VENERACIÓN A LOS SANTOS DEL CIELO
El honor que se les rinde es, en definitiva, veneración a Dios, cuyo
amor y misericordia aparece en los santos como poder creador. Negar
el culto a los santos es un desprecio de la obra de Dios.
Encontramos las primeras huellas de culto a los santos en el siglo II.
Primero se refiere a los mártires, Apóstoles y profetas (el día de la
muerte es día natalicio para el cielo: Martirio de San Policarpo 18, 3).
Desde el siglo IV se extiende a los no-mártires, a los confesores y a
las vírgenes, así como a los ángeles. Desde el principio se distingue
con claridad entre el culto a Cristo y el culto a los santos. En el
Martirio de San Policarpo (escrito hacia 156) se dice: «Adoramos a
Cristo porque es el Hijo de Dios. Amamos convenientemente a los
mártires como discípulos e imitadores del Señor por su insuperable
afecto a su Rey y Maestro» (17, 3). San Jerónimo justifica el culto y la
intercesión de los santos contra las objeciones de Vigilancio (Contra
Vigilantium, 6; Carta 109, 1). También San Agustín defiende el culto a
los mártires contra el reproche de que es adorar a hombres.
El culto a los santos se distingue tanto de la veneración natural a
las personalidades históricas, como del culto a Dios: de la primera,
porque se dirige a un hombre en razón de sus trabajos a favor de la
configuración del mundo, del segundo, porque es adoración. En el
culto a los santos es ensalzado un hombre por amor a la gloria de
Dios de la que él participa, que supera todo honor humano y sólo es
aprehensible por la fe. Ensalzamos a los santos porque reinan con
Cristo. Los santos son, por tanto, venerados por Dios. Se trascienden
a sí mismo y apuntan a Dios. Damos culto a Dios por El mismo. No
podemos ir más allá de El. En El se queda inmóvil nuestra veneración.
A El podemos y tenemos que ofrecernos sin reservas. El es el
Dominador, el Santo, el Amor, el Infinito, el Incomprensible. Sólo El, el
omnipotente Santo y Santo Omnipotente, puede santificarnos y
sanarnos, redimirnos y salvarnos. «Pero es tan radical y creadora la
gloria de Dios que brilla inextinguible no sólo en la faz del Primogénito,
sino a todos los que en El se han hecho hijos de Dios, es decir en la
faz de los santos. Por eso los amamos como a mil gotas de rocío en
que se espejea el sol. Les rendimos culto, porque en ellos nos sale
Dios al paso» (K. Adam, Das Wesen des Katholizismus, 1949, 12 ed.,
148). En el culto a los santos es aludido Dios mismo. Nada tiene que
ver, pues, con el politeísmo. Los santos no han ocupado el puesto
que dejaron los dioses antiguos. En el culto a los santos veneramos a
Dios, que se muestra poderoso en los santos, que ha vencido en ellos
el pecado y la insuficiencia hasta la raíz del ser y representa en ellos
su omnipotente santidad y su santa omnipotencia.
Terminológicamente se han consagrado los nombres de latría, para el
culto a Dios; dulía, para el culto a los santos, e hiperdulía para El culto
a la Virgen.
La invocación a los santos empieza en el siglo III. Es atestiguada por
vez primera por Hipólito de Roma (In Danielem II, 30). Orígenes explica
que con quienes rezan bien, reza no sólo el Sumo Sacerdote
Jesucristo, sino también los ángeles y las almas de los piadosos que
han vuelto a su patria. Fundamenta la intercesión de los santos en la
unión que sigue durando después de la muerte y que alcanza su
punto culminante en ella. Es también instructivo que en las antiguas
inscripciones sepulcrales cristianas se invoque la intercesión de los
muertos, y en concreto de los mártires. San Agustín trató
detenidamente la doctrina. El Concilio de Trento detuvo algunos
abusos que se habían deslizado en el legítimo culto a los santos. Se
contentó con la declaración ya aludida de que el culto a los santos es
provechoso y saludable. Con especial fuerza se desarrolló la
invocación a María.
INTERCESION/SANTOS Los santos están vueltos hacia sus hermanos y hermanas de la tierra de dos modos.
Como están inflamados del amor a Dios son entrega y disposición de servicio, ofrecimiento a Dios y a sus hermanos y hermanas todavía
peregrinos. Participan de nuestro destino y sirven a nuestra salvación con su intercesión y con su amor que regala. Primero con su
intercesión. Su oración intercesora por nosotros es una actitud caritativa con la que siguen, acompañan y recomiendan a Dios el
camino de nuestra salvación que ven inmediatamente en Dios. Es el
anhelo, nacido del amor, de que el nombre de Dios sea santificado,
de que su voluntad se cumpla en la tierra como en el cielo y los
hombres sean llevados así hacia la santidad (K. Adam, o. c. 150 y
sig.). Significa que los santos, en el amor que ofrecen
ininterrumpidamente a Dios, Amor personificado, nos abarcan también
a nosotros que somos abarcados por el amor de dIOS.
