Cartas a los reyes magos
Fuente: Catholic.net
Autor: Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma
Carta al Rey Melchor
Reconocida Majestad:
Un saludo. Permítenos tutearte. Eso del vos y del usted ya no se lleva hoy
día...
Esta carta, Majestad, como bien te habrás percatado no está escrita con
garabatos infantiles. No. Está hecha a computadora (un Pentium III). Y está
impresa a todo color en una LaserJet de la última generación. ¿Qué te parece? Te
gusta, ¿verdad? Claro, nosotros somos gente moderna. Estamos al día. Además
queremos ahorrarte el trabajo de estar descifrando caligrafías de patas de
mosca. Un poco de seriedad, ¿no?
Como ves, a pesar de ser gente “seria y moderna”, nos hemos animado a
escribirte. Y es que, también nosotros queremos este año recibir nuestro “regalo
de Reyes”.
Porque también la gente “seria y moderna”, que pretende controlar el mundo con
una computadora desde su alfombrada oficina, tiene tantas o más necesidades que
los niños, tantos o más caprichos que los niños. Sí, es verdad. No lo podemos
negar. Así somos.
Oye, Melchor, hemos estado repasando tu historia. Siempre nos ha admirado tu fe,
Majestad. Dejaste tu tierra, tu reino, tu familia. Te aventuraste al desierto
siguiendo una estrella durante meses. Llegaste a una cueva miserable y te
postraste en adoración ante un recién nacido que yacía entre pajas. Reconociste
en Él a un gran Rey, a un Mesías, a un Salvador...
También nos sigue admirando tu generosidad, Melchor. Pusiste a los pies de esa
pobre familia el cofre de tu oro. Era evidente que ellos lo necesitaban. Y lo
dejaste todo como si a ti ya no te importase en lo más mínimo. Aunque te quedaba
aún el camino de regreso...
Sabemos que fuiste a Belén sobre todo por ese Niño. Pero también comprendiste,
al encontrar esa entrañable familia, que el oro que llevabas lo iban a agradecer
más José y María. Los pobrecillos no es que anduviesen en muy buenas condiciones
económicas.
Melchor, nosotros ya tampoco somos niños. Y hemos de admitir que tampoco
necesitamos tu oro. Tenemos bastante más que la Sagrada Familia de Belén.
Aunque, siendo sinceros, en un principio sí te lo íbamos a pedir, pues a la
gente “seria y moderna”, como nosotros, el oro es el regalo que más nos gusta.
Sin embargo, no; no nos des tu oro. Dáselo a los más necesitados, que los hay
muchos.
Majestad, pero sí necesitamos de las otras cosas que tú tienes. Necesitamos un
poco de tu gigantesca fe. Necesitamos un poco de tu enorme generosidad.
Como regalo de Reyes eso es lo que te pedimos, Melchor: más fe y más
generosidad. Fe para arrodillarnos también nosotros, la “gente seria y moderna”,
ante el Niño Dios. Generosidad para dejar a los pies de tantas familias pobres
parte de nuestro oro y aliviar así un poco sus penurias. Como tu lo hiciste y lo
sigues haciendo cada Navidad.
Unos agentes de bolsa.
Carta al Rey Gaspar.
¡Hola, Gaspar!
Al saber que tú eres el del incienso, no hemos pensado dos veces empezar la
carta así. Mira, te lo decimos porque el incienso en la actualidad acompaña sólo
a los grandes estadistas, a los artistas famosos, a los futbolistas estrellas, a
los dueños de las multinacionales... Así que, al enterarnos que eras tú el del
incienso, hemos pensado que también deberías ser alguien grande. Y, ya sabes,
hoy día el saludar con un ‘hola’ tan familiar a alguien así de importante, como
que da nivel y categoría... como que a uno se le pega algo del humillo del
incienso que lleva el otro... Además todo el que lo viera pensaría sin duda:
¿quién será éste que saluda así a alguien tan famoso y tan importante?
Ciertamente tienes de verdad motivos muy válidos para llevar incienso. Eres un
gran Rey. Eres un sabio genial. Eres un hombre poderoso. Eres alguien muy
importante. Lo que nos parece extraño es que no se te haya subido el incienso a
la cabeza llevando tanto como llevas. Hoy a otros, con mucho menos, ya les ha
puesto bastante tontos.
Pero tú, Gaspar, no eres de esos. Hasta en esto eres medio especial. No dejaste
que te despidieran con reverencias y honores los grandes de tu reino. No has
permitido que te persiguiese ningún corro de periodistas. No has tolerado el
asalto de ninguna cámara de televisión. No has consentido que mandasen en onda,
vía satélite, tu salida de Oriente y tu llegada a Belén (ni siquiera en
diferido). No has querido, por ningún motivo, que se te inmortalizara en la
primera página de la prensa internacional.
