COMÚN DE DOCTORES
 


PRIMERA LECTURA

Del libro de Ben Sirá 39, 1-10

El hombre sabio, conocedor de las Escrituras

El que se entrega de lleno a meditar la ley del Altísimo indaga la sabiduría de sus predecesores y estudia las profecías, examina las explicaciones de autores famosos y penetra por parábolas intrincadas, indaga el misterio de proverbios y da vueltas a enigmas.

Presta servicio ante los poderosos y se presenta ante los jefes, viaja por países extranjeros, probando el bien y el mal de los hombres; madruga por el Señor, su creador, y reza delante del Altísimo, abre la boca para suplicar, pidiendo perdón de sus pecados.

Si el Señor lo quiere, él se llenará de Espíritu de inteligencia; Dios le hará derramar sabias palabras, y él confesará al Señor en su oración; Dios guiará sus consejos prudentes, y él meditará sus misterios; Dios le comunicará su doctrina y enseñanza, y él se gloriará de la ley del Altísimo.

Muchos alabarán su inteligencia, que no perecerá jamás; nunca faltará su recuerdo, y su fama vivirá por generaciones; los pueblos contarán su sabiduría, y la asamblea anunciará su alabanza.


Otra lectura:

Del libro de la Sabiduría 7, 7-16.22-30

Felicidad de los justos en Dios

Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que a la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso.

Con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables; de todas gocé, porque la sabiduría las trae, aunque yo no sabía que ella las engendra a todas. Aprendí sin malicia, reparto sin envidia y no me guardo sus riquezas; porque es un tesoro inagotable para los hombres; los que lo adquieren se atraen la amistad de Dios, porque el don de su enseñanza los recomienda.

Que me conceda Dios saber expresarme y pensar como corresponde a ese don, pues él es el mentor de la sabiduría y quien marca el camino a los sabios. Porque en sus manos estamos nosotros y nuestras palabras, y toda la prudencia y el talento.

En efecto, la sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, móvil, penetrante, inmaculado, lúcido, invulnerable, bondadoso, agudo, incoercible, benéfico, amigo del hombre, firme, seguro, sereno, todopoderoso, todovigilante, que penetra todos los espíritus inteligentes, puros, sutilísimos.

La sabiduría es más móvil que cualquier movimiento, y, en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo; porque es efluvio del poder divino, emanación purísima de la gloria del Omnipotente; por eso nada inmundo se le pega. Es reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios e imagen de su bondad.

Siendo una sola, todo lo puede; sin cambiar en nada, renueva el universo, y, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día, sale ganando, pues a éste lo releva la noche, mientras que a la sabiduría no la puede el mal.


Tiempo pascual:

De la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 2, 1-16

Enseñamos una sabiduría divina y misteriosa

Hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.

Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo, ni de los príncipes de este mundo, que quedan desvanecidos, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido; pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino, como está escrito: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman». Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu. El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios.

¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Pues, lo mismo, lo íntimo de Dios lo conoce sólo el Espíritu de Dios. Y nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que tomemos conciencia de los dones que de Dios recibimos. Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu.

A nivel humano, uno no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una necedad; no es capaz de percibirlo, porque sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu. En cambio, el hombre de espíritu tiene un criterio para juzgarlo todo, mientras él no está sujeto al juicio de nadie. «¿Quién conoce la mente del Señor para poder instruirlo?». Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo.


SEGUNDA LECTURA

Guillermo de san Teodorico, Espejo de la fe (PL 180, 384)

Debemos buscar la inteligencia de la fe
en el Espíritu Santo

Oh alma fiel, cuando tu fe se vea rodeada de incertidumbre y tu débil razón no comprenda los misterios demasiado elevados, di sin miedo, no por deseo de oponerte, sino por anhelo de profundizar: «¿Cómo será eso?».

Que tu pregunta se convierta en oración, que sea amor, piedad, deseo humilde. Que tu pregunta no pretenda escrutar con suficiencia la majestad divina, sino que busque la salvación en aquellos mismos medios de salvación que Dios nos ha dado. Entonces te responderá el Consejero admirable: Cuando venga el Defensor, que enviará el Padre en mi nombre, él os enseñará todo y os guiará hasta la verdad plena. Pues nadie conoce lo íntimo del hombre, sino el Espíritu del hombre, que está en él; y, del mismo modo, lo íntimo de Dios lo conoce sólo el Espíritu de Dios.

Apresúrate, pues, a participar del Espíritu Santo: cuando se le invoca, ya está presente; es más, si no hubiera estado presente no se le habría podido invocar. Cuando se le llama, viene, y llega con la abundancia de las bendiciones divinas. El es aquella impetuosa corriente que alegra la ciudad de Dios.

Si al venir te encuentra humilde, sin inquietud, lleno de temor ante la palabra divina, se posará sobre ti y te revelará lo que Dios esconde a los sabios y entendidos de este mundo. Y, poco a poco, se irán esclareciendo ante tus ojos todos aquellos misterios que la Sabiduría reveló a sus discípulos cuando convivía con ellos en el mundo, pero que ellos no pudieron comprender antes de la venida del Espíritu de verdad, que debía llevarlos hasta la verdad plena.

