Claves éticas para la bioética
Ana
Marta González
1. Los principios de la bioética son los de la ética.
A la vista del desarrollo enorme de la bioética en los últimos años, no es
ocioso recordar que los principios de la bioética no pueden ser otros que los
de la ética. Esta afirmación, que de entrada puede parecer trivial, deja de
serlo tan pronto como pasamos a considerar la extraordinaria difusión de la
postura según la cual la bioética tendría unos principios particulares,
especialmente diseñados para afrontar los problemas éticos que se plantean
como consecuencia de la introducción de las nuevas tecnologías en el ámbito
bio-sanitario, en el contexto de una sociedad plural como la nuestra.
Frente a esta postura, yo entiendo que los principios de la bioética no
pueden ser otros que los de la ética, y que, en consecuencia, el modo mejor
de aproximarse a los problemas éticos planteados en aquel campo pasa por
comprender en profundidad la naturaleza misma de la ética.
Sin duda, desde un punto de vista práctico, los partidarios de constituir a
la bioética en una ciencia autónoma pueden alegar a su favor el hecho
innegable de que la bioética ha generado en muy pocas décadas una reflexión
ingente y muy específica, que además de requerir la aplicación de los
principios éticos a una materia muy concreta, exige internamente la adopción
de una perspectiva multidisciplinar a la hora de afrontar sus problemas
específicos.
Aunque esta postura es defendible desde un punto de vista práctico, considero
que por sí sola no autoriza a conceder a la bioética un estatuto
epistemológico diverso del de la ética. Pues, de una parte, la concreción
de su materia no hace de ella una ciencia diversa ya que también aquí se
trata de acciones humanas (por mucho que la materia de estas acciones se
circunscriba a un ámbito determinado); y, de otra, su mismo carácter
interdisciplinar –que es hasta cierto punto lo más novedoso de la
bioética- no constituye tampoco un motivo suficiente para constituirla en una
ciencia independiente. Después de todo, la misma interdisciplinariedad
podría verse como una ampliación sistemática de la deliberación que ha de
preceder a toda decisión éticamente aceptable, cuya aceptabilidad, en todo
caso, corresponde examinar a la ética.
Ahora bien: la consecuencia inmediata de reconocer que la bioética es, en
última instancia, ética, es que ni sus principios ni su método pueden
considerarse algo por completo ajeno a la experiencia moral ordinaria. Pues, a
diferencia de lo que ocurre con otras ciencias que siguen un paradigma más
próximo al de la técnica, en asuntos éticos no es adecuado hablar de
expertos o especialistas, como no sea en un sentido derivado.
Ciertamente, el carácter tan especializado de los problemas tratados en
bioética requiere una preparación específica, especialmente una aptitud
para el diálogo interdisciplinar. Sin embargo, esta realidad no puede
conducirnos a marginar lo que Llano designa como el “competencia ética del
hombre de la calle”. Todos sabemos algo de ética. Negarlo sería tanto como
decir que somos incompetentes para conducir nuestra vida, y que, en
consecuencia, podemos delegar nuestras decisiones sobre lo bueno y lo malo en
terceros, de modo semejante a como podemos delegar en terceros, por ejemplo,
la elaboración de la declaración de la renta. Y si es cierto que todos
podemos aprender más ética, no es cierto en cambio que los libros puedan
proporcionarnos los principios morales elementales, porque en última
instancia el conocimiento ético es un conocimiento práctico, y éste se
consolida y se debilita con la misma práctica moral.
Sin duda, el desarrollo de la ciencia y la técnica en el último siglo nos ha
puesto ante los ojos posibilidades inéditas de intervención sobre la vida,
que nos plantean interrogantes éticos sin precedentes. Se dirá que para
resolver del mejor modo posible esos interrogantes no basta el conocimiento
moral ordinario, y la objeción parece razonable: ¿qué significa, por
ejemplo, abordar el tema de la muerte desde la perspectiva del conocimiento
moral ordinario, cuando la posibilidad de la prolongación artificial de la
vida está al alcance de la mano? ¿qué relevancia puede tener este
conocimiento moral cuando el problema ético que nos planteamos es la
clonación de seres humanos? Todo parecería indicar, en efecto, que el
conocimiento moral ordinario enmudece cuando se enfrenta a situaciones tan
novedosas. Sin embargo aún entonces su relevancia es enorme, pues sin él –conviene
subrayarlo-, ni siquiera sería posible plantear esos problemas correctamente:
antes de empezar a hablar de estos temas es preciso saber, por ejemplo, que
matar está mal; o que el fin no justifica los medios.
