Historia de San Pascual Bailón,
Patrono de las Asociaciones Eucarísticas
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13. El corazón de un Santo
El
prójimo es el medio que Dios nos ha dado para poder apreciar el amor que a
Dios tenemos (Santa Catalina de Sena).
Nadie puede amar tanto a los hombres como los santos, porque nadie hay que ame a Dios en la medida en que ellos lo aman. Y no deja de ser realmente maravilloso el que los santos, no obstante tratarse con tanto rigor a sí mismos, agoten los recursos de su inmensa caridad siempre que se trata de servir a los prójimos.
San Pascual, que amaba a Dios como a Padre suyo, no podía tener para con sus semejantes otro corazón que el de una madre.
«Siempre
que lo veíamos triste, alega Ximénez, nos decíamos a nosotros mismos: no
hay duda que Pascual acaba de oír de labios de cualquier infeliz la relación
de las desdichas de que es víctima».
¡Y son tantos los infortunios que nos afligen en este valle de lágrimas! ¡Hay en él tantas penas que combatir, tantas heridas que curar, tantos obstáculos que remover!
«¡Pobres
hermanos míos!, se lamentaba Pascual al verse ante algunos religiosos
enfermos–el régimen conventual es demasiado penoso para ellos». Y en
seguida: «venid, les decía al oído, acompañando sus palabras con una
sonrisa, venid al refectorio», y les indicaba luego una hora a propósito.
Aun en tiempo de ayuno riguroso llevaba su afecto por los frailes enfermos hasta el extremo de prepararles discretamente en algún rincón de la cocina una ligera colación. Luego, pretextando alguna ocupación urgente, los dejaba solos sin entretenerse a cerrar la puerta del refectorio... Porque ¿qué ganaba con hacerles salir los colores al rostro, publicando así su debilidad corpórea, como si ésta no les hiciera ya sufrir bastante por sí misma?
«Predicaba
yo la Cuaresma, nos dice Ximénez, en tiempo en que Pascual era refitolero.
Cierto día en que me vio pasar cerca del refectorio llegóse a mí y me
detuvo cariñosamente. “¡Cuánto os fatigáis!” exclamó; “es preciso
atenderos; seguidme, que tengo reservado algo para vos”; y me ofrece un
panecillo blanco, diciéndome insistentemente y casi con voz suplicante:
“Tomadlo, que bien merecido lo tenéis por vuestros trabajos”».
Si veía a cualquier religioso atareado con alguna penosa ocupación, le decía sonriendo: «permitidme que os ayude»; y quitándole la azada de las manos se ponía a trabajar con ahínco en tanto sus deberes no le llamaban a otra parte.
Estando en medio de los pobres parecía hallarse como en su elemento. «Ellos, aseguraba, me recuerdan la vida de otro tiempo». Diríase que no podía vivir sin su compañía. En cierta ocasión, hablaba el Santo con un amigo suyo, al cual exponía la pena que sentía a causa de haber sido cambiado de convento:
«Haceos
cargo que, estando aquí nosotros muy separados del camino ordinario, apenas
si nos es dado recibir visitas de pobres. ¡Vienen aquí tan pocas veces!»
Pero no tardó felizmente el Santo en hallarse otra vez en medio de estos sus amigos. Entonces, desde muy de mañana no parecía preocuparse más que por ellos. Era preciso alimentarlos a todos, y su número, por lo demás, iba aumentando de día en día. Les pasaba aviso cuando los encontraba en los caminos, así que nunca le faltaban clientes.
«¡Vamos,
Fr. Juan, apresurémonos a preparar la sopa, y que Dios nos ayude! Ya lo veis,
nada ha sobrado hoy de la comida. ¡Ah! tal vez no ha bastado a los religiosos
lo que les hemos guisado, porque la limosna de ayer fue muy escasa... Pongamos
pronto la marmita al fuego».
Y a
medida que hierve el agua, va el Santo arrojando dentro de la marmita migas
de pan, un puñado de sal, un tantico de aceite... «¿Para qué sirve tan
poca cosa?», le dice confuso el cocinero.
«¿No
hemos hecho cuanto estaba de nuestra parte?, replica Pascual. Ahora toca a
Dios hacer el resto». Y la sopa, al decir de un testigo, resultó aquel día
sumamente apetitosa.
Tal era Pascual cuando estaban de por medio los pobres, aun siendo tan riguroso para consigo mismo. A ellos iba a dar siempre cuanto caía en sus manos. Un día el Santo se dirigió al limosnero, y le dijo:
«Tened
la bondad de ir al pueblo a mendigar pan con destino a los religiosos, pues no
hay bastante para el mediodía».
Causaron extrañeza al interlocutor estas palabras, ya que el día anterior había traído provisión abundante. Así que respondió:
«Tal
vez sea cierto que habéis distribuido cuanto teníais. Con todo, bueno será
que vayamos a mirar antes».
Y llevando tras de sí al Santo, registra por todas partes y da al fin con un canasto lleno de panes y puesto aparte para los pobres. Lleno entonces de indignación carga con el cesto, lleva a remolque al Siervo de Dios, y se dirige a la presencia del Superior.
«Ved,
le dijo fuera de sí, ved lo que está haciendo Pascual. Cuanto nosotros
mendigamos con tanto trabajo, lo distribuye luego él sin miramiento alguno.
¿Está esto bien hecho? ¿Es justo que él desempeñe, a cuenta de nuestros
sudores, el papel de caritativo? ¿Y qué opinión formarán los bienhechores
si tienen noticia de tan locas prodigalidades?»
El Guardián escucha con calma y casi sonriente. Pascual, por su parte, guarda la actitud de un culpable cogido en flagrante delito: sus labios permanecen mudos. Luego que el acusador termina su discurso, el Guardián le aconseja que modere su impaciencia. Y añade con acento irónico:
«Y
bien, ¿qué queréis que haga? Fray Pascual es un santo, y con tales
sujetos no siempre puede uno obrar a medida de sus deseos».
Aterrado con una tal respuesta, el Siervo de Dios echa mano del cesto y huye apresuradamente.
«Yo
le seguí confuso, agitado, lleno de ansiedad, dice el testigo, y vi que
Pascual ponía a cada religioso su porción, después de lo cual aun tuvo
pan en abundancia para sus pobres».
Otro fraile quiso reprenderlo por las buenas.
«Os
pido por gracia, Fr. Pascual, le dijo, que moderéis vuestras generosidades,
pues con no poco trabajo podemos hallar lo bastante para nosotros mismos. [Era
en tiempo de carestía].
–Confía
en Dios, respondió el Santo, que yo te aseguro que cada pedazo de pan que
sale de aquí, nos franqueará a la vez dos puertas por las cuales entrarán
las limosnas en esta casa».
Y de hecho, nunca permitió el Señor que se sufriera hambre en los conventos en que habitaba Pascual.
Por otra parte, nuestro Santo era un provisor tan solícito, como sumamente delicado. El atendía a todo, lo mismo al alma que al cuerpo, y aun puede decirse que no se descuidaba de satisfacer hasta las mismas susceptibilidades del amor propio.
Su primer cuidado lo ponía en hacer orar a los pobres. Rezaba él mismo de rodillas y en voz alta en medio de ellos algunas oraciones, a las que los pobres solían responder en coro. Luego les servía la comida, llenando sus escudillas, llamando por su propio nombre a cada uno de los que iban de ordinario, y dirigiéndoles siempre alguna palabra cariñosa relativa a los modestos negocios en que se ocupaban. Nunca se molestaba con sus groserías ni con sus caprichos, y ni aun sus propios vicios le servían de óbice para que aminorase su caridad para con ellos.
«Hermano,
le dijo una vez el Superior, veo que se abusa de vuestra bondad. Algunos hay
entre vuestros pobres que no trabajan y que se aprovechan de vuestros
favores para poder entregarse a la ociosidad. Y no faltan tampoco varios que
mejor harían en irse al hospital que en arrastrarse de continuo por las
calles. Estos abusos son culpa vuestra, así que os aconsejo que antes de dar
miréis a quien dais.
–Padre
mío, respondió el Santo, las limosnas que hago las hago por Dios. ¡Si yo
rehusara dar a alguno lo que pide, me expondría a tratar de este modo a
Jesucristo!...»
¿Cómo replicar a tales razonamientos?
A pesar de todo, Pascual tenía también sus predilectos. A este número pertenecían los estudiantes pobres que cursaban en los colegios y en las universidades.
«Debemos
interesarnos tanto más por sus estudios, alegaba el Santo, cuanto que la
mayor parte de ellos cursan la carrera eclesiástica. Desean ser sacerdotes de
Jesucristo y es preciso ayudarlos».
Después de los estudiantes, prefería a los pobres vergonzantes, a quienes trataba con todo género de atenciones.
–Para
ellos, decía, es la pobreza mucho más dolorosa que para ningún otro.
De aquí el que Pascual se desvelara en ayudar a un anciano que había decaído de su brillante posición. Para él reservaba parte de la comida que le pasaban en el refectorio, le hablaba con respeto y le obedecía como pudiera hacerlo un criado. El anciano noble, en medio de su infortunio, se hacía, siquiera fuese por un instante, la ilusión de ser todavía un gran señor. Y Pascual sentía complacencia en ver que su protegido llegaba por este medio a experimentar algún consuelo...
A los vergonzantes sucedían los lisiados, los cojos y los deformes de toda clase. ¿Por ventura no eran éstos los miembros pacientes de Jesucristo? ¿Y no eran tanto más dignos de compasión cuanto que unían a estos males el de la indigencia?
Y así por este estilo solía nuestro Santo hallar siempre una razón que justificara sus preferencias y sus atenciones, que a veces eran calificadas por los otros como «faltas imperdonables». Dios Nuestro Señor se complacía, a su vez, en mostrar con hechos prodigiosos qué agradable le era esta inagotable caridad de su fiel siervo.
Cultivaba Pascual un plantío de
hierbas medicinales con destino a los enfermos. Y también tenía otro de
legumbres, que reservaba para la ayuda de sus pobres. Un día, había
distribuido muchas hojas de bledo. Al anochecer, volviendo el síndico al
convento, tropezó con una caterva de muchachos que solicitaban se les diese
también a ellos de aquellas hojas. El buen Santo, todo inquieto, no sabía qué
resolución adoptar. «Veremos», concluyó por último.
Marcha luego al jardín, en compañía del síndico, y logra recoger algunas hojas que por casualidad había allí todavía. Hace con ellas un ramillete y corre a entregarlo a los pequeños solicitantes. El huerto quedaba con esto completamente despojado.
«A
la mañana siguiente, agrega el síndico, me hallé a la puerta del convento,
en el momento de entrar en él, con otro nuevo grupo. “Es inútil, dije,
que pidáis más hojas, porque se han concluido. Ayer recogió las últimas
estando yo presente”
«Entretanto
llega Pascual a abrir la puerta, presta oídos a la súplica y se encamina
al huerto. Yo sigo tras él. ¡Cosa extraña! El huerto había cambiado de
aspecto. Los tallos de los bledos estaban de nuevo florecientes,
deleitando la vista con su frondosa vegetación. “¡Ved qué bueno es
nuestro Dios!, me dice Pascual sonriendo. Él ha hecho nacer más durante la
noche, movido sin duda a compasión hacia los pobres enfermos”.
El síndico
apenas daba crédito al testimonio de sus ojos: “¡Ah, hermano!, exclama. Yo
creo que vos habéis pasado en oración toda la noche, a fin de obtener un tal
prodigio”».
El humilde Santo no responde a esta
pregunta, pretextando que tiene prisa por llevar las hojas.
Había, sin embargo, ocasiones en que no le era dado satisfacer las demandas que se le dirigían. ¿Cómo salir entonces del paso? Pues... yendo al jardín y reuniendo algunas flores, con las que formaba un ramillete que entregaba luego con amabilidad al solicitante. Lo mismo hacía Santa Catalina de Sena, a la que el Santo profesaba gran devoción: enviaba flores a algunas personas en señal de afecto.
Verdaderamente, cuando reina en un alma el amor de Dios, purifica y ennoblece el amor del hombre, hasta hacerle dar pruebas del mismo por medio de signos tan expresivos.
Con todo, este amor hacia los pobres no estaba exento de molestias. Habiéndose sabido en el pueblo que había dentro del convento un pozo de agua muy fresca, no faltaron muchas personas que comenzaron a solicitar se les diera de aquella agua. A partir de este momento se inició una procesión continua de mujeres y niños que acudían con cántaros y jarros a las puertas del convento. Y entonces comenzó también para Pascual el trabajo de recibirlos y de hacer el oficio de aguador, oficio al que se dedicaba con su acostumbrada benevolencia. Y esto exigía un continuo ir y venir, y depósitos de agua preparados de antemano, al objeto de satisfacer todas las demandas.
–A
Jesús es a quien hago esta caridad, pensaba Pascual, y Jesús ha prometido
recompensarla. Así que en esta obra ponía todo su empeño.
El Siervo de Dios amaba también a los niños, como Jesús los había amado.
«Lo
recuerdo como si hubiera sucedido hace un momento, alega a este propósito uno
de los testigos. Tales y tantas cosas se decían de Fr. Pascual, que me
entraron ganas de conocerle. Tenía yo por aquel entonces como unos siete años.
Nuestra casa estaba a respetable distancia del convento. Un día convine en ir
a verle juntamente con otros tres compañeros de mi edad, y nos pusimos por
fin en camino.
«“¡Está
muy bien!”, exclamó Fr. Pascual, quien parecía esperar nuestra llegada.
Y nos hizo luego caricias tan afectuosas y nos contó tan hermosas historias,
que nos alejamos admirados, no sin llevarnos para el camino una modesta
merienda.
–“¿Volveremos
de nuevo ¿no os parece?” Y en efecto, desde aquel día acudimos con
frecuencia a visitarlo».
El Santo gozaba de gran reputación en el mundo infantil; así que jamás escaseaban las visitas de los niños. Pascual tenía para todos y cada uno de ellos una sonrisa, una fruta, una flor o cualquier otra fruslería. Tampoco faltaba nunca para ellos una preciosa historia, que no olvidarían nunca, y cuya conclusión le inculcaba la necesidad de ser buenos cristianos para ser felices.
–“¿Por
qué os entretenéis tanto tiempo con los pequeños?”, preguntó a Pascual
el religioso de cuyo testimonio nos valemos en este caso. “Nada más sencillo,
respondió el Santo,: porque veo en los pequeños al Niño Jesús, y en las
pequeñas a la niña María”».
14. De un convento a otro
Pascual veía a Dios por todas partes y en todas partes lo tenía presente. Bien pudiera llamarse a sí mismo, como antiguamente Ignacio de Antioquía, Teóforo, que significa, portador de Dios.
Dulce cautivo de Jesucristo, caminaba por todas partes animando a los hombres a amar a su Dueño soberano, y atrayendo sobre ellos las divinas bendiciones.
Fue su vida un verdadero apostolado. Uno tras otro recorrió todos los conventos de la provincia, antes de llegar a convertirse en apóstol y bienhechor de Villarreal, término de su peregrinación por el mundo.
