Eutanasia: ¿son igualmente legítimas la acción y la omisión?
por Dr. Hans Thomas Director del Lindenthal Institut (Köln, Alemania)
Un
antiguo amigo y colega médico me relató la siguiente historia: “Una noche
de invierno, a comienzo de los años 50, fui llamado para atender de urgencia
a una mujer de 85 años. Como pude comprobar, había sufrido un grave ataque
estenocardíaco. La señora vivía en unas condiciones sociales
catastróficas, en un pequeño cubículo con la familia de su nieto, que
contaba con dos niños pequeños. La joven esposa cuidaba de la abuela, y por
ello no podía ir a trabajar. Su marido, camionero suplente, ganaba lo
mínimo. La paciente llevaba ya varias semanas sin plena consciencia y
abandonada a su suerte. Realmente “vegetaba” desde hacía tiempo y había
que estar pendiente de ella regularmente, pues a consecuencia de ataques
ocasionales, intentaba abandonar el lecho presa de inquietud, lo cual
ocasionaba situaciones de peligro a su alrededor. La joven mujer estaba
completamente saturada y al límite de sus posibilidades físicas y
psíquicas. Toda la familia se encontraba severamente deteriorada como
consecuencia de los cuidados que exigía la abuela. Por otra parte, entonces
no era posible solicitar para un caso como éste un expediente de atención
clínica”.
Mi colega me comunicó las soluciones alternativas que, ponderadas
debidamente, veía para el caso:
a) no hacer nada y dejar que la mujer muriese a consecuencia de sus graves y
dolorosos ataques;
b) atender a la paciente en sus ataques con la terapia disponible en aquella
época;
c) acortar la vida de la paciente aplicándole una dosis mayor de un preparado
de morfina.
“Una dosis mayor de un preparado de morfina” suponía una muerte activa.
No se mencionó la aplicación de una dosis normal de morfina como variante
paliativa, si bien la distinción entre “dosis mayor” y dosis normal de un
preparado de morfina, aceptando el riesgo de un acortamiento de la vida,
representa, desde el punto de vista ético, el caso típico de conflicto entre
procurar la muerte y la muerte como consecuencia indirecta.
(Mi colega optó por ayudar a la paciente con la terapia usual para cada
ataque. El no hacer nada, dejándola morir, le parecía claramente una muerte
indirecta. Desde entonces, según me confesó, las fronteras entre
activo/pasivo, entre hacer y omitir, al igual que entre muerte directa o
indirecta, se le antojaban cada vez menos nítida. Los sentimientos de culpa
hacia la joven familia hubieran desempeñado su papel en el tratamiento
posterior, pero cada una de las tres posibilidades o alternativas citadas le
habrían exigido una decisión acerca del valor de la vida de la paciente.
También sería una decisión el no tomar decisión alguna.)
Dos alternatives
La terapia del ataque (b) y la muerte (c) persiguen objetivos de tratamiento
completamente opuestos. Como alternativas, la terapia del ataque o el dar
muerte no sacan de la perplejidad respecto a si seguir viviendo pudiera
suponer un bien o un perjuicio. Al menos una de las dos opciones sería
determinada en razón de factores ajenos a la paciente. Si se estima la
prolongación de la vida como un daño para la paciente, entonces la terapia
del ataque sería consecuencia del afán del médico por autorrealizarse
profesionalmente. Si dicha prolongación se considera un bien, se supone que
adelantar la muerte serviría al bienestar de la joven familia. Pero ésta no
constituye indicación alguna para una intervención médica. La paciente se
convertiría, de esa o de la otra manera, en un simple medio para alcanzar un
fin ajeno a la medicina.
A decir verdad, en las tres propuestas se contienen realmente dos
alternativas:
1. La alternativa a/c: dejar morir o eutanasia;
2. La alternativa a/b: dejar morir o terapia.
Ambas son consecuencia de la distinción entre pasivo y activo, distinción
que ocasionalmente se desvanece en el terreno psicológico. “Los
sentimientos de culpa respecto de la joven familia” pertenece a la
psicología, no a la ética.
Dejar morir o euthanasia
La diferencia esencial entre la eutanasia y el dejar morir es la misma que
entre la acción y el suceso o evento. La ética tiene que ver con el libre
actuar. La eutanasia constituye una acción, mientras que el morir es un
suceso. Los sucesos, como tales, no se incluyen en el orden moral porque a
ellos no se les puede adscribir ninguna responsabilidad conocida. De ahí que,
por ejemplo, las estrategias ecológicas se articulan sobre el principio de
causalidad. Aquí sólo se trata, tanto desde el punto de vista ético como
jurídico, de causas o actores humanos. Pese a su gran influencia sobre el
agujero de ozono, la erupción del Pinatubo queda fuera de juego.
