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La
historia es la
Historia de la Libertad
Por Javier Paredes Por
honradez intelectual he de manifestar que el título con el que he encabezado
este artículo lo he tomado prestado; dichas palabras están entresacadas de
un texto de Gonzalo Redondo, quien a su vez parafrasea a lord Acton, según él
mismo indica en uno de sus últimos trabajos , sin duda uno de los libros más
importantes en la historiografía de los últimos años. Y si he elegido estas
palabras, no ha sido porque la frase sea brillante o rotunda -que
evidentemente lo es-, si lo he hecho así es sobre todo por no haber
encontrado hasta ahora una definición más concisa y precisa como ésta: la
Historia es la historia de libertad.
Titular de Historia Contemporánea
Universidad de Alcalá
Sin duda, la larga introducción -127 páginas de apretadas líneas- de este
libro al que me referí en el párrafo anterior está escrita con agudeza y
claridad notables. Resulta tan difícil parafrasear sus definiciones sin
cambiar su mensaje, ya que en todas ellas además de no sobrar ni faltar
ninguna palabra se usan de un modo muy preciso, que es preferible citar
textualmente: La Historia -sostiene Redondo- es el estudio y correspondiente
comprensión de la libertad del hombre, pues el objeto propio de la Historia
es el estudio de los actos humanos, y no hay acto humano sin libertad. También
corresponde a la Historia el análisis de la acción libre del hombre ante lo
que se presenta como imperado, ya sean los actos que se derivan de naturaleza
animal -los que suelen denominarse actos biológicos o actos del hombre- o de
los que guardan relación con la influencia que sobre él ejercen los demás
hombres o cosas que le rodean y con los que mantiene un obligado contacto y
trato. (...) La Historia es la historia de libertad. Es la historia del
progresivo conocimiento que el hombre tiene de lo que es su libertad; de la
progresiva querencia de su libertad; de los esfuerzos humanos por la ampliación
progresiva del marco en que el hombre pueda vivir su libertad .
Sostener que la Historia es la historia de la libertad equivale a adoptar una
posición, califíquese a ésta como se quiera: doctrinal, ideológica,
intelectual o filosófica. Y en principio, no parece que sea ilegítimo
hacerlo. Salvo que se juzgue conveniente emprender el recorrido histórico de
un modo errático, habrá que servirse de algunos puntos de referencia. Así
pues, resulta que siempre hay que tomar postura, porque en el núcleo del
objeto de la Historia se encuentra inevitablemente la libertad. Y para poder
conceptuar la noción de libertad es imprescindible creer en ella, tomar
postura aunque sea por una determinada especie de libertad, se apellide ésta
como cada uno lo crea conveniente.
Claro que esto obliga a definir en qué libertad cree cada uno; o si se
quiere, por estar indisolublemente unido, qué concepción del hombre se
encuentra en las categorías mentales de cada historiador. Esto es, si el
investigador concibe al hombre como individuo, como parte de un colectivo o
como persona. Sin duda, de comprender al hombre de uno de estos tres modos se
hará una Historia u otra. Pues bien, a definir todos estos conceptos
dedicaremos las próximas páginas.
Junto con estos tres conceptos habrá que analizar también el ámbito sobre
el que opera la libertad, que no es otro que esa herencia recibida que los
hombres en uso del libre albedrío pueden rechazar frontalmente, transformarla
o conservarla intacta. Semejante exigencia dirigirá nuestra atención hacia
las nociones de tradición y tradicionalismo.
1.- Los presupuestos ideológicos de las sociedades contemporáneas.
Frente al corporativismos del Antiguo Régimen, a finales del siglo XVIII se
formularon unas nuevas propuestas de organización social. En términos
generales, se puede afirmar que tras el ensayo del individualismo decimonónico,
se recurrió a la experiencia colectivista del siglo XX. En definitiva, si
intentaron organizar dos modelos de sociedad, que partían de unas
determinadas maneras de entender lo que era el hombre.
