1. Concepto. Etimológicamente, significa c. para el servicio público de la
Iglesia (v. LITURGIA). En sentido propio, es el canto aprobado por la
Iglesia para celebrar los oficios divinos, especialmente el Santo
Sacrificio de la Misa.
El c. l. no debe considerarse como sinónimo de c. gregoriano, aunque
éste haya sido durante muchos siglos considerado por la Iglesia como el
único digno del culto católico (v. GREGORIANA, MÚSICA). Tampoco debe
confundirse con c. religioso o sagrado, que son vocablos más extensos, ya
que la palabra litúrgico, posee unas características especiales, que no
tiene todo c. religioso o sagrado (p. ej., los motetes; v.), a saber: a)
está destinado única y exclusivamente al culto público de la Iglesia; b)
ha de ser compuesto sobre los textos oficiales (v. LIBROS LITÚRGICOS), que
invariablemente se usan en el culto; c) su melodía debe poseer la
sobriedad, sencillez y santidad que le hagan digno del culto sagrado; d)
requiere una aprobación especial de la autoridad eclesiástica, para ser
ejecutado durante las acciones litúrgicas.
S. Pío X, en su Motu Proprio Tra le Sollecitudini (22 nov. 1903: AAS
36), hablando del c.l., dice que: «Su oficio principal es revestir de
adecuadas melodías el texto litúrgico que se propone a la consideración de
los fieles, y su fin consiste en añadir más eficacia al texto mismo, para
que por tal medio se excite más la devoción de los fieles y se preparen
mejor a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de los
sagrados misterios». Más adelante, después de vivos elogios al c.
gregoriano, afirma: «Una composición religiosa será más sagrada y
litúrgica cuanto más se acerque en aire, inspiración y sabor, a la melodía
gregoriana, y será tanto menos digna del templo cuanto diste más de este
modelo soberano».
Por último, se podría llamar litúrgico en un sentido más amplio, a
todo c. que tiene como misión servir al culto dentro de cualquier
confesión religiosa, sea o no cristiana. En este sentido podríamos citar
en primer lugar la música de casi todos los pueblos primitivos, que
siempre tuvo en sus comienzos un marcado carácter religioso. Recuérdese,
p. ej., a China, India, Egipto y, sobre todo, el pueblo hebreo, en el que
tanto la música como la poesía eran indispensables para el culto. Sabemos
que los salmos eran poesías destinadas al c. y, a su vez, constituían el
eje de sus ceremonias religiosas (V. LITURGIA HEBREA, en JUDAÍSMO II). Los
sacerdotes eran los encargados de vigilar por la pureza y santidad de
aquella música, siempre expuesta a las influencias del paganismo. En su
apogeo con los reyes David y Salomón, había en el Templo un gran número de
levitas, músicos y cantores (1 Par 15, 16-24; 2 Par 29, 26-28). Otro tanto
podemos decir de la música en Grecia, pueblo de creencias mitológicas, que
rendía solemne culto a sus dioses y de cuya música se conserva todavía
algún manuscrito, como los Himnos délficos a Apolo. Finalmente, entraría
de lleno en esta definición el Coral luterano y toda la música cultural de
las demás confesiones cristianas (v. SACRA, CRISTIANA, MÚSICA). Pero aquí
nos referiremos exclusivamente al culto católico y, dentro de él,
prestaremos especial atención al rito romano (v.), para quien reservamos
el enunciado en su sentido más propio.
2. Historia del canto litúrgico de la Iglesia. A) Periodo de
formación. Sería imposible escribir la verdadera historia del c. l.,
especialmente si nos remontamos a las primeras asambleas cristianas de
tiempos apostólicos, pues hay múltiples preguntas casi incontestables:
¿Cuándo se empezó a cantar en la Iglesia? ¿Cómo eran aquellos primeros
cánticos? ¿Quién los compuso? ¿Qué lugar tenían dentro del culto? ¿Quién
los cantaba?, etc. Ajustándonos con fidelidad a los datos más ciertos que
poseemos, podemos decir que la historia del c.1. es la misma que la de la
Liturgia, pues ambos nacieron al mismo tiempo. Desde sus orígenes, el
cristianismo ha considerado el c. como parte integrante de la liturgia. El
primer testimonio está en el Evangelio. Una vez terminada la Cena, Jesús y
los Apóstoles cantaron el Himno y salieron hacia el Monte de los Olivos (Mt
26,30; Mc 14,26). Aquel fue el primer acto litúrgico de la Iglesia. Jesús
puede ser considerado como el primer cantor cristiano; El mismo
participaba en los c. l. de la Sinagoga. Sabemos también que en el s. i,
cristianos y judíos salmodiaban juntos en la Sinagoga. El testimonio de
Filón de Alejandría sobre el c. de los terapeutas y de los esenios (v.)