En todo caso resulta éticamente reprobable no evitar un suceso perjudicial
mientras esté al alcance del poder humano. Respecto a nuestra alternativa –dejar
morir (suceso) o eutanasia (acción)– no tenemos, sin embargo, la elección
de evitar la muerte sino la de acelerarla. Procurar la muerte estaría
legitimado si la prolongación de la vida de la paciente pudiera considerarse
en sí misma como un daño. En el caso de que prolongar su vida representara
un “perjuicio” debidamente ponderado para el bien de la familia, entonces
el médico podría salvarse derivando a un servicio social la competencia para
dar muerte a la abuela, pero aclarando que su propia profesión le prohibe
asumirla a él.
No obstante, juzgar que la prolongación de una vida constituye un daño
tropieza con la dificultad de que nadie puede saber realmente si ese juicio es
acertado. Prevalece, pues, una ignorancia positiva. Definimos una ignorancia
como positiva cuando incluye el reconocimiento de ella misma: sé que no sé.
A partir de tal ignorancia no cabe legitimar objetivamente una acción
éticamente relevante (nihil volitum nisi cognitum), así como tampoco cabe
legitimar subjetivamente con base en una ignorancia positiva. La
correspondiente omisión, en este caso, es una sumisión al carácter
episódico del acontecer. Quien ha de decidir puede que no conozca las razones
que obran a favor de la decisión, pero hay algo que reconoce, y eso es,
precisamente, sus limitaciones. En el sentido originario de la expresión, lo
deja, lo deja ser.
Dejar morir o terapia de intervención
Sólo en la alternativa entre dejar morir o intervenir reside precisamente la
opción de evitar, en su caso, un suceso que va a sobrevenir. Ordinariamente,
el evento de la muerte se considera como un daño. De ahí que la decisión es
clara por regla general: el no intervenir constituiría “omisión de auxilio”.
El querer ayudar es el principal motivo ético del médico. Sin embargo, en el
caso citado, la alternativa entre dejar morir y aplicar una terapia no se
puede decidir tan nítidamente como lo sugiere la regla general. Por eso
hablamos de “caso límite”. Desde un punto de vista formal se plantea la
cuestión de si la regla general contribuye fundamentalmente a decidir en el
caso límite o, por el contrario, si del caso límite se induce incluso la
revisión de la regla general. En ese caso a cada terapia debería preceder,
si es posible, un estudio acerca de si la supervivencia de un paciente
concreto realmente “merece la pena”. Por otra parte, las reglas generales
que suelen orientar las decisiones terapéuticas bajo el criterio de la “calidad
de vida”, tropiezan inevitablemente con la restricción que impone una
ignorancia no sólo positiva, sino fundamental; mejor dicho: una imposibilidad
de conocimiento. (Por ignorancia fundamental ha de entenderse una ignorancia
notoria y fundamentalmente invencible: sé que no se sabe y que nunca se
sabrá).
Por el contrario, la decisión de mi colega de aplicar la terapia
correspondiente a una crisis aguda de la enfermedad puede interpretarse como
la simple aplicación del imperativo médico general a una determinada terapia
sobre el “caso” que nos ocupa. Él en modo alguno lo contempla como un
caso límite y actúa como suele hacerlo siempre. Para responder la cuestión
de si la terapia es necesaria –o al menos éticamente lícita– o si ésta
podría omitirse alguna vez, debe tenerse en cuenta exactamente lo que el caso
límite estipula. Es preciso distinguir bien lo que se plantea en un caso
ordinario y en un caso límite tal que pueda variar la regla general. Omitir
la prestación de socorro es moralmente reprobable. Ahora bien, una cuestión
decisiva es si lo que se omite pudiera considerarse como una ayuda. Si no lo
es, difícilmente podría ejercerse, con esa omisión, una, valga la
redundancia, “prestación de socorro omitida”. Decisiones previas
fundamentadas no sólo ética sino ideológicamente permiten, quizá, aportar
respuestas determinadas a la cuestión: ayuda, sí o no, de un modo positivo.
Tales respuestas pueden variar dependiendo del valor que se dé a la vida
humana: bien sea como algo “sagrado”, como referencia al más fundamental
y elevado bien, del que no puede disponerse a cualquier precio; o bien como un
valor condicionado, dependiente por ejemplo de la “calidad de vida” o de
los presuntos intereses de un supuesto bien común. Con independencia de ello,
el caso límite se caracteriza por generar una perplejidad que incapacita para
adoptar una decisión si se trata de un caso concreto de “prestación de
auxilio”. La incapacidad de decidir radica evidentemente en este
desconocimiento. Puede tratarse sólo de una ignorancia fáctica, que podría
ser hasta disculpable desde el punto de vista subjetivo. La ignorancia
positiva justifica objetivamente la omisión en un caso concreto, mientras que
la ignorancia fundamental –imposibilidad de conocimiento– legitima siempre
y de forma absoluta la citada omisión.
En relación a la alternativa entre dejar morir o aplicar una terapia también
podría legitimarse la intervención. Como se ha dicho, el médico no observa
un caso límite que exija y justifique una decisión especial. Él contempla
escuetamente un caso al que aplica la regla general. Lo que hay que convalidar
en concreto es solamente la excepción de dicha regla. Ésta se justifica, en
el caso límite, por una perplejidad basada en ignorancia fundamental.
