DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo
A: Mt 15, 21-28

HOMILÍA

San Atanasio de Alejandría, Carta Pascual 7 (6-8: PG 26, 1393-1394)

El Señor otorgó a la mujer el fruto de su fe

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados. Conviene, pues, que los santos y amantes de la vida en Cristo se eleven al deseo de este alimento, y digan suplicantes: Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío.

Siendo esto así, también nosotros, hermanos míos, debemos dar muerte a todo lo terreno que hay en nosotros y alimentarnos del pan vivo con fe y caridad para con Dios; tanto más cuando sabemos que sin fe es imposible participar de este pan. El mismo Salvador, al tiempo de hacer una llamada general para que todos acudieran a él, decía: El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. E inmediatamente después de haber hecho mención de la fe, sin la cual nadie debiera tomar este alimento, dijo: Como dice la Escritura: de las entrañas del que cree en mí manarán torrentes de agua viva. Por esta razón, él mismo alimentaba continuamente con sus palabras a los discípulos, esto es, a los creyentes, y les comunicaba la vida con la presencia de su divinidad.

En cambio, a aquella mujer cananea, que todavía no había accedido a la fe, ni se dignó siquiera responderla, aun cuando estaba muy necesitada de ser por él alimentada. Actuó de esta forma, no por desprecio —ini pensar-lo!—, pues de lo contrario no se hubiera dirigido al país de Tiro y Sidón, sino porque todavía no era creyente y porque a causa de su origen no podía exhibir derecho alguno. Con razón obró así, hermanos míos, pues de nada servían sus ruegos antes de haber recibido la fe, puesto que sus ruegos debían estar en sintonía con su fe.

Por lo cual, quien se acerca a Dios, ante todo es necesario que crea en él, y entonces él le concederá lo que pide. Porque, como enseña Pablo, sin fe es imposible agradar a Dios. Careciendo, pues, ella todavía de fe y siendo además extranjera, hubo de oír de labios del maestro: No está bien echar a los perros el pan de los hijos. Pero inmediatamente, dirigiéndose a la que había humillado con palabras tan duras y que, liberada de su paganismo había conseguido la fe, no la trata ya como a un perro, sino como a una persona humana, y le dice: ¡Mujer, qué gran-de es tu fe! Habiendo ella creído, en seguida él le otorgó el fruto de su fe, y le dijo: Que se cumpla lo que deseas. En aquel momento quédó curada su hija.


Ciclo B: Jn 6, 51-59

HOMILÍA

San Cirilo de Alejandría, Comentarios elegantes [glaphyra] sobre el libro del Exodo (Lib 2, 3: PG 69, 455-459)

Nuestro Señor Jesucristo nos alimenta para la vida eterna

El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.

Pienso que el maná es sombra y tipo de la doctrina y dones de Cristo, que proceden de lo alto y nada tienen de terreno, sino que están más bien en franca oposición con esta carnal execración y que en realidad son pasto no sólo de los hombres, sino también de los ángeles. En efecto, el Hijo nos ha manifestado en sí mismo al Padre, y por medio de él hemos sido instruidos en la razón de ser de la santa y consustancial Trinidad, y hasta nos ha introducido egregiamente en el camino de todas las virtudes.

De hecho, el recto y sincero conocimiento de estas realidades es alimento del espíritu. Ahora bien, Cristo ha impartido en abundancia la doctrina a plena luz y de día. También el maná fue dado a los antepasados al irrumpir el día y a plena luz. Efectivamente, en nosotros, los creyentes, ya ha despuntado el día, como está escrito, y el lucero ha nacido en todos los corazones, y ha salido el sol de justicia, es decir, Cristo, el dador del maná inteligible. Y que aquel maná sensible fuera algo así como una figura, y éste, en cambio, el maná verdadero, Cristo mismo nos lo asegura con todas las garantías, cuando dice a los judíos: Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron.

El, por el contrario, es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Nuestro Señor Jesucristo nos alimenta para la vida eterna tanto con sus preceptos que estimulan a la piedad, como mediante sus místicos dones. El es, pues, realmente en persona aquel maná divino y vivificante.

