El
primado de Pedro
El ejercicio
del Primado romano ha estado lógicamente condicionado, a lo largo de los
siglos, por las circunstancias históricas. Desde la primera hora, la
preeminencia que correspondía a la Iglesia romana, contó con el reconocimiento
de las demás iglesias.
A principios del siglo I, San Ignacio, obispo de Antioquía, escribía que la
Iglesia romana es la Iglesia «puesta a la cabeza de la caridad», atribuyéndole
así un derecho de supremacía eclesiástica universal. Para San Ireneo de Lyon,
en su tratado «Contra las herejías» (a. 185), la Iglesia de Roma gozaba de
una singular preeminencia y era criterio seguro para el conocimiento de la
verdadera doctrina de la fe.
A raíz de un grave problema interno, surgido en el seno de la comunidad
cristiana de Corinto, el papa Clemente I intervino de modo definitivo. La carta
escrita por el Papa, prescribiendo aquello que procedía hacer y exigiendo
obediencia a sus mandatos, constituye una clara prueba de la conciencia que tenía
de su potestad como primado de la Iglesia Universal; y no es menos significativa
la respetuosa y dócil acogida dispensada por la iglesia de Corinto a la
intervención pontificia.