Cuando son estas cosas las que se discuten, entonces ya no hablamos
específicamente de bioética, sino en general de ética. Por eso no es
extraño que los debates corrientes en bioética sean finalmente deudores de
los debates éticos. Así ha ocurrido con el debate entre las éticas
ilustradas y la ética de la virtud (representadas, en bioética, por
Beauchamp&Childress y Pellegrino respectivamente) ; pero también en el
debate acerca del pluralismo (que ha inspirado sobre todo la bioética de
Engelhardt ). Esto es un signo claro de que la bioética sigue alimentándose
de la reflexión ética, y de que seguirá haciéndolo por mucho tiempo, a
menos que acabe siendo suplantada por la bio-jurídica, que, entre tanto, ha
adquirido también un rango relativamente autónomo. Sin embargo, incluso este
deslizamiento de la bioética hacia la bio-jurídica puede verse como un
reflejo más del estado de cosas general en filosofía práctica, donde no
siempre se percibe con nitidez la diferencia entre la perspectiva ética y la
jurídica.
Acaso sea esta historia lo que explica el peso –para mi gusto excesivo- que
las consideraciones de los filósofos encuentran entre los profesionales del
mundo bio-sanitario. Pues si alguna función tiene la filosofía en este
campo, ésta no es otra que la de deshacer los entuertos a los que ha
conducido el tomarse excesivamente en serio las teorías éticas elaboradas
por los mismos filósofos, y con las que se pretendía sustituir la
perspectiva concreta del agente moral implicado en la acción, por la del “experto”
dotado de un método con el que resolver los problemas morales más variados
de una forma racional y objetiva, supuestamente universal.
Exagero: sin duda la filosofía puede aportar algo más a la reflexión
bioética, pues, a fin de cuentas es cierto que nos enfrentamos a problemas
nuevos, para los que no basta la mera apelación a la práctica médica
tradicional: no tanto porque la práctica médica tradicional ignore los
principios que deben informar la nueva situación, como porque tales
principios se encuentran implícitos en ella, y es preciso sacarlos a la luz,
a fin de mostrar su vigor para afrontar los nuevos retos.
2. La inspiración original de la bioética y su trascendencia en la
historia reciente de la ética
Sea como fuere, la deuda permanente de la bioética con la ética filosófica
no debe impedirnos reconocer en el origen mismo de la bioética un enfoque
peculiar, como tampoco debe impedirnos reconocer el estímulo evidente que,
para la reflexión ética, suponen los problemas planteados en el ámbito bio-sanitario.
Pues si toda teoría se ha de nutrir de la experiencia, esto es
particularmente cierto de la teoría ética, que no puede prescindir de la
experiencia moral, y que, precisamente por eso, ha de prestar especial
atención a los retos a los que nos enfrenta los avances de la ciencia en este
campo.
De hecho, es muy posible que la bioética como tal haya desempeñado un
importante papel en la redefinición de los términos del debate ético
contemporáneo. Basta recordar que, cuando surge en los años setenta, la
reflexión ética se encontraba todavía monopolizada por la controversia
entre utilitarismo y deontologismo, dos de los principales sistemas éticos
ilustrados, que más allá de sus importantes diferencias, tienen en común su
condición de sistemas éticos normativos.
Pues bien, frente al normativismo característico de ambos sistemas, que
implicaba la construcción de una ética en tercera persona, ajena al punto de
vista del agente, y suponía una tajante división entre el mundo de los
hechos y mundo de los deberes, el surgimiento de la bioética supuso un cambio
de perspectiva, pues planteaba problemas éticos que, emergiendo de la
práctica médica ordinaria, cuestionaban por su base aquella separación
entre el mundo de los hechos y el mundo de los valores, en la medida en que
requerían del personal biosanitario decisiones con evidente carga valorativa
.
Con ello se apuntaba a la necesidad de considerar la ética como una
dimensión intrínseca del actuar humano, cuestionando implícitamente la
tesis positivista que, por conceder un carácter real a la distinción entre
el mundo de hechos –objeto de la ciencia- y el mundo de los valores –objeto
de la ética-, tendía a favorecer la figura monstruosa del científico
moralmente neutro, como un personaje situado más allá del bien y del mal.
Por eso, el hecho de que la iniciativa de trazar un puente entre hechos y
valores surgiera de entre los mismos profesionales de las ciencias
biosanitarias, no puede considerarse circunstancial. Y es que si la
distinción entre hechos y valores tiene algún mérito, éste se reduce al
campo de la epistemología, pues es evidente que el avance de las ciencias
modernas se debe en una medida considerable al uso de semejantes
abstracciones. Pero conviene advertir que la realidad misma no puede ni debe
identificarse con nuestras abstracciones; conviene tener presente, en efecto,
que, tan pronto como bajamos a la práctica desaparece la ciencia y nos
encontramos con el científico, es decir, con un hombre que toma decisiones, y
que estas decisiones suyas son necesariamente buenas o malas.