Almansa, convento de noviciado, lo reclama para maestro de novicios, después de admirarle por largo tiempo como modelo de todas las virtudes. ¿Quién, mejor que él, para iniciar a los novicios en los secretos de la perfección franciscana? Pascual se ve obligado por la obediencia a aceptar el cargo. Y confundido entre «sus discípulos», cualquiera hubiera podido tomarle por uno de ellos. Con éstos se ve tanto en el trabajo como en la oración, en el tiempo de la prueba igual que en el de la alegría.
Enemigo decidido de la tristeza, busca la raíz de donde ésta proviene para arrancarla en seguida.
–Son
los escrúpulos, decía, lo que pudiera llamarse los gusanos de la
conciencia; pues turban, enervan, apartan de Dios y originan toda clase de desórdenes.
A un novicio que para mayor seguridad de conciencia solía repetir a solas las horas del Oficio canónico le dice severamente:
–Guardaos
de continuar haciéndolo, porque con tal procedimiento, lejos de honrar a
Dios, os lanzáis entre las redes del demonio.
A otro que se figuraba que conseguiría la perfección practicando penitencias inmoderadas le ordena:
–Cesad
en vuestras penitencias, pues arruinarán vuestra salud sin provecho para
vuestra alma. Día llegará en que seréis, por culpa vuestra, una carga
para la comunidad: entonces tendréis necesidad de dispensas, y las buscaréis,
no tanto por necesidad como por costumbre.
«¿Es esto portarse como pobre?», le dice a un novicio que ha vertido en el suelo el aceite por falta de cuidado.
«¡He ahí un verdadero hijo de San Francisco!», exclama señalando a otro que remienda cuidadosamente su miserable hábito.
La confianza que Pascual inspiraba era ilimitada, y todos le hablaban sin rodeos. Nadie para él tenía secretos. El Santo, por su parte, se valía de ella para dar a cada uno los consejos que más le convenían, conforme a su estado de ánimo.
–Vosotros
debéis ser las madres de vuestros padres, decía a los Hermanos legos. Debéis
servirlos con amor y respeto, pues son sacerdotes del Señor.
–Vosotros,
clérigos, estáis obligados a estudiar vuestra Regla con toda diligencia y a
conocer la legislación que nos rige, la jurisprudencia que nos guía y el
espíritu que nos informa.
No contento con esto, él mismo había escrito de su propio puño la Regla y aquellos comentarios de la misma que gozaban de una mayor autoridad, como los de San Buenaventura y de San Bernardino de Siena, así como también las bulas pontificias de Nicolás III y de Clemente V.
–Haced
vosotros lo mismo, solía repetirles, y estudiad las tradiciones de nuestra
Orden.
Comenzaban en esos años a extenderse por España los Capuchinos, rama vigorosa del árbol de la Orden Seráfica, atrayendo a su seno una multitud de almas sedientas de perfección.
–Vosotros,
discípulos míos, exclamaba a este propósito el Santo, observad vuestra
Regla, pero no de cualquier modo, sino en toda su integridad, tal como ella es
en sí; que haciéndolo de este modo podéis estar tranquilos, pues tendréis
un lugar encumbrado en el paraíso.
–¡Que
ruegue por vosotros!... Pues bien, sí, roguemos diciendo de rodillas: “Señor,
concededles la gracia de observar bien su Regla”.
Tal era la plegaria que solía hacer asímismo por todos los religiosos que se encomendaban a sus oraciones.
–Cuando
pedís a Dios alguna cosa, no sois vosotros, sino que es Dios quien os mueve
a hacerlo: sin su gracia vosotros no podríais pedirla. Y cuando Dios os
inspira que se la pidáis, señal es que quiere oíros. Siempre que oréis,
pues, apartad los ojos de vuestra miseria y tened solo presente la bondad de
Dios. Acudid a los pies de Jesús Sacramentado con la confianza con que acude
un hijo a su padre, y pedidle todo, sí, todo, en la seguridad de que todo os
será concedido.
Tales son sus doctrinas en el noviciado. De los novicios que él forma se ha dicho después: «Todas las provincias de la Orden tienen puestos en ellos sus ojos y los consideran como modelos».
Del convento de Almansa fue destinado Pascual al de Villena.
–Es
muy justo que me hagan salir de aquí, comentó Pascual al abandonar Almansa,
porque demasiado larga ha sido ya esta permanencia para un miserable como
yo.
«¡Qué
tesoro tenemos!, decía en Villena Fr. Pastor. Yo llegué hondamente
afligido al convento después de haber visitado a mi familia. El Santo vino
a mi presencia: leyó como en un libro los secretos de mi corazón, y antes de
que yo despegara los labios, me descubrió la causa de mi tristeza. Todo lo
sabía, hasta en sus detalles más insignificantes. Después de haber
sondeado la dolencia, esparció sobre mis heridas un bálsamo refrigerante. Yo
salí de su presencia inundado de dulce consolación».
Los Superiores habían agotado la eficacia de sus recursos sobre Fr. Olarto; pero sin poder en modo alguno disipar su tristeza. Llegó entonces Pascual, y la melancolía del religioso se deshizo, a la manera que se deshacen las neblinas del campo cuando sale el sol.
Al abrir un día la puerta se encontró Pascual de manos a boca con una pobre mujer, muy devota de la Orden, que era víctima de agudas dolencias. El Santo puso las manos sobre su cabeza, diciendo:
–Id
a pedir a Nuestro Señor que os conceda la salud.
La mujer entra en el templo, y apenas se postra para adorar al Santísimo Sacramento, se siente libre de la enfermedad que la aquejaba.
Esta solicitud y esta generosidad eran, digámoslo así, las notas características del médico del convento, como se llamaba a San Pascual. Los elogios de que se le hacía objeto crecían a medida de los favores que dispensaba. Pero el Santo respondía a los religiosos que le alababan por el beneficio otorgado a aquella bienhechora:
–Dios
la recompensará y le dará un hijo, que llegará a ser un santo religioso de
nuestra Orden.
Y tal como lo dijo, así sucedió en efecto.
Había en aquella comunidad un Padre que no podía predicar sin hacer grandes esfuerzos. Tanto empeño ponía en preparar sus sermones, que apenas si le quedaba tiempo para asistir a los divinos Oficios. A pesar de ello el éxito no correspondía a sus empeños, contra todo lo que él deseaba. Le faltaba el entusiasmo oratorio. Descorazonado por sus fracasos, decidió abandonar el ministerio de la palabra: «No vuelvo a predicar».
–No
digáis eso, replica el Santo. Lo que sí debéis hacer es anteponer la oración
al estudio. No tengáis por fin de vuestras predicaciones el de luciros, sino
el de convertir las almas, y veréis como las cosas cambian de aspecto.
El predicador siguió el consejo al pie de la letra, y llegó a ser bien pronto reputado por apóstol.
Del convento de Villena fue Pascual al de Elche. ¡Qué satisfacción la de sus antiguos compañeros al volver a verle! Antonio Fuentes, uno de ellos, nos habla así de sus relaciones con el Santo, al que confiaba todos sus secretos:
«Estaba
yo ligado por antigua amistad con un compañero, el cual no tardó, al fin, en
romper conmigo: el pobre hombre no podía ver a los religiosos, y temiendo
hallarlos en mi compañía, no quería volver a poner los pies en mi casa.
–Tranquilizaos,
Antonio, me respondió el Santo, que no os faltará la amistad de vuestro
antiguo compañero, el cual no tardará, a su vez, en ser también amigo
nuestro».
Pocos días después los hechos vinieron a confirmar la profecía de Pascual. Pero lo que más le agradaba a Antonio era conversar con el Santo sobre temas espirituales. Sus diálogos con Pascual causaban gran provecho a su alma, y las horas que pasaba a su lado transcurrían para él como si fueran momentos.
Cuando se predicaba en la iglesia, Antonio, después de asistir al sermón, iba en busca de Pascual, y hacía que le hablase sobre el mismo tema desarrollado por el predicador. Y el Santo le hablaba de lo mismo, pero mucho mejor que el propio predicador.
Desgraciadamente la dicha de Antonio fue de corta duración. Pascual cayó enfermo, y hubo de ser enviado al convento de Jumilla. En el tiempo en que él llegó, los religiosos se veían sumidos en lamentable penuria.
–Hermano,
dijo el Guardián al Santo, a vos toca escribir al Provincial, poniéndole al
corriente de nuestra apurada situación. Es preciso que él tome cartas en el
asunto.
El Santo se retira a su celda, llevando un pliego de papel... pero el tiempo pasa y él no concluye nunca de escribir. El Guardián, al fin, se decide a ir en su busca, y lo encuentra de rodillas en su celda, con el crucifijo en las manos y el papel delante. Estaba pidiendo a Dios que le inspirase lo que debía hacer. Y muy bien debió de inspirarle entonces el Señor, a juzgar por los efectos, pues el Guardián no se vio ya obligado por segunda vez a recomendarle los intereses temporales de la Comunidad.
El convento, edificado sobre una altura, estaba rodeado de un bosque, que confinaba con otros de los alrededores. Era un sitio delicioso, un verdadero paraíso. Pascual se encaminaba a este bosque con frecuencia, a fin de vigorizar entre sus árboles sus fuerzas, que iban lentamente disminuyendo.
Cuando le parecía hallarse solo, daba libre curso al ardor de su alma, cada día más abrasada por el fuego del amor divino. Sus brazos se agitaban como intentando sustraerle a alguna dulce violencia: su rostro despedía una claridad sobrenatural, y los que medio ocultos le observaban, percibían claramente palabras de suavidad inefable.
–¡Qué
bueno eres para mí, mi amor crucificado! ¡Ah! ¡yo te amo! ¡te amo!...
Los religiosos, admirados de su vida, pensaron con justicia que hombre tan unido con Dios como Pascual no podría menos de ser, en caso de verse elegido para ello, un superior excelente. Y tanto trabajaron a este objeto, que al fin consiguieron fuese nombrado para ocupar dicho puesto.
Pascual, tan extremadamente riguroso para consigo mismo, fue todo amor para con sus súbditos. Era el primero en acudir a todos los ejercicios y el último en descansar de ellos. Advertía, sí, los defectos que notaba en los otros, pero con tacto y delicadeza tan exquisitos, que los obligaba amigablemente a enmendarse.
–Padre
mío, dijo en cierta ocasión al Maestro de estudiantes, no es en los demás
en quienes debemos ejercer las prácticas de un santo rigor. Sed más humano
y más paternal para con esos hijos. No les hagáis odiosa la vida del
claustro con vuestras intempestivas reprensiones y con vuestros rigores
exagerados.
No tardaron las molestias de su oficio y su celo sin límites en quebrantar su salud lastimosamente. Así que, pasados algunos meses, fue enviado a Ayora con el fin de restablecerse. Allí estuvo un tiempo muy breve, pues poco después lo hallamos ya en Valencia.
15. Sabiduría espiritual
Yo te
alabo, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las
revelaste a los pequeños (Lc 10,21)
Estaba escrito que Valencia debía ser para Pascual un lugar de prueba. La primera vez había hallado allí un superior intratable; y ahora se encuentra con un antiguo conocido, con Juan Ximénez.
Pero ¡qué cambiado!... No era ya Juan el muchacho que catorce años antes había traído de Andalucía, y a quien tenía entonces que atender con una solicitud de madre. No; ahora es ya un sacerdote joven, lleno de vigor y energía, de corazón generoso y de alma de fuego, sobre el que se abrigan grandes esperanzas.
Se ha afiliado a la Orden seráfica después de algunos años de preparación, ha sido luego uno de los novicios formados en Almansa por nuestro Santo, y desempeña hoy día el cargo de brillante profesor. Juan ha estudiado en las obras de los grandes maestros de teología, ha asimilado sus Sumas, y es actualmente a su vez un maestro prestigioso. Sus jóvenes hermanos en religión se inspiran en sus doctas enseñanzas, y su colega, el P. Rodríguez, rivaliza con él en celo por los estudios.
Nuestro buen Pascual se encuentra, pues, en medio de un círculo de vida intelectual. Bien pronto el mismo Santo llega a advertirlo. Todos, es cierto, y Ximénez el primero, le quieren mucho; pero el amor hace exigentes a los que aman.
En efecto, era sabido, por los elogios que se le prodigaban, que Pascual gozaba del don de oración y de la intimidad con Dios, y que estaba adornado con luz de conocimientos sobrenaturales. El P. Adán, antiguo profesor de la Provincia y definidor, esto es, consejero del Provincial, le propuso a Pascual cuestiones dificilísimas sobre ciertos textos obscuros de la Biblia. A todas ellas había respondido el Santo con maravillosa lucidez de espíritu. De aquí el que se le tuviese como adornado con el don de ciencia infusa. De este modo, lo que hasta entonces era una sospecha, no tardó en verse confirmado por la realidad.
Pascual había vuelto a desempeñar los oficios de portero y refitolero. Ximénez iba a buscarlo a la oficina y se ponía a conversar con él sobre asuntos propios de la cátedra. El Santo respondía a las cuestiones y manifestaba su opinión con el mayor aplomo. Ignoraba, es cierto, las fórmulas y sutilezas escolásticas, pero para todo daba con alguna expresión adecuada y acorde siempre con el buen sentido. Su interlocutor quiso dar un paso más y le propuso objeciones.
«Yo,
refiere, le argüí con sofismas de doble sentido, vestidos con apariencias
de silogismos sólidos y que procuraba, además, vigorizar por medio de
explicaciones saturadas de erudición.
«Con
todo, Pascual descubrió tan acertadamente el artificio, y desvaneció con
respuestas tan certeras la futileza de mis razones, que me dejó asombrado...
Mis discípulos me llamaban maestro, y sin embargo, yo hubiera podido ser discípulo
del Santo, en la seguridad de que con esto ganaría mucho en ciencia».
También el P. Manuel Rodríguez se propuso, a su vez, sondear los tesoros de saber que adornaban a Pascual. Hallándose ambos cierto día en presencia del Guardián, hizo girar insensiblemente la conversación sobre Dios y sus perfecciones, sobre la Santísima Trinidad y sobre la Encarnación del Verbo, tocando de paso con suma habilidad los puntos más obscuros del dogma cristiano, los problemas más arduos de la teología.
Pascual sigue sin esfuerzo el hilo de la argumentación y responde, en pocas palabras, a sus preguntas. El P. Rodríguez, como asombrado de sus réplicas, dice inclinándose hacia el Guardián:
–Este
hombre tiene la ciencia infusa: sabe mucho más y mejor que nosotros... No
tendría necesidad de hacer nuevos estudios para que pudiera ser ordenado de
sacerdote y encargado de la predicación. Estoy seguro que haría
prodigios.
Otras veces versaba el examen sobre la teología mística y sobre la naturaleza de las comunicaciones íntimas entre Dios y las almas. En un tal asunto era la palabra del Santo de grande autoridad, toda vez que, hablando por propia experiencia, dejaba muy atrás todo cuanto puede decirse en los libros.