Podríamos decir que el mencionado “caso límite” se caracteriza
precisamente por esa imposibilidad de decidir cuándo la terapia es moralmente
necesaria. Solamente en caso de neutralidad ética basada en una ignorancia
fundamental pueden valer –cuando los hay– motivos de decisión
condicionados por la situación como, por ejemplo, la voluntad de los
parientes, los altos costes del tratamiento o, como en el caso aquí
mencionado, la consideración hacia la joven familia, etc.
Frente a la elección mencionada más arriba, “dejar morir o eutanasia”,
el matar no es una alternativa justificada por la imposibilidad de decidir, ya
que la acción de matar no puede considerarse una aplicación de ninguna regla
al caso límite, sino más bien una derogación y subversión de la misma
regla. Matar supone una opción completamente nueva, con una finalidad
directamente contraria a la regla.
No pocas veces se entiende el caso límite como una situación en la que los
conceptos comienzan a hacerse borrosos. Con frecuencia se oye decir que esta
situación debería llevar a precisar dichos conceptos con objeto de que
sirvan mejor a la regla general. Tal interpretación parece circunvalar la
imposibilidad de decidir y no admite una ignorancia fundamental. El hecho de
que no todo esté claro no significa que nada esté claro (como parece afirmar
el llamado discurso postmoderno). Una inequívoca finalidad de acción según
la regla general constituye una parcela considerable de transparencia,
suficiente para que aun en el caso límite pueda valer, bien el actuar según
la regla general, o bien dejar las cosas tal como están, sin intervenir en el
curso de los acontecimientos.
Observación acerca de la unidad del sujeto y de la acción
La diferente legitimación ética de la acción y de la omisión tiene una
importancia reconocida en la medicina intensiva. ¿Cómo se valora el
desconectar un respirador artificial? ¿Es acción o es omisión? La respuesta
será presumiblemente distinta según que el interrogante se plantee desde la
técnica o desde la ética. La respectiva decisión se describe técnicamente
como hacer funcionar un interruptor, esto es, como una intervención activa.
Si se considera desde el punto de vista ético, el tratamiento del paciente
deviene una unidad de acción. El desconectar constituye la terminación del
tratamiento, es decir, su omisión.
Desconsiderar la unidad de la acción humana en su intrínseca conexión y no
tener en cuenta al sujeto de dicha acción como unidad idéntica a la que
atribuir la respectiva responsabilidad, conduce a decisiones disparatadas,
como aquellas que apuntan a dos fetocidios, en caso de quintillizos, bajo el
eufemismo de “reducción de los embarazos múltiples de alta gradación”,
tal como se ha vuelto a plantear, después de la fecundación in vitro o de
tratamientos hormonales ulteriores. Las razones que supuestamente
legitimarían la mencionada “reducción”, más bien deslegitiman la
fecundación in vitro o los susodichos tratamientos hormonales.
El panorama varía según el “estatuto” del conocimiento
En consecuencia, el conocimiento o su imposibilidad juegan un importante papel
para legitimar una intervención o una omisión. Sin embargo, en cada sistema
filosófico o cosmovisión se dan diferentes representaciones acerca de lo que
se puede conocer. Algunos escépticos cultos vienen a decir que el
conocimiento no aporta ninguna idea cierta sobre su importancia real. El
sentido más profundo de la realidad permanece oculto. Están convencidos de
ello o presienten que, por encima de lo que saben, tiene que haber algo aún
más importante. No obstante, a la razón le falta el acceso a ello. Sobre
esto es imposible saber nada. De ahí que frecuentemente se autodenominen
agnósticos (agnóstico es el que no sabe). Por el contrario, el cientifismo
ilustrado está convencido de que más allá del mundo observable, de lo
accesible a la verificación experimental y lógica, nada existe, y por lo
tanto nada hay por saber. Cabe reconocer en este cientifismo ciertas
conexiones que se apreciarían por sí mismas por ser evidentes. Más altos
significados o contenidos de sentido serían, sin embargo, interpretaciones
individuales y pertenecientes a otra esfera, subjetiva, no racional, plena de
sentimientos y tradiciones. La ontología, en cambio, como su nombre indica,
trata justamente del ser de las cosas trascendiendo la simple facticidad del
mundo físico y experimental. Más allá de las representaciones de las cosas
importa la esencia y el ser del ente. La esencia de las cosas también se abre
fundamentalmente al saber, si bien la razón no puede por sí sola penetrar
enteramente la esencia de los entes. Hoy los representantes de una filosofía
metafísica podrían ser mayoritariamente creyentes cristianos, para quienes
las certezas de la Revelación completan los conocimientos naturales. Con esos
tres ejemplos puede bastar.