3. En busca de una ética para la sociedad tecnológica
Ahora bien: ¿cómo acertar con lo bueno y lo malo en los casos a los que nos
enfrentaba y sigue enfrentando la aplicación de las nuevas tecnologías en el
ámbito bio-sanitario? Comprensiblemente, en aquellos años se planteó como
un reto elaborar una ética nueva para la sociedad tecnológica. Como es
sabido, los esfuerzos siguieron varias direcciones.
Parte de la reflexión bioética del momento tomó cuerpo alrededor de las
éticas ecológicas (Jonas) o evolucionistas (Kieffer), en las que, de
diferentes maneras, se prometía un remedio para la fractura entre el mundo de
los hechos y el mundo de los valores.
El remedio ha sido, en algunos casos, peor que la enfermedad. Simplificando
mucho, en el caso de las éticas evolucionistas el remedio para aquella
fractura se “lograba” (o malograba) por la vía de reducir el valor ético
a una función de la supervivencia biológica, es decir, anulando lo
propiamente ético. En el caso de las éticas ecológicas, en cambio, se
buscó un camino llamando la atención sobre el valor ético de la vida, es
decir, del respeto a la vida.
Con todo, dentro de las éticas ecológicas, cabía distinguir aún dos
direcciones: una de ellas, la del ecologismo radical, nivelaba –anulándola-
la diferencia entre lo personal y lo natural, bien por la vía de reducir la
dimensión personal a mera naturaleza (el hombre es aquí parte de la
naturaleza), bien por la vía de elevar la naturaleza a la categoría personal
(hablando, por ejemplo, de derechos de los animales ).
Muy distinta era, en cambio, la dirección que tomó el ecologismo moderado,
en principio compatible con la ética tradicional, generalmente caracterizada
como “antropocéntrica” en el discurso ecologista. Y es que, a diferencia
de lo que sucede en el caso de la deep ecology, que no discrimina entre la
naturaleza en general y la naturaleza de las personas, el ecologismo moderado
subraya la importancia de la naturaleza en el discurso ético en unos
términos tales que permiten considerar al hombre como un ser natural sin
renunciar por ello a su condición personal, es decir, sin renunciar a su ser
más que naturaleza.
Aunque el término “ecologismo moderado” admite desarrollos muy distintos,
en mi opinión, la consistencia de esta postura depende de que acierte a
rehabilitar un concepto teleológico de naturaleza , y de que al mismo tiempo
redescubra la verdadera naturaleza de la razón, advirtiendo que ésta no se
reduce a su uso técnico-instrumental, ya que incluso el uso técnico y
discursivo de la razón presupone la existencia de unos principios, tanto en
el plano especulativo como en el práctico que, por revelar el alcance
naturalmente metafísico y ético de la razón humana, permiten sostener que
el hombre es algo más que un animal singularmente complejo.
4. Un concepto teleológico de naturaleza
Por de pronto, rehabilitar un concepto teleológico de naturaleza significa
reconocer en la naturaleza algo más que un material bruto, susceptible de
manipulación sin límite. Significa advertir que la naturaleza no se reduce a
las abstracciones de la ciencia; que no agotamos lo que la naturaleza es
juntando lo que nos dice la física, la química, la biología y las demás
ciencias particulares. Pues todas estas ciencias son ciencias empíricas, y en
la naturaleza hay algo más que puro dato empírico: hay sentido.
Ciertamente, si acudimos a la naturaleza sólo con los instrumentos de la
ciencia no descubriremos en ella más que lo que previamente hemos puesto con
nuestro método. Sin embargo, nada justifica reducir la realidad a lo que la
ciencia nos dice de ella. Sólo una filosofía empirista. Y, filosofía por
filosofía, parece más razonable preferir aquella que resulta compatible con
los supuestos primordiales de nuestra vida, el más fundamental de los cuales
es, precisamente, el del sentido. No sólo el sentido que nosotros imprimimos
a nuestros actos, sino el sentido que descubrimos incluso en los procesos
naturales, y que tantas veces constituye el punto de partida de nuestra
acción.
“Hambre”, “sed”, “hombre”, “mujer”, “salud”, “enfermedad”,
no son términos puramente fácticos, cuyo significado se pueda agotar
aportando una explicación causal-eficiente de su contenido; sino que son
términos teleológicos, que sólo se comprenden en el contexto de una
reflexión más amplia que trascienda el plano de lo meramente fáctico, para
buscar su sentido.