También, en ocasiones dadas, se le propusieron dudas en orden a algunos textos obscuros del Antiguo y del Nuevo Testamento. En tales casos y siempre que la ocasión era propicia, aducía nuestro Santo, como si conociese sus obras de muy antiguo, a los Padres de la Iglesia y a los grandes doctores católicos, concluyendo siempre por dar una explicación plenamente convincente.
¿Por qué la Escritura, le preguntan, llama insensatos a los herejes, no obstante que se cuentan entre éstos muchos sabios? Y el Santo responde:
–Porque
su falta de fe arguye en ellos una profunda ignorancia. Ellos creen que la
razón puede enseñar lo contrario a la revelación, y que Dios puede decir
que sí por medio de la fe, y que no por medio de la naturaleza. Y los que de
tal modo piensan no merecen otro nombre que el de insensatos.
La respuesta, como se ve, no está fuera de propósito. Por otra parte, sus escritos, o sea los apuntes que ha ido haciendo durante el curso de su vida religiosa, atestiguan más de una vez que a una admirable sencillez de expresión unía Pascual una gran profundidad de conceptos. Y es que nuestro Bienaventurado pertenecía al número de aquellos hombres que ven a Dios porque tienen pura la conciencia.
La unción del Espíritu Santo le había puesto en íntimo contacto con la verdad. De aquí que realizase con tal éxito sus pruebas académicas, que dejaba confundidos a sus propios examinadores. Inocencio XIII, resumiendo el examen de los teólogos consultores de la causa de canonización de San Pascual y las declaraciones de los numerosos testigos, dice:
«No
puede, en efecto, desconocerse que el Altísimo ha revelado al Bienaventurado
los tesoros del conocimiento y sabiduría divinas en una tal abundancia, que
obligan a uno a reconocerle como adornado con el don de la ciencia infusa».
Lo que los profesores hacían con respecto a la sabiduría del Siervo de Dios, lo hacían, a su vez, los estudiantes en orden a sus acciones, aun las más insignificantes, convirtiéndole así en blanco de un espionaje casi continuo. Si Pascual se dedicaba a repartir la comida a los pobres, allí estaban los estudiantes, ocultos, para no ser vistos, detrás de las persianas, a fin de observarle y de edificarse ante el espectáculo de su caridad inagotable. Si estaba ocupado en el refectorio, inventaban pretextos para entrar y saber qué es lo que hacía, yendo luego a analizar las acciones del Santo con sus comentarios.
En una ocasión le vieron a través de las rendijas de la puerta mientras ejecutaba ante la imagen de la Santísima Virgen la danza de los gitanos. Tal era el medio que le sugería su candorosa simplicidad para recrear las miradas de su Reina Soberana. De este modo imitaba a Santa Teresa, que se entretenía los días de fiesta en tocar la flauta y el tamboril, y a San Francisco de Asís, que echaba mano, a guisa de violín, de dos trozos de madera para hacer sonar así la idea musical de su imaginación exuberante. La gracia, en efecto, no anula en los Santos los impulsos de la naturaleza, sino tan solo aquello que es obstáculo para perfeccionarla.
Mucho más que hubieran podido aún descubrir en fray Pascual los religiosos de Valencia, si éste no hubiera recibido por aquel entonces la orden de marchar a Játiva. Allí se encaminó en cuanto fue destinado, pero no pudo habituarse al clima. Casi todo el tiempo que allí pasó estuvo aquejado por fiebres intermitentes, que debilitaban en extremo su robusta complexión.
Hallándose ya el Santo muy desmejorado de salud, acertó a pasar por allí el P. Ximénez, que se dirigía a Villarreal. El joven profesor aprovechaba el tiempo de vacaciones para ir a predicar en dicha villa la Cuaresma. ¡Qué satisfacción la de los dos amigos al volver a encontrarse de nuevo! Y qué pena sintió Ximénez al darse cuenta de las dolencias de Pascual. Poco después Ximénez solicita al Provincial que obligue a cambiar de convento a su querido enfermo. Accede el Provincial a sus ruegos, pero el Guardián, en cambio, se resiste a desprenderse de su tesoro. El profesor ha de poner en juego toda su dialéctica y a agotar los recursos de su elocuencia para obligarlo, y le dice entre otras cosas:
–Bien
conocido os es el amor que inflama a Pascual por la Virgen Inmaculada.
Estando, pues, el convento de Villarreal dedicado a María, es indudable que
Pascual tendrá sumo gusto en vivir en él. No hay remedio: es preciso que
venga conmigo.
En efecto, Dios quería que Pascual se encaminase a Villarreal, al monasterio dedicado a Nuestra Señora del Rosario, a fin de que, como la había comenzado, pusiera también término a su carrera gloriosa en una casa consagrada a la Madre de Cristo. Al fin Ximénez consiguió ganar la causa, y tuvo la satisfacción de llevarse en su compañía a su santo amigo.
Éste, a despecho de todas las súplicas, no consintió en hacer el camino a caballo, no obstante que, enfermo como estaba y siendo malísima la ruta que conducía a Villarreal, no pudiera escudar su repulsa ni con los preceptos de la Regla, ni con el ejemplo de San Francisco... El Guardián, por su parte, no se sentía con valor para imponer su voluntad al Santo, y éste, insensible a las instancias de sus hermanos, se dispone a hacer a pie el camino.
«Luego
que nos pusimos en marcha, agrega Ximénez, y en ocasión en que subíamos
por la colina de Enovas, vimos a un religioso de otra Orden, que iba delante
de nosotros con una alforja al hombro.
«Pascual,
no bien lo divisó echóse a correr, y quitándole la alforja cargó con
ella sobre sus espaldas. Pero yo intervine y le quité la carga. Entonces el
Santo se dirigió al religioso para que se la devolviese, y tantas fueron
sus súplicas, que obtuvo al fin su consentimiento para aliviarle, por lo
menos, del peso de su manta de viaje».
Nada era para él tan agradable como servir al prójimo. Saliendo de Alcira vieron los dos caminantes a un borrico que estaba atollado en un pantano. El muchacho que lo guiaba hacía supremos esfuerzos por sacarlo de allí, y lloraba a más no poder ante la inutilidad de sus intentos. El Santo, al punto, consideró como de su incumbencia ayudar al muchacho. Se acercó al enfangado animal, lo alivió de su carga y de sus arreos, y tirando luego por la brida e imponiéndose a fuerza de gritos, no tardó en sacarlo del lodazal. Seguidamente puso los aparejos y la carga, y siguió camino adelante muy contento por la buena obra que acababa de hacer.
Poco después descubrían ya el panorama de Villarreal, villa verdaderamente regia, con su palacio magnífico, con sus baluartes y grandes calles, y con el panorama azulado del Mediterráneo. El convento franciscano de Nuestra Señora del Rosario surgía en el lado de la población que mira hacia Barcelona.
La vista del convento hizo saltar de gozo el corazón de Pascual. Se consideraba dichoso, como antiguamente en Loreto, con sola la idea de habitar en un convento dedicado a María. En este convento pondrá fin el Siervo de Dios al curso de su peregrinación por este valle de lágrimas.
16. Apóstol y bienhechor de Villarreal
–Ya
llegamos al convento de Nuestra Señora del Rosario!, decía Pascual a su
compañero... ¿Sabéis qué cosa es el Rosario? Los Ave son rosas blancas
ofrecidas a María Inmaculada; los Pater son rosas purpuradas con la sangre
de Jesús. Sí, el Rosario es una corona de rosas; es el salterio de María;
son cincuenta cánticos en su honor, un memorial de los misterios de Jesús y
de la Virgen, y un medio de ganar muchas indulgencias en sufragio de las almas
del purgatorio.
–Cuando
no podáis disponer de tiempo suficiente para rezar el Rosario, decid en vez
de los Ave: ¡Bendito seáis, amabilísimo y dulcísimo Jesús! y en vez de
los Pater, la salutación angélica. Creedme, nada agrada tanto a Dios y a su
Santísima Madre como el ejercicio de esta hermosa práctica».
Y decía estas palabras entusiasmado. El Santo amaba a Jesucristo y no hallaba felicidad sino al pie del sagrario, y amaba, además, con amor ferviente a María y a las almas del purgatorio.
Pascual recurría a la Santísima Virgen a fin de obtener por su mediación la gracia de prepararse dignamente para recibirla sagrada comunión. Tenía compuesta en honor de este misterio una plegaria con propósito de rezarla en su lecho de muerte, y no pasaba nunca por delante de su imagen, sin hacerle una profunda reverencia. Sus fiestas, sobre todo, eran para él objeto de extraordinaria alegría, una alegría que se hacía máxima en el día en que la Orden, fiel a sus tradiciones, solemnizaba el misterio de la Inmaculada Concepción de María.
–Venid,
decía a los que encontraba en el claustro. ¿No es cierto que creéis en
Dios? Repetid, pues, conmigo: ¡Bendita, alabada y glorificada sea la Inmaculada
Concepción de esta amabilísima e infantil María!
Cuando pronunciaba el nombre de la Virgen sentíase embargado de una dulzura inefable. Nadie pudo olvidar por mucho tiempo su sermón de Navidad, predicado en presencia de los religiosos y de algunas personas de confianza. Era éste como un cuadro de escenas vivientes descritas en éxtasis. Diríase que el mundo sobrenatural, descorriendo a sus ojos el velo del misterio, se mostraba a sus ojos animado y tangible en toda su inefable realidad.
Por lo que hace a las almas del purgatorio, el Santo avisó en más de una ocasión a las familias de algunas de ellas para que las auxiliasen con sus oraciones. Hubo casos incluso en que se apresuró a consolar a los que lloraban la muerte de una persona querida con la noticia cierta de la felicidad de que gozaba ya ésta en el eterno descanso de los justos.
El alma de Pascual iba apartándose progresivamente de la tierra a medida que adelantaban los años. El consideraba a Cristo como su vida, y a la muerte como una ganancia. Enseñaba en cierta ocasión el Guardián de Villarreal a sus religiosos un método de hacer oración, diciéndoles:
–Considerad,
por ejemplo, en el primer Pater las heridas causadas por la corona de espinas;
pasad luego al segundo, representándoos otra llaga del Salvador, y recorred
así todos los demás.
–¡Imposible!
interrumpe Pascual fuera de sí. ¡No puede salirse de una llaga de Jesús
después de haber entrado una vez en ella! ...
Yo moraré para siempre en la llaga del Sagrado Corazón, había dicho San Buenaventura. San Francisco de Asís, según refiere Gregorio IX en uno de sus sermones, fue visto como habitando también en tan dulce retiro (Analecta Franciscana, Quaracchi, t.I, p.251). Así, pues, el Bienaventurado, al pronunciar aquellas palabras aludidas, estaba de lleno en el espíritu de la tradición seráfica, cuyo glorioso Fundador había de ser dado como guía celestial a la Santa Margarita María de Alacoque por el mismo Jesucristo, el 4 de octubre de 1688.
Unido así Pascual a Jesucristo, participa al propio tiempo de su acción bienhechora; y hace, como El, milagros, ya sanando los cuerpos, ya convirtiendo las almas. Los últimos años de su vida vienen a resumirse en esta sola frase: Pascual es el bienhechor y apóstol de Villarreal.
Los necesitados acuden siempre a él. Cuando ellos no vienen, el Santo va en su busca. Asedian los pobres el convento demandando pan, y el Siervo de Dios se lo reparte con largueza.
–Esto
va siendo demasiado, Hermano, le había dicho el Guardián. Los bienhechores
no se privan del alimento por satisfacer vuestras prodigalidades. Dad a la
hora de comer y basta».
El Bienaventurado se echa a llorar:
–¡Oh,
Padre mío!, exclama, no me mandéis eso. Mi corazón se parte de angustia
cuando tengo que despedirlos con las manos vacías. Yo mismo iré, si lo
consentís, a pedir de puerta en puerta para ellos. Padre mío, ellos, a
cambio de la limosna que les damos, nos traen el cielo en recompensa.
–Bien,
Hermano, concluye el Guardián conmovido, ¡dadlo todo! ¡dad siempre que
queráis!
Hubo, no obstante, algunos, lo mismo entre los que frecuentaban la capilla que entre los bienhechores, que estuvieron a punto de retirar a los religiosos sus limosnas. Isabel Xea, muy devota y muy generosa, sentía especial predilección por «su predicador», el P. Pedro, a causa de la elocuencia que lo distinguía y del gran fruto que producía en las almas. El P. Pedro se puso enfermo, y todos los cuidados que se le dispensaron no fueron bastantemente poderosos para evitar que su enfermedad se fuera agravando de manera alarmante. Se rezaban novenas y novenas, se ofrecían Misas y Misas, a fin de obligar al cielo a que le devolviese la salud. La pobre Isabel no se daba, a este objeto, un punto de reposo.
–A
pesar de todo, le dijo Pascual, el P. Pedro no volverá a subir al púlpito.
–¡Ay!
¿qué desgracia pronosticáis? Pero no, vos habláis por hablar, y nada más.
Pascual no insistió. Con todo, ya antes de esto había advertido al predicador que dentro de cuatro meses moriría en Valencia.
–Ahora,
le dijo, es tiempo de que os preparéis lo mejor posible para subir derecho al
paraíso.
Pero no siempre viene sola una desgracia. Isabel que había lamentado la pérdida de «su predicador», tuvo que lamentar al mismo tiempo otra muy sensible también para ella: la del resultado del capítulo... Cada capítulo que se celebra trae cambios inesperados.
–Está
una acostumbrada, decía nuestra Isabel, al modo de ser de las cosas, cuando
llega el capítulo y lo pone todo en danza: confesores, predicadores,
superiores... ¡Todo desaparece! En cambio se nos mandan otros nuevos
personajes, algunos de los cuales no tienen nada de simpáticos, como por
ejemplo este nuevo Padre Guardián.
Y cediendo al peso de estas
impresiones, la buena mujer había tomado una gran resolución:
–La
de no volver a pisar la capilla de Nuestra Señora del Rosario, ni dar limosna
alguna al cuestador. Así aprenderán, pensaba, a no estar siempre jugando
con los bienhechores.
Iba Isabel revolviendo en su magín estos proyectos, que a nadie aun había confiado, cuando se encuentra casualmente con Pascual.
–Sin
duda, mi buena hermana, le dice el Santo, observaréis para el porvenir la
misma conducta que hasta ahora, ¿no es verdad?
Formulada así, sin preámbulos, la pregunta, no obtiene Pascual respuesta alguna. Isabel pasa adelante, llena de confusión al ver descubierto su secreto. Se apacigua pronto la tormenta, y con la tormenta desaparece también la resolución de la piadosa bienhechora.
–Estos
frailes nos arruinan con tantas cuestaciones, decía otra mujer apellidada
Pallares. Yo nunca les doy nada, porque su sola presencia me enfurece.
Pascual, sobre todo, me es sumamente antipático.
Pascual, sin embargo, llama repetidas veces a la puerta de su casa. ¿Qué le importa a él oír denuestos, con tal de recoger limosnas para sus pobres? De este modo, al propio tiempo que limosnas para ellos, lograba ganar méritos para su alma.