Por lo que respecta al conocimiento capaz de legitimar la acción, los
agnósticos reconocen sus incertidumbres y andan a tientas, calculando con
criterios pragmáticos la elección entre los males posibles menores o
mayores. Los metafísicos realistas, en cambio, orientan fundamentalmente su
atención hacia el ser bueno o malo de la persona que actúa, remitiéndose a
la esencia o naturaleza humana. Si la acción sobre la realidad es conforme a
la naturaleza del hombre, entonces es buena, “humana”, y el resultado en
ese caso no puede ser malo. Si, por el contrario, la mencionada acción no es
acorde con la esencia del hombre entonces es “inhumana”, es decir, mala,
perversa. Al cientifismo le falta la medida para determinar la bondad o maldad
de una persona y la bondad o falsedad de una acción en sí misma considerada.
De ahí que lo decisivo sea el conjunto de resultados de la acción o de la
actuación de un individuo. Sobre la maldad o perversidad de la tortura o del
asesinato de un inocente, por regla general, todos están de acuerdo (por
regla general, pero no siempre). Aunque se considera acertada la afirmación
de que es mejor que uno muera a que perezca todo el pueblo, puede haber muy
distintas respuestas a la cuestión de si me está permitido matar a alguien
cuando de no hacerlo se pasara por las armas a toda la compañía. Al que
sólo le importa el resultado en su conjunto y las consecuencias,
probablemente terminará matando a los inocentes, mientras que quien se
interesa por el bien de la persona en cuestión, se opondrá a su muerte. Para
éste, el mandato de omisión es absoluto, mientras que para el
consecuencialista será condicionado.
Este último buscará su propia justificación, ya que ha asumido la
responsabilidad sobre la totalidad. El primero, no obstante, objetará que él
es responsable, ante todo, de sus propios actos. Eso es suficiente. Su postura
supondría la desaparición del mal en este mundo si todos la compartieran.
Acusa al consecuencialista de hacer precisamente lo que combate. Éste, sin
embargo, contraataca con el reproche de que su crítico sólo desea manifestar
la pureza de sus principios para hacer valer a cualquier precio, aunque se
hunda el mundo, unas reglas prefabricadas por él. Mientras que su
interlocutor se mueve con una pura “ética de principios”, él actúa
guiado por una “ética de la responsabilidad”.
Cuando en 1919 Max Weber acuñó estas nociones –ética de los principios (Gesinnungsethik)
y ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik)[1]– no quiso presentar
expresamente dos éticas sino destacar los acentos de la estructura personal
del tipo ideal de un político y del paradigma del predicador (o del
ideólogo). Pese a ello, y desde esa fecha, a Weber se le tiene siempre en
cuenta cuando se trata de convalidar la contraposición entre una moral
deontológica y una moral teleológica, o entre una ética del deber y la
llamada ética del discurso libre de autoridades ajenas, o bien entre la
fundamentación heterónoma y autónoma de la moral. Mas en qué medida la
distinción de Max Weber resulta insuficiente se demuestra cuando con tal
contraposición se justifica el fracaso de acciones legitimadas desde “la
responsabilidad” por el limpio motivo de los que las cometían: Cuando el 56
Congreso de Juristas Alemanes se pronunció, en 1986, a favor de la
implantación de la fecundación in vitro y en contra de la utilización de
los embriones producidos para fines distintos de la implantación en la madre,
ya se estaba preparando el fracaso del proyecto con el arriesgado concepto de
“embriones huérfanos”: “Si no se da la posibilidad de su implantación,
queden entonces abandonados a su suerte”[2].
Entre quienes participan en la discusión ética y el debate público, tal
como sucede en las comisiones de ética, se encuentran representantes de las
tres posiciones descritas. Entran en el diálogo desde diferentes supuestos:
el agnóstico con su escepticismo, tanto respecto del saber cientifista que
busca el dominio como del saber metafísico que pretende orientar; el
empirista o positivista, sin comprensión respecto de las reservas de los
metafísicos y de los agnósticos; el metafísico, estupefacto por la certeza
cientifista y por el escepticismo del agnóstico. No se trata, pues, de un
discurso libre de presupuestos, tal como se afirma frecuentemente. Cada cual,
antes de entrar en el debate, ha postulado ya sus propias hipótesis acerca de
la acción correcta o falsa en una determinada coyuntura, y ha hecho ya su
opción de carácter ético. Tampoco se trata de un discurso ético en el
sentido de la reflexión moral coherente con los propios supuestos; ésta ya
se ha producido antes de entrar en la discusión. Se trata más bien de un
discurso sobre ética en el que se intenta buscar posiciones comunes. Pero
donde no se dan posturas comunes desde el principio, no cabe más que el
compromiso, la persuasión o la mayoría. Ahora bien, ninguna de estas cosas
constituye una seña de identidad de lo ético sino del discurso jurídico o
político.
La responsabilidad del consecuencialista “respecto de la totalidad” se
manifiesta, observándola atentamente, más bien como responsabilidad de cara
al “progreso”. Es el progreso del mundo aquello de lo que responde el
consecuencialista. En una sociedad que “cree” en el progreso, al
consecuencialismo le corresponde, por ello, una hegemonía ética
sistemática. Él reclama como propio, por así decirlo, el producto del
discurso ético: la ética del discurso. Esta sólo reclama ser una ética
autónoma, racional y libre de presupuestos (silenciando sus propios supuestos
y condiciones cientifistas, como se ha señalado). Sin embargo, con la duda
ecológica sobre el progreso industrial y tecnológico, la postura agnóstica
se refuerza nuevamente frente a ella.