En la medida en que la experiencia del “hambre” invita a actuar en una
dirección concreta, sin determinar no obstante nuestra acción, no se puede
decir que la naturaleza humana sea extraña a la moral. Lejos de esto, el
propio carácter inconcluso de nuestras tendencias abre las puertas a la
elección de la manera más natural. Cuando decido si voy a comer o no, o
considero si es oportuno comer ahora o más tarde, es decir: cuando entro en
el terreno de las decisiones morales estoy dando por supuesta la teleología
de mi naturaleza. Ciertamente, que mi decisión sea finalmente buena o mala
desde el punto de vista moral es algo que no dependerá exclusivamente de su
conformidad con la tendencia natural, pues precisamente la moralidad de una
decisión requiere ponderar otras consideraciones. Pero al menos ha de estar
claro que desatender de manera permanente y voluntaria el mensaje que me
envía la tendencia –un mensaje finalmente relativo a mi propia
supervivencia-, sería malo no sólo en sentido biológico, sino también en
sentido moral, porque lo es provocar voluntariamente la propia muerte.
Sin duda no faltará quien ponga esto en duda; quien, como los estoicos,
prefiera ver en el suicidio un acto de fortaleza, o, como algunos modernos, un
acto de afirmación de la propia libertad. Que es un acto libre está fuera de
duda, a menos que uno se encuentre gravemente enfermo. Pero de lo que se trata
es de ver si existe alguna diferencia entre unos actos libres y otros. Pues
bien: precisamente lo que aquí se mantiene es que tal diferencia existe, y
que no es relativa a las intenciones del agente o a las circunstancias en las
que discurre su acción, sino que en último término remite a la naturaleza,
entendida no como pura facticidad, sino como instancia penetrada de sentido.
Lo que aquí se mantiene, en definitiva, es que hay actos intrínsecamente
malos, cuya maldad intrínseca consiste, precisamente, en contrariar
deliberadamente el sentido implícito en las tendencias naturales.
Alguno preguntará: ¿pero acaso no hay tendencias desviadas? Sin duda. Pero
las reconocemos como tales. Quien de manera permanente no siente hambre, o
siente la poderosa inclinación a comer tierra, debería preocuparse. De hecho
se preocupa, y suele ir al médico. Por racionales estamos dotados de la
capacidad de distanciarnos de nuestras propias tendencias y reconocer su
sentido o su falta de sentido, en cuyo caso tomamos medidas. Por lo demás no
debería extrañarnos la posibilidad de su desviación. Tampoco, o incluso
especialmente, en el caso de la tendencia sexual, pues precisamente el
carácter abierto, biológicamente inconcluso, no cerrado ni instintivo, de
nuestras tendencias, las expone especialmente al influjo de la cultura y hace
de su adecuada integración una tarea primordialmente moral, es decir, una
tarea encomendada a la razón práctica.
5. Acerca de la razón práctica
Bajo la apelación a la razón práctica no se ha de entender otra cosa que la
misma razón aplicada a la dirección de nuestras acciones. No está de más
insistir en que nuestra propia naturaleza, por el carácter inconcluso de las
tendencias humanas, reclama esa dirección racional.
La razón realiza su tarea en la medida en que introduce orden en el modo de
perseguir los distintos bienes por los que, de diferentes maneras, podemos
sentir atracción. Sin ese orden, el resultado natural sería la anarquía de
los deseos. Por el contrario: el efecto interior de introducir orden en
nuestros diversos apetitos, es el desarrollo de las distintas virtudes
morales: así, la templanza es la virtud moral resultante de introducir orden
con nuestra razón en la atracción que sentimos por los bienes sensibles; la
fortaleza, por su parte, resulta de introducir orden en la aversión que
sentimos por los males sensibles; la justicia se presenta como el hábito que
nace de introducir orden en el deseo del propio bien, de tal manera que no lo
persigamos a costa de negarles a los demás el suyo...
En suma: con las distintas virtudes morales vamos perfeccionando nuestra
naturaleza de tal manera que nos capacitamos para actuar más y mejor, porque
además de favorecer la integración racional nuestras tendencias, el
desarrollo de la virtud moral fortalece nuestra adhesión al bien, haciendo
posible que, llegado el momento de la acción, deliberemos con rectitud, sin
dejarnos influir por intereses particulares. De ahí la insistencia de
Aristóteles en que no hay prudencia sin virtud moral . ¿Cómo podríamos
tomar una decisión prudente si en el momento de la decisión estamos
dominados en nuestro corazón por la tendencia a la comodidad o por el miedo a
lo que contraría, o simplemente por un apego desordenado a los propios
intereses?