Cierto día que por allí pasaba, notó que la casa de Pallares estaba puesta en movimiento. El niño de Isabel Pallares, aprovechándose de la ausencia de su madre, se había puesto a andar para ir a jugar afuera con otros muchachos. Pero lo hizo con tan poca suerte que, cayendo por la escalera, se había hendido el cráneo, y gemía agonizante sobre su blanca cuna manchada de sangre.
–Hermano,
exclamó la mujer al ver a Pascual, haz que sane y que viva al menos por un año,
porque si no mi marido se pondrá furioso y me castigará con la muerte
como a mujer abandonada e imprudente...
El Santo se postra de rodillas al pie del enfermo, en cuyo rostro se nota ya la palidez cadavérica, y se abisma en la oración... Apenas el Siervo de Dios comienza su plegaria, el niño abre los ojos, sonríe a su madre y se levanta sano y salvo.
El niño murió un año después, pero Isabel se contaba ya en el número de los bienhechores de los pobres en favor de los cuales mendigaba Pascual. Y éste, a su vez, le estaba agradecido, y más de una vez libró a los miembros de su familia de agudas dolencias.
El corazón del Bienaventurado daba también acogida favorable a los ecos de angustia de los enfermos.
«¡Cuántas
veces no le he sorprendido llorando a la cabecera de su lecho de dolor!, nos
dice su compañero Fr. Camacho. Y es que la vista de los sufrimientos
ajenos hacía saltar las lágrimas de sus ojos».
Unas veces animaba a los enfermos a que orasen con él, diciéndoles:
–Tengamos
confianza y roguemos: Dios es nuestro Padre.
Estas palabras, según todos sabían ya, eran como el anuncio de la curación. Otras los exhortaba a la paciencia, a la conformidad con la voluntad divina, y a pensar en el cielo y en la eternidad.
–No
hay remedio, decíase en tales casos, hemos perdido el último resquicio de
esperanza. Y los preparaba a bien morir.
–¿Qué
es lo que tiene vuestra pobre niña?, interrogaba el Santo, a una excelente
paisana de la afueras de la población. La madre, por toda respuesta, se
acerca a la enfermita, tendida de manera lastimosa en un ángulo de la
habitación, le quita los vendajes que le rodeaban el cuello y muestra al
Santo sus horribles úlceras.
–Y
en el mismo estado que su cuello, agrega, tiene desde hace años todo el
cuerpo.
Pascual,
hondamente emocionado, toca con sus manos el cuello de la niña, diciendo:
–Verdaderamente,
es preciso pedir al buen Dios que le devuelva la salud.
La
inocente niña se siente al punto aliviada de improviso. Tres días después
ni aun las señales le quedaban ya de un mal calificado por todos como
incurable.
En otra ocasión hizo desaparecer la gangrena por medio de la señal de la cruz y de la invocación de los nombres de Jesús y de María.
«No morirá vuestro hijo», declara a unos afligidos padres que, deshechos en lágrimas, le describen la enfermedad de su pequeñuelo, desahuciado por la ciencia. Pocos días más tarde, restablecimiento completo.
–Hermano,
pedid por mi desgraciado hijo. Miradlo, está a punto de exhalar el último
suspiro, suplica una madre
desolada.
–Confianza,
hermana mía, yo rogaré por vos. Y la madre no tarda en ver satisfechos sus
deseos.
–Ayudadme,
pues podéis hacerlo, le dice una madre al tiempo de presentarle una hija
suya. Va perdiendo la vista y no hay medio de impedirlo.
El
buen Santo atrae hacia sí a la enfermita: «Haced, exclama, la señal de la
cruz sobre vuestros ojos, pronunciando los nombres de Jesús y de María». La
niña obedece y se encuentra sana al punto, sin necesidad de médico.
Uno de los Religiosos le suplica que le haga sobre su boca enferma el signo de nuestra Redención.
–Hacedlo
vos mismo, pero con fe, responde confuso el Santo.
Y el dolor de muelas desaparece al instante
También había ocasiones en que Pascual daba a conocer a algunos la proximidad de su muerte. Un día aconseja a uno de sus amigos, que se creía en período de franca convalecencia, que reciba sin dilación los últimos Sacramentos. El enfermo no quiere darle crédito. La mujer de éste y la cuñada recriminan vivamente al Santo por ser «un profeta de mal augurio y un villano ignorante educado en medio de las cabras».
Luego desátanse en un torrente de injurias. Pascual se retira humildemente. Pero las dos mujeres, no satisfechas aún con sus insultos, acuden a acusarlo ante el Guardián del convento. Éste, después de prestar oído a sus lamentos, les aconseja que no echen en saco roto la amonestación del Siervo de Dios. Y apenas vuelven a casa, ven que el enfermo solicita por sí mismo le sea administrada la Extremaunción. Entonces y sólo entonces se resolvieron éstas a acudir en busca de un sacerdote. El pobre enfermo murió aquella misma tarde.
Pascual había asegurado a su alma las dichas del eterno reposo. Y esto era, sin duda, lo que ante todo y sobre todo procuraba Pascual: la salvación de las almas.
Trabajaban cerca del convento unos obreros franceses, y Pascual tomó a pechos su instrucción religiosa con gran paciencia y con celo sin límites.
El hacía cordones para los Terciarios, y estimulaba a todos los buenos cristianos a alistarse en la milicia de la Tercera Orden de San Francisco.
–Éste
es, solía decir, un medio seguro de alcanzar la salvación.
La
Tercera Orden Franciscana, fundada, al decir de Tomás de Celano, de San
Buenaventura, de Julián de Spira y de otros de la época, por San Francisco
de Asís, es una numerosa asociación, dividida en congregaciones o
fraternidades locales, cuyos miembros se comprometen a vivir cristianamente y
a trabajar porque reine en todas partes el espíritu cristiano, en las
instituciones y en las costumbres. Los hermanos de la Tercera Orden llevan,
como distintivos de su afiliación a la Orden Seráfica, el cordón y el
escapulario. León XIII la ha recomendado en ocasiones diversas, como eficacísimo
remedio social.
Cuando llegaba a sus oídos el sonido de la campana que convocaba a los fieles al sermón, sentíase inundado de gozo y se ponía a orar a fin de que Dios iluminase con la luz de la gracia al predicador y a los fieles. A veces se aventuraba hasta a sugerir felices ideas al sacerdote que iba a predicar.
Más aún, él mismo venía a ser un predicador asiduo, que no perdía ninguna ocasión para animar a los otros a obrar el bien.
–Dejaos
de juegos, decía a unos, porque perderéis lastimosamente vuestra fortuna y
vuestra alma.
–Perdonad
a vuestros enemigos cuantos ardéis en deseos de venganza, y reconciliaos con
ellos por amor a Jesucristo.
–Jóvenes,
dedicaos a la oración. Huid de los compañeros perversos y de las ocasiones
peligrosas, y seréis castos.
–Y
vosotros, los que estáis ya con un pie en la sepultura, tened paciencia en
vuestras enfermedades y sed para con los demás otros tantos modelos de
virtud.
Estas cortas exhortaciones, pronunciadas como de paso por nuestro Santo, con aquella amable sonrisa que animaba siempre su rostro, iban de ordinario derechas al corazón y producían siempre efecto, aun cuando fueran contrarias a la voluntad de los oyentes. No hubo uno siquiera que se resistiese al influjo de su maravillosa eficacia.
Luego iba a pasar el Santo largas horas en oración ante la Hostia sacrosanta. Allí completaba la obra comenzada por medio de sus consejos y de sus prodigios. Puesto de rodillas, se le veía allí, enlazadas las manos, fijos los ojos en su Dios, encendido el rostro en el fuego de un resplandor celeste, y apartado de la tierra por la contemplación y por el éxtasis ...
–¿Cuándo
te dignarás, Amado de mi alma, introducirme en la casa de mi Padre
celestial?
17. Acercándose al cielo
Había pasado el invierno y la primavera derramaba fecundidad y alegría por todas partes. La «pequeña Venecia», como le decían a Villarreal, estaba llena del perfume de flor de naranjo, y la brisa marina atenuaba el ardor de un sol de fuego que se alzaba sobre el horizonte. Los ángeles, en tanto, tejen en el cielo una corona de flores. Unas pocas faltan todavía para coronar al bienaventurado Pascual.
Son días
pascuales, en los que la Iglesia, vestida con las galas de las grandes
solemnidades, canta con alegría el Alelluya a su Esposo celeste. Sus últimas
notas, este año, van a acompañar al cielo a nuestro Santo. Y Dios, según se
cree, le había revelado la proximidad de su última hora.
El 7
de mayo, día de la Ascensión, estando Pascual ayudando a Misa, se le ilumina
el rostro de improviso y siente en sus oídos palabras misteriosas que le
extasían... Por la tarde del mismo día, va el Santo al enfermero y le dice:
–Fray
Alonso, ¿quieres lavarme los pies?
El
enfermero se sorprende ante tal demanda, pues jamás Pascual había aceptado
hasta entonces semejantes servicios.
–Yo
puedo enfermar, Hermano, le dice Pascual. Y si enfermo, tendrán que
administrarme los Santos Óleos. Así que conviene que mis pies estén muy
limpios.
Llegaron el viernes, el sábado, el domingo, y la alegría de las fiestas iba en aumento. El domingo visitó el Santo a todos los bienhechores del convento. Y nunca tuvo una apariencia tan angélica como en esa ocasión. Al despedirse de una enferma, le dijo:
–Adiós,
hermana mía, disponeos convenientemente, porque muy pronto debemos emprender
ambos un gran viaje.
La mujer falleció aquella misma semana. Ese mismo domingo por la tarde el Santo se vio afectado de una fuerte calentura, agravada por el dolor de un punto pleurético. Con todo, Pascual disimula de tal modo que ni se llega a sospechar que está indispuesto.
A la mañana del día siguiente tocan a la primera Misa y Pascual no aparece por parte alguna. Un religioso va a la habitación del Santo:
–Vamos
pronto, que ya es hora de abrir la iglesia.
–Ahí
están las llaves, responde el Siervo de Dios, llevadlas y abrid. Yo no puedo
moverme; estoy muy enfermo.
Se avisó inmediatamente al Guardián y corrieron a buscar al médico. La primera disposición de éste fue ordenar que el Santo se despojase de su grosera túnica y se vistiera con ropa de fino lienzo. Hecho lo cual, se le obligó a acostarse en una buena cama. Pascual siente en el alma esta disposición, pero no le queda otro remedio que someterse a ella.
–Os
pido por favor, dijo entonces el Santo, que coloquéis el hábito a los pies
del lecho, a fin de que no lo pierdan de vista mis ojos.
Se le concede este consuelo, y el hábito queda a su lado. A todo esto la enfermedad va en aumento, como también la paciencia del Santo en soportarla. Los dolores son agudísimos, de manera que apenas si le permitían articular palabra e incluso respirar.
Pascual, sin embargo, no exhala un gemido, ni deja traslucir en el rostro señal alguna de su sufrimiento. Los religiosos se esfuerzan en estar junto a él, sea para sorprender nuevas virtudes que admirar, sea para servirle solícitos. Hasta el mismo médico, hondamente emocionado en vista de la conformidad del enfermo, no resiste al deseo de traer allí a su hijo, a quien presenta al Santo, diciéndole:
–Hermano,
bendecid a mi muchacho.
Pascual
pone sobre la cabeza del niño su débil mano y exclama:
–¡Que
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo te bendigan, creatura de Dios, y hagan
de ti un amigo de los pobres!
Así, pues, los pobres eran los que ocupaban sus últimos pensamientos. No había ya duda alguna sobre el desenlace de la enfermedad. El médico se decide a comunicárselo amigablemente:
–Vuestra
enfermedad, hermano, podrá tal vez abriros las puertas del paraíso.
–¡Oh,
gracias! murmura Pascual. ¡Qué nueva tan feliz me anunciáis! Mucho tiempo
hace ya que suspiro por el paraíso... ¿Y cuándo llegará el momento?
–Viviréis
probablemente hasta el viernes.
–No,
querido amigo, responde sonriendo el enfermo, no estáis en lo cierto... No
será antes del sábado... o más tarde aún... cuando a Dios le plazca.
No bien se divulga por la población la triste noticia, multitud de personas solicitan licencia para poder hacerle una última visita. Aquello fue una procesión no interrumpida. Las gentes entraban y caían de rodillas junto al lecho. En tan humilde actitud y embargadas de profunda emoción, contemplaban aquel pecho que se movía con respiración sibilante, aquellos labios consumidos por la fiebre, aquellas facciones, siempre tranquilas, alteradas por el sufrimiento.
–Hermano,
le decían, ¿no tenéis algún consejo para mí? ¿no me haréis la promesa
de que os acordaréis de mí ante el Señor?
El
Santo abría entonces los ojos, sonreía con trabajo y replicaba con voz
desfallecida:
–Servid
a Dios de todo corazón... Amad mucho a los queridos pobres... Tened una
gran devoción al Santísimo Sacramento... No os olvidéis de la Santísima
Virgen... Sed fieles a la observancia de vuestra Regla, y no dudéis que, haciéndolo
así, tendréis por premio el paraíso.
Para todos tenía el Santo una palabra de aliento y un consejo apropiado a su estado respectivo.
–Más
quisiera deciros todavía, agregaba, pero no me es posible proseguir
hablando...
Cuando percibía junto a sí los lamentos de alguno, le trazaba con dificultad el signo de la cruz sobre la frente, diciendo:
–¡Que
Jesús os bendiga!
Hecho este supremo esfuerzo volvía a cerrar los ojos. El P. Diego Castellio, a quien Pascual había predicho un año antes su elección para definidor del nuevo Provincial, el P. Juan Ximénez, se disponía por aquellos días a marchar a Valencia.
–No
saldréis, le dijo el Santo, porque no os será posible.
Y de hecho el P. Diego se vio precisado a continuar en Villarreal a causa de una indisposición inesperada. En cuanto al P. Ximénez, que se hallaba visitando los conventos de su nueva Provincia, sentía vivamente Pascual no poder volver a verle antes de abandonar la tierra.
–Vosotros,
hermanos míos, decía a los religiosos, os encargaréis de recordarle que
yo le he conducido de Jerez al convento ¿no es verdad?
El enfermero, deseando saber en qué día dejaría de existir, le dijo:
–Fr.
Pascual, avisadme a tiempo cuando llegue la hora de vestiros el santo hábito,
pues conviene que muráis con él.
–Así
lo haré, respondió el Siervo de
Dios. Ahora id a avisar al Padre Guardián, pues deseo hablarle.
Luego que llegó éste, le presentó Pascual algunas cuentas indulgenciadas que conservaba en una cajita de madera:
–Bien
pronto me será imposible advertir a vuestra caridad cuáles sean las indulgencias
aplicadas a cada una.
Seguidamente le explica las indulgencias con que estaban enriquecidas, y concluye, por fin, solicitando le sean administrados los últimos Sacramentos. Con una humildad que hizo llorar a todos los presentes, les pidió entonces perdón por la poco edificante conducta que había observado en la Orden y por los escándalos que les había dado... Después, se reconcentró en sí mismo y se dispuso para recibir a Dios en su corazón.
