La ley es libertad y felicidad
La
ley de Dios es manifestación de lo mucho que ama a sus creaturas y nos invita
a seguirla, si no tuviéramos libertad para hacerlo, nuestra obediencia no
podría ser un acto de amor.
El ateísmo de finales del siglo XX perdió en intensidad doctrinal y teórica,
pero está ganando en la batalla de la vida y de la conducta. Reviste un modo
menos llamativo, pero más sutil; no forma a la persona en ninguna postura
definida, no le proporciona bases conceptuales sólidas, pero está a punto de
dominar la sociedad.
Si algún calificativo le conviene a la realidad de nuestro mundo es el de
“humanismo ateo”. El dios de hoy es el hombre. El “boom” económico en el
capitalismo, la irrefrenada búsqueda de liberación, y los progresos
científicos y tecnológicos orientados al más puro consumismo, crearon la
consigna que afirma: el hombre no tiene rey ni amo.
Y vino, entonces, el olvido o el rechazo de la trascendencia, es decir, de
todo aquello que pueda significar o parezca significar un límite al hombre y a
la omnímoda libertad que para él se reivindica. Por ello, y con acentos de
dolor, Juan Pablo II dice que el hombre moderno “acusa” a Dios. Rabiosamente
lo ha colocado en el banquillo de los acusados, tachándolo de ser el causante
de la limitación de su libertad. Dios tiene la culpa de que el hombre no sea
dios, de que no tenga la irrestricta libertad para hacer siempre y en todo lo
que le plazca.
Ante estos signos de los tiempos, entendamos de una vez por todas que la ley
de Dios no se compone de arbitrarios “haz esto”, “no hagas aquello”, con el
objeto de contrariarnos. Es cierto que sus preceptos a veces conllevan
sacrificios, pero no es ese su principal objetivo. Dios no es un ser
caprichoso. No ha establecido sus preceptos como el que pone piedras en el
camino.
Dios no es un cazador apostado, esperando al primero de los mortales que se
descuide para asestarle un golpe.
Lo que en realidad sucede es exactamente lo contrario. La ley de Dios es
manifestación de lo mucho que ama a sus criaturas. Quizá un ejemplo trivial
nos ayude a entender por qué los preceptos divinos son para nuestro bien y
nuestra felicidad.
Cuando compramos un refrigerador, si tenemos la más elemental prudencia, lo
utilizaremos según las indicaciones del instructivo. Damos por supuesto que el
fabricante sabe mejor que nadie cómo usarlo para que funcione bien y dure. Por
eso, si tenemos sentido común, supondremos que Dios -nuestro “fabricante”-
conoce mejor que nadie lo que es más conveniente para nuestra felicidad y la
de la humanidad. Hablando de modo sencillo diríamos que su ley moral (resumida
en los diez mandamientos del decálogo) es simplemente el folleto de
instrucciones con que cada niño, noble producto de Dios, llega a la
existencia. Gracias a ese instructivo, aquella vida quedará regulada, de modo
tal que alcance su fin y su perfección.
El conjunto de preceptos que, de diversos modos, ha dado Dios al hombre para
que ordene su conducta, se llama ley moral. Ésta se distingue de las leyes
físicas en un punto fundamental: la libertad humana. Las leyes de la biología,
de la mecánica, de la electricidad o de la fisiología actúan de modo necesario
sobre la naturaleza creada. Si fallan los motores del avión en que vuelas, la
ley de la gravedad actúa irremisiblemente y te desplomarás. Si bebes cianuro
de potasio, las leyes fisiológicas determinarán un serio daño en tu organismo.
Pero la ley moral impera de modo distinto. Actúa dentro del ámbito de la
libertad humana. No nos obliga a seguirla, sólo nos invita a hacerlo. Si nos
obligara, no tendríamos mérito al obedecerla, pues lo haríamos coaccionados. Y
donde hay coacción no hay amor. Si no tuviéramos libertad, no podría ser un
acto de amor nuestra obediencia.
De ahí que la ley moral se resuma en el amor. “Si me amáis, dice Jesús,
cumpliréis mis mandamientos” (Jn. 14, 15). Si lo amamos, lo obedeceremos, toda
nuestra vida estará condicionada por sus preceptos de amor, que nos colmarán
de felicidad.
Una pregunta clave
Quizá todos podríamos responder a quien nos preguntara cuál es el principal de
todos los mandamientos. Pero antes que Jesús respondiera al escriba que -con
un cierto dejo de mala intención- lo cuestionó al respecto, era asunto
debatido en las escuelas rabínicas. Amigos de disquisiones y sutilezas, no
habían caído en cuenta de la claridad y reiteración con que Yahvé-Dios lo
había señalado en el capítulo VI del libro del Deuteronomio. Nos vendría muy
bien saborear lentamente la bellísima formulación de ésta nuestra norma básica
de vida y acción: “Escucha Israel. Yahvé nuestro Dios es el único Señor.
Amarás a Yahvé tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas. Y estas palabras que hoy te ordeno han de permanecer en tu corazón.
Las enseñarás a tus hijos, y meditarás sobre ellas estando sentado en tu casa
y cuando estés de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes. Las atarás
como recuerdo a tu mano, y las tendrás siempre presentes ante tus ojos, y las
escribirás en los postes de tu casa y en los dinteles de tus puertas”.
Ésa fue la cita que, de modo resumido, empleó Jesús para responder al doctor
de la ley: “amarás al Señor, tú Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y
con toda tu mente. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo
es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos
mandamientos penden la ley y los profetas” (Mc. 22, 35-40). Estos dos
mandamientos se desglosan, también de modo sintético y compendiado, en los
diez preceptos que se llaman “Decálogo” o “Diez Mandamientos”.
De ellos, los tres primeros declaran nuestros deberes con Dios, los otros
siete, aquellos que tenemos hacia nuestro prójimo e indirectamente, hacia
nosotros mismos. Los Diez Mandamientos fueron dados originalmente por Dios a
Moisés en el monte Sinaí, hace aproximadamente 3500 años, durante el éxodo de
los judíos por el desierto, grabados en dos tablas de piedra. Fueron
ratificados por N.S. Jesucristo: “no penséis que he venido a abrogar la ley o
los profetas; no he venido a abrogarla sino a consumarla” (Mt. 5, 17).
Consumarla y perfeccionarla; dejando que su Iglesia -gozando de la asistencia
del Espíritu- la custodie e interprete a todos los hombres de todos los
tiempos.