El que comiere de él, no experimentará la futura corrupción y escapará a la muerte; no así los que comieron el maná sensible, pues el tipo no era portador de salvación, sino que era únicamente figura de la verdad. Al hacer Dios caer el maná del cielo en forma de lluvia, manda que cada uno recoja lo que pueda comer, y si quiere, puede recoger también para los que vivan en la misma tienda. Que cada uno —dice— recoja lo que pueda comer y para todas las personas que vivan en cada tienda. Que nadie guarde para mañana. Debemos estar bien imbuidos de la doctrina divina y evangélica.

Así pues, Cristo distribuye la gracia en igual medida a pequeños y grandes, y a todos alimenta igualmente para la vida; quiere reunir con los demás a los más débiles y que los fuertes se sacrifiquen por sus hermanos hasta asumir sobre sí los trabajos de ellos, y hacerles partícipes de la gracia celestial. Esto es lo que —a mi juicio— dijo a los mismos santos apóstoles: Gratis habéis recibido, dad gratis. Así pues, los que recogieron para sí abundante maná, se apresuraron a repartirlo entre los que vivían bajo las mismas tiendas, esto es, en la Iglesia. Exhortaban efectivamente los discípulos a todos y los estimulaban a las cosas más nobles; comunicaban a todos en abundancia la gracia que de Cristo habían conseguido.


Ciclo C: Lc 12, 49-53

HOMILÍA

Pedro de Blois, Sermón 25 (PL 207, 635-637)

He venido a prender fuego en el mundo

Cristo, que recibió el Espíritu sin medida, dio dones a los hombres y no cesa de repartirlos. De su plenitud todos hemos recibido, y nada se libra de su calor. Tiene una hoguera en Sión, un horno en Jerusalén. Este es el fuego que Cristo ha venido a prender en el mundo. Por eso también se apareció en lenguas de fuego sobre los apóstoles, para que una ley de fuego fuera predicada por lenguas de fuego. De este fuego dice Jeremías: Desde el cielo ha lanzado un fuego que se me ha metido en los huesos. Porque en Cristo el Espíritu Santo habitó plena y corporalmente. Y es él quien derramó de su Espíritu sobre todos: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Y añade: Hay diversidad de dones, hay diversidad de servicios y hay diversidad de funciones, pero un mismo y único Espíritu que reparte a cada uno en particular como a él le parece.

En función de esta diversidad de carismas el Espíritu es designado a veces como fuego, otras como óleo, como vino o como agua. Es fuego porque siempre inflama en el amor, y porque una vez que prende no deja de arder, esto es, de amar ardientemente. He venido —dice— a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! El Espíritu Santo es óleo en razón de sus diversas propiedades. Es connatural al aceite flotar sobre todos los demás líquidos. Así también la gracia del Espíritu Santo, que con su amor generoso desborda los méritos y deseos de los que le suplican, es más excelente que todos los dones y que todos los bienes. El aceite es medicinal, porque mitiga los dolores; y también el Espíritu Santo es verdadera-mente óleo, porque es el Consolador. El aceite por naturaleza no puede mezclarse; y el Espíritu Santo es unafuente con la que ninguna otra puede entrar en comunión.

Tenemos, pues, que el Espíritu Santo es designado unas veces como fuego y otras como óleo. En efecto, dos veces les fue dado el Espíritu a los apóstoles: la primera antes de la pasión, y la segunda después de la resurrección. Observa lo grande que es en ellos la fuente del ardor: no basta con verter aceite, hay que calentarlo; no basta con acercar el fuego, hay que rociar el fuego con aceite. Inflamados por este fuego los discípulos, salieron del consejo contentos, gloriándose en las tribulaciones. El lengua-je del príncipe de los apóstoles era éste: Dichosos vos-otros, si tenéis que sufrir por Cristo. Se os ha dado —dice— la gracia no sólo de creer en Jesucristo, sino también de padecer por él.

El Espíritu Santo es vino que alegra el corazón del hombre. Este vino no se echa en odres viejos. El Espíritu Santo es agua: El que tenga sed —dice—, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. El Espíritu Santo es más dulce que la miel: oremos, pues, con espíritu de humildad, al Espíritu Santo, para que derrame sobre nuestros corazones el rocío de su bendición, la llovizna de sus dones espirituales y una lluvia copiosa para lavar nuestras conciencias; infunda el aceite de júbilo y el incendio de su amor en nuestros corazones Jesucristo, a quien el Padre ungió, en quien depositó la plenitud de la unción y de la bendición, para que todos recibiéramos de su plenitud. A él el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.