En el momento de recibir el sagrado Viático, se levantó de su lecho de moribundo y recibió por última vez la Hostia sagrada... Luego se dejó caer de nuevo, embargada el alma en éxtasis. Su rostro aparece transfigurado y radiante de felicidad... Los religiosos permanecen silenciosos, dejándole disfrutar de su gozo, hasta que Pascual de pronto, como despertando de un sueño, exclama anhelante:
–La
extremaunción., Y vuelve a suplicar: ¡Concededme mi hábito... y la gracia
de ser sepultado entre mis Hermanos!... Y dejadme ahora a solas con
Jesucristo, porque debo prepararme para comparecer en su presencia.
Así pasó Pascual la noche del sábado, sin salir de su silencio sino para pedir le diesen un poco de agua: «¡Tengo sed!»
Quisieron los religiosos varias veces atenuar en lo posible los ardores que le consumían dándole algunos refrescos. Pero el Santo les contestaba siempre, cada vez con voz más débil:
–No
os toméis esa molestia... No hay necesidad de ello.
Sus ojos apenas se apartaban un momento del Crucifijo y de la imagen de María. Sus labios se movían en silencio.
Llegó la mañana del domingo. Pascual señaló con la mano su hábito y murmuró:
–Ayudadme...
por caridad, ayudadme.
Pero los religiosos, creyéndole a punto de expirar y temiendo se les quedara muerto entre las manos, hacían como que no le entendían. Con todo, Pascual insistía de continuo, mirándoles con ojos suplicantes, y los religiosos se retiraban, turbados por una emoción que les partía el alma.
Pascual mira a su alrededor... y se ve solo. Reúne entonces, en un supremo esfuerzo, las pocas fuerzas que le quedaban y logra coger su pobre túnica... Pero al querer pasarla por la cabeza para vestirla, nota que no tiene energías bastantes para ello. Llega entonces el enfermero y le ayuda con toda clase de cuidados a cubrirse con su tan amado sayal...
Cuando volvieron de nuevo los religiosos, se lamentó el Santo con voz apenas audible:
–Jesús
murió sobre la cruz... San Francisco sobre la desnuda tierra... ¡Tendedme
también a mí por tierra!... ¡Oh, hacedlo, por piedad! ...
Le es negado este consuelo.
–¡Jesús!
¡Jesús! grita luego de improviso, esforzándose por hacer la señal de la
cruz... Allí, allí...
Y señala
con la mano y con la vista, primero el pie de la cama, luego toda la habitación...
Sus ojos desmesuradamente abiertos parecían contemplar una visión terrorífica...
Su cuerpo temblaba como hoja sacudida por el viento:
–¡El
agua bendita! ¡Rociad con agua bendita... la habitación! ¡Rociadlo todo!
Fue éste un momento aterrador de angustia. Los presentes estaban espantados, porque entendían que sufría Pascual un formidable asalto... Fue, sí, un momento, pero un momento que les pareció un siglo. Luego renació de nuevo la serenidad y la calma.
–¿Han
tocado a la Misa conventual? interrogó el Santo con apagado acento.
–No
todavía, le respondieron.
Y un
poco después:
–¿Y
ahora?
–Sí,
acaban de tocar, dijo el enfermero.
Al oír estas palabras, expresa su rostro de moribundo un gran gozo, y estrecha contra su corazón el crucifijo y el rosario. El movimiento de sus labios muestra que está orando...
La campana de la iglesia anuncia, por fin, el momento de la elevación. Pascual deja entonces escapar de sus labios, con su sonrisa última, las palabras: «Jesús, Jesús». Y su cabeza se inclina exánime sobre el pecho...
Moría nuestro Santo el domingo de Pentecostés, 17 de mayo de 1592, a eso de las diez y media de la mañana. Pascual contaba a la sazón cincuenta y dos años de edad, veintiocho de los cuales constituyen el círculo de su vida religiosa.
Fray Pascual, hombre de gran fuerza de voluntad, tuvo de ordinario buena salud, a excepción de los cinco últimos años de su existencia, que fueron para él un prolongado y cruel martirio. I.a muerte no alteró sus facciones, ni con ella perdieron flexibilidad sus miembros.
Dos personas que no le conocieron nunca y que moraban, por aquel entonces, en lugares diversos, atestiguaron después que el día y hora de su muerte habían visto al Santo elevarse a los cielos sobre una carroza de fuego.
18. Vida íntima
Nada nos muestra mejor al Santo en su vida íntima, nada nos descubre tan perfectamente el misterio de su vida, ni nos permite conocerlo con mayor exactitud, como los propios escritos que de él conservamos. En un conjunto de breves frases encontramos la verdadera fisonomía moral del Siervo de Díos. Podremos así conocer cómo entendía el Santo la vida espiritual, y el puesto que en ésta daba a la divina Eucaristía.
*
Pascual se asemeja por su modo de pensar a los grandes místicos de su tiempo, tales como Santa Teresa, San Juan de la Cruz y San Pedro de Alcántara. Para nuestro Santo el fin del hombre es, como para aquéllos, la plena unión con Dios, fuente de toda felicidad, unión a cuyo logro consagra él todos sus esfuerzos durante el curso de su vida.
Al objeto de alcanzarla, debe el alma recorrer un «camino áspero», al que llama la «cuesta del Carmelo», o bien la «noche obscura». Sus etapas vienen a ser «lugares en los que se reposa un instante para reparar las fuerzas y proseguir la marcha».
*
El punto de partida de este camino consiste en
«despojarse
de toda cosa terrena y reducir a servidumbre el propio cuerpo. Los ayunos y
las vigilias son necesarios. Todo el que se echa a dormir o se carga de
provisiones no se halla en disposición de hacer el viaje. Es también
indispensable, al efecto, la medida de la mortificación. No puede llevarse
uno sino lo absolutamente imprescindible, como no puede tampoco detenerse más
tiempo que el preciso para tomar aliento. La penitencia no tiene otros límites
que los que le señala la ley de Dios».
*
Una vez puesta el alma en camino, necesita dos cosas: conocerse a sí misma y conocer a Nuestro Señor Jesucristo. Pero para ver ambas claramente, es necesaria
«una
operación laboriosa del espíritu en busca de una verdad oculta», no menos
que la «consideración atenta de las Santas Escrituras».
El
alma conoce, gracias a estas consideraciones, «su pequeñez, su miseria, su
nada. Arranca de raíz el amor propio y concibe de sí misma un horror grandísimo».
*
Como consecuencia de ello, «siente sed de desprecios, de aflicciones y de desaires, desea ser pisoteada y tenida en ningún aprecio». Es el «sufrir y ser despreciado por Ti» de San Juan de la Cruz.
«Sabe
el alma que es merecedora por sus pecados de estos ultrajes y aflicciones. De
aquí el que, al recibirlos, sienta en ello regocijo a causa de que así se
le hace justicia».
Buscar este regocijo y embriagarse de oprobios y de dolores, parecía a nuestro Santo la cosa más natural del mundo. Santa Teresa decía: «o padecer o morir».
*
Quiere el alma entonces asemejarse en todo a Jesucristo. Al recorrer las Escrituras,
«la
luz de lo que han dicho los Padres y los escritores, representándose como si
entonces pasaran ante sus ojos los misterios del nacimiento, de la vida,
pasión y muerte de Jesucristo, el alma se enamora de Él y quiere hacérsele
en todo semejante. He aquí en lo que consiste el ejercicio de todas las virtudes».
Este camino no puede recorrerlo el alma sino en «largos años», llegando por fin al término de esta primera etapa:
«la
unión de la inteligencia y de la voluntad con Dios Nuestro Señor. Ella se ve
y se estima en lo que Dios la ve y la estima. Ella quiere para sí misma lo
que Dios juzga que más le conviene. De aquí la paz de que goza».
*
A partir de entonces, el alma «ve a Dios en las criaturas».
Las
personas y los sucesos aparecen a sus ojos como otros tantos «emisarios de
Dios, que ella acepta en la misma forma en que Dios los manda».
Guiada por esta verdad vuelve el alma a continuar su camino. Desde este punto «ilumínala una dulce claridad». La marcha, con todo, continúa siendo «difícil y laboriosa»:
Para
proseguirla hay necesidad «de tiempo y de vigorosos esfuerzos. Si bien este
camino no la conduce al término del viaje, la aproxima, sin embargo, a él y
la coloca en una nueva etapa que será la última».
*
Todo lo ve como don de Dios:
El
alma, entonces, «interrogando a su propia experiencia y a la autoridad de
las Escrituras, pone su consideración en los beneficios de Dios». Y en vista
de estos beneficios, «deplora los pasados extravíos, demanda perdón por
ellos y da gracias al Señor».
Entretanto
reconoce que Él es el «soberano dueño de cuanto existe, el autor de todo
bien», mientras que ella «se hace apta, merced a estos beneficios, para
servirle y agradarle».
Piensa
también en «su creación». Por Dios «fue sacada de la nada». ¿Con qué
fin? «Con el de que le ame por toda una eternidad. ¡Ella, pues, estaba eternamente
presente a Él como ser predilecto!... »
«Padre
mío, exclama el alma por su parte, tú estabas enamorado de mí: ¡de ti
proviene mi gloria y mi esperanza! ¡Con qué amor tan fiel y tan profundo
debo yo amarte!...»
El
alma se engolfa en la consideración de «los dones con que la adorna su
Soberano: una inteligencia para conocerle, una memoria para acordarse de Él
y un cuerpo para servirle». De aquí deduce que «ella se debe toda a Él».
El
alma conoce cómo Dios «la ha colmado de gracias». «En vista de los méritos
de Jesucristo, Él le ha dado al Espíritu Santo, privilegio de amor, signo de
adopción, anillo de esponsales. Este Espíritu le comunica sus dones y sus
frutos. Obra de este dador divino son las santas inspiraciones de la gracia y
la eficacia inefable de los Sacramentos. ¡Demos gracias a Dios por este su
don inenarrable!»
Su
experiencia, a la vez, le hace ver «la perseverancia con que, sin
desalientos, la ha buscado Dios, cómo la ha perseguido como a oveja errante,
devolviéndola luego y colocándola en su redil. ¡Gracias, Pastor amabilísimo,
por las advertencias que me has hecho, ya en el fondo de mi corazón, ya por
boca de las criaturas!»
*
El alma se siente «justificada».
Una
dulce confianza, fundada en la bondad de «Dios, que es autor de los
pensamientos y de las acciones», le dice que «su voluntad ha cambiado. Ella
ama ahora aquello mismo de que antes huía. Y exclama con San Francisco: “¡La
amargura se ha convertido en dulzura!”»
El alma prueba diariamente que «Dios la gobierna».
«Ella
por sí misma es pobre y desnuda de todo bien. Gracias al Señor se ve rica,
se alimenta a saciedad y se fortifica y se alegra».
*
El alma presiente los fulgores de su futura la glorificación.
«Sus
delicias sobrepujan a cuanto puede humanamente concebirse. Ella va muy pronto
a descubrir con sus ojos la hermosura suprema de su Redentor, va a verlo
rodeado de toda su gloria en los cielos».
Una tal perspectiva la enardece, así que llega a exclamar fuera de sí:
«¡Oh
bondad suprema! ¡Oh eternidad profunda! ¡Oh majestad impenetrable! ¡Oh amor
todo fuego! ¡Oh huésped suave!
¡Oh dulzura
exquisita! ¡Oh rey de la gloria! Tú bastas para hacerme feliz, tú redimes
sobreabundantemente, tú enseñas con sabiduría, tú guardas con solicitud.
¿Cómo podré yo corresponder a tus favores? ... »
«Y
el alma lo recibe todo de la casa de Dios como un presente por el cual da
gracias. Y entra en el goce de esta dulce quietud, que es como el fundamento
de su vida, posee esta sabiduría oculta que juzga a lo divino de todas las
cosas, y gusta las delicias que se sienten en el servicio de Dios».
He aquí lo que constituye como un lugar de descanso en el que se toman fuerzas para recorrer la última etapa. Hasta este punto ha sido conducida el alma por la oración,
«fuente
de toda justicia, alma de toda virtud, alimento de su hambre y sostén de su
vida. La oración fue para ella lo que son para una ciudad los muros
almenados y las torres; lo que para el cuerpo humano los nervios de los que
recibe consistencia y movimiento. Prudencia, fortaleza, bondad, paciencia,
igualdad de carácter, todo, en una palabra, lo debe a esta santa oración».
«Conversando
con Dios, el alma, antes pecadora, ha alcanzado la sabiduría».
*
Le falta ya tan sólo recorrer la última etapa, es decir, «entrar en la intimidad con Dios».
«Para
ello no hay necesidad de tiempo: basta un instante. Desaparece el trabajo,
porque lo suple la ciencia infusa. Todo se reduce al ejercicio de aspiración.
Es este estado un fuego que consume, alimentado de continuo por fervientes
deseos de amor; fuego divino encendido en el alma amante por la bondad
divina y acrecentado por medio de una apacible contemplación. Su término
es el cielo».
El
alma, que antes era «esclava» y «discípula», es ahora «la esposa que se
deleita en admirar las perfecciones de aquel Dios con el cual está unida»...
«¡Su Esposo es para ella el principio, el medio y el fin de todas las cosas!»
Él es la belleza que se refleja en la belleza de todas las criaturas, lo mismo en los cuerpos que en los espíritus: la belleza que transporta de júbilo a los ángeles. Él es la majestad que adoran temblando las celestiales milicias, siempre sumisas a sus órdenes. Él, en suma, es el amor. Y este amor es el manantial de todo bien. Es por su naturaleza fuego que quema, que inflama, que ilumina. Siendo Dios amor, crea, enriquece, ilustra, enciende el amor y concede la calma de una libertad inexpugnable. Él es la actividad fecunda en la calma inmutable.
El alma lo ama y con esto está satisfecha. Lo posee y posee en Él todas las cosas. La posesión de este tesoro la enajena en santos transportes de gozo:
«¡Amor,
tú eres mío! ¡Qué dicha para mí el poseerte! ¡Vida, tú eres mi vida!
¡Fin venturoso, yo te entreveo! ¡Oh Dios, mi felicidad y mi contento!»
*
Ante el alma se desarrollan los beneficios de Dios, el amor de Jesucristo y la suprema perfección del Esposo; y entona el cántico de acción de gracias. Sus ojos descubren esta sabiduría divina que la ha buscado y que la conduce al término, y no cesa de prodigarle alabanzas.
Contempla la majestad incomparable de su Señor, y lo adora con la frente en el polvo. Se siente aprisionada con lazos de amor y rodeada de un círculo de fuego celeste, y dice a su Dios:
«Tú
solo me bastas. Que nada venga ya a distraerme. El mundo no existe para mí.
Tú eres mi padre, mi esposo, mi familia. ¡Tú mi anhelo, tú mi amor, tú mi
fe!»...
