Obligaciones y deberes de padres e hijos
Ricardo Sada Fernández
Respeto mutuo, bienestar temporal y formación espiritual, son elementos indispensables en las obligaciones de los padres y los deberes de los hijos en el cuarto mandamiento.
Obligaciones de los padres
¿Cuáles son en detalle los principales deberes de los padres hacia sus hijos?
Dejando a un lado lo obvio (alimento, vestido, etcétera), en primer lugar está
lo referente a sus necesidades espirituales y sobrenaturales. Y ya que el fin
de los hijos es alcanzar la vida eterna, éste es el más importante de los
deberes paternos. Tienen, por tanto, obligación de bautizarlos en las primeras
semanas luego de su nacimiento. Después, cuando la mente infantil comienza a
abrirse, surge el deber de hablarles de Dios, especialmente de su amor y su
cuidado paterno, y de la obediencia que le debemos. Y, en cuanto comienzan a
hablar, deben los padres enseñarlos a rezar, mucho antes de que tengan edad de
ir al colegio.
Cuando no haya seguridad de que en su escuela se dé una buena formación
religiosa, debe procurarse que vayan regularmente a clases de catecismo, o
bien enseñarles en el propio hogar los rudimentos de la doctrina cristiana,
preparándolos adecuadamente para los sacramentos de la Confirmación y la
Primera Comunión. El niño aprenderá a amar la Misa dominical y a frecuentar la
confesión y comunión no porque se le mande, sino porque entiende que
haciéndolo así es capaz de aumentar su unión con Dios.
A medida que el niño crece, los padres mantendrán una actitud vigilante hacia
los amigos de sus hijos, sus lecturas, sus diversiones y la forma de emplear
sus ratos de ocio. Junto a ello, se suma el grave deber de formarlos en las
virtudes humanas. ¡Cuántas veces son los padres débiles, que todo lo
consecuentan, la causa de la ruina humana y espiritual de los suyos! Como
ellos mismos tendrían que prescindir de su actitud aburguesada, no la piden a
sus hijos y enervan su carácter y vigor naturales. La madre de María Goretti
podría darles buenos consejos: la reciedumbre, el espíritu de servicio, la
sobriedad y el olvido de sí habrían de ser virtudes claves en cada hogar
cristiano. Así se lograría hacer de lo hijos buenos ciudadanos: útiles,
económicamente solventes, bien educados y patriotas inteligentes.
Por otra parte, y aunque parezca una paradoja, ser buenos padres no comienza
con la disposición hacia los hijos, sino con el amor mutuo y verdadero que los
esposos se tienen entre sí. Aquellos padres que dependen de los hijos para
satisfacer su necesidad de cariño, rara vez consiguen una adecuada relación de
afecto con ellos. Cuando los esposos no se quieren lo suficiente es muy
posible que su amor de padres sea ese amor posesivo y celoso que busca la
propia satisfacción más que el verdadero bien del hijo. Y amores así hacen a
los hijos egoístas y débiles.
Sin embargo, los padres que se aman el uno al otro en Dios, y a los hijos como
dones de Dios, pueden quedarse tranquilos: tienen todo lo que necesitan para
ser buenos padres, aunque no hayan tomado cursos de educación familiar (cosa,
por otro lado, muy aconsejable). Quizá cometan errores, pero no causarán a los
hijos daño permanente, porque, en un hogar así, el hijo se siente amado,
querido, seguro; crecerá ecuánime de espíritu y recio de carácter.
Deberes de los hijos
Las obligaciones con nuestros padres nos alcanzan a todos sin excepción. Si ya
han muerto, nuestros deberes son sencillos: recordarlos en nuestras oraciones
y, periódicamente, ofrecer alguna Misa por el eterno descanso de sus almas. Si
aún viven, estos deberes dependerán de nuestra edad y situación, y de la suya.
Quizá sería más apropiado decir que la manera de cumplir estas obligaciones
varía con la edad y situación, pero lo que es verdadero es que nadie está
excluido de amar y respetar a los padres, incluidos los hijos que han formado
ya su propia familia.