En nuestra cultura occidental sólo caben tres posibilidades o tres modos de
autocomprenderse el hombre: o uno se sabe persona, o individuo o partícula de
un colectivo. Por lo tanto, nos detendramos a analizar estas tres concepciones
del hombre pero de un modo conjunto, porque la descripción de cada una ellas
nos servirá mejor para entender las otras dos. La razón es bien sencilla, en
buena medida las propuestas que cada una hace de como se debe entender al
hombre son a la vez la negación de lo que proponen las otras.
Por lo demás, este es el debate crucial de nuestro mundo contemporáneo. Y en
él las diferencias son tan importantes, como en algunos casos
irreconciliables, desde un punto de vista teórico. Que esas diferencias
deriven a veces en radicalismos que levanten -por desgracia- la bandera de la
intolerancia y de la exclusión es cuestión tan lamentable como antigua, y en
la que no es caso entrar en este momento. Baste decir, que las tres
concepciones mencionadas, en las que cabe matizar todo lo que se quiera,
invitan necesariamente a la elección. Y, naturalmente, las consecuencias que
se derivan de adoptar una u otra concepción engendran mundos bien distintos y
en ocasiones antagónicos.
Procedamos, pues, a definir cada una de estas tres concepciones, no sin antes
hacer una advertencia sobre el estilo con el que se redactan las próximas páginas.
Entraremos en los párrafos siguientes en las zonas próximas al pensamiento
filosófico, donde el análisis discurrirá por derroteros puramente teóricos,
radicales si se quiere en el sentido propio de este término porque tratan de
buscar las raíces nutricias de los conceptos filosóficos. La Historia es más
compleja, más humana, y por lo tanto distinta, por cuanto el hombre -su
protagonista- no es un ente de razón. Ahora bien, no cabe duda que su
comportamiento obedece a pautas teóricas, que no hay modo de expresarlas más
que de una forma descarnada, teórica o radical, según se la quiera llamar.
2.- El individualismo
Como es sabido, la concepción del hombre como individuo se gesta a través de
un largo proceso cultural, que culmina y triunfa políticamente en el siglo
XIX, con la implantación del sistema liberal, o si se quiere en beneficio de
una mayor precisión con el asentamiento de la ideología liberal-progresista,
a la que igualmente se puede uno referir con la designación de la cultura de
la Modernidad.
Pues bien, autocomprenderse como individuo exige la aceptación de los
siguientes presupuestos:
a.- El hombre es un ser autónomo e independiente, y por lo tanto se puede dar
a sí mismo sus propias leyes sin necesidad de consultar a instancias
superiores, por la sencilla razón de que no se admite la existencia de esas
instancias.
b.- El hombre-individuo no recibe de nadie su naturaleza, pues se hace en la
constante realización de actos libres; o si se quiere, la naturaleza del
individuo se identifica con la libertad, lo que equivale a afirmar que el
hombre es libertad, no que tenga libertad. Matiz éste último, que los filósofos
consideran definitivo y diferenciador.
c.-Si el hombre-individuo, en principio no es nada, puesto que su esencia es
la libertad y su naturaleza consiste en ser pura posibilidad en el origen, en
consecuencia se realizará en el tiempo al compás de la ejecución de sus
propios actos. Y en total concordancia con lo anterior, no admitirá ninguna
responsabilidad que le frene en la acción, puesto que cree realizarse en
mayor grado, como hombre, en la medida que realice un mayor número de actos.
d.-Al mismo tiempo, el hombre-individuo actúa con la seguridad de que haga lo
que haga nunca se equivoca -de otro modo, el temor al fracaso restringiría su
activismo-, dado que parte del principio de que la Humanidad camina,
indefectiblemente, hacia el progreso.
