Carta del fundador de Comunión y Liberación al Papa
Misiva de monseñor Luigi Giussani en los
cincuenta años del movimiento
MILÁN, martes, 20 abril 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la carta que ha dirigido a Juan Pablo II monseñor Luigi Giussani,
fundador de Comunión y Liberación, al cumplirse los cincuenta años de este
movimiento eclesial.
* * *
Santidad:
Este nuevo año está marcado en su comienzo por las palabras que usted pronunció
en el mensaje para la jornada mundial de la paz, en particular cuando habló del
cristianismo como «victoria» del amor de Cristo y del compromiso de cada uno
para apresurarla, puesto que es lo que anhela en el fondo el corazón de todos.
Por lo que a nosotros respecta, no podemos dejar de sentir el apremio por esta
invitación al despuntar el año que marca el cincuenta aniversario de aquel
comienzo inesperado, que surgió y se ha desarrollado como un «movimiento» de
millares de personas, jóvenes y menos jóvenes, en el mundo entero, a partir de
los primeros encuentros que tuve en octubre de 1954 en el liceo milanés donde
pedí dar clase de religión.
Una oración de la Liturgia ambrosiana ilumina bien lo que sentimos en estos
momentos:
«Domine Deus, in simplicitate cordis mei laetus obtuli universa.
Et populum Tuum vidi, cum ingenti gaudio Tibi offerre donaria.
Domine Deus, custodi hanc voluntatem cordis eorum».
Suplicamos al Señor la fidelidad a nuestra compañía que se convierte en
sacramental por su pertenencia a la Iglesia –en la medida en que es reconocida
como don precioso y particular del Espíritu..
Siento el deber acuciante de confiar de nuevo a Vuestra Santidad la emoción
sumamente profunda, vibrante como nunca en mi corazón, que despertó su juicio
autorizado y claro sobre nuestra experiencia de estos cincuenta años, cuando en
la carta que me dirigió el 11 de febrero de 2002 con ocasión del vigésimo
aniversario del reconocimiento de la Fraternidad de Comunión y Liberación,
escribió: «El movimiento ha querido y quiere indicar no ya un camino sino el
camino para llegar a la solución de este drama existencial. El camino es
Cristo».
No sólo no pretendí nunca «fundar» nada, sino que
creo que el genio del movimiento que he visto nacer consiste en haber sentido la
urgencia de proclamar la necesidad de volver a los aspectos elementales del
cristianismo, es decir, la pasión por el hecho cristiano como tal, en sus
elementos originales y nada más. Quizás sea justamente eso lo que ha abierto
imprevisibles posibilidades de encuentro con representantes del mundo judío,
musulmán, budista, protestante y ortodoxo, desde Estados Unidos hasta Rusia, en
un impulso por abrazar y valorar todo lo bello, bueno y justo que hay en
cualquiera que viva una pertenencia.
La cuestión capital del cristianismo hoy día, tal y como Vuestra Santidad
anunció sugerentemente ya en la «Redemptor hominis», encíclica programática de
su pontificado, es identificarlo con un Hecho --el Acontecimiento de Cristo-- y
no con una ideología. Dios ha hablado al hombre, a la humanidad, no con un
discurso que en último término pueda ser un hallazgo de filósofos o
intelectuales, sino como un hecho acaecido del que se tiene experiencia. Vuestra
Santidad lo ha expresado en la «Novo millenio ineunte»: «No será una fórmula lo
que nos salve, sino una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con
vosotros!». Si por algo se caracteriza nuestra pasión educativa y comunicadora
es por un continuo reclamo a este «focus» inefable de la experiencia cristiana,
en el que muchos no reparan dándolo casi por supuesto, como una premisa obvia.
Dentro del gran cauce de la Iglesia, y de la fidelidad al Magisterio y a la
Tradición, hemos querido siempre llevar a la gente a descubrir –o a ver de
manera más fácil– cómo Cristo está presente. Por lo cual, el camino para
alcanzar la certeza de que Cristo es Dios, para no dudar de que es verdad lo que
Jesucristo dijo de sí mismo, encuentra su verdadera respuesta en la actitud de
los apóstoles, que se preguntaban repetidamente: «¿Quién es éste?» en cuanto su
experiencia humana se veía provocada por el carácter excepcional de aquella
presencia que había entrado en sus vidas.
En la carta a la Fraternidad, Vuestra Santidad escribió también que «el
cristianismo, antes que ser un conjunto de doctrinas o de reglas para la
salvación, es el acontecimiento de un encuentro». Durante cincuenta años hemos
apostado todo sobre esta evidencia. Precisamente la experiencia de ese encuentro
está en la raíz de tantas vocaciones cristianas que nacen entre nosotros –al
matrimonio, al sacerdocio, a la virginidad– y del florecimiento de
personalidades seglares comprometidas con una creatividad que entra en la vida
cotidiana conforme a las tres dimensiones educativas que siempre hemos señalado
desde los comienzos: la cultura, la caridad y la misión.
Por ello, no nos sentimos portadores de una espiritualidad particular, ni
advertimos la necesidad de identificarla. Domina en nosotros la gratitud por
haber descubierto que la Iglesia es una vida que sale al encuentro de nuestra
vida: no es un discurso sobre ella.
La Iglesia es la humanidad que vive la humanidad
de Cristo, lo cual establece para cada uno de nosotros el valor que tiene el
concepto de fraternidad sacramental que, aunque sea difícil de comprender en su
plenitud, indica evidentemente un espesor distinto de la vida.
Por tanto, me atrevo a entregar en vuestras manos el deseo de poder servir a la
Iglesia con nuestro carisma, a través de la inadecuación de nuestros límites
humanos. Pero precisamente nuestros límites nos impelen a la responsabilidad de
la conversión, del cambio de mentalidad y de humanidad.
En este ser continuamente sacados de la nada al ser, miramos a María, que Su
Santidad nos recuerda constantemente como el camino y el método para alcanzar
una familiaridad mayor con Cristo: como solemos repetir con el Himno a la Virgen
de Dante –convertido en oración cotidiana–, Ella es «fuente viva de esperanza».
Tender al bien y a la conversión es el fin de cada uno de nosotros, que Cristo
ha hecho posible. Por eso la conversión a Cristo y, por consiguiente, a su
Iglesia es la fuente de una esperanza que incide en la vida concreta y por la
que se puede dar la vida, tal como hacen los mártires cristianos.
Pero parece que esta fe en los últimos siglos mira a la vida diaria y considera
el trabajo humano como algo despojado de valor eterno y de una esperanza
fundada. Por este motivo es preciso que busquemos la gloria del Verbo divino en
el enfoque que damos a cada cosa y en el impulso con que las conquistamos, y que
la salvación que Cristo ha traído --aunque sea a través de la cruz-- irrumpa en
la aurora de todos los días.
Santidad, que el verso de Dante: «eres aquí entre nosotros antorcha meridiana de
caridad» se haga realidad en todas las relaciones que se le concede establecer
al pueblo cristiano, bajo la guía de pastores que sepan invocar el Espíritu de
Cristo por mediación de María.
Nuestro movimiento, que el Espíritu de Cristo ha
suscitado y creado en la obediencia y en la paz, inspire fraternalmente a toda
la sociedad cristiana, de tal manera que en dondequiera que la fe sea proclamada
se puedan encontrar vestigios de la santidad de la Virgen («En ti misericordia,
en ti piedad, en ti magnificencia, en ti se aúna / cuanto es bondad en la
criatura»).
Implorando vuestra bendición, me confieso obedientísimo hijo de Vuestra Santidad
Sacerdote Luigi Giussani
Milán, 26 de enero de 2004
[Traducción distribuida por Comunión y
Liberación]