Suplica aún, es cierto, pero a fin de satisfacer los deseos que tiene Dios de otorgarle sus gracias. Pide con amor y por amor: pide a Dios, a Dios únicamente... Y Dios, a su vez, tiene puestos sobre ella sus ojos y escucha, para colmarlos, los deseos de su corazón. La oración es para ella como una prenda de amor que se le exige para mantener la unión. ¡Dios sabe qué útil es al alma su presencia y cuánto le perjudicaría su ausencia, aunque tan sólo durara un momento!...
*
Su oración es entonces una verdadera «contemplación». Muerta el alma para las cosas de este mundo, disfruta de los beneficios de la paz y de la dulzura interior, beneficios a los que nada logra igualar y que sólo en el cielo pueden gozarse más plenamente.
El alma espera tranquila. Cuando Jesús le diga: «Venid», el alma tenderá sus alas y emprenderá el vuelo. El camino lo ha recorrido ya. Ha llegado al puerto. Sus ojos descubren la patria.
*
Los breves escritos y las plegarias del Santo nos muestran perfectamente el lugar principal que ocupa la Eucaristía en este viaje del alma hacia el reino eterno. La Eucaristía es un «Sacramento de amor».
«A
su caridad infinita y al amor ardiente que nos profesa, debemos el que Jesús,
Hijo de Dios vivo, haya dado a los hombres su Cuerpo y su Sangre en comida y
bebida divinas, durante la tarde misma que precedió al día de su muerte».
Pascual juzgaba necesaria la confesión sacramental a fin de comulgar dignamente; así que la hacía preceder a todas y cada una de sus comuniones.
Los días que comulga se nota en él un mayor recogimiento y un más profundo silencio, «porque no está bien divulgar el secreto del Rey».
En presencia de Jesús que va a visitarlo, se considera a sí mismo como el «enfermo delante de su médico», como «Zaqueo, el publicano, frente a su huésped», como «el Centurión hacia el que se dirige Cristo». Su conciencia le dice que él es lo que una «casa que necesita limpieza», lo que un «hombre acometido por todas partes y privado de defensa», lo que un pecador «abrumado de crímenes y que necesita le sean éstos perdonados». Por eso, la consideración de su propia miseria le anonada.
«¿Quién
soy yo ¡oh Dios grande y poderoso! para que tú te acerques a visitarme?»...
«¿Quién es el hombre ¡oh Padre de misericordias! para que tú le hagas
descansar en tu propio corazón? No bien es sacado de la nada, lo haces rey
y lo colocas en un paraíso delicioso. Una vez redimido le preparas un festín,
y en este festín ¡te ofreces a Ti mismo! ¡Oh Dios! ¡Cuánta
condescendencia! ¡Cuánta liberalidad, en permitir que encierre en mí corazón
a Ti, que eres infinito!...»
Y lleno de reconocimiento exclama:
«¡Oh
buen Jesús! yo te ofrezco mi pobre alma, mi tibio corazón... ¡Yo, que he
pecado! te suplico ablandes mi pecho endurecido y hagas brotar mis lágrimas.
¡Que éstas laven las manchas de mi alma!
«Mi
vida no es otra cosa que una larga cadena de faltas, pero tú puedes
perdonarme porque eres bueno y misericordioso. Perdón ¡oh amable Señor!
pues estoy pesaroso de haberte ofendido y estoy resuelto a servirte en
adelante con fidelidad inviolable...»
*
La Eucaristía es el confidente de Pascual durante la primera etapa del viaje.
«Yo
soy lo que el pequeño Benjamín sentado a la mesa de su poderoso hermano José.
«Os
pido por favor que me tratéis como a uno de vuestros amigos. Yo estoy enfermo
¡curadme! Estoy pobre ¡enriquecedme!
«Aumentad
en mí la fe, el amor y las fuerzas, para que os sirva, para que pase mi
vida alabándoos, ¡para que llegue a poseeros en la gloria!»
La Escritura y su propia experiencia le demuestran asimismo la grandeza de la Eucaristía. Las sagradas páginas le dan a conocer su historia, y la experiencia le suministra las fórmulas de sus plegarias.
*
En la segunda etapa se le representa la Eucaristía como la obra de Dios más excelente. Para recibirla dignamente, invoca en su ayuda a la Santísima Trinidad.
«Jesús,
por quien suspira mi corazón, yo te estoy preparando la ciudad de Dios, obra
grande entre todas. ¡Padre celestial, ayudadme!
«Yo
te estoy construyendo un templo consagrado a tu gloria. ¡Hijo de Dios,
sabiduría eterna, inspiradme!
«Yo
voy a recibir a la santidad por esencia. ¡Espíritu Santo, amor del Padre y
del Hijo, sed para mi corazón una llama que ilumina, un fuego que purifica,
un soplo que alienta!»
La Eucaristía era para nuestro Santo el manantial de todos los bienes. Él, al recibirla, se considera a los ojos de Dios con derecho al «perdón y a la vida». En ella hallará su fe una «armadura», su experiencia una «garantía», su voluntad una «boca».
La
Eucaristía le hará perseverar «firme en el bien», «despreciador de las
vanidades», «indemne en los asaltos de la concupiscencia», y será para él
un «freno» y una «reforma completa».
«Sed
para mí un aumento de caridad, ¡que el fuego sea más ardiente!; de
humildad, ¡que mi pequeñez sea más profunda!; de paz, ¡que mi reposo sea
más completo!; y de toda virtud, ¡que yo crezca sin cesar y que persevere en
el bien hasta el fin!»
*
Durante la última etapa, asimismo, la Eucaristía es para él causa de toda dulzura y de toda alegría.
«Tus
mismos labios ¡oh Jesús! lo han dicho: “Yo soy el Pan de vida que descendió
del cielo; quien me come vivirá siempre”.
«¡Oh
Pan, que eres la santidad misma, da a mi paladar la gracia de gustar de ti únicamente!
¡Concédeme que todo, fuera de ti, me sea insípido!
«¡Oh
Pan, que eres la misma dulzura! En ti están encerradas todas las delicias y
todos los sabores. Tú eres un aroma siempre embriagador. ¡Recibirte a Ti es
deleitarse en la abundancia!
«¡Oh
Pan, que eres el cielo mismo trasladado a mi corazón, haz que mi alma, rica
en poseerte, se embriague con los placeres de los elegidos!...
«Yo
te poseo como dentro de un velo. ¡Cuánto tarda en rasgarse a mis ojos ese
velo, para que pueda yo contemplarte al descubierto, a Ti, resplandor vivífico
y eterno!... ¿Llegará pronto a lucir el día claro de tu luminosa
presencia?...»
Sucede con frecuencia que la etapa última del camino de la perfección, no obstante ser la última, no por eso deja de ser etapa. El camino no es el término; la patria está ante sus ojos, pero él no está todavía en ella. Así, pues, gime conmovido:
«¡Oh
santa Hostia! ratifica entre uno y otro una unión indisoluble, ¡sé como un
nudo que me sujete a ti para siempre!
«Yo
estoy unido a Ti. Haz que el pecado no proyecte nunca sobre mi felicidad su
sombra siniestra; que me haga insensible al mundo y a sus seducciones, que
mi carne sea santa y sumisa, ¡que, en una palabra, mi triunfo sea completo!»...
Y seguro luego de que ha sido favorablemente acogida su oración, prorrumpe conmovido en acciones de gracias:
«Gracias
te sean dadas ¡oh eterno Padre! que me has dado en la Hostia a tu Hijo, mi
consuelo y mi libertad.
«Gracias
te sean dadas ¡oh Redentor mío! que me haces rico con tu propia riqueza, la
de tu Cuerpo y de tu Sangre.
«Gracias
te sean dadas ¡oh Espíritu Santo, que eres todo amor! Merced al divino Huésped
la caridad se desborda en mi corazón. ¡Que los ángeles del cielo, que las
criaturas todas del universo, se unan a mí para cantar tus alabanzas!»
Tal es la plenitud de la gloria que comienza ya en la gracia.
*
De lo dicho se desprende que la Eucaristía era el centro y el hogar encendido de la vida interior de Pascual. Ese amor tan ardiente que sentía por la Eucaristía es lo que, según todos los testigos, le obligaba a pasar todo el tiempo de que disponía al pie de los altares. En la Eucaristía hallaba luz, fuerza y consuelo.
«Sus
meditaciones sobre el festín eucarístico, observa León XIII, le hicieron
capaz hasta de escribir libros piadosos, de defender valerosamente la fe y de
salir victorioso de grandes tribulaciones. El afectuoso ardor de su piedad
misma se prolongó más allá del término de su vida mortal» (Providentissimus).
¿Dónde hallar, pues, un mejor Patrono para las Asociaciones eucarísticas?
19. Milagros después de la muerte
La gloria de los elegidos de Dios, ya sea en la tierra, ya en el cielo, no comienza sino después de la muerte.
«Diríase,
observa Montalembert, que el Altísimo se propone, con solicitud paternal,
proteger la humildad de sus Siervos con las sombras del olvido o de las
contradicciones de este mundo, en tanto no son sus despojos mortales los únicos
que pueden convertirse en objeto de peligrosos homenajes» (Histoire de
Sainte Elisabeth de Hongrie, cp. XXX).
No bien Pascual entra en el gozo de su Señor, su cuerpo comienza a ser objeto de veneración para cuantos anteriormente le habían conocido. Las gentes se disputan la suerte de apropiarse alguno de los objetos que pertenecieron al Santo. Unos penetran en su pobre habitación, en donde se hallaban solamente una imagen de papel, algunas sandalias que había arreglado para uso de la Comunidad y varios trapos viejos. Otros acuden a rodear su cadáver para venerarlo y para tocar al mismo sus rosarios y otros objetos de piedad.
Fue preciso dejar expuesto en la iglesia el cuerpo del Santo para que no quedasen defraudados los deseos de la mucha gente que afluía a visitarlo. Durante esos días Dios Nuestro Señor se digna honrar la memoria de su Siervo con admirables prodigios. Del rostro de Pascual mana un sudor maravilloso que no cesa de fluir a pesar de ser repetidas veces enjugado con un lienzo. Muchas fueron las milagrosas curaciones obtenidas mediante el uso de este licor sutil y perfumado.
La noticia de un tal prodigio atrae a la iglesia multitud inmensa de personas. Todos quieren apreciarlo por sí mismos y pugnan por acercarse al santo cuerpo. Entre los concurrentes está uno llamado Bautista Cebollín, natural de Castellón de la Plana, lisiado de ambas piernas. Apoyado éste en sus muletas, consigue, con no poco trabajo, abrirse paso hasta cerca del cadáver, y se inclina respetuosamente para besar la mano del Santo... cuando de improviso siente un ligero estremecimiento en todo su cuerpo, y viendo que podía estar en pie sin apoyo alguno, grita con indescriptible emoción: «¡Milagro! ¡Milagro! ¡Estoy curado!»
El grito causa impresión profunda en la concurrencia, la cual, aterrada por el contacto de lo sobrenatural, permanece por un instante muda de estupor, pero que luego, a semejanza de un mar agitado, se precipita con formidable empuje en la dirección de donde ha salido el grito.
Allí está aún Cebollín, puesto en pie y sin el menor vestigio de su pasada enfermedad, tenida por incurable. Profundamente agradecido a la clemencia de su bienhechor, sale al fin de la iglesia, proclamando el milagro y recorre sin la menor fatiga la población, invitando a los necesitados y a los enfermos a que no desperdicien la coyuntura de ir a buscar junto al santo cuerpo remedio para sus males.
Este
milagro fue reconocido en el proceso de beatificación, y es mencionado en la
Bula de Inocencio XII, Rationi.
Poco después se agolpan a las
puertas del templo multitud de desgraciados que acuden a los pies del cadáver
del Santo al objeto de impetrar la salud. Y las plegarias de muchos de éstos
fueron favorablemente acogidas.
La
Sagrada Congregación de Ritos reconoció como auténticas cinco curaciones
obradas por el contacto del cuerpo del Santo en los tres días en que estuvo
éste expuesto en la iglesia; pero no emitió su juicio sobre el carácter de
otros sucesos referidos por los antiguos historiadores.
El pueblo unía con las suyas las súplicas y lágrimas de los enfermos que suplicaban curación. Y los religiosos, profundamente conmovidos a la vista de un tal espectáculo, no pensaron en darle sepultura; cosa que, por lo demás, era casi imposible, dado el concurso del pueblo que acudía a venerarlo. Al anochecer consiguieron, por fin, los religiosos cerrar las puertas del templo y acercarse al santo cuerpo, para dar curso libre a su devoción.
Llegó con esto la mañana del día segundo de Pentecostés, y pronto la iglesia volvió a verse invadida por multitud fervorosa y recogida. Se cantó a eso de las diez la Misa de Requiem. Durante la celebración del Santo Sacrificio se acercó al catafalco una familia de Castellón de la Plana, alentada por la curación milagrosa de su vecino Bautista. El padre y la madre conducían a los pies del Santo a su hija Catalina Simonis, que padecía, de muchos años atrás, tumores malignos en la frente, en los brazos y en los pies. Todos los esfuerzos de los cirujanos solo habían conseguido aumentar los sufrimientos de la niña, cuyo cuerpo estaba ya lleno de incurables úlceras.
El padre de la niña ruega al Santo en alta voz y con toda confianza que se compadezca de la suerte de su hija. La madre, en tanto, aplica a las llagas de la paciente un lienzo humedecido en el sudor que mana del rostro de Pascual.
Al llegar al momento de la consagración y de la elevación de la sagrada Hostia, el padre de la niña, exclama levantándose de repente y con el rostro demudado por la emoción: «¡Ánimo! ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Fray Pascual abre los ojos!»
Los circunstantes, con estupor fácil de comprender, vuelven entonces la vista hacia el cadáver. Cuando la elevación del cáliz, ven que el Santo abre de nuevo los ojos, los fija en el altar y vuelve a cerrarlos cuando el sacerdote coloca sobre el altar el cáliz que contenía la Sangre preciosa de Jesucristo.
En este mismo instante obtiene su curación la pequeña Catalina, sin que quede en su cuerpo señal alguna de sus horribles llagas.
Este
milagro, atestiguado por numerosísimas personas, fue reconocido en el proceso
de beatificación y mencionado por Inocencio XII en la Bula Rationi. Y León
XIII, a su vez, hace alusión al mismo por estas palabras: «Jacens in
feretro, ad duplicem sacrarum specierum elevationem, bis oculos dicitur
reserasse». (Providentissimus, 28-XI-1897). El P. Cristóbal de Arta lo
refiere con todo lujo de detalles (Vita, l.II, cp. II).
¡Así manifestaba el humilde Pascual, veinticuatro horas después de su muerte, la devoción que había profesado al augusto Sacramento por medio de un prodigio, cuya veracidad Dios garantizaba con una curación milagrosa!
Otros sucesos de esta índole, y no menos formidables, sucedieron en ese mismo día, atestiguando siempre la santidad eminente del Siervo de Dios (Cft. Bolandistas, tom. IV Sanct., maji, Vita B. Paschalis, cp. XII).