Entre historiadores, pocos como Gonzalo Redondo se han ocupado con tanta
agudeza de esta cuestión. La cita literal de esta autor es obligada y casi
inevitable, pues no es posible alterar una línea sin cambiar las nociones que
se quieren expresar: En la autocomprensión del hombre como individuo se opera
un cambio sencillamente capital. Pues el hombre llega a pensarse como puro ámbito
de incomunicabilidad -precisamente uno de los elementos constitutivos de la
persona-; pero nada más que como dicho ámbito incomunicable. Ni depende de
nadie, ni tiene obligaciones respecto a nadie. A lo más, en el mejor de los
casos, cabría admitir una dependencia inicial, creativa; pero en modo alguno
una dependencia actual y constante. La negación -o la inoperatividad- de la
relación originaria, el rechazo de un Creador implica de forma obligada el
rechazo de la naturaleza inmutable y de la similitud de su naturaleza con la
de los demás hombres.
En consecuencia, la libertad -vinculada a la naturaleza en el caso del
hombre-persona, aunque distinta de tal naturaleza- viene de alguna forma a
ocupar el lugar de esa naturaleza negada. Por más que no exactamente. Pues el
hombre, cuando se entiende como individuo, elimina la libertad como medio de
desarrollar su naturaleza -de ser cada vez más íntegramente persona- y pasa
a considerarse como haz apretado de múltiples actos libres: actos libres, sin
embargo, de obligada realización por cuanto justamente al realizarlos
"se realiza", llega a ser real el hombre. Pues previamente no es
nada. El hombre como individuo es un simple e inevitable fieri.
Como consecuencia derivada de los planteamientos anteriores, la sociedad
compuesta de este tipo de hombres no puede ser otra que el caos -dicho sin
ningún tono peyorativo-. Me refiero al caos de la sociedad en sentido propio,
por cuanto el hombre-individuo rechaza de plano cualquier ordenación previa,
tanto en el orden personal como social. En pura lógica, en la cultura de la
Modernidad, por no admitirse ninguna norma superior o exterior que establezca
una mínima homogeneidad, con valor universal entre sus componentes, por
cuanto se concibe al individuo como un ser radicalmente autónomo, el conjunto
no puede ser un sumando por tratarse de cantidades heterogéneas.
En esta línea de pensamiento, en la que queda excluida la norma superior y
transcendente al hombre, no pueden acampar las verdades universales e
inmutables , admitidas por todos los hombres sobre la base de poseer una misma
naturaleza común, como sostiene el hombre-persona. Así las cosas, las
verdades inmutables se sustituyen por una concepción dialéctica, en la que
la verdad sólo lo es de un modo coyuntural, por reconocerla sólo categorías
sociológicas.
En consecuencia, la teoría del conocimiento de este sistema desplazará a la
verdad, para que ocupe su lugar la opinión. Según René Rémond, es
justamente su teoría del conocimiento lo que permite calificar al liberalismo
como una filosofía: El liberalismo cree en el descubrimiento progresivo de la
verdad por la razón individual. La mente individual debe buscar la verdad y
se desprenderá entonces poco a poco, por la confrontación de pareceres, una
verdad común y variable. Una vez establecida esta verdad se la podrá
desbancar por otra y el proceso se podrá repetir cuando veces se considere
oportuno, puesto que se opera en el reino, no de la verdad, sino de la opinión.
Por su parte, -sostiene Redondo- la consecuencia última y no sorprendente de
este planteamiento es el rechazo, por parte del hombre-individuo, de toda
responsabilidad posible, por cuanto cualquier responsabilidad que se le
pudiera imponer (incluso como consecuencia de uno de los actos libres a
realizar obligadamente) implicaría una limitación en el momento siguiente de
su actuar. En ese momento siguiente podría hacer todo, menos precisamente
aquello a lo que ya hubiera quedado vinculado. Al irle la realización de su
vida de la plenitud de un hacer siempre libre, no puede correr el riesgo de
quedar ligado a nada. Cualquier ligazón, cualquier responsabilidad implicaría
una disminución en su ser hombre.
3.- El colectivismo.