No es un punto trivial. Por el contrario, se trata de un punto básico. Su
importancia se calibra mejor si consideramos que sin prudencia –y esto
quiere decir, por supuesto, sin virtud moral- tampoco sabremos usar las normas
morales. En efecto: de poco sirve tener un precioso código de normas si no
sabemos qué norma conviene aplicar, cuándo y cómo: y esto es una decisión
estrictamente prudencial.
Por aquí se puede advertir la deficiencia fundamental de los sistemas éticos
ilustrados, que son, en lo esencial, sistemas normativos, en los que la
referencia a los hábitos parece meramente ornamental , pues se pierde de
vista hasta qué punto la disposición moral del agente es determinante de su
aproximación cognoscitiva a las cosas prácticas.
El olvido de los hábitos, en el sentido profundo de perfeccionamiento de la
razón y la voluntad, puede considerarse la clave del racionalismo
característico de la ética moderna, que es racionalista precisamente porque,
a la hora de resolver los problemas morales, pretende contar únicamente con
la facultad racional, olvidando que precisamente esta facultad admite y
reclama un perfeccionamiento sin el cual no puede llegar a todo lo que de ella
se espera. Bien está confiar en la razón, pero no hay que olvidar que la
razón es una potencia capaz de crecimiento, que la razón se puede
perfeccionar mediante hábitos: no sólo en el orden teórico, sino en el
orden práctico.
Dicho de otro modo: la razón no es una máquina que actúe por igual en todos
los hombres. Hay hombres que la cultivan más y hombres que la cultivan menos.
Y eso hace una diferencia, tanto en el plano teórico como en el práctico.
Eso explica que algunos lleguen con más facilidad a lo que otros no llegan
sin grandes esfuerzos. Afirmar esto no es negar la universalidad de nuestra
naturaleza racional: es reconocer que el cultivo de la naturaleza no se da en
todos al mismo tiempo y por igual.
La pretensión de un sistema moral universal puramente racional es una
pretensión típicamente moderna. La doctrina tomista de la ley natural no
enfatizaba tanto este aspecto. Por el contrario: Tomás de Aquino tiene buen
cuidado de dejar claro que hay principios morales evidentes para todos y otros
que sólo resultan evidentes a los sabios . Asimismo no deja de señalar los
inconvenientes morales con los que eventualmente se puede encontrar el
reconocimiento aún de los preceptos más elementales de la ley natural. Por
ello, al igual que ocurre con la moral kantiana, su exposición de la ley
natural no se ve en absoluto refutada ni confirmada por los hechos inmorales o
morales que podemos detectar en un momento histórico dado. Más bien permite
explicar por qué en un momento dado el conocimiento de la ley natural puede
verse oscurecido.
Por lo demás, dudo mucho que elaborase esta doctrina con el fin de convencer
a alguien sobre la inmoralidad de determinados comportamientos. Acerca de eso
no es pertinente la demostración teórica. Lo que su exposición deja claro,
en cambio, es la profunda unidad de la razón práctica: cómo, en una
palabra, el conocimiento de lo bueno y lo malo depende, sí, de la posesión
habitual de unos principios morales comunes a todos los hombres, que no son
otros que los fines de las virtudes; pero cómo ocurre, al mismo tiempo, que
ese conocimiento moral germinal sólo resulta operativo si se ve consolidado
por la práctica de las virtudes morales.
6. La fragmentación de la razón práctica
Frente a la unidad de la razón práctica que encontramos en la ética de
Aristóteles y en la de Santo Tomás, resulta llamativo el camino embocado por
la filosofía moral moderna, que, partiendo de su racionalismo original, ha
dado lugar a una dialéctica que todavía perdura hoy, y que encuentra amplio
eco en los planteamientos éticos principialistas. Me refiero a la
dialéctica, ya mencionada antes, entre éticas deontológicas y éticas
teleológicas, en la que reconocemos lo que podríamos designar como “fragmentación
de la razón práctica” en dos direcciones diversas: una “intuitiva-trascendental”
y otra “calculadora- utilitarista” .
Y es que frente al planteamiento clásico que considera a la razón humana
como una potencia perfeccionada por hábitos con los que de manera natural
conocemos los principios especulativos y prácticos, pero dotada también para
mantener la vigencia de tales principios a lo largo de su discurso y de su
acción, el planteamiento moderno no sólo tiende por lo general a perder de
vista los hábitos, sino que, precisamente por eso, tiende a separar las dos
dimensiones que antes se encontraban unidas: la intelección de los principios
y el carácter discursivo de la razón.
