritos de
oficio forman la Consulta médica, encargada del examen científico del presunto
milagro. El juicio de aquellos «es de carácter estrictamente científico»
--insiste monseñor Di Ruberto--, por lo cual el hecho de que sean «ateos o de
otras religiones no es relevante».
«Su examen y discusión final se concluyen estableciendo exactamente el
diagnóstico de la enfermedad, el pronóstico, el tratamiento y su solución
--enumera--. La curación, para considerarla objeto de un posible milagro, debe
ser juzgada por los especialistas como rápida, completa, duradera e inexplicable
según los actuales conocimientos médico-científicos».
El milagro puede superar las capacidades de la naturaleza en cuanto a la
sustancia del hecho, en cuanto al sujeto o en cuanto al modo de producirse.
De aquí que se distingan tres grandes milagros: la resurrección de los muertos,
la completa curación –que a veces puede presentar la reconstrucción de órganos—
de una persona juzgada incurable o la curación de una enfermedad –curable
médicamente a largo plazo— de forma instantánea.
Pero no sólo curaciones físicas pueden ser objeto de examen, sino también hechos
prodigiosos de orden técnico, como ocurrió en el caso del milagro que abrió las
puertas a la beatificación de Sor María Petkovic (Cf.
Zenit, 6 de junio de 2003).
«Si se presentan incertidumbres, la consulta suspende la evaluación y pide otros
peritos o documentaciones –continúa explicando--. Una vez alcanzada la mayoría o
la unanimidad en el voto, el examen pasa a la consulta de los teólogos».
Éstos, a partir de las conclusiones de la consulta médica, «están llamados a
identificar el nexo de causalidad entre las oraciones al siervo de Dios y la
curación o suceso técnico inexplicable, y expresan el dictamen de que el hecho
prodigioso es un verdadero milagro».
«Cuando también los teólogos han expresado y redactado su voto, la valoración
pasa a la Congregación de los obispos y cardenales quienes, tras escuchar la
exposición realizada por un “ponente”, discuten todos los elementos del milagro:
cada componente por lo tanto da su juicio, que hay que someter a la aprobación
del Papa», observa monseñor Di Ruberto.
Será el Santo Padre finalmente «quien determine el milagro y disponga la
promulgación del decreto». Éste constituye un acto jurídico de la Congregación
para las Causas de los Santos, sancionado por el Papa, «por el que un hecho
prodigioso es definido como auténtico milagro», concluye.
Fecha publicación: 2003-06-06
La intercesión de Marija Petkovic salvó la vida de submarinistas peruanos
En el accidente más grave de la flotilla de submarinos de ese país
DUBROVNIK, 6 junio 2003 (ZENIT.org).- A
la intercesión de la primera beata de la historia de Croacia, elevada este
viernes a la gloria de los altares por Juan Pablo II, varios oficiales peruanos
atribuyen la salvación de su vida en el accidente más trágico en la historia de
la flotilla de submarinos de ese país.
Para testimoniarlo, entre los 50.000 peregrinos reunidos en el puerto de
Dubrovnik, se encontraba Roger Cotrina Alvarado, el teniente del submarino «Pacocha»
que el 26 de agosto de 1988 chocó contra el pesquero japonés «Hyowa Maru», cerca
del puerto de El Callao.
Cuando el submarino comenzaba a hundirse, el entonces joven oficial se encomendó
a la intercesión de sor Marija de Jesús Crucificado Petkovic (1892-1966),
fundadora de la Congregación Franciscana Hijas de la Misericordia.
En ese momento, Cotrina Alvarado logró cerrar una compuerta interna, venciendo
con la fuerza de sus brazos la presión del agua que penetraba en el submarino.
La maniobra fue considerada «humanamente imposible» por dos comisiones, una
militar y otra vaticana, de modo que el milagro se convirtió en la puerta que
abrió el paso a la beatificación de la religiosa croata.
«Estaba al borde de la desesperación. Pensaba que todos íbamos a morir»,
comentaba este viernes en la explanada del puerto Dubrovnik.
«Me faltaba aire y entonces me puse a pensar con todas mis fuerzas en sor Marija
Petkovic. De repente, vi una luz y experimenté una fuerza inefable que me
permitió cerrar la compuerta», añade el oficial de marina, vestido con su
uniforme blanco, en el que destaca una condecoración.
Diecinueve de los oficiales atrapados junto a Cotrina Alvarado salvaron de este
modo la vida. En la tragedia murieron 6 submarinistas.
«Cuando era pequeño, conocí la historia de Marija Petkovic porque mi madre tenía
un libro sobre ella y me leía cada noche algunas páginas antes de acostarme»,
explica.
«Para mí, Marija Petkovic era una mujer extraordinaria, ayudaba a los pobres del
mundo entero, y en particular a los de América el Sur», reconoce.
Marija Petkovic, nacida en 1892 en la Korcula, en el Mar Adriático, fundó en
1920 la congregación de las Hijas de la Misericordia, y creó orfanatos y centros
de acogida a través de la antigua Yugoslavia y después en América Latina.
La beata trabajó en centros asistenciales de Argentina y Paraguay entre 1940 y
1952, antes de regresar a Roma, donde falleció en 1966.
Roger Cotrina Alvarado muestra su condecoración por haber salvado la vida de sus
compañeros en aquel momento dramático y añade: «el mérito es de ella», y señala
la imagen de la nueva beata.