La obligación de amar a los padres no es de ordinario un deber difícil de
cumplir. Pero, incluso en aquellos casos en que no salga natural quererlos a
nivel humano (porque el padre haya abandonado el hogar, o la madre sea
neurasténica, por ejemplo), el deber obliga. Los hijos deben amarlos con ese
amor sobrenatural que Cristo nos manda tener también a quienes nos resulte
difícil amar naturalmente. Debemos desear su bienestar temporal y su salvación
eterna. No importa cual sea el perjuicio que nos hayan ocasionado, son
nuestros padres, y la deuda que tenemos con ellos es impagable.
Otra obligación derivada del amor filial es el respeto: hemos de tratar a
nuestros padres con reverencia, con estima y atención. Faltaríamos a este
deber filial si les echamos en cara sus defectos o rarezas, dirigiéndoles
palabras altaneras, o no dándoles las muestras usuales de cortesía (como son
el saludo al llegar o salir de casa, por la mañana y al final del día).
También faltaríamos si los tratamos con palabras y acciones tales que los
harían parecer como iguales nuestros, por la desfachatez o vulgaridad de las
expresiones. Recuerdo a una joven muchacha que me decía: “Oiga, si me llevo
tan bien con mi papá, no entiendo por qué se enoja cuando le hablo con los
modismos que empleo para tratar a mis compañeros”. Busqué explicarle que su
papá es su papá, no su compañero; es su superior y no su igual. Merece, por
ello, un trato distinto, de sincera veneración y respeto.
Al tratar del matrimonio, hablaremos del importante papel que desempeñan los
padres cuando su hijo se va a casar. Por ahora baste mencionar que es muy sano
buscar su consejo en decisiones importantes, como la elección del estado de
vida o la idoneidad de un posible matrimonio. Pero hay que recordar a los
padres que en los asuntos que se refieren a la elección de estado pueden
aconsejar, pero no mandar. Por ejemplo, los padres no pueden obligar a un hijo
a casarse si prefiere quedarse soltero, o que sea médico en lugar de abogado,
ni prohibir que se haga sacerdote o ingrese en un convento.
Quizá no debiéramos mencionar siquiera que odiar a los padres, golpearlos,
insultarlos, amenazarlos o ridiculizarlos seriamente, maldecirlos o negarles
nuestra ayuda si estuvieran en grave necesidad, o hacer alguna otra cosa que
les pudiera causar ira o grave dolor, constituyen pecado mortal. Si lo
anterior es ya pecado dirigido a un extraño, si se hace en contra de los
padres resulta un pecado de doble malicia.
Antes de terminar el estudio del cuarto mandamiento mencionaremos la
obligación de amar a nuestra patria (nuestra familia a gran nivel); de
preocuparnos verdaderamente por su desarrollo, de respetar y obedecer a sus
autoridades legítimas. Decimos autoridades “legítimas”, porque los ciudadanos
tienen, claro está, el derecho de defenderse de las que no lo son, o bien, de
aquellas que siendo legítimas preceptúan leyes contrarias a los derechos
humanos fundamentales. Ningún gobierno debe dictar leyes contrarias a los
derechos del individuo o de la familia. Un gobierno -lo mismo que un padre- no
tiene derecho a mandar lo que Dios prohíbe, o a impedir que se realice lo que
Dios desea.
Exceptuando estos casos, un buen católico será necesariamente un buen
ciudadano. Como sabe que la razón iluminada por la fe le pide que trabaje por
el bien de su nación, cumplirá ejemplarmente todos sus deberes cívicos;
obedecerá las leyes de su país y pagará sus impuestos como justa contribución
a los gastos de un buen gobierno; defenderá a su patria en caso de guerra
justa (las condiciones de guerra justa las explicamos en el capítulo
siguiente), con el servicio de las armas si a ello fuera requerido. Y todo
esto lo hará no sólo por motivos de patriotismo natural, sino porque su
conciencia de católico le dice que el servicio a la legítima autoridad del
país es en último término sumisión a Dios, de quien de toda autoridad emana.