En estas condiciones, si concedemos un peso mayor a la intelección de los
principios, o, más en general, a la dimensión intuitiva de la razón, se
plantea el problema de cómo argumentar públicamente las cuestiones morales,
pues toda intuición es privada. Pero si, ignorantes del modo –estrictamente
práctico- en que los principios se hacen vigentes en la acción, buscamos no
obstante un modo de argumentar, de discurrir sobre cuestiones morales, es
fácil que lleguemos a proponer –como Hume, y tras él toda la tradición
utilitarista- un modelo de racionalidad tomado de la técnica. En ambos casos
hemos perdido la unidad de la razón práctica: la conexión entre los
principios y la acción propiamente dicha.
Aunque esto no puede hacerse sin matizar mucho, cabría incluir en el primer
modelo a la ética deontológico que arranca de Kant, pero también –y acaso
principalmente- a la ética de los valores tal y como fue formulada por
Scheler. Dentro del segundo modelo, ya me he referido a la tradición
utilitarista. Se trata de dos modelos en cierto modo opuestos, pero que, tal y
como he pretendido sugerir hasta el momento, tienen no obstante importantes
puntos en común: básicamente su racionalismo, es decir, el marginar de la
ética cualquier otra consideración que no sea estrictamente
racional-teórica, y, por tanto, la naturaleza y los hábitos: es decir, dos
elementos que hacen la ética menos abstracta, más arraigada en la
personalidad concreta del que actúa.
El racionalismo moderno está repleto de consecuencias. En el caso del
deontologismo, porque olvida que los auténticos deberes morales no son
deberes abstractos, sino deberes concretos, derivados no de la generalidad de
la ley, sino de la particularidad de la situación en la que están implicadas
personas singulares. Pues si es cierto que la sola presencia de una persona
impone universalmente una serie de deberes negativos -los que llevan a omitir
actos intrínsecamente malos-, no es cierto en cambio que la sola presencia de
la persona, desligada de su contexto, nos proporcione información suficiente
acerca de cómo y cuándo poner en práctica los deberes positivos que, en
principio, tenemos con ella. Esto será siempre una decisión prudencial. En
bioética esto significa que la guía final no puede ser otra que la buena
práctica médica, pues, como advierte Aristóteles, no hay prudencia sin
virtud moral.
En el caso del utilitarismo, porque la tendencia inherente a esta doctrina, en
la medida en hace suyo un modelo de racionalidad tomado de la técnica, es la
instrumentalización de la persona concreta, que, en el razonamiento moral
utilitarista, se sacrifica al bien de la humanidad abstracta. Esto tiene lugar
no sólo en el nivel del llamado utilitarismo del acto –que define la
moralidad de una acción atendiendo al balance general de consecuencias
positivas y negativas derivadas de ella promueve la felicidad del mayor
número-, sino también en el nivel del utilitarismo de la norma, con el que
se pretende definir no ya los actos, sino más bien las normas que deben ser
consideradas morales, según el mismo razonamiento.
7. El argumento utilitarista. El “caso Raducan”
Por lo extendido de este modo de argumentar, me ha parecido oportuno traer a
nuestra consideración un ejemplo reciente, con el que espero poder mostrar
las implicaciones éticas y jurídicas del utilitarismo ético.
En los pasados Juegos Olímpicos de Sydney, la gimnasta rumana Andreea Raducan
fue desposeída de su medalla de oro en el concurso general individual de
gimnasta artística porque en los análisis realizados después de la prueba
deportiva se encontró pseudoefedrina en su sangre, una sustancia prohibida
por el Comité Olímpico Internacional, aunque no por la Federación
Internacional de Gimnasia. Según se supo después, la gimnasta, aquejada de
un resfriado, había acudido al médico de su equipo, quien le recetó un
medicamento sin tomar en consideración que el reducido peso de la deportista
–37 kilos- suponía triplicar la cantidad de pseudoefedrina permitida por el
COI. La apelación presentada por Comité Olímpico Rumano ante el Tribunal de
Arbitraje Deportivo no dio el resultado esperado. El tribunal, presidido por
una jueza australiana y compuesto por un abogado suizo y otro norteamericano,
confirmó la decisión adoptada por la comisión ejecutiva del Comité
Olímpico Internacional por la que se retiraba la medalla a Raducan. El
secretario general del Tribunal de Arbitraje Deportivo, Mathiieu Reeb leyó la
decisión del TAS en la que se recalcaba que, al margen de toda
consideración, “cualquier caso de dopaje durante una competición
(olímpica) implica automáticamente la invalidación del resultado obtenido”.
Asimismo, el director del Comité Olímpico Internacional, Francois Carrard,
insistió en que la medida se ha de comprender en el contexto de la lucha del
COI contra el doping .