Todos estos prodigios suscitaron un enorme entusiasmo en el pueblo y también en otros religiosos de otros conventos. En el tercer día después de Pentecostés se pensó en dar sepultura a los restos de fray Pascual, pero era tal la multitud que llenaba la iglesia que no había modo de cumplir este deber. El padre Guardián se vio, pues, obligado a reclamar la ayuda del comandante de la plaza, que acudió con los soldados de la guarnición. La muchedumbre fue evacuada de la iglesia a la fuerza. Las puertas se cerraron y los religiosos, tomando el santo cuerpo, lo colocaron en un ataud de madera, recubriéndolo con cal viva para acelerar su consunción.
Cerrado el féretro, fue colocado en un nicho abierto en el muro, debajo de una imagen de María, ante la cual solía orar el Santo con mucha frecuencia. Una vez terminado el sepelio abrióse de nuevo al público la puerta del templo. La multitud llenó de nuevo la iglesia inmediatamente, y al ver que se la había privado del cuerpo del Santo, intentó destruir su sepulcro, cosa que sin duda hubiera hecho a no habérselo impedido los soldados.
Sin embargo, una nueva curación realizada ante el sepulcro apaciguó la excitación de los espíritus. Nos referimos a la curación de una pobre mujer llamada Catalina Solá, que estaba lisiada a consecuencia de una grave caída. Con esta curación les hacía conocer el Santo que no olvidaba a su pueblo. Y de hecho el Siervo de Dios continuó testimoniando la eficacia de su protección para con los habitantes de Villarreal y para con todos aquellos que confiadamente le invocaban.
Multitud de prodigios, reconocidos casi todos en los procesos de beatificación y canonización, y entre los cuales figuran muchas resurrecciones de muertos, vinieron después a confirmar a los ojos del mundo la santidad de Pascual y la gloria de que gozaba el Santo en el reino de Dios.
Ocho meses después de la muerte del
Bienaventurado llegaba a Villarreal el provincial, P. Juan Ximénez, quien
ordenó se abriera en su presencia el sepulcro del Siervo de Dios. Se abrió
el féretro, salió de él un suave perfume y pudo verse el cuerpo del Santo
completamente intacto. Tuvo esto lugar durante la noche, en presencia del
Guardián y de dos religiosos del convento. Una vez practicado dicho
reconocimiento, el Provincial dispuso que se dejara el ataúd en el lugar que
antes ocupaba y que se cerrase de nuevo el sepulcro (P. Ximénez, Crónica
cp.LXV).
El cadáver fue exhumado una vez más en 1594, en presencia del P. Diego, provincial, y a petición de los religiosos de Villarreal, que deseaban verlo por vez postrera. Los vestidos estaban, a la sazón, reducidos a polvo, pero el cuerpo no presentaba aún señal alguna de descomposición.
Poco tiempo después llevóse a cabo una nueva inspección del cadáver, el cual continuaba intacto, si bien se notó que, debido a una piedad indiscreta, había sido forzada la cerradura del féretro por la parte a que daban los pies, al objeto de robar al cuerpo algunas reliquias. Esto nos da a conocer la causa de que hayan podido llegar a diversos lugares muchas reliquias del Santo.
Por último, el comisario apostólico, Gesenio Casanova, obispo de Segorbe, abrió el 23 de julio de 1611 el féretro en presencia del P. Ximénez, procurador de la causa, del párroco de Villarreal, de las autoridades civiles y de varios médicos y personas de distinción. El Obispo promulga la pena de excomunión reservada al Soberano Pontífice contra los que se atrevan a apoderarse de cualquier reliquia. El santo cuerpo aparece bien conservado y sin señal alguna de descomposición, y de él se desprende un suave olor que fue sentido por todos los presentes.
La memoria de este justo era un perfume suave, símbolo del buen olor de sus virtudes. Los cuatro médicos y cirujanos presentes escribieron, bajo la fe del juramento, el acta auténtica de este reconocimiento. Atestiguaron que no podía atribuirse a causa alguna natural tan admirable conservación, y redactaron en tal sentido una declaración, que firmaron después, y que fue además confirmada por el Obispo y los demás testigos, y se halla inserta en los legajos de la causa.
A todo esto los milagros iban en aumento, y se realizaban innumerables curaciones, ya junto al sepulcro mismo, ya por medio de las reliquias del Santo. Grandemente impresionados los hijos de San Francisco y las autoridades eclesiásticas a la vista de estas manifestaciones sobrenaturales, resolvieron en seguida iniciar los trabajos para procurar la canonización del Siervo de Dios.
20. Los golpes de San Pascual
Por los años de 1609 habitaba en el convento de Villarreal un sobrino de nuestro Santo, llamado Fr. Diego Bailón. El joven religioso, de una gran inocencia de costumbres y de gran virtud, estaba encargado del oficio de limosnero. Al volver de sus excursiones, solía este religioso pedir la bendición del Padre Guardián, e iba a orar ante el sepulcro de su glorioso tío. Una vez allí le daba cuenta, con ingenua confianza, de los incidentes de su viaje, le recomendaba a los bienhechores y le exponía sus sufrimientos.
No bien terminaba la relación de sus aflicciones sentía en la caja sepulcral un cierto ruido, cual si el Santo acabara de moverse en el féretro. Otras veces llegaban a sus oídos suaves golpes, y entonces sentía en su corazón un gran consuelo. Los superiores, al conocer estos sucesos, comprobaron por sí mismos la veracidad de lo referido.
A partir de aquella época se repitió el prodigio con frecuencia, hasta tal punto que el P. Cristóbal de Arta, procurador de la causa, pudo reunir más de cincuenta ejemplos, sucedidos por aquel entonces y todos ellos plenamente comprobados (Vita l.II, cp.XV).
Transcribiremos aquí algunos de ellos. Durante el asedio de Pontarchi, se oyeron ligeros golpes, salidos del féretro, que anunciaron la brillante victoria obtenida sobre las tropas francesas por las tropas españolas. En 1640 se oyeron a lo largo de quince días golpes formidables, con los que anunciaba el Santo la rebelión de Portugal contra España.
Diego Candel, carmelita descalzo, era muy devoto del Santo, pero no se atrevía a hablar desde el púlpito sobre «los golpes de San Pascual», como ya entonces se les llamaba. Habiendo acudido cierto día a la iglesia de Villarreal, se puso a suplicar al Santo tuviera a bien disipar sus dudas, y sintió luego resonar tres golpes. El religioso, no obstante, prolongó su oración, y el Santo correspondió otra vez con tres nuevos golpes, los que, seguidos por último de otros tres, concluyeron por desvanecer para siempre sus vacilaciones.
La noticia de semejantes prodigios hizo que dos Padres jesuitas decidieran estudiar la cuestión sobre el terreno. Fuéronse a visitar la capilla en donde descansaba el santo cuerpo, y una vez allí pusiéronse a discutir acaloradamente acerca de la imposibilidad del prodigio. Una piadosa mujer que les oía, dirigió interiormente al Santo esta plegaria: «Mi querido Santo, es preciso que deis un golpe formidable con que tapar la boca a estos Padres». No había aún terminado la buena mujer esta súplica, cuando las santas reliquias hicieron resonar un golpe violentísimo. La mujer entonces, acercándose a los Religiosos les dijo la plegaria que acababa de hacer, y éstos, confusos, cayeron de rodillas ante el glorioso sepulcro, y dieron gracias al Santo por haberse dignado realizar en su presencia tan admirable prodigio.
Muchas otras fueron aún las circunstancias en que se repitieron estos golpes. Muchas fueron, también, las personas de consideración que pudieron presenciar parecidos prodigios, como el arzobispo de Patermo, Pedro de Aragón, y el virrey de Sicilia. Fenómenos semejantes se repitieron, de igual modo, en las imágenes y reliquias del Santo que recibían culto en diversos lugares. Numerosas personas que, en medio de sus aflicciones, recurrían a implorar su protección, fueron favorecidas con estos golpes, en prueba de haber sido atendidas favorablemente sus plegarias.
De este mismo prodigio fueron testigos, en 1669, muchos Obispos reunidos en presencia del Virrey, en ocasión en que se trataba de la canonización del Santo. El Arzobispo de Valencia y los otros Prelados enviaron a la Sagrada Congregación de Ritos una relación circunstanciada de los mencionados sucesos.
«Un
tal prodigio, agrega Cristóbal de Arta, es en la actualidad tan frecuente en
el reino de Valencia, que llega ya a reputarse la cosa más natural del mundo»
(Vita l.II, cp.XV). Este fenómeno maravilloso tuvo muchas veces por objeto
reavivar la devoción hacia el Santísimo Sacramento del altar, y era
conseguido por medio de alabanzas a la Eucaristía. Así, pues, Pascual
velaba, aun después de su muerte, por el culto de Jesús en el Sacramento,
por el consuelo de los afligidos y por el bien de las almas.
21. Gloria póstuma
Los habitantes y las autoridades de Villarreal, conmovidos ante la multitud de prodigios que se obtenían por intercesión del Bienaventurado Pascual, enviaron en noviembre de 1592 al Obispo de Tortosa una diputación para suplicarle abriese una información jurídica acerca de las virtudes y milagros del Siervo de Dios, fray Pascual. El Prelado accedió gustoso y designó a un oficial suyo y al Prior de los dominicos de Castellón, para que diesen comienzo a las informaciones.
Estos
debían interrogar a los testigos y notar cuidadosamente sus declaraciones,
después de exigir de los mismos el juramento de que dirían en todo la
verdad. Un notario consignaba por escrito estas declaraciones, que debían
luego ser remitidas secretamente al Obispo.
Los
comisarios diocesanos convocaron a todas las personas que habían conocido al
Santo o que habían recibido sus favores. Después de haber jurado éstas
decir en todo la verdad, declararon cuanto sabían sobre el Siervo de Dios.
Muchos de los testigos eran pastores y aldeanos que conocieran a Pascual en su juventud, y no pocos religiosos que le habían tenido por compañero en el convento. En esta ocasión fue cuando hicieron sus declaraciones, con varios otros, Juan Aparicio y García, de los cuales hemos hablado en el curso de esta historia. Este proceso diocesano preparatorio terminó en agosto de 1594. El P. Ximénez se valió para su crónica de estas declaraciones, además de sus recuerdos personales.
La Sagrada Congregración de Ritos, habiendo conocido estos documentos, delegó en 1611 al obispo de Segorbe, para instruir un nuevo proceso sobre fray Pascual, esta vez en nombre de la Iglesia romana y como delegado de la Sede Apostólica.
En esta ocasión hicieron sus segundas declaraciones Aparicio y varios otros que vivían aún, y que habían conocido personalmente al Santo. El P. Cristóbal de Arta, postulador de la causa, registró muchas de estas informaciones y ciento setenta y cinco milagros obrados por mediación de San Pascual. Entre todos estos milagros hay uno que merece ser consignado particularmente.
Un
hombre de Valencia acababa de asistir al sermón en la iglesia de los
franciscanos de la Ribera. Cuando regresó a su casa, refirió a su familia lo
que acababa de oír sobre las virtudes y milagros del Santo, y la animó a que
eligiese a éste por patrono. Durante la noche enfermó repentinamente y
murió. Su mujer, loca de dolor, cayó de rodillas y dijo al Santo:
–Mi
buen Santo, haced que mi marido vuelva a la vida, a fin de que pueda recibir
los últimos Sacramentos, y tener así una muerte digna de un buen cristiano.
Ahora precisamente se está trabajando por vuestra canonización, y es preciso
que hagáis este milagro, si queréis que se os tribute el honor de los
altares.
Entre
tanto los médicos llamados a toda prisa habían certificado su muerte, que
atribuían a una apoplejía fulminante. La mujer no por eso pierde las
esperanzas, y coloca sobre el rostro del cadáver un pequeño trozo de lana
que había pertenecido a la túnica del Bienaventurado.
En
aquel preciso momento abre los ojos el difunto exclamando: «¡Jesús! ¡Jesús!
¡Yo estaba muerto!... ¿Cómo es que he vuelto a la vida?...» Pocos momentos
después la casa se llena de gente, y son los médicos los primeros en
proclamar el milagro. Con todo, el buen hombre se resiste a levantarse, y pide
una y otra vez le sean administrados los últimos Sacramentos. Se accede a
sus deseos, y en la noche siguiente entrega de nuevo el espíritu al Señor.
Su mujer lloraba, diciéndose:
–Si
hubiera pedido la vida para mi marido, yo no dudo que el buen Santo me la
hubiera alcanzado.
El P. Cristóbal de Arta relata con ésta otras doce resurrecciones, casi todas de niños (Vita l.III, cp.I). Fray Pascual, aun después de su muerte, procuraba para sus devotos la gracia de morir reconciliados con Dios y fortificados con el santo Viático.
La relación de éste y de otros milagros fue enviada a Roma, acompañada de las súplicas de Felipe III, rey de España y terciario franciscano. La jerarquía eclesiástica de España y la Orden de Frailes Menores unieron sus súplicas a las del rey para obtener la beatificación del Siervo de Dios.
Paulo V acogió su demanda y la sometió a la Congregación de Ritos. Los Cardenales examinaron los documentos y se inició el proceso romano definitivo, que terminó felizmente. Y así, el 29 de octubre de 1618 el Papa Paulo V firmó el decreto de beatificación In sede principis por el que se daba a Pascual el título de Bienaventurado y se permitía rezar el Oficio y celebrar la Misa en su honor.
Esta
facultad, restringida en un principio al reino de Valencia, fue ampliada en
favor de todos los franciscanos y del clero de Villarreal y de Torre Hermosa
respectivamente, en virtud del decreto Alias pro parte del 10 de febrero de
1620.
Un año más tarde muere Paulo V, y su sucesor Gregorio XV ordena a la Congregación de Ritos, que dé dictamen acerca de la heroicidad de las virtudes y de la autenticidad de los milagros atribuidos a Pascual Bailón. Los Cardenales, reunidos en tres sesiones, declararon que se podía proceder a la canonización del Bienaventurado Pascual, cuya fiesta había sido señalada ya por Paulo V para el 17 de mayo, día aniversario de su muerte. Por distintas razones, sin embargo, la causa del Beato Pascual experimenta ciertos retrasos en su proceso.
Finalmente, cumplidas todas las exigencias canónicas, el 16 de octubre de 1690, Alejandro III procede a la canonización solemne, declarando que
«el
Bienaventurado Pascual es Santo, y que la Iglesia celebrará su fiesta,
según el rito de Confesores, el 17 de mayo, día en que descansó en el Señor».
Su sucesor, Inocencio XII publicó en 1691 la bula de canonización Rationi congruit. Así, pues, un siglo después de su muerte Pascual era honrado por la Iglesia con el más alto título que puede recibir un cristiano: el de Santo.
La
Santa Sede concedió indulgencia plenaria a todos los fieles que en el día de
la fiesta del Santo visiten una iglesia franciscana.
El culto de San Pascual se propagó muy rápidamente. Los numerosos favores obtenidos por su intercesión, en especial para la sanación de graves enfermedades, contribuyeron a aumentar la confianza que en él tenían los pueblos. Se venera hoy su sepulcro en la iglesia del convento de Villarreal.