La realidad social y política mostró la imposibilidad de establecer
cualquier tipo de organización social armónica, a base de yuxtaponer
elementos incomunicables. Esto fue lo que forzó el cambio de rumbo de las
sociedades liberales, en torno a la segunda mitad del siglo pasado. Por
entonces, se dejó ver en toda su crudeza la contradicción intrínseca de la
ideología liberal-progresista. La convivencia y el orden fueron imposibles
entre individuos radicalmente libres. Comenzó, entonces, a admitirse como una
posible solución al conflicto la afirmación de que el individuo era sólo la
parte de un todo. Quedaba así planteada la conexión y, en definitiva, la vía
abierta a la evolución del individualismo hacia el colectivismo.
Al igual que el hombre-individuo, el hombre-colectivo en origen no es nada,
por lo que igualmente es preciso negar el concepto de creación divina. Ahora
bien, así como anteriormente veíamos que el hombre-individuo se realizaba en
la ejecución de una serie de actos libres, el hombre-colectivo encuentra esa
misma realización en el conjunto de obligaciones que debe asumir o de
necesidades que se le imponen para que llegue a ser.
En el caos del hombre-colectivo, -seguimos de nuevo a Redondo- la radicalización
de sus presupuestos nos permite ver que las necesidades aludidas tienen dos
notas que las configuran. Son primero, necesidades de un orden estrictamente
natural. Eliminando en este planteamiento (y esta eliminación es obligación
imperiosa) todo resto de sentido transcendente, cabrá entender tantas
necesidades definitorias como puntos de vista desde los que sea considerado lo
natural humano: necesidad que se deriva del puesto que el hombre ocupa en el
proceso productivo de bienes materiales; o necesidad en razón de su vinculación
a una raza; o bien -tercera posibilidad, aunque no última-, necesidad en
cuanto manifestación de lo que la colectividad sienta de forma instintiva. En
cualquier caso, todas estas necesidades proclamadas hacen patente su común raíz
natural, materialista.
La segunda nota que afecta a esta necesidad imperada es que -sea cual sea- se
presentará al hombre como la norma, pauta o ley a la que obligadamente ha de
sujetarse si es que quiere algún día llegar a ser dentro del colectivo (y
permitir así que este mismo colectivo sea). La norma transcendente que
afectaba al hombre como persona, se ha transformado en norma inmanente; y,
como tal, de más rígido e inexorable acatamiento. Tanto es así, que se le
podrá compelir a que la cumpla, a que acate la necesidad proclamada. Y todo
procedimiento será bueno para obligar al hombre-colectivo a esta aceptación.
Incluso, si es preciso, la eliminación física en razón de su condición de
partícula asocial que se opone al crecimiento armónico del gran todo
colectivo.
Fue a partir del período de entreguerras cuando se aplicó en todo su rigor
la interpretación colectivista. Dicha concepción, en sus distintas
modalidades políticas, coincidieron en anular a la persona, por considerar sólo
objeto de su interés lo colectivo: la clase, la nación, la raza, el partido
y, en definitiva, el Estado. En beneficio de la unidad, la intolerancia agostó
el pluralismo, por cuanto la verdad dejó de ser la meta a la que se debería
tender objetiva e imparcialmente, para convertirse en una fórmula, dictada
oficialmente desde el poder, y ante la que no cabía más actitud que la del
acatamiento.
Se había llegado así a la culminación de un proceso cultural, que por
entonces sólo entendía de soluciones absolutas y definitivas: el Reich nazi
de los mil años, o el sempiterno y universal comunismo de Rusia. Sería
excesivo y falso atribuir toda la responsabilidad a personajes
individualizados como Hitler o Stalin; en algún sitio he escrito que ni el
primero fue un loco que engañó a muchos cuerdos, ni el segundo un tirano sin
cómplices. Europa, en su debilidad, les dejó hacer, afectada parte de ella
como estaba de los mismos principios filosóficos, que en aquellos años se
hicieron realidad política con la mayor crudeza y radicalismo imaginables.