A mi juicio, la argumentación esgrimida constituye un claro ejemplo de
normativismo ético en el que se aplica el modelo de razonamiento
utilitarista, propio del llamado “utilitarismo de la norma”. Como
señalaba anteriormente, lo que se persigue con este razonamiento es promover
aquellas normas que supuestamente garantizarán un estado de cosas justo, aun
al precio de cometer una injusticia flagrante contra las personas
individuales. Pues en el caso descrito la injusticia no puede ser más clara:
no sólo porque la presencia de esa sustancia en sangre era ajena por completo
a la voluntad de la gimnasta; sino porque ni siquiera se encuentra entre las
sustancias que la federación internacional de gimnasia considera “dopantes”
para una persona que realiza tal deporte: en otras palabras: no está probado
que dicha sustancia afecte de alguna manera relevante al rendimiento de las
personas que practican gimnasia.
El caso ilustra la posición accidental que la personas reales ocupan en la
argumentación ética utilitarista. Y es que lo que en este sistema figura
como criterio ético no es tanto el bien de la misma persona que actúa como
la probabilidad mayor o menor que tiene un determinado acto (o una determinada
norma) de promover el mayor bien para el mayor número de personas. Ahora: es
claro que este bien no es sino una abstracción a la que de hecho se sacrifica
el bien concreto de las personas reales implicadas en la acción. Con ello, la
persona es tomada como un puro medio para los fines de la sociedad.
La vigencia de este tipo de argumentación en los actuales debates de
bioética no puede ser mayor. Basta pensar en las razones con las que se apoya
la clonación de embriones humanos por motivos supuestamente terapéuticos.
También aquí nos hallaríamos ante un caso de instrumentalización de
personas. Sin embargo, el “caso Raducan” permite poner de manifiesto que
el hecho de que lo implicado en el acto sea una persona no afecta por un
instante a la argumentación utilitarista. De ahí que las discusiones acerca
del estatuto ontológico del embrión no capten por lo general la atención
del utilitarista. La suya es una teoría ética elaborada a partir de un
determinado concepto de racionalidad, distinto sin duda del concepto de
racionalidad manejado por el deontologismo kantiano, pues mientras que éste
último conduce a subrayar el valor de la intención, el utilitarista
considera que, a la hora de la valoración moral lo único relevante son los
efectos previsibles de las acciones: es decir, algo que puede ser enjuiciado
por un observador externo y que es, por eso mismo, “objetivo”.
A nadie se le escapa que esa “objetividad” puede ser muy injusta. Pues en
ella se pierde precisamente la perspectiva del agente, que es definitiva en
cuestiones morales. Bajo la expresión “perspectiva del agente” no me
refiero sólo a la intención con la que éste actúa, sino también a lo que
en la doctrina tradicional de las fuentes de la moralidad entiende
precisamente por “objeto del acto”.
Por seguir con el ejemplo: asumiendo la deportividad de Raducan, si la
sustancia ingerida hubiera mejorado sensiblemente su rendimiento a la hora del
ejercicio que le valió la medalla de oro, ella misma habría sido la primera
en renunciar a la medalla, incluso aunque su intención al tomar el
medicamento hubiera sido, sencillamente, curarse el resfriado, porque lo
contrario no sería compatible con la intención que define el mismo hecho de
hacer deporte. A fin de cuentas: ¿qué interés puede tener para un buen
deportista, ganar una medalla si sabe que ha partido con ventaja sobre los
demás? .
Es la diferencia que Aristóteles establece entre acto involuntario y acto no
voluntario: los dos tienen lugar ignorando el agente lo que está haciendo en
realidad. La diferencia entre el acto involuntario y el acto no voluntario
según Aristóteles reside en que, en el primer caso, el agente lamenta el
hecho tan pronto como lo conoce, mientras que en el segundo no lo hace. El
ejemplo clásico es el del que sale de caza y, pensando disparar a un animal,
detrás de un arbusto, dispara sin embargo a un hombre que resulta ser un
conocido. Es evidente que la reacción posterior –si es de pena o de
alegría- manifestaría una diferente disposición moral. Precisamente esta
diferencia es la que se pasa por alto cuando se desvincula la intención
subjetiva y el objeto del acto, en el que va incluida la referencia a una
materia concreta. Querer conservar la medalla aun después de haber conocido
que se consiguió por medios adecuados –si ese hubiera sido el caso-
manifestaría poca deportividad. Complacerse en el homicidio aun cuando no se
hubiera cometido voluntariamente, manifiesta asimismo una clara injusticia. El
hecho de que el agente (la gimnasta, el cazador) no buscaran de intento una
injusticia, no resuelve todo el problema, no ya en el orden material (se le
retira la medalla, se le exculpa de homicidio), sino en el estrictamente
moral: moralmente importa mucho la actitud con la que se acogen los hechos en
cuestión, porque esa misma actitud es reveladora de la intencionalidad que
penetra toda la acción, el objeto inclusive.