De las tres posiciones básicas descritas con su contenido filosófico, se
deducen respectivamente concepciones propias sobre la diferente o no diferente
legitimación de la acción y de la omisión. No menos importante resulta el
estatuto que a cada una de ellas atribuye el saber. Veámoslo sucintamente.
Acción y omisión en la perspectiva del consecuencialismo
Una visión general basada sólo en la facticidad empírico-científica y en
la racionalidad debe efectivamente valorar las acciones y omisiones por sus
resultados y consecuencias, dada la falta de un claro contexto de sentido en
el mundo. Resulta irrelevante el que una situación estimada como deseable se
produzca mediante un suceso o se origine a través de la acción humana. Cada
acción u omisión puede ser permitida o –en su caso– obligatoria según y
cómo, en tanto la justifiquen sus resultados o, al menos, las consecuencias
previsibles, o incluso las propuestas. Cada acción constituye un medio
justificado por su fin. La alternativa entre dejar morir o intervenir
terapéuticamente está abierta, en principio, tanto como la alternativa entre
el dejar morir y la eutanasia. La decisión se adopta, en uno y otro caso, con
base en el cálculo de determinadas variables como el supuesto valor de la
vida de la paciente, el pronóstico de dolor, la felicidad de la joven
familia, así como también, posiblemente, eventuales efectos más alejados en
el tiempo, como por ejemplo, el quebrantamiento de la regla de no matar, el
cual, por cierto, haciendo escuela, llegaría a tener en conjunto más
consecuencias negativas que positivas.
La certeza en la que se basa el consecuencialismo consiste, en un primer
plano, en la creencia de que no existe nada cognoscible aparte de lo que puede
saberse a través de la experiencia, la evidencia y la racionalidad. Se puede
dar una ignorancia fáctica, pero no una imposibilidad de saber. La ética
consecuencialista se inspira en una racionalidad teleológica –sus motivos
son causas finales–, como ocurre con la técnica, que presupone un programa
orientado a la producción de ciertos efectos deseados.
Con objeto de anticipar las consecuencias deseadas aunque sólo previsibles de
su acción libre, el consecuencialista debe dar por supuesto que todos los
demás actores están predeterminados. Si también quisiera conceder libertad
a quienes reaccionarán en contra de su acción, entonces ya no podría
predecir en modo alguno las consecuencias de su actuar. De esta manera, el
consecuencialista asume también el modelo funcional determinista de la
técnica. Ahora bien, se puede pasar por alto esto como un problema teórico
de la ética consecuencialista. En todo caso debe considerarse que la ética
siempre es teoría, aunque sea una teoría de la praxis. Existen, sin embargo,
dos problemas bien cercanos a la praxis que gravitan sobre el planteamiento
consecuencialista.
En primer término, cada técnica suscita el problema de su neutralidad
ética. Puede servir, como es sabido, para bien o para mal. Esto dependerá de
la libertad del usuario, que incluso puede querer enteramente algo bueno y
causar algo de mal. Algo parecido pasa con la neutralidad ética en sí de la
acción o de la omisión. Por un lado, el consecuencialista se evade de la
obligación de decidir si una acción es, como tal, buena o mala, buena o
mejor. Por otro lado, se encarga de decidir qué consecuencias son buenas o
peores, buenas o mejores. En cualquier caso, sólo pospone el problema. ¿Qué
reglas son válidas para solucionarlo? ¿De dónde deben extraerse los
criterios? Peter Singer se refiere abiertamente a una evidencia, a una especie
de iluminación interior, cuando inopinadamente suprime la idea de dignidad
humana, que ha orientado hasta ahora la ética natural, y la critica como un
egoísmo de la especie humana que discrimina a los seres no humanos –los
animales– de la misma manera que el racismo discrimina a los individuos de
otras razas[3]. Radicaliza un abstracto principio de igualdad entre los
diversos seres vivos, entre las diversas conciencias, entre el dolor del
hombre y el del animal. Considera a ambos como esencialmente equivalentes,
sólo distintos por sus facultades. En todo caso, pues, la exigencia de
igualdad de los derechos humanos sostiene como supuesta la distinción entre
el individuo humano y los demás seres vivientes. En lugar de la proposición
de que todos los hombres son iguales, establece Singer la proposición de que
las funciones vitales comparables son de igual valor, y en lugar de la
dignidad del hombre afirma la dignidad o, dicho de forma más precisa, el
valor estimativo de las funciones neurofisiológicas[4]. El juicio ético del
consecuencialismo no se rige en absoluto por los valores éticos del ser
bueno, del ser hombre, o de una vida justa, sino que se orienta siempre hacia
algún valor extramoral o de provecho.
El clásico ejemplo de la ética consecuencialista es el utilitarismo, un
programa –como su nombre indica– para aumentar la utilidad o el beneficio.