Eres un tipo raro, Gaspar. Muy raro. Tanto, que nos parece que llevas todo ese
incienso en balde. Hasta se nos ha ocurrido pedirte, como “regalo de Reyes”,
-visto que no lo usas- que nos dejes un poco de ese incienso. A nosotros, ya lo
habrás leído en nuestros corazones, nos gusta mucho el incienso: nos encanta que
nos digan que somos letrados, que somos poderosos, que somos de nivel; que nos
digan que somos bonitas, que somos elegantes, que somos famosas...
Pero ahora, acordándonos de ti, nos damos cuenta de que, en el fondo, no somos
más que unos pobres estúpidos.
Rey Gaspar, sabemos por tu historia que todo ese incienso lo tenías por completo
destinado al Dios niño de Belén. No gastaste ni un granito en ti mismo. Sabías
que Él era el único que merecía de verdad todo el incienso del mundo, y tú no le
ibas a quitar ni una mínima porción.
Nos has dado una gran lección, Rey Gaspar. Y tienes toda la razón. Ya no hace
falta que nos des nada de incienso. En realidad, tampoco lo merecemos.
Pero déjanos ir contigo y ofrecérselo todo al Niño de Belén imitando tu humildad
y sencillez.
Algunos y algunas que queríamos ser importantes.
Carta al Rey Baltasar
Amigo Rey Baltasar:
Este año también me he decidido a escribirte. Pero esta vez es distinto. Verás.
Tengo un amigo que las está pasando muy mal. Iba a decir que las está pasando
negras; pero me acordé de que tú eres el Rey negro... Perdona... Aunque no creo
que por eso te sientas ofendido. Eres demasiado bueno.
Pues, resulta que este amigo me escribió hace poco para contarme qué es de su
vida. Creo que sus palabras son más elocuentes que las mías. Te las transcribo a
continuación. En seguida intuirás lo que quiero pedirte.
Estoy en el hospital. En cancerología. En la habitación número 201 frente a la
número 202 donde había un muchacho de poco más de 20 años. Yo ya he cumplido 45.
Tengo un cáncer quién sabe dónde y llevo aquí un par de semanas.
Soy un desgraciado y vivo amargado en medio de dolores que no se puede decir lo
grandes que son. No puedo dejar de quejarme y retorcerme en la cama maldiciendo
el día que me llegó esta enfermedad. Los únicos momentos de tregua son los ratos
que dura el efecto de los calmantes. Es realmente desesperante.
Pero en la habitación de enfrente yo notaba algo muy raro. Cuando en algunos
momentos al día coincidían las dos puertas abiertas, la de él y la mía, yo no
entendía lo que veía. Aquel chaval nunca se quejada, ni lo más mínimo. Lo veía,
sí, a veces retorcerse por los dolores, pero nunca le oí una queja ni una
maldición. En su cara yo veía siempre un algo de serenidad, de paz, de gran
temple. Al enterarme que tenía un cáncer bastante más doloroso y avanzado que el
mío y que los calmantes que le ponían eran como los míos, lo entendía menos aún.
Todo esto al inicio me daba rabia. ¿Cómo era posible que un chaval enclenque
como ese fuera capaz de soportar y sobrellevar así esa enferme-dad? Rabia porque
yo, un veterano cuarentón, curtido por el duro trabajo de largos años, me
derretía ante dolores incluso más leves que los suyos.
Un buen día no aguanté más y le dije a una enfermera que por favor me resolviera
mi interrogante. La respuesta inmediata de la enfermera me dejó aún más perplejo
todavía: "Porque tiene una fe en Dios como una catedral", me dijo rotundamente.
Después yo mismo pude comprobar que era verdad lo que me dijo la enfermera. Lo
comprobé cuando supe que diariamente recibía la comunión. Lo comprobé cuando lo
veía con el rosario en las manos o leyendo la Biblia. Lo comprobé también la
noche que lo vieron morir con la sonrisa en los labios gracias a esa fe y ese
amor a Dios que no cabían en el hospital entero.
No tengo más que decir. Sólo que yo nunca habría imaginado que la fe tuviese la
fuerza de hacer feliz incluso al hombre que más sufre en la tierra. Pero ahora
ya lo sé. Y ya no me da rabia de aquel muchacho. Ahora me da verdadera envidia.
Rey Baltasar, tú eres el de la mirra. Tu tienes ese bálsamo de la fe y de la
confianza en Dios que tanto necesita este buen señor, amigo mío. Date una vuelta
estas Navidades por la 201 de ese hospital de cancerología. Date una vuelta
también por todas las habitaciones del mundo donde hay alguien que sufra sin fe,
sin amor, sin confianza. Vete repartiendo de ese bálsamo que suaviza el dolor y
lo hace más llevadero.
No creo que se enfade el Niño Jesús si al presentarle el frasco de mirra a la
mitad, le explicas en qué la has usado. Al contrario, verás que en su inocente
carita se dibuja una sonrisa muy parecida a la que arrancaste de aquel buen
hombre de la 201.
Gracias, mi amigo Rey Baltasar.
El autor de estas cartas