Su intercesión no intenta cambiar los consejos divinos. Dios no
puede estar indeciso. Siempre se dirige a nosotros con amor y
fidelidad invariables. Pero ha dispuesto que nosotros alcancemos la
salvación en la caridad mutua, en la cooperación e intercesión. La
oración no es un instrumento humano frente a Dios, sino un
instrumento salvador de Dios. En su eterna economía ha instituido la
oración. Concede muchas cosas por la oración y sólo por ella. El
hombre debe abrirse a Dios en la oración, reconociendo ante El su
propia necesidad de salvación y confesando la riqueza y
magnificencia de Dios.
La oración que la Iglesia y sus miembros pronuncian por Cristo ante
el Padre celestial es acogida por quienes están con Cristo ante la faz
del Padre, la llenan de la fuerza e intimidad de su amor y la llevan al
Padre como súplica purificada y santificada. Cristo sigue siendo el
único mediador. Es El por quien hablamos al Padre. Pero cuando El
acoge nuestra oración en su corazón, en su amor, y la lleva ante el
Padre, lo hace como Cabeza de todos los que están en la más íntima
comunidad con El, de todos los santos inundados de su vida. El
movimiento de este amor se comunica, por tanto, a todos. Con El
hablan la palabra de amor con que ruega al Padre por nosotros.
Todos los santos participan, pues, en el ruego de Cristo. Y así la
oración que cada cristiano dirige al Padre por Cristo se convierte en
ruego de toda la comunidad cristiana. La Iglesia se hace cargo de
este hecho en su conciencia creyente, cuando, siempre que recuerda
a su Cabeza, nombre también a los miembros (Prefacio y Canon de la
misa). Invoca su intercesión, es decir, se dirige a los hermanos y
hermanas que, plenificados, reinan con Cristo, para que acojan en su
amor este nuestro destino y digan nuestros nombres en la oración
que en Cristo ofrecen continuamente al Padre.
De modo especial pone su mano orante y confiada en las manos de
María. Mientras que el amor de María abarca a todos los cristianos, la
participación de los demás santos en el destino de la Iglesia está
determinada por las tareas que Dios les asigna en el todo del Cuerpo
de Cristo. Y así se puede suponer que algunos santos determinados
abarcan con amor especial a determinados miembros o grupos de la
Iglesia peregrinante.
El hecho de que los santos pueden orar eficazmente por nosotros
se basa, por tanto, en su comunidad con Cristo. Su fuerza creadora
es despertada y soportada por la fuerza creadora de Cristo (cfr. el
final de las oraciones).
Si la Iglesia invoca a los santos y no se dirige exclusivamente a
Jesucristo, lo hace consciente de la pecaminosidad de sus miembros.
Sólo los santos del cielo pueden pronunciar la oración como pura
glorificación de Dios con limpio amor no enturbiado por ningún
egoísmo. En la oración a los santos no es excluido ni olvidado Cristo.
Tal oración tiene el sentido de que rezamos en comunidad con ellos a
Cristo, de que ellos se unen a nuestra oración, para que sea
soportada y llevada por su amor perfecto. Su perfecta comunidad con
Cristo da a su oración una fuerza especial, que nosotros no tenemos.
Por eso podemos poner más confianza en la oración que ellos llevan a
Cristo, que en la nuestra propia, hecha sólo por nosotros. Los santos
no sustituyen a Cristo, sino que dejan brillar con pleno esplendor su
mediación.
La segunda forma, en que los santos participan en nuestra
salvación, es el amor sacrificado, que está dispuesto a regalar la
propia riqueza a los miembros afligidos de la Iglesia. Mientras que los
cristianos que peregrinan todavía por la tierra son a menudo
indiferentes y desconfiados y hasta se orillan unos a otros con envidia
y odio, los santos se regalan con toda la pureza e intimidad de su
amor, de forma que lo que les pertenece a ellos es de todos.
En definitiva, no se puede distinguir entre oración y amor como dos
funciones de la obra auxiliadora; en su realización son idénticos, pues
el amor en que los santos se dirigen a nosotros no es más que el
movimiento de adoración en el que, alabando y glorificando, se
entregan a Dios incondicionalmente para su propia plenitud y felicidad
y en él, a la vez, anhelan el reino de Dios en todas las demás
criaturas, es decir, su salvación.
El culto e invocación de los santos supone que se reconoce una
auténtica solidaridad entre los bautizados y una auténtica actividad
espiritual, una cooperación con Cristo. Donde vale la expresión de la
sola gratia y solus Christus", no puede ser aceptado el culto a los
santos. Por eso los Reformadores tuvieron que rechazarlo. La
declaración del Concilio de Trento se basa en la Sagrada Escritura, al
llamar erróneas las afirmaciones de los Reformadores.
El Concilio de Trento declaró también dogma de fe, que está
permitido y es útil venerar las imágenes y las reliquias.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA IV
LA IGLESIA
RIALP. MADRID 1960.Págs. 572-575
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