Beneficioso es lo que aumenta la suma de la felicidad en el mundo y, a sensu
contrario, lo que disminuye en él la masa de dolor. Lo que suponga felicidad
o dolor queda más allá de evidencias empíricas y de intuiciones. Sin
precisarlo, nadie ha hecho más evidente, ni ha denunciado con más severidad
que Georges Bataille, en su crítica al utilitarismo como ética de la
sociedad industrial burguesa (el socialismo incluido), su incapacidad de
definir en concreto el concepto de lo útil. Según Bataille, el utilitarismo
ha terminado por identificar la utilidad con el progreso material, y la
economía nacional ha identificado a priori la maximización del beneficio con
la acumulación de dinero y de bienes[5].
El segundo problema del consecuencialismo es una hipermoralización de todo el
actuar humano. El consecuencialismo sustituye la clásica exigencia ética de
hacer el bien por el mandato de hacer lo mejor en cada caso. Aparte de que
nadie podría aguantar la continua inquietud consistente en preguntarse,
respecto de cada buena decisión, si no habría otra mejor (Singer: cómo
poseo yo un televisor en color en lugar de haberme gastado el dinero en ayudar
al Tercer Mundo[6]) tal “estrategia orientada hacia una utilidad universal”
tiene como supuestos: “1) una lista final de alternativas que se excluyen
recíprocamente; 2) el conocimiento de las alternativas; 3) una clara y
definida finalidad última, y un reglamento con cuya ayuda pueda formarse una
jerarquía perfectamente clara de las alternativas”[7].
Hasta aquí la descripción de la razón finalista del consecuencialismo, que
ni dignifica a las personas en concreto ni entraña una concepción moral que
permita una valoración del sujeto: “un programa de optimización del
universo”[8] sin que se pueda definir propiamente la utilidad misma.
Nuestra paciente caería víctima del cálculo de utilidad o de la
maximización de la felicidad universales, esbozados con carácter general y,
por cierto, de inmediato, por la eutanasia. La distinción entre acción y
omisión carece en este caso de argumento. “Una ética cuyas acciones se
considera, según esto, que puedan lesionar o no reglas morales específicas,
debe atribuir por esa razón a la distinción entre acciones y omisiones, un
peso moral. Por el contrario, una ética que juzgue las acciones por los
resultados no lo hará” [9].
El consecuencialismo se ofrece a un mundo científico que se declara
autónomo, como una ética también autónoma. La ciencia autónoma se somete,
sin embargo, al menos a las reglas de su propio procedimiento, según las
cuales el objeto a examinar debe permanecer separado y diferenciado, ajeno a
la influencia del sujeto que investiga. Cuando unos hombres hacen a otros
objeto de su investigación y de su técnica, y por lo tanto de su poder –lo
cual sucede en el procedimiento de la fecundación in vitro y en la
investigación con embriones, así como en el aborto, la eutanasia, la
intervención en el genoma y frecuentemente también en la sociología y
psicología experimentales– solamente puede mantenerse esa separación
objeto-sujeto merced a la idea de que el sujeto ciencia se puede representar
en la figura del científico ante los objetos investigados por medio de la
excelencia que reviste el ser sujeto. Esta idea implica que el sujeto
constituye un ser libre y espiritual, mientras que los objetos son cosas
determinadas. Dicho de otra forma, desde la perspectiva del científico, y de
manera abreviada: yo soy espíritu, los otros son materia. De este modo, el
materialismo surge del cientifismo a través del espiritualismo del que lo
practica. De tal primacía de la ciencia institucionalizada se deriva, desde
el punto de vista ético, el derecho de los más fuertes. Contra el poder de
la investigación institucionalizada, desarrollada en nombre de la economía
universal de las utilidades, el derecho a la vida individual, de por sí
apenas tiene posibilidad alguna.
Esta conexión ha sido precisamente desenmascarada por el movimiento
ecologista-agnóstico, con su malestar frente a la avanzada civilización
tecnocientífica.
Acción y omisión desde el punto de vista del agnóstico
El agnóstico pone de relieve la incapacidad del consecuencialista para
definir y justificar exactamente su concepto de utilidad –que pretende
distinguir las consecuencias favorables de las no deseadas– como una
ignorancia de la que el propio consecuencialista no es consciente. Esta
inconsciencia pertenece al “mito de la libertad del conocimiento autónomo”[10].
El agnóstico no comparte tampoco las certezas del mundo ni las de la fe
cristiana. “El agnóstico está convencido de que no tiene acceso a una
verdad segura en lo relativo al ser y a la realidad, al menos sobre algo que
pudiera encontrarse más allá y por encima del mundo en el que habita”[11].