En vano se espera recibir o aprender de labios humanos aquella verdad que sólo puede enseñar el que es la misma verdad. Pues es la misma verdad quien afirma: Dios es Espíritu, y así como aquellos que quieren adorarle deben hacerlo en espíritu y verdad, del mismo modo los que desean conocerlo deben buscar en el Espíritu Santo la inteligencia de la fe y la significación de la verdad pura y sin mezclas.

En medio de las tinieblas y de las ignorancias de esta vida, el Espíritu Santo es, para los pobres de espíritu, luz que ilumina, caridad que atrae, dulzura que seduce, amor que ama, camino que conduce a Dios, devoción que se entrega, piedad intensa.

El Espíritu Santo, al hacernos crecer en la fe, revela a los creyentes la justicia de Dios, da gracia tras gracia y, por la fe que nace del mensaje, hace que los hombres alcancen la plena iluminación.


Otra lectura:

De la Constitución dogmática Dei verbum, sobre la divina revelación, del Concilio Vaticano II (78)

Sobre la transmisión de la revelación divina

Cristo, el Señor, en quien se consuma la plena revelación del Dios sumo, mandó a los apóstoles que predicaran a todos los hombres el Evangelio, comunicándoles para ello dones divinos. Este Evangelio, prometido antes por los profetas, lo llevó él a su más plena realidad y lo promulgó con su propia boca, como fuente de verdad salvadora y como norma de conducta para todos los hombres.

Este mandato del Señor lo realizaron fielmente tanto los apóstoles, que con su predicación oral transmitieron por medio de ejemplos y enseñanzas lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia y por las acciones de Cristo y lo que habían aprendido por inspiración del Espíritu Santo, como aquellos apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del Espíritu Santo, pusieron por escrito el mensaje de la salvación.

Para que el Evangelio se conservara vivo e íntegro en la Iglesia, los apóstoles constituyeron, como sucesores suyos, a los obispos, dejándoles su misión de magisterio. Ahora bien, lo que los apóstoles enseñaron contiene todo lo que es necesario para que el pueblo de Dios viva santamente y crezca en la fe; así, la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto, perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es y todo lo que ella cree.

La Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo, va penetrando cada vez con mayor intensidad en esta tradición recibida de los apóstoles: crece, en efecto, la comprensión de las enseñanzas y de la predicación apostólicas, tanto por medio de la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón y experimentan en su vida espiritual, como por medio de la predicación de aquellos que, con la sucesión del episcopado, han recibido el carisma infalible de la verdad. Así, la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que se realicen en ella las promesas divinas.

Las enseñanzas de los santos Padres testifican cómo está viva esta tradición, cuyas riquezas van pasando a las costumbres de la Iglesia creyente y orante.

También por medio de esta tradición la Iglesia descubre cuál sea el canon íntegro de las sagradas Escrituras, penetra cada vez más en el sentido de las mismas y sacade ellas fuente de vida y de actividad; así, Dios, que habló antiguamente a nuestros padres por los profetas, continúa hoy conversando con la Esposa de su Hijo, y el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena siempre viva en la Iglesia y, por la Iglesia, en el mundo, va llevando a los creyentes hasta la verdad plena y hace que la palabra de Cristo habite en ellos con toda su riqueza.


EVANGELIO: Mt 5, 13-19

HOMILÍA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 11, 6: PG 74, 490)

Debemos dar gloria a Dios con nuestras obras

Cristo es para nosotros el tipo, el principio y la imagen de la vida sobrenatural, y nos ha demostrado claramente cómo debemos vivir. Los evangelistas nos lo explican con mucha exactitud. Con sus palabras, Cristo nos enseña que, si ejercemos el ministerio que se nos ha confiado y cumplimos los mandamientos de Dios, le damos gloria con nuestras obras. Y no porque le damos algo que él no tiene —ya que su inefable naturaleza divina es gloriosísima—, sino porque movemos a darle gloria a quien nos ve o recibe algún beneficio derivado de nuestras obras.

Dice el Salvador: Alumbre vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. Cuando obramos por Dios con fortaleza y perfección, no busquemos por ningún concepto atraer hacia nosotros la gloria que se deriva, sino procuremos poner de relieve el honor y la gloria del Dios todopoderoso.

Y si llevamos una vida odiosa a Dios e impía, contaminando su inefable gloria, seremos justamente castigados, pues que nuestra alma será merecedora de castigo, y sentiremos como dichas a nosotros las palabras del profeta: Todo el día, sin cesar, ultrajan mi nombre. Y cuando, por el contrario, realizamos obras virtuosas, hagámoslo de modo que Dios sea glorificado.

Por eso, cuando hayamos llevado a cabo la misión que Dios nos ha confiado, seremos elevados, de acuerdo con nuestros méritos, a la libertad de los verdaderos y legítimos hijos, recibiendo de Dios, a quien hemos dado gloria con nuestras obras, una gloria paralela —valga la expresión— a nuestros méritos.

Esta es la palabra del Señor: Porque a los que me honran, yo les honro, pero los que me desprecian son viles.