(De Vita Contempl. IX,80-87), induce a afirmar que el c. de los cristianos
en sus cotidianas asambleas nocturnas tiene con ellos algunas semejanzas.
Casi todos los historiadores coinciden en afirmar que el c. judía influyó
en la formación del c. de la primitiva Iglesia, y que los mismos
cristianos tomaron y adaptaron de los judíos sus primitivos c. religiosos.
Eran, en su mayoría, salmos e himnos; es de suponer que los preferidos
fueron los de la Sinagoga. S. Juan Crisóstomo hace remontar a los tiempos
apostólicos el empleo del c. en las ceremonias, y Eusebio de Cesárea
afirma que Marcos enseñó el c. a los primeros cristianos de Egipto (cit.
por G. Felix, Palestrina et..., o. c. en bibl., p. 42), pero ignoramos
cómo era aquel c.
Divinamente investida con la misión de restaurar todas las cosas en
Cristo, la Iglesia, heredera de la cultura antigua, aparece desde su
origen con una amplitud de miras y una gran comprensión hacia todo, en
vistas a su gran obra de renovación universal. Así, el c. cristiano debe
mucho también a la influencia grecorromana. «Para no perder ninguno de los
tesoros acumulados por la humanidad, no duda en cantar a Jehová, a Cristo
y a la Virgen, con el mismo idioma musical, purificado sin duda, con que
se cantaba a Júpiter, a Apolo y a Cibeles» (Dom Laurent Janssens, cit. por
G. Felix, o. c., p. 43). La Iglesia tuvo que depurarlo de todo lo que era
incompatible con su c. austero y, a su vez, combinarlo con las
inspiraciones del arte judío. Muchas de las melodías cristianas pertenecen
por tanto a un arte importado de Roma y de Atenas. Sea cual fuere su
origen, la obra de la Iglesia consistió en infundirle un espíritu nuevo.
El c., en un principio, consistía únicamente en una declamación
acentuada del texto sagrado (canto silábico). Poco a poco, toda la
liturgia se organizó en torno al Misterio eucarístico. Toda celebración
comprendía: lecturas, c. intermedios y celebración de la Cena Eucarística.
Sobre el lugar que ocupaba el c. en aquellas asambleas poseemos
escasísimos datos. Parece ser que los salmos ocuparon un lugar primordial,
y a la vez introdujeron en el pueblo cristiano el gusto predominante por
el ritmo libre, tal como había sido transmitido por los cantores de
Israel. La forma responsorial, también procedente del judaísmo, es sin
duda la más antigua de que se sirvieron los cristianos; un cantor entonaba
el texto sagrado, y la asamblea respondía (responsorium) con algunas
aclamaciones (v.) como: Amén y Aleluya. Según S. Pablo (Col 3,16 y Eph
5,18-19), junto a los salmos, los cristianos entonaban himnos y cánticos
espirituales, seguramente en coros alternos. Desgraciadamente, apenas
conservamos algo de aquella riqueza de himnos que debió surgir en la
primitiva Iglesia. Recientemente se han descubierto las llamadas Odas de
Salomón (s. II). Son 42 himnos, pero no sabemos si fueron o cómo fueron
fijados como parte de la liturgia cristiana (J. Basurco, El canto
cristiano..., o. c. en bibl., p. 64).