La ética del agnóstico sigue el estatuto de la incertidumbre del
conocimiento. El agnóstico lo considera todo posible y tiene “un oscuro
presentimiento de que el sector de realidad que le es visible no lo es todo,
sino que está inmerso en otros contextos (¼) Él no puede considerar, como
hace el científico, el mundo como un conjunto a su disposición, ni tampoco
participa de una revelación o de vivencias de iluminación que le hubieran
hecho vislumbrar de una manera más o menos clara el mundo como creación, su
perfeccionamiento desde el punto de vista del sentido, la muerte como
tránsito hacia la verdadera vida y el mal como el precio de la libertad. Él
se mueve como de puntillas en el hábitat mundano, recordando siempre que
nosotros ciertamente no sabemos nunca lo que hacemos”. La ética del
agnóstico “es, en consecuencia, una prudencia pragmática y escéptica”[12].
Tal ética privilegia siempre, en el fondo, la omisión frente al actuar.
Constituye una ética de reverencia a lo existente. El que yo no pueda
comprender me impone reconocer todo tal como es; en sentido literal, “dejarlo
ser”. A las instituciones que reclaman para sí “la presuntuosa libertad
autónoma de la creación del saber”[13], el agnóstico les llama la
atención, además, sobre el hecho de, al igual que quienes creen en una
revelación, también ellos mismos se basan en autoridades que, sin embargo,
ocultan en su discurso. El interés candente de observar bajo el microscopio
el óvulo humano fecundado se explica precisamente por no tratarse de un
zigoto cualquiera –lo cual, desde el punto de vista empírico no incluiría
una diferencia relevante– sino por haber ahí un embrión humano. Esto lo
sabe el investigador, y sabe también que el ser humano es algo especial. Ese
conocimiento previo hace que justamente sea “este objeto” el que se pone
bajo el microscopio.
Comparado con un deontólogo, para quien la moral se deriva de la misma
naturaleza del hombre –y en concreto, con un cristiano–, el agnóstico es,
desde el punto de vista ético, más restrictivo. Ambos estarán contra la
eutanasia, la investigación con embriones y la fecundación in vitro. Por
instinto, el agnóstico también estará contra el trasplante de órganos, la
amputación y la transfusión de sangre, que para el cristiano que desea
cumplir el mandato de la caridad son legítimos.
El problema de la posición agnóstica es doble. En primer lugar existencia:
¿Puede un hombre sobrevivir en último término con tal respeto radical
respecto de la naturaleza? Y el segundo, de carácter teórico: ¿No se funda
la incertidumbre sobre las cosas y el mundo en el sujeto que asume a
posteriori una posición retroflexiva sobre sí mismo, de modo que las
certidumbres espontáneas que ha cuestionado vacilan sólo de una manera
secundaria y circular? ¿Acaso no condiciona la duda especulativa
principalmente las certidumbres que le permiten sobrevivir en la práctica?
Acción y omisión en una ética deontológica
La metafísica clásica y la ciencia de la naturaleza contemporánea se
vinculan en la certeza de la existencia de un mundo que es independiente del
sujeto pensante, realidad que en principio es cognoscible (realismo: la verdad
como conformidad entre el entendimiento y la cosa). La creciente ciencia de la
naturaleza podría precisamente agradecer el éxito de su realismo esencial a
la tradición judeocristiana. Ella podía contraponer a la moderna crítica
filosófica del “realismo ingenuo” (por ejemplo, la que hace el
idealismo), a su vez, una certeza complementaria: la fe en la creación. Para
el cristiano, la certeza de la realidad objetiva del mundo descansa en la
información recibida tanto del mundo (ciencia) cuanto de Dios (Revelación).
El conocimiento viene de fuera, no es autónomo. El conocimiento científico
es hipotético. Es necesario interpretarlo en un contexto de sentido conforme
a su importancia la cual, por su parte, no puede ser encontrada o producida
con los propios instrumentos de la ciencia empírica. Se revela en la
reflexión acerca del ser de las cosas, que para el cristiano no queda
completa sin la Revelación. La cuestión de qué hacer u omitir la responde
él en ese contexto de sentido.
El mandato ético fundamental de hacer el bien y evitar el mal apunta aquí a
la bondad (ontológica) de las personas y al personal hacer u omitir
(práctico); en segundo lugar, hace falta para conocer –previamente, por
supuesto– qué hay que hacer u omitir en relación a la diferencia entre el
bien y el mal, el conocimiento de lo que sea la verdadera “naturaleza” del
hombre. El cristiano ha de poder indicar qué certezas posee sobre esto y de
dónde proceden. Reconoce la posibilidad de equivocarse. El error puede
impedir la bondad de la acción pero no deshace la bondad de la persona si se
trata de un error no culpable. Fijado este marco se da entonces la valoración
de los resultados, la ponderación de bienes en juego, de lo bueno y lo mejor
o de lo menos bueno y de lo malo, un ámbito legítimo para el cálculo
proporcionalista. En el marco así fijado, esto significa: hay algunas
acciones que son malas en cualquier caso “por naturaleza”, que son en sí
mismas perversas, y desde el punto de vista moral siempre rechazables. Nunca
pueden quedar justificadas por la finalidad subjetiva del agente. Así, por
ejemplo, matar de manera consciente a una persona inocente, que nunca ha de
ser tratada como un medio para nada. No existen a priori preceptos absolutos
de acción positiva, pero sí –algunos pocos– preceptos absolutos de
omisión. Los demás mandatos de hacer u omitir se deducen racionalmente del
citado contexto de sentido, en el que razonablemente se incluyen los preceptos
a priori negativos o de omisión[14]. Los catálogos de derechos humanos han
asumido el modelo de una ética basada en ciertos mandatos apriorísticos de
omisión. Han sido formulados en vista de la experiencia histórica de su
correspondiente lesión y la prohiben taxativamente. Dichos catálogos
formulan tales mandatos negativos. Se basan en un conocimiento de lo que es
bueno para el hombre y conforme a su naturaleza.