4.- La concepción del hombre como persona.
Se suele calificar a la persona -utilizo una vez más párrafos de la
comunicación de Gonzalo Redondo en el Congreso Internacional sobre Las
individualidades en la Historia- mediante dos notas determinantes: la persona
es un ámbito de incomunicabilidad -es ella y no otra-; y a la vez, por
paradoja, obligadamente comunicable. Se es persona en la relación de donación,
en la transcendencia, en el salir de sí.
Cuando el hombre se autoentiende como persona, se sabe en posesión de una
naturaleza inmutable -el ámbito de incomunicabilidad que le hace precisamente
hombre y no otra cosa- y a la vez dotado de una libertad -en unión íntima
con la naturaleza indicada, pero distinta de ella- mediante la cual se
relaciona con todo lo demás que existe en torno a él: Dios y el mundo.
Por cuanto no se da el hombre la naturaleza a sí mismo -no se puede dar el
ser cuando aún no es-, el hombre como persona entiende que la naturaleza de
que dispone es recibida. El hombre puede participar, colaborar, en la producción
de la naturaleza del otro; pero no crear a se la naturaleza propia ni la
ajena. La identidad esencial que tan fácilmente se capta entre las
naturalezas de los distintos hombres permite deducir -y se ha de disculpar lo
sintético del razonamiento- un Creador común para todas ellas -Dios- y una
ordenación básica -común también- que afecta por igual a todos los
hombres: ley, norma, pauta, etc.
En consecuencia, frente a la concepción individualista, la persona se sabe
criatura y por lo tanto se considera un ser dependiente de Dios, su creador, a
quien debe su existencia. Y a la vez que reconoce que su naturaleza es
recibida, percibe esa identidad esencial en el resto de los demás hombres; o
lo que es lo mismo, descubre la existencia de un Creador común para todos. La
deducción es inmediata: existe, también, una ley común para todos. Por
tanto, y frente a los planteamientos de la cultura de la Modernidad, que
afirman que el hombre es libertad, la persona sostiene que "tiene"
libertad, no que su esencia, que su naturaleza en definitiva sea la libertad.
Pues bien, autocomprenderse como persona equivale a asumir que se tiene una
libertad posible, ni omnímoda ni radical, y que por lo tanto se pueden
realizar actos propios, a los cuales queda ligada la persona y obligada en
virtud de la responsabilidad. En este sentido, se afirma que la persona es
agente de la Historia, por cuanto en la aceptación o modificación de la
herencia recibida ella misma, en su actuar libre, se incorpora al curso de la
Historia y se engancha a ella por medio de unas realizaciones, que siendo
suyas, no se confunden con ella, es decir con su naturaleza como sucedía en
ese fieri del hombre individuo.
Por otra parte, autocomprenderse como persona implica que tampoco el hombre se
disuelve en el colectivo, al tener que acatar una norma impuesta desde la
inmanencia y expresada en sus términos precisos por hombres bien concretos,
que por lo demás suelen utilizar métodos más drásticos que el de la simple
persuasión o el debate intelectual. La persona se guía por medio de su
conciencia, es decir su capacidad de conocer y de poner en práctica lo común
a todos los hombres desde su individualidad. En consecuencia, la concepción
del hombre como persona implica que sus derechos fundamentales emanan de su
naturaleza y son invariables, sin que haya necesidad de que autoridad política
alguna se los conceda por cuanto ya los posee, cosa distinta es que que dicha
autoridad se los reconozca y los proteja.
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1 Historia de la Iglesia en España 1931-1939. Tomo I. La Segunda República
1931-1936. Madrid 1993. Editorial Rialp
2 Redondo, G.; Historia de la Iglesia... Tomo I. Ob. cit., Pp. 15-16.
3 : Redondo, Gonzalo. La persona agente de la Historia en Las individualidades
en la Historia. Actas de las II Conversaciones Internacionales de Historia.
Pamplona 1985.