Jean de Valois («Musique et liturgie» 2, abril 1948) distingue
cuatro tipos o formas de cantar en los orígenes de la Iglesia: a) el
llamado Solo integral: Cantado íntegramente por un solista o grupo de
ejecutantes (es el origen del Tracto=de un solo trazo). b) La salmodia
(v.) alternada: Cantada por dos coros alternativamente. c) El canto
responsorial, explicado más arriba (V. RESPONSORto). d) El canto
combinado: Compuesto por la salmodia, precedida y seguida por una antífona
(v.).
En el rito bizantino (V. CONSTANTINOPLA IV), se emplea el nombre de
Liturgia exclusivamente para designar el Oficio Eucarístico, mientras que
las acciones y plegarias de que se servía la Iglesia en todas las demás
acciones sagradas, se llamaban Akolutia. La mayor parte de sus piezas eran
cantadas primitivamente por los fieles. Parece ser que en el S. IV, se
contaba con la colaboración de un coro de niños en las fiestas litúrgicas
de Jerusalén (A. Della Corte-Pannain, o. c. en bibl., p. 10). Se usaba la
forma responsorial y los textos estaban sacados de los libros sagrados, en
especial del Salterio (v. BIZANCIO V). Se tenía cierto temor a insertar
nuevos textos en la liturgia, por la posibilidad de que nacieran errores
doctrinales.
B) Periodo de evolución y difusión. El c. l., una vez establecido
por las primeras comunidades cristianas, se respetó y se transmitió de una
a otra generación. Con la paz de Constantino, al salir la Iglesia de las
catacumbas, aquellas piadosas cantilenas adquirieron un tono triunfal, y
el florecimiento de la Liturgia dió un empuje decisivo a la música
eclesiástica. No obstante, fue necesario todavía bastante tiempo para que
la liturgia adquiriese un desarrollo musical acabado.
A la evolución del c., contribuyeron, sin duda, las comunidades
monacales de Siria y de Egipto. Originariamente, el c. del Ordinario de la
Misa, más que una composición en sentido estricto, era una recitación de
melodía sencilla, como las del sacerdote en el altar. No conocemos apenas
ninguna melodía de los primeros siglos. El c. cristiano con notación
melódica más antiguo conocido hasta ahora, es un himno greco-alejandrino
recientemente descubierto en Oxyrhynchos, que se supone data de fines del
S. III o principios del siguiente (aTheologie und Glaube», 18, 1926,
387-419).
Otro hecho comprobado es que la música de la Iglesia primitiva era
exclusivamente vocal (tal vez se usó en alguna ocasión la cítara). Existía
cierta prevención contra los instrumentos, que recordaban demasiado las
danzas y fiestas paganas, para ser utilizados en la nueva vida espiritual.
Había que diferenciar el culto cristiano del de los dioses. No obstante,
creemos que, en el culto judío, los instrumentos tuvieron un carácter
espiritual; prueba evidente de ello es el salmo 150. En la época
patrística es patente la oposición a su uso, no sólo dentro del culto,
sino también en cualquier manifestación comunitaria (ágapes, o fiestas
privadas). Tal vez en esta prevención contra los instrumentos musicales
puedan haber influido algunas ideas de origen platónico con respecto a las
relaciones entre sensibilidad e inteligencia. Recordemos, a este
propósito, las dudas y angustias a que se somete S. Agustín (Conf.
X,33,49-50) por el placer que experimenta al escuchar las sonidos, hasta
que la filosofía aristotélica le descubre que no existe nada en la
inteligencia que primero no haya pasado por los sentidos. En el S. IV se
prohiben también las voces femeninas (como solistas) dentro del templo;
sin embargo, es lógico pensar que participarían en el c. común con los
demás.
Al difundirse estas primeras melodías litúrgicas fueron sufriendo
algunas alteraciones. Resultaba casi imposible poder sustraer enteramente
el c. l. a la influencia de los diferentes sistemas musicales con los que
tuvo que estar en contacto. Se introdujeron ciertas modulaciones en el c.
sagrado que produjeron un serio atentado a su dignidad.
C) Reformas del canto litúrgico. Las primeras reformas musicales
aparecen en el S. IV con el papa S. Silvestre, que, al tratar de remediar
los abusos introducidos, hizo abrir en Roma una escuela normal, destinada
a formar los cantores de iglesia, y, a la vez, creó en la Ciudad Eterna
una Schola Cantorum encargada de ejecutar una buena parte de los c. de la
Misa y el Oficio. S. Ambrosio, obispo de Milán, realizó una reforma más
radical. A él se deben los primeros trabajos musicales de importancia al
hacer la primera recopilación de melodías litúrgicas (v. AMBROSIANA,
MÚSICA).
Como el c. l. sigue la misma evolución que la liturgia, a principios
del S. VI nos encontramos con que ya no es la misma música la que se canta
en Milán, en Cartago o en Toledo. La expansión de la Iglesia ha originado
la pérdida de la unidad en el c. En la Iglesia oriental existen dos
liturgias principales: la siria y la griega; y en la latina son cuatro: la
ambrosiana, en Milán; la galicana, en Francia; la llamada mozárabe, en
España; y la romana (v. RITO, y los artículos correspondientes). Tienen
todas algo de semejanza, debida sin duda a su origen común y a las mutuas
influencias. El ilustre paleógrafo Dom Gregorio Suñol (Introducció a la
paleografía musical gregoriana, Montserrat 1925, 65), llama a estas cuatro
liturgias de la Iglesia latina, dialectos musicales.
En este momento histórico aparece la figura del papa S. Gregorio
Magno (v.) que inmortaliza el c.l. por excelencia, el que durante 15
siglos será considerado como modelo supremo de un arte y de una
espiritualidad. Hoy día está fuera duda que S. Gregorio no escribió
personalmente melodía alguna, sino que fue un gran hombre de gobierno, que
organizó y coordinó el c. l. de la Iglesia. Su labor fue, más que nada, de
pulimento y de reforma. Un biógrafo suyo, Juan Diácono (Vita S. Gregorii,
escrita durante el pontificado de Juan VIII, 872882), dice que la obra
musical de S. Gregorio, se reduce fundamentalmente a estos dos puntos: 1)
La Compilación del Antifonario Centón, y 2) La reforma de la Schola
Cantorum. Al resultado de todas estas codificaciones y renovaciones, se ha
llamado c. gregoriano (v. GREGORIANA, MÚSICA), que es el único modelo
clásico de la monodia litúrgica, y posee plenamente todas las cualidades
que en el enunciado exigíamos para el c.l. Es el único c. que la Iglesia
heredó de los Padres y que celosamente ha conservado durante siglos en sus
códices litúrgicos.
Juntamente con la liturgia romana, el c. gregoriano comenzó a
extenderse durante el S. VIII con gran rapidez por todas las Iglesias. A
esta difusión contribuyeron eficazmente, en Gran Bretaña: S. Agustín de
Cantorbery y el monje benedictino y cantor romano llamado Juan; en
Francia: los emperadores Pipino y Carlomagno, que lo fomentaron y urgieron
severamente; en el norte de Italia fueron sus propagadores varios maestros
de la Schola Cantorum de Roma (Gerbert, De cantu, 1, p. 296; cit. por F.
Martínez Seques, Método de canto gregoriano, Barcelona 1943, 258).
Únicamente en Milán y en España, encontró el c. gregoriano una barrera
infranqueable. En el s. XV, el papa Alejandro VI confirmó a los milaneses
el privilegio de seguir su propia liturgia. En España no se introdujo
hasta el s. XI, con los esfuerzos del papa S. Gregorio VII y del rey
Alfonso VI de Castilla.
D) Decadencia del gregoriano. Auge de la polifonía y ulteriores
reformas. El lapso de tiempo que va desde S. Gregorio hasta el s. XVI,
podríamos considerarlo como periodo de conservación del c. gregoriano,
pero en el s. X comienza en realidad su decadencia al aparecer la
polifonía (v.). Esta alcanzará su perfección en el s. XVI con los grandes
maestros Palestrina (v.), Orlando de Lassus (v.) y Victoria (v.), como
figuras más representativas. Con el fomento de la Schola Cantorum y
principalmente con el desarrollo de la polifonía, los fieles asistentes a
la asamblea litúrgica se vieron obligados a callar. Este es el origen del
silencio del pueblo, que poco a poco acabó siendo más espectador que actor
en el drama litúrgico.