Esta consideración de las cosas permite destacar que, desde el punto de vista
moral, la intención de un fin bueno no es compatible con la elección
deliberada de un medio inadecuado. La argumentación utilitarista no entra en
estas finuras, porque reduce la moralidad de los actos a su capacidad de
promover un mejor estado de cosas en el mundo. En este sentido, se encuentra
en el polo opuesto de la ética kantiana, para la cual lo determinante es,
más bien, la intención con la que actúo, con independencia de cuáles sean
las consecuencias de la acción. Se trata de la célebre dialéctica señalada
por Max Weber : entre la ética del político –que atiende a las
consecuencias- y la ética del santo –que obra por convicciones-; una
dialéctica que el intercambio de críticas entre deontologistas y
utilitaristas ha querido matizar, forzando éticas eclécticas, posturas de
compromiso, con las que se pueda atender simultáneamente a intenciones y
consecuencias.
Pero una dialéctica evitable, si no perdemos de vista la unidad de la razón
práctica, y sabemos advertir que la moral tiene primariamente que ver con el
mejoramiento del hombre, y sólo después con el mejoramiento del mundo, bien
entendido que el mejoramiento del hombre no excluye (como en el caso de Kant)
sino que supone tomar en consideración su naturaleza, para perfeccionarla con
el desarrollo de virtudes, entendidas como “modos de acción”, y no
simplemente como “fuerzas” con las que contamos para el cumplimiento del
deber. Pues la virtud no consiste tanto en hacer unas cosas y evitar otras
como en hacer ciertas cosas de cierta manera. En actuar así consiste, de
hecho, la vida buena.
8. Recapitulación
Recapitulemos: a lo largo de estas páginas he querido, sobre todo, señalar
la importancia de recuperar un concepto teleológico de naturaleza y la unidad
de la razón práctica, si pretendemos desarrollar una bioética que
permanezca fiel a la intuición original de mediar entre “el mundo de los
hechos” y “el mundo de los valores”, sin incurrir en los excesos de las
éticas evolucionistas y de la deep ecology, en los que finalmente se pierde
la diferencia entre el hombre y la naturaleza.
Con las éticas ecológicas, es preciso recordar que el hombre es un ser
natural. Que dañar la naturaleza del hombre es dañar al hombre mismo, de un
modo que hoy por hoy no nos es fácil calibrar. Pero, al mismo tiempo conviene
no olvidar la herencia cristiana, latente y operante en la filosofía moral
moderna, a saber: que el hombre es algo más que un trozo de naturaleza: que
no se puede comerciar ni experimentar con él como se experimenta con otros
seres, incluso aunque esto último se haga con el cuidado más exquisito.
La tentación puede ser fuerte, especialmente cuando se presenta bajo
apariencias humanitarias, como ocurre en nuestros días. Pero hay que ir más
allá de las apariencias. En eso ha consistido siempre la filosofía, y, en
particular la filosofía moral: en el esfuerzo por discernir el bien real del
bien aparente. Según Aristóteles, el mejor dotado para ello es el hombre
bueno. Por eso es inexcusable la virtud, también desde el punto de vista
epistemológico. No porque la virtud moral nos vaya a resolver los problemas
científicos, sino porque, supuesto el conocimiento científico, sólo quien
posee la virtud moral está en condiciones de apreciar de qué manera el bien
humano está en juego en cada acto médico, en cada experimentación
científica. Por eso, el lugar natural de la bioética dentro de la ética es
la ética especial, y más en particular las éticas profesionales.
En esto último podemos reconocer una indicación acerca de lo urgente que
resulta reflexionar sobre la idea de “buen profesional”. Concretamente
necesitamos advertir con todas sus implicaciones que el concepto de “profesión”
no es en absoluto equivalente al de “técnico”: si en ningún campo el
buen ejercicio de la profesión puede reducirse a la eficaz resolución de
tareas, esto se aplica especialmente a las profesiones bio-sanitarias, donde
el trato con las personas es tan directo. El riesgo de tratar a las personas
como números, el riesgo de reducir un problema humano al seguimiento de un
protocolo está al alcance de la mano. Ningún código puede prevenir ese
riesgo. Ni puede hacerlo tampoco la aplicación más o menos aventurada de una
serie de principios que, en última instancia, y enfrentados al problema
particular, siempre resultan abstractos. Sólo el personal desarrollo de
hábitos intelectuales y morales nos pone en condiciones de tratar los
problemas humanos en sus justos términos.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL