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La cuestión de los embriones
congelados
Las modernas técnicas de fecundación artificial han planteado, desde sus comienzos, delicados problemas morales; entre éstos están emergiendo con urgencia dramática los relacionados con la crio-conservación de los embriones
Una
lógica de muerte
Los embriones concebidos in vitro en número que excede la posibilidad de una
transferencia simultánea al cuerpo materno (los así llamados embriones
supernumerarios) se congelan con vistas a una repetición de la embryo
transfer en el caso, no infrecuente, de fracaso de la primera tentativa o de
su postergación. Otras veces son congelados en espera de poder transferirlos a
una madre sustituta, que llevará a término el embarazo por encargo de una
pareja extraña, o bien para dar tiempo de realizar exámenes genéticos sobre
algunas células embrionales, y poder así transferir solamente embriones de
alta calidad, eliminando los defectuosos; o, finalmente, para tener reservado un
precioso material viviente, que pueda ser usado en experimentos o para otros
fines instrumentales.
Las técnicas de crio-conservación fueron elaboradas en los primeros años 70
con animales, y sólo en la década siguiente se aplicaron al hombre: hasta
entonces, los embriones no transferidos se destruían o empleaban en
investigaciones. Sin embargo, estas técnicas implican aún hoy un notable
riesgo para la integridad y la supervivencia de los embriones, ya que la mayoría
de ellos muere o sufre daños irreparables, tanto en la fase de congelación
como en la de descongelación. Además de estos efectos inmediatos, recientes
estudios sobre modelos animales han mostrado, en adultos provenientes de
embriones congelados, diferencias significativas en aspectos morfo-funcionales y
del comportamiento.
No obstante estos alarmantes datos bio-médicos, la mayor parte de las leyes
existentes no pone límites al número de embriones que se pueden producir en
una fecundación in vitro. Por lo tanto, la situación más común es que se
tenga un surplus de embriones, cuya crio-conservación es generalmente
consentida para la transfer en la misma madre genética, pero a veces también
para donación o experimentación. A este propósito conviene recordar que en
Gran Bretaña, por ejemplo, no sólo se admiten la investigación y los
experimentos con embriones supernumerarios que provienen de intervenciones de
procreación artificial; también es posible la producción y la conservación
de embriones con exclusiva finalidad científica.
Por el contrario, la ley alemana, una de las más rigurosas y coherentes en la
tutela del embrión, prohíbe la extracción de más ovocitos de los necesarios,
así como la fecundación de más de tres de ellos cada vez. Los ovocitos
fecundados deben ser transferidos a la madre genética a fin de evitar el
surplus de embriones mientras la crio-conservación de embriones sólo se admite
cuando es absolutamente necesario diferir la transferencia a la madre.
El aspecto más inquietante del problema es el destino de los embriones. Las
legislaciones que admiten la crio-conservación de embriones, para evitar los
intrincados problemas jurídicos que podrían surgir en torno a estos hijos
congelados y, frente a la duda acerca de los efectos de la congelación,
generalmente indican como duración máxima de la crio-conservación -que varía
según el país- de uno a cinco años. Lo cual significa que, en adelante, cada
año serán destruidas decenas de millares de embriones que no se han utilizado;
millares de existencias inocentes serán truncadas por ley. Se trata de una catástrofe
pre-natal, un homicidio no simplemente tolerado, sino programado y ordenado por
el legislador civil, transformado -como el antiguo Faraón- en instrumento de
una perversa lógica de violencia y de muerte.
Los derechos del embrión
El punto ético-jurídico fundamental se encuentra en el reconocimiento de la
cualidad humana del embrión y, por ende, en la convicción de que «el fruto de
la generación humana desde el primer momento de su existencia, es decir, desde
la formación del cigoto, exige el respeto incondicional que moralmente se debe
al ser humano en su totalidad corporal y espiritual. El ser humano debe ser
respetado y tratado como persona desde su concepción y, por lo tanto, desde ese
momento se le deben reconocer los derechos de la persona, entre los cuales, ante
todo, el derecho inviolable a la vida que tiene todo ser humano inocente».
La praxis corriente, en cambio, se funda en la negación de la pertenencia de
los embriones, y sobre todo de los embriones precoces, al número de los seres
humanos. Esta negación ha sido subrayada en la ambigua noción de pre-embrión
propuesta por la conocida embrióloga A. McLaren en 1986, noción acogida
triunfalmente por el mundo para-científico, y que ahora se está abriendo
camino también en el mundo médico. El uso de la noción de pre-embrión es
ideológico e instrumental y parece tener como fin la justificación a
posteriori, de una praxis manipuladora que de ningún modo se quiere abandonar.
En cambio, desde nuestro punto de vista, se debe reconocer la auténtica
humanidad del embrión, aunque todavía no se vea plenamente desplegada su
personalidad. Por esto, la obtención con técnicas artificiales de un embarazo
a término no justifica ni la formación de un número excesivo de embriones ni
su reducción mediante el aborto cuando se hayan implantado en número demasiado
grande ni la previa selección eugenética ni su congelación.
Los defensores de la crio-conservación dicen que la congelación salva a los
embriones frescos de la destrucción, cuando no se los puede transferir por
dificultades surgidas o por exceso de número. Pero el salvamento sería auténtico
si después se garantizara a cada embrión la posibilidad de reiniciar su camino
de diferenciación y perfeccionamiento hacia la madurez y el nacimiento.
Desgraciadamente, el limbo de vida en suspenso al cual los sujeta la congelación
frecuentemente se transforma en antesala de la muerte. La misma pretendida
inocuidad de la crio-conservación es desmentida, como se ha visto, por la
realidad clínica. No tiene valor para cambiar este juicio la afirmación de que
la pérdida de embriones es un hecho transitorio, ligado a las actuales
imperfecciones de las técnicas, pero que mejorarán con el tiempo: no se pueden
aplicar al hombre técnicas en fase experimental, antes de haberlas
perfeccionado con los animales, y en consecuencia, no se pueden lícitamente
crear surplus de embriones que ni siquiera se pueden conservar con suficiente
margen de seguridad.
Finalmente la congelación, prescindiendo de la peligrosidad de la metodología
para la integridad y la supervivencia del embrión, constituye en sí misma una
lesión de la dignidad de la criatura humana y del derecho del embrión a
desarrollar su teleología inmanente y de proceder con autonomía hacia su
propio fin. La congelación bloquea el devenir de esta existencia y podría ser
justificada -entramos en el campo de lo futurible- solamente si fuera el único
medio para tutelar la subsistencia de una vida naciente que se encontrara
accidentalmente en peligro, pero no ciertamente si es puesta directamente en
peligro por nuestras insensatas manipulaciones. La destrucción de criaturas
inocentes, inherente a ciertos procedimientos (fecundación extra-córporea y
congelación, en particular), no puede ser el precio a pagar para hacer nacer
otros, si no es en una óptica teleológico-utilitarista que privilegia sobre
todo la obtención de un resultado; y que no atribuye al embrión precoz ningún
valor, o un valor inferior al de un feto llegado a término, según la
inaceptable idea de una gradualidad en el valor de las vidas humanas.
A la luz de estas reflexiones permanece dramática y actual la condena que la
instrucción Donum vitae hizo de la congelación de embriones porque «aunque se
haga para garantizar una conservación del embrión vivo -crio-conservación-
constituye una ofensa al respeto que se debe a los seres humanos, en cuanto los
expone a graves riesgos de muerte o de daño para su integridad física, los
priva por lo menos temporalmente de la acogida y de la gestación materna y los
pone en una sitaución susceptible de ulteriores ofensas y manipulaciones».
El Santo Padre, después de un llamamiento a la grave responsabilidad de los
científicos, en el mismo discurso se dirige así a los juristas y a los
gobernantes: «Mi voz se dirige también a todos los juristas para que se ocupen
a fin de que los Estados y las instituciones internacionales reconozcan jurídicamente
los derechos naturales del mismo surgir de la vida humana y además se hagan
tutores de los derechos inalienables que los millares de embriones congelados
han adquirido, intrínsecamente, desde el momento de la fecundación. Los mismos
gobernantes no pueden substraerse a este empeño, para que desde sus orígenes
se tutele el valor de la democracia, la cual hunde sus raíces en los derechos
inviolables reconocidos a cada individuo humano».
¿Qué hacer con los embriones congelados?
Las actividades de manipulación de embriones y las aberrantes disposiciones
legislativas que las consienten se inscriben en la mentalidad distorsionada que
preside muchas prácticas de reproducción artificial. En particular, la
fertilización in vitro, violando la inseparable conexión entre los gestos del
amor encarnado de los esposos y la transmisión de la vida, oscurece el
significado profundo del generar humano. No es, por tanto, lícito producir
embriones in vitro y muchos menos producirlos voluntariamente en número
excesivo, de modo que sea necesaria la crio-conservación. Ésta parece ser la
única respuesta razonable a la cuestión de la congelación embrional y en tal
sentido el Santo Padre ha interpelado a los hombres de ciencia. Sin embargo, el
modo antinatural en que estos embriones han sido concebidos y la antinaturales
condiciones en que se encuentran, no pueden hacernos olvidar que se trata de
criaturas humanas dones vivientes de la Bondad divina, creados a imagen del
mismo Hijo de Dios. Se nos pide entonces cómo intervenir para salvar estas
criaturas, resolviendo de modo éticamente aceptable el desagradable dilema.
Una vez que los embriones son concebidos in vitro, existe por cierto la obligación
de transferirlos a la madre y solamente ante la imposibilidad de una
transferencia inmediata se podrían congelar, siempre con la intención de
transferirlos apenas se hayan presentado las condiciones. En efecto, el seno
materno es el único lugar digno de la persona, donde el embrión puede tener
alguna esperanza de sobrevivir, reanudando espontáneamente los procesos
evolutivos artificialmente interrumpidos. También aquellos que -en contraste
con la moral católica- considerasen justo recurrir a métodos extra-corpóreos
no podrían eximirse de respetar ese mínimo ético que está constituido por la
tutela de la vida inocente. Ni siquiera en caso de divorcio el marido podría
oponerse a la petición de la esposa de recibir los embriones ya concebidos
pues, una vez que la vida humana ha comenzado, el progenitor no tiene ningún
derecho de oponerse a su existencia y desarrollo. El embrión, de hecho, no
obtiene su derecho a existir de la común acogida de sus progenitores, de la
aceptación de la madre o de una determinación legal, sino de su condición de
ser humano. Hay que poner de relieve, por otra parte, que en un embarazo
diferido, el significado de la procreación, en su compleja dinámica antropológica,
es ulteriormente turbado y trastornado: la escisión artificiosa entre unión
sexual (cuando ha tenido lugar) y concepción, ya drástica e inaceptable en las
técnicas extra-corpóreas, se hace máxima en el caso de la implantación de un
embrión crio-conservado.
Si no se puede encontrar a la madre, o ésta rechaza la transfer, algunos
autores, incluso católicos, han considerado la posibilidad de transferir los
embriones a otra mujer. Se trataría de una adopción prenatal diferente de la
maternidad sucedánea y de la fecundación heteróloga con donación de
ovocitos: aquí no se daría una lesión de la unidad matrimonial ni un
desequilibrio de las relaciones de parentesco pues el embrión se encontraría,
desde el punto de vista genético, en una misma relación con ambos padres
adoptivos. Los vínculos más intensos y profundos establecidos entre quien es
adoptado antes de nacer y los padres adoptivos, tendrían que atenuar algunos
problemas psicológicos que se observan en las adopciones tradicionales,
mientras se exaltaría el sentido de la adopción como expresión de la
fecundidad del amor conyugal y fruto de una generosa apertura a la vida, que
lleva a la acogida en el seno de una familia de hijos privados de padres o
abandonados, y sobre todo de los abandonados a causa de minusvalía o
enfermedad.
La solución, sugerida como extrema ratio para salvar los embriones abandonados
a una muerte segura, tiene el mérito de tomar en serio el valor de la vida, si
bien frágil, de los embriones y de aceptar con valentía el desafío de la crio-conservación
buscando limitar los nefastos efectos de una situación desordenada. Sin
embargo, el desorden dentro del cual discurre la razón ética marca
profundamente las tentativas mismas de solución. En efecto, no se pueden
silenciar los graves interrogantes que provoca está solución y, de modo
particular, el temor a que esta singular adopción no logre substraerse a los
criterios eficientistas y deshumanizantes que regulan la técnica de la
reproducción artificial: ¿será posible excluir toda forma de selección, o
evitar que se produzcan embriones en vista de la adopción? ¿Es imaginable una
relación transparente entre los Centros que producen ilícitamente embriones y
los Centros donde éstos serían y los Centros donde éstos serían lícitamente
transferidos a madres adoptivas? ¿No se corre el riesgo de legitimar e incluso
promover, inconsciente y paradójicamente, una nueva forma de cosificación y
manipulación del embrión y, más en general, de la persona humana?
En el caso de los embriones congelados tenemos un ejemplo impresionante de los
inextricables laberintos en los que se aprisiona una ciencia cuando se pone la
servicio de intereses particulares y no del bien auténtico del hombre, únicamente
al servicio del deseo y no de la razón. Por ello, frente al alcance de las
cuestiones en juego -cuestiones de vida o de muerte- el pueblo cristiano siente
con más fuerza que nunca la misión, que el Señor le confió, de anunciar el
evangelio de la vida y se compromete, junto con todos los hombres de buena
voluntad, a responder a las problemáticas emergentes con soluciones incluso
audaces, pero siempre respetuosas de los valores de las personas y de sus
derechos nativos, sobre todo cuando se trata de los derechos de los débiles y
de los últimos.
P. Maurizio FAGGIONI,
Original
publicado en L'Osservatore Romano
23 de julio de 1996
Traducción de ARBIL