Al igual que la distinción entre acción y evento, la que se verifica entre
actuar y omitir, para tal ética, especialmente la cristiana, es básica e
irrenunciable. El ser bueno de la persona se expresa y se perfecciona en
buenas acciones y omisiones buenas, libremente decididas. De cara a lo que
significa ser bueno, son distintos los puntos de vista técnico y ético: la
investigación que sacrifica embriones humanos, por buena y exitosa que se
presente desde el punto de vista técnico, es moralmente mala y rechazable.
El afán por ayudar –fortalecido en el contexto del sentido cristiano que
supone la caridad– representa un motivo fundamental de carácter moral y un
mandato de acción. Una situación de ignorancia invencible, de imposibilidad
de saber si actuar como de costumbre (según la regla) presta ayuda o no en un
caso concreto, convierte éste en un “caso límite” éticamente neutral.
En nuestra alternativa entre dejar morir o aplicar la terapia ordinaria,
pueden considerarse, en consecuencia, legítimas ambas posibilidades. Por el
contrario, en la alternativa entre dejar morir o eutanasia, ésta última se
enfrenta a un mandato categórico de omisión.
(Traducción: Ricardo Barrio Moreno y José María Barrio Maestre, en Cuadernos
de Bioética/)
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* Título original: “Sind Handeln und Unterlassen unterschiedlich
legitimiert?”, en Ethik in der Medizin (Springer Verlag), 1993, nº 5, pp.
70-82.
[1] Weber, M. (1992) “Der Beruf zur Politik” (reimpresión), Forum Ethik
und Berufsethik, 1, pp. 37-44.
[2] Vid. Bundesärztekammer Vorstand (ed.) (1988) Weißbuch: Anfang und Ende
menschlichen Lebens. Medizinischer Fortschritt und ärztliche Ethik, Deutscher
Ärzte Verlag, Köln, p. 119.
[3] Singer, P. (1984) Praktische Ethik, Reclam. Stuttgart, pp. 70 y ss.
[4] Wolfgang Kluxen señala, a este respecto, que también en una sociedad
plural respetar la dignidad humana resulta obligatorio, ya que sin el
reconocimiento del otro como sujeto moral autónomo –una cuestión de
principios– no se puede dar una relación moral de unos con otros.
Igualmente, según Kluxen, se llega al reconocimiento de la dignidad humana y
de sus derechos “no por una determinada prestación, ni por una fase de su
desarrollo, ni por una capacidad comunicativa, ni siquiera por otras
cualidades, sino solamente por su pertenencia natural a la especie humana”,
ya que el ser sujeto moral, en lo que se funda la “dignidad”, no es
separable del proceso natural a través del cual él existe (¼); en otro
caso, el hombre perdería su dignidad, por ejemplo, cuando duerme” (Kluxen,
W. (1986) “Fortpflanzungstechnick und Menschenwürde”, Allgemeine
Zeitschrift für Philosophie, 11, p. 4).
[5] Bataille, G. (1975) “Der Begriff der Verausgabung”, en Das
theoretische Werk, tomo I, Rogner und Bernhard, München, pp. 9 y ss.
[6] Singer, P., op. cit., pp. 220 y ss.
[7] Spaemann, R. (1982) “Verantwortung”, en Geach, P.; Inciarte, F. y
Spaemann, R. (ed.) Persönliche Verantwortung, Lindenthal Institut, Köln, pp.
16-19. Otro análisis del consecuencialismo puede encontrarse en Spaemann, R.
(1989) Glück und Wohlwollen. Versuch über Ethik, Klett-Cotta, Stuttgart, pp.
152-171 (traducción castellana: “Felicidad y benevolencia”, Rialp,
Madrid, 1991, pp. 182-198).
[8] Ibid.
[9] Singer, P., op. cit., p. 205.
[10] Dahl, J. (1987/1988) “Eine Laienpredigt über die Unbegreiflichkeit”,
Scheidewege, n. 17, 1987/88, p. 51.
[11] Ibid., p. 55.
[12] Ibid., p. 58.
[13] Ibid., p. 54.
[14] La relación entre “ley de naturaleza” y “ley de la razón” en la
perspectiva de la metafísica ha sido tratada ampliamente por Rhonheimer, M.
(1987) Natur als Grundlage der Moral, Tyrolia Verlag, Innsbruck, Wien.
Gentileza
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