León XIII honró de nuevo de modo excelso a San Pascual, nombrándole el 28 de noviembre de 1897 «Patrono particular de los Congresos eucarísticos y de todas las Asociaciones que tienen por objeto la divina Eucaristía, que hayan sido instituídas hasta el presente o que en adelante se instituyan» (Providentissimus).
22. Sepulcro de San Pascual
Nota
de la Fundación GRATIS DATE
Los
datos que siguen resumen la información que puede hallarse en
http://members.es. tripod.de/San_Pascual/historia.htm.
Los Religiosos Descalzos, Franciscanos reformados por San Pedro de Alcántara, de ahí llamados también alcantarinos, llegaron a Villarreal en 1577 con el fin de fundar un convento. De la ermita de Nuestra Señora de Gracia, donde moraban, se trasladaron en 1578 a la ermita de Nuestra Señora del Rosario, extramuros, donde se construyó el convento alcantarino. En él vivió sus últimos años fray Pascual Bailón.
Tras la santa muerte de fray Pascual y su beatificación, se dedicó en 1680 al Sepulcro que guardaba su cuerpo incorrupto una hermosa capilla, que el rey Carlos II, al año siguiente, hizo del Patronato Real.
A raíz de la exclaustración de 1835, los alcantarinos tuvieron que abandonar el convento. En 1836 lo ocuparon las religiosas Clarisas, procedentes de su monasterio de Castellón. Estas monjas de vida contemplativa siguen hoy custodiando el Sepulcro y velando el Santísimo Sacramento, expuesto permanentemente en el altar mayor del Santuario.
En 1899, habiendo sido San Pascual declarado Patrono universal de las Asociaciones eucarísticas, una peregrinación nacional, presidida por el Rey, acudió a venerar sus sagrados restos.
Al inicio de la Guerra Civil, en 1936, fue profanado el Sepulcro e incendiados y destruidos la Capilla Real, el Templo primitivo y el cuerpo incorrupto de San Pascual. En 1942 se inició la reconstrucción del Templo Votivo Eucarístico Internacional de San Pascual, erigido junto a los restos del antiguo Monasterio con la idea de restituir la Real Capilla y el Sepulcro, para que allí pudieran venerarse los restos recuperados del Santo, el cráneo y parte de sus huesos. El Templo fue consagrado en 1974.
El 17 de mayo de 1992, IV centenario de la muerte de San Pascual, el Rey don Juan Carlos inauguró la Real Capilla y presidió el traslado de los restos del Santo a su nuevo Sepulcro. Los escudos de Carlos II y Juan Carlos I, en la predela, simbolizan el Patronato Real.
En el
centro de la Capilla destaca un sarcófago, de granito oscuro, sobre el que
descansa la imagen yacente de San Pascual, de plata, inspirada en su cuerpo
incorrupto. Detrás se halla la celda donde murió. Un retablo de 14 metros de
altura contiene cincuenta figuras, esculpidas en alto relieve, que representan
escenas y personajes relacionados con San Pascual y la Eucaristía.
Debajo,
en el altar, está el Cartapacio, manuscrito del Santo. Enfrente del retablo,
un bajorrelieve eucarístico de bronce sobredorado, adorna el trasagrario. Los
espacios laterales, en forma de ábside semicircular, se ornamentan con otros
seis relieves, a modo de friso, que narran detalles de la vida y prodigios de
San Pascual.
En
la planta baja de la Real Capilla se conserva el Pozo de San Pascual, Pouet
del Sant, cuyas aguas son muy apreciadas por los fieles devotos.
En 1997, primer centenario del nombramiento de San Pascual como Patrono de todos las Asociaciones eucarísticas, se llevaron a cabo diversas iniciativas. En septiembre, se celebró en Villarreal el Congreso Eucarístico Nacional de España. Y a los lados de la basílica de San Pascual se elevaron dos campanarios gemelos de unos 50 metros de altura, en donde quedó instalada la campana de volteo mayor del mundo y también el carillón más grande de España. Estas obras se han llevado a cabo en su mayoría por aportaciones populares.
San Pascual, Patrono de las Asociaciones eucarísticas
León XIII,
Papa: Documento Pontificio que nombra a San Pascual Bailón Patrono de los
Congresos Eucarísticos y de todas las Asociaciones Eucarísticas.
Para perpetua memoria
La
Providencia de Dios (Providentissimus Deus) excelsa, que dispone las cosas de
un modo a la vez fuerte y suave, atendió a su Iglesia de manera tan
particular que, precisamente cuando las circunstancias se muestran menos
favorables, le ofrece motivos de consuelo suscitados de la misma dureza de los
tiempos.
Esto,
que se ha visto con frecuencia en otras edades, puede apreciarse sobre todo en
las actuales circunstancias de la sociedad religiosa y civil, en las que,
levantándose los enemigos de la tranquilidad pública con creciente
insolencia, y procurando con ataques diarios y fortísimos destruir la fe de
Cristo y aún toda la sociedad, quiso la Bondad divina oponer a estas
perturbaciones los preclaros trabajos de la piedad cristiana.
Lo
cual ciertamente manifiestan la devoción al Sagrado Corazón, difundida por
todas partes, el celo que en todo el mundo se despliega en acrecentar el culto
de la Virgen María, los honores que se concedieron al ínclito Esposo de la
misma Madre de Dios, y las sociedades católicas de varias clases fundadas
para la defensa incondicional de la fe y para otras muchas finalidades, que
promueven la gloria de Dios y fomentan la caridad, ya ejercitándolas, o bien
implantándoles donde no existen.
Mas
si bien todo esto impresione gratísimamente Nuestro ánimo, creemos, sin
embargo, que el compendio de todas las bondades del Señor está en el aumento
de la devoción entre los fieles hacia el Sacramento de la Eucaristía, después
de los Congresos grandiosos habidos por esta época sobre este asunto. Porque
nada juzgamos más eficaz, según ya en otras ocasiones hemos declarado, para
estimular los ánimos de los católicos, ya a la confesión valerosa de la fe,
ya a la práctica de las virtudes dignas del cristiano, como el
fomentar e ilustrar la devoción del pueblo en orden a aquella inefable prenda
de amor que es vínculo de paz y de unidad.
Siendo,
pues, digno este importantísimo asunto de nuestras mayores atenciones, así
como frecuentemente hemos alabado los Congresos Eucarísticos, así ahora,
estimulados por la esperanza de más abundantes frutos, hemos determinado
asignar a aquellos un Patrono celestial de entre los bienaventurados que con más
vehemente afecto se abrasaron en el amor hacia el santísimo Cuerpo de Cristo.
Ahora
bien, entre aquellos cuyo piadoso afecto hacia tan excelso misterio de fe se
manifestó más encendido, ocupa un lugar preeminente San Pascual Bailón.
Quien poseyendo un espíritu grandemente inclinado a las cosas celestiales,
habiéndose ocupado con vida purísima durante su adolescencia en el pastoreo
de rebaños, y abrazado un género de vida más austero en la Orden de Menores
de la más estrecha Observancia, mereció en la contemplación del sagrado
banquete recibir tal ciencia que, siendo rudo y sin estudio alguno, pudo
responder a cuestiones dificilísimas sobre la fe y aun escribir libros
piadosos. Además, entre los herejes sufrió muchas y graves persecuciones, y
émulo del mártir Tarsicio, vióse expuesto frecuentemente a dar su vida por
confesar pública y manifiestamente la verdad de la Eucaristía. El amor a ésta
parece haberlo conservado aún después de muerto, toda vez que tendido en el
féretro dícese haber abierto los ojos por dos veces a la doble elevación de
las sagradas especies.
Es,
pues, manifiesto que no puede asignarse otro Patrono mejor que él a los
Congresos católicos de que hablamos. Por lo cual, así como hemos encomendado
a Santo Tomás de Aquino la juventud estudiosa, a San Vicente de Paul las
asociaciones de caridad, a San Camilo de Lelis y a San Juan de Dios los
enfermos y cuantos se consagran a su auxilio, por igual razón, como cosa
excelente y gozosa y que redunda en bien de la cristiandad, en virtud de las
presentes, con nuestra suprema autoridad,
declaramos y constituimos a San Pascual Bailón peculiar Patrono celestial de los Congresos Eucarísticos, así como también de todas las Asociaciones Eucarísticas existentes o que en lo sucesivo se instituyan.
Y
esperamos confiadamente como fruto de los ejemplos y del patrocinio del mismo
Santo, que muchos cristianos consagren cada día su espíritu, sus decisiones
y su amor a Cristo Salvador, principio sumo y santísimo de toda salud.
...
Dado
en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 28 de noviembre de
1897, año vigésimo de Nuestro Pontificado.
Bibliografía
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RAMBLA,
Pascual, OFM, San Pascual Baylón, Villarreal 1995, 278 pgs.
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SALES FERRI CHULIO, Andrés, Iconografía popular de San Pascual Baylón,
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En http://members.es.tripod.de/San_ Pascual/bibliografia.htm, se ofrece la siguiente bibliografía:
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Francisco: Oración gratulatoria en la solemne acción de gracias que dedico a
Dios y a San Pascual Baylon. Don Thomas Azpuru, Arzobispo de Valencia, en reconocimiento
del reparo de su quebrantada salud / dixola en el Convento de Nuestro
Padre San Francisco de Zaragoza, el día 17 de mayo de 1771. Fr.,
Zaragoza: Francisco Moreno, 1771, 36 p.; 4º.
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Observantiæ Provinciæ S. Ioannis Baptistæ Regni Valentiæ, Romæ: ex
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BEAUFAYS,
P. Fr. Ignacio, O. F. M., Historia de San Pascual Bailón, de la Orden de
Frailes Menores, Patrono de las Asociaciones Eucarísticas, traducido de la
segunda edición francesa por Fr. Samuel Eiján, O. F. M., en Barcelona,
Tipografía Católica, calle del Pino, nº 5, 1906, 265 páginas.
BLANCO
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MARTÍN CASTILLA, Rafael: «Hallazgos musicales en el archivo parroquial»,
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243-275. Estudio de un manuscrito, fechado en 1884, y que contiene los
gozos que se cantaban a San Pascual Bailón.
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EXTENSIO
solemnizationi Festi Beati Paschalis Baylon Discelceatorum Provinciæ S.
Ioannis Ordinis Minorum Regularis Observatiæ pro universis Religiosis
utriusque sexus eiusdem Ordinis in Hispaniæ regnis utriusque Coronæ
Castellæ Aragoniæ: «pro cuncto Clero Oppidis ubi dicti Beati Corpus
requiescit» natus fuit, Romæ: ex typographia Cameræ Apostolicæ, 1620, 1 h.
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IOSEPH
DE IESUS: Cielos de fiesta, Mvsas de Pascva, en fiestas reales, qve a S.
Pascval coronan svs mas finos, y cordialissimos devotos, los mvy
esclarecidos hijos de la ciudad de Valencia, que con la magestad de la
mas luzida pompa, echó su gran devocion el resto, en la Fiestas de la
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Rómulo: Pentagios celebres en las divinas letras, su misterioso epílogo S. Pasqual
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RELACION
svmaria veridica del solemnissimo aplavso, y trofeo glorioso, con que la
Sacras Religiones, del Serafin humano Francisco, el Fenix abrasado Augustino,
y del Padre de pobres San Juan de Dios, y Coronada Villa de Madrid, celebraron
la fiesta de la Canonizacion de los Santos San Juan de Capistrano, Defensor
del Santissimo Nombre de Jesvs, açote de los Hebreos, terror de los Hereges,
Capitan Protector de las Armas Catholicas contra las Othomanas, Hijo del
fecundissimo Padre de Santos Francisco: de San Juan de Sahagun, Luzero de
Salamanca, Hijo del Sol de la Iglesia Augustino; del Patriarca San Juan de
Dios, y del admirable San Pasqual Baylon, tambien Hijo del Serafín Francisco
en la mas estrecha Observancia de San Pedro de Alcantara, hecha por la
Santidad de Alexandro VIII el año passado de 1690 en 17 de Octubre; el día
20 de Mayo deste año de 1691, [s.l.]: [s.i.], [s.a.], 4 h.; 21,5 cm.
RELACION
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Mayo de 1691 en la celebracion de la Canonizacion de los Santos, San Lorenço
Justiniano, San Juan Capistrano, San Juan de Sahagun, San Juan de Dios, y
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SALMERÓN,
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/ escritas en resumen y compendio por ..., Madrid: Alfonso López, [1785], XVI
+ 306 p.; 20 cm.
SALMERÓN,
Pascual: Vida, virtudes y maravillas del santo del sacramento S. Pascual
Bailon / escritas en resumen y compendio por Fr. ... religioso descalzo de
N.P.S., Valencia: Libreria Española y Extrangera de Juan Mariana, 1858 (nueva
ed. corr. y aum.), 278, [4] p., [1] h. de grab.; 20 cm.
SALMERÓN,
Pasqual: Novena al Santo del Sacramento S. Pasqual Baylon y carta
misericordiosa / por Fr. ... de Religiosos Franciscanos Descalzos, Murcia:
en casa de Francisco Fache, en la Traperia, [s.a.].
SALMERÓN,
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1850 / Guillermo Álvarez Rubio. Se funda una asociación / Manuel García
Vilanova. San Pascual, ayer / Carlos Sarthou Carreres. El sepulcro de San
Pascual. El Zarrón de San Pascual / SalusFernando López Orba. La Real
Capilla de San Pascual, hoy / JosepMiquel Francés. Museo de San Pascual /
Antonio Losas. Ciudad de San Pascual en Filipinas / Salvador Carracedo Benet.
Eucaristía / Salvador Carracedo Benet. Corpus Chisti. El Santo Grial. La
Adoración Nocturna. Los Congresos Eucarísticos. Los Congresos Eucarísticos
Internacionales celebrados en España. Los Congresos Eucarísticos españoles
Nacionales y Locales. Los Congresos Eucarísticos Nacionales y Locales en el
mundo. Relación de sellos españoles y ex colonias con el tema: La Eucaristía.
Rústica, 162 p.: il. bl. y n. y col. Publicación: 1997 Dimensiones: 17 x 24
cm. ISBN: 8488331320.
SÁNCHEZ
DEL CASTELLAR Y ARBUSTANTE, Manuel de: El Samuel de la ley de Gracia de la
Religion Serafica en su descalza familia S. Pascual Baylon: sermon primero que
domingo a 23 de setiembre en la iglesia de Alcudia, en las celebres
fiestas por su deseada canonización / predico Fr. de la Orden de Nuestra
Señora de la Merced; dedicale Isidoro Colomines, Valencia: Francisco
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y novena de San Pascual Bailon, Castellón: [s.n.], 1898, 40 p.; 15 cm. Imp.
del Diario de la Plana a c. de Eduardo Climent.
XIMÉNEZ,
Juan: Chronica del B. Fray Pasqval Baylon de la Orden del P. S. Francisco, hijo
de la Prouincia de S. Iuan Baptista de los frayles descalços del Reyno de Valencia,
Valencia: Iuan Crysostomo Garriz, junto al molino de Rouella, 1601, 8 h.
+ 652 p. + 22 h.; 15 cm.