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Tres
dimensiones
de las personas
Julián Marías
CREO percibir una curiosa estratificación en tres
niveles en la mayoría de las personas. Por supuesto en España, que es lo que
mejor conozco y de lo que me siento relativamente seguro; pero me parece que
esto se podría extender sin grandes diferencias a toda Europa y acaso a todos
los países occidentales.
Sorprende la frecuente ignorancia de muchas cosas de las que apenas se tiene una
noción clara, precisamente a causa del inmenso número de «informaciones» que
los medios de comunicación prodigan todos los días, y que rebasa la capacidad
de asimilación, no digamos de reflexión, por los individuos. El resultado es
lo que podríamos llamar un «estado de error» muy difundido. Se oyen, se leen
innumerables manifestaciones de las que habría que decir que son absurdas.
Llevo medio siglo diciendo que el absurdo es parásito del sentido. Absurdo es
lo que no tiene sentido o no tiene buen sentido; el sentido, claro es, es lo
primario, lo que hace posible el particular absurdo; del mismo modo, la
falsedad, la mentira, son parásitos de la verdad; son «lo que no es verdad».
En otros tiempos los hombres recibían muchas menos invasiones de decires,
opiniones, noticias. Sus mentes eran seguramente más pobres, pero más propias,
diríamos más «limpias». No se puede negar el inmenso beneficio y
enriquecimiento que la situación actual significa, pero no se pueden ocultar
sus consecuencias: esta es la situación y con ella tenemos que habérnoslas.
Por debajo de lo que se dice o se piensa -si es que se piensa-, hay algo más
hondo y por supuesto más grave: lo que se hace. Las conductas de nuestros
contemporáneos dejan mucho que desear; hacen «en su mayoría» muchas cosas
que son también absurdas, algunas resueltamente inmorales; quiero decir que en
el fondo no pueden aceptar, de las que no podrían dar justificación, con las
que no podrían en serio solidarizarse. Es penoso ver lo que reflejan muchos
escritos, entrevistas, coloquios, reuniones de gentes que muestran una realidad
que no responde a lo que podría ser una norma general. El imperativo categórico
de Kant consistía en exigir que lo que se hace fuese querido como una norma
general de la naturaleza. ¿Podrían aceptar este punto de vista las
innumerables personas que descubren sus opiniones, proyectos y conductas en
nuestros días?
Estas consideraciones, que me parecen bastante evidentes y poco discutibles,
resultan desoladoras, y son muchos los que, al caer en ello, tienen una visión
desconsolada de nuestro tiempo. ¿Es esto todo? Creo que no. Hay una tercera
dimensión, la más honda, que puede resultar bien distinta. Tengo la impresión
de que una gran mayoría de las personas cuya actitud he intentado caracterizar
son, a pesar de todo, «buenas personas». Reciben innumerables estímulos
exteriores; tienen poca capacidad de reacción; se dejan llevar -hay un elemento
decisivo e inquietante de pasividad-. En el fondo no son eso que dicen, opinan,
incluso hacen. «Otra les queda dentro». Si se quedan algún momento solas,
quiero decir, consigo mismas, si se miran a ese espejo invisible que todos
llevamos dentro, descubren, probablemente con sorpresa, que hay algo más. Creo
en la bondad, sin duda relativa, vacilante, amenazada, de la mayoría de las
personas de nuestro tiempo. En algunos aspectos es evidente: en el mundo actual
existe un fuerte sentido de solidaridad; duelen los males de gentes ajenas,
remotas, que en otros tiempos no afectaban a la sensibilidad de los países más
prósperos. Poco importa que no se vean las causas de esos males, que se
atribuyan a lo que no los causa, que se deslicen opiniones injustas y, una vez más,
absurdas. La solidaridad, la capacidad de compartirlos, es notoria.
La realidad humana es tornasolada; tiene aspectos y matices múltiples, que
parecen ser contradictorios, y lo son, ante la razón abstracta, pero no si se
los mira con el instrumento de la razón vital e histórica. Justamente con él
se pueden comprender muchas cosas, que a primera vista son incomprensibles. Esa
razón es la que en definitiva actúa en las personas, aunque no lo sepan, y eso
les permite vivir, seguir viviendo, en medio de contradicciones y conflictos. Es
lo que a última hora permite que el mundo siga bastante bien, a pesar de todo
lo que parecería destructor. A eso que late en el fondo de todas las personas
se solía llamar «conciencia», palabra en desuso; me refiero a lo que se
llamaba conciencia moral; este concepto es un poco estrecho: sería mejor decir
conciencia personal. Cuando el hombre se siente persona y actúa como tal,
descubre una voz extraña que lo orienta, rectifica muchos errores de opinión o
de conducta y le permite seguir viviendo, lo que quiere decir esperando,
confiando, contando con algo que puede ser bueno.
Pero hay dos formas de personas: hombres y mujeres; lo que acabo de decir es válido
para todos ellos, porque son todos personas; pero la persona masculina es
sustancialmente distinta de la persona femenina. Tengo la impresión -no son
posibles las estadísticas- de que los hombres son más susceptibles de padecer
la exposición a las opiniones y usos ambientes que las mujeres. Estas, por
estar más interesadas en la vida inmediata, que es personal, conservan una
dosis de libertad frente a las presiones exteriores; se interesan más por lo
que «es» que por lo que «pasa». Posiblemente tienen mayor aptitud para
escuchar esa voz de la conciencia, lo cual se refleja en una mayor frecuencia de
bondad. Un peligro es que cierto número de mujeres no estén contentas de
serlo, no se instalen con alegría y entusiasmo en su verdadera condición. Las
consecuencias de esto son muy graves. Su superación puede abrir ancho camino a
la esperanza.
En todo caso, se puede esperar que nuestros contemporáneos descubran y afirmen
ese tercer estrato en el que pueden encontrarse a sí mismos, ser quienes son y
no lo que les dicen que son o deben ser. Una vez más, la condición de la vida
humana es la libertad, que depende de la fidelidad escrupulosa a la verdad, a lo
que las cosas son, y todavía más a esa realidad que no es cosa, sino persona.
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Julián Marías es de la Real Academia Española