Un nuevo atentado a la conservación del c. gregoriano se produjo en
el s. XVI, al tratar de corregirlo según las nuevas leyes del arte
musical, pero gracias al español Fernando de las Infantas, que logró
interesar en ello a Felipe II con una famosa carta, y de otra de éste al
papa
Gregorio XIII (documento publicado en «Rev. de Archivos, Bibliotecas
y Museos» XVI, 1907, 288-9), los trabajos ya iniciados no pasaron
adelante. Otros pontífices, como Pío IX y León XIII, intentaron
depuraciones del c.l., pero la labor más importante, desde S. Gregorio
Magno, se debe a S. Pío X, que con su Motu proprio Tra le sollecitudine
(ya citado) habla por primera vez de la participación activa de los fieles
en los misterios y en la oración de la Iglesia. Pide que se restaure el c.
gregoriano y la polifonía clásica, y abre las puertas a la música moderna,
siempre con las debidas cautelas, ya que su origen es fundamentalmente
profano. Los últimos documentos pontificios referentes a la música
litúrgica, son: la const. Divini cultus sanctitatem de Pío XI (AAS 21,
1929); la enc. Musicae Sacrae Disciplina de Pío XII (AAS 48, 1956); el cap.
VI de la const. Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia, del conc.
Vaticano II; y, por último, la instrucción Musicam Sacram del 7 mar. 1967.
3. Sentido teológico, espiritual y pastoral del canto li. túrgico.
Como su fin es el de la misma liturgia, la gloria de Dios y la
santificación de los fieles, lo importante en el c. l. no es la técnica o
el tramo de su polifonía, es decir, su elemento gráfico, sino el espíritu,
eJ alma, el elemento litúrgico expresado. Los Pontífices vieron siempre en
la oración cantada una forma propicia para mantener la fe cristiana.
Algunas citas nos mostrarán el sentir de la Iglesia sobre el valor
teológico y espiritual del c. l.: «Si has participado en el canto del
himno, te has incluido entre los dignos... ¿cómo es que no participas en
la Mesa? Es que soy indigno. Luego también eres indigno de la comunión que
existe en las preces. Pues el Espíritu desciende, no sólo por las oblatas,
sino también por aquellos cánticos» (Homilía de S. Juan Crisóstomo, In
epist. ad Eph. 3,5 : PG 62,29-30). Hay infinidad de textos de los Santos
Padres, que repiten y corroboran esta afirmación y esta práctica (cfr. J.
Basurco, o. c. en bibl.). Al mismo tiempo también han considerado el c.l.
como un símbolo muy adecuado de la liturgia celeste de los
bienaventurados. S. Ambrosio lo llama oficio angélico, angelorum
ministerium. En el Apocalipsis (5,8-10; 15,2-3), al describir el culto que
los habitantes del cielo realizan ante el trono de Dios, el c. tiene un
papel de importancia. Cuando cantamos el Sanctus en la Misa, se cumple lo
que anuncian las palabras finales del Prefacio «Cum quibus et nostras
voces...» Nuestro c. en la tierra es como el del peregrino que anhela
llegar a su patria. Es un c. alegre, aunque mezclado de cierta nostalgia.
Por ser un signo de alegría, nunca faltó en las festivas asambleas de la
primitiva Iglesia. Eusebio de Cesárea (Comm. in ps. 68,30-1 : PG 23,760)
dice: «Acompañar las palabras con melodía y con canto, era signo de júbilo
y alegría». Las alegrías siempre van acompañadas de música. Recordemos la
parábola del hijo pródigo (Le 15,11-32); cuando el padre recobra a su
hijo, organiza una gran fiesta en la que no pueden faltar la música y los
coros. En el c. l., se dan cita todos los sentimientos del corazón,
combinados con las inspiraciones de la fe más ardiente. La alegría, la
tristeza, las lágrimas, la bondad, la victoria, tienen en ella sus himnos
especiales, sobre todo en el repertorio gregoriano.
El pensamiento actual de la Iglesia respecto al c. l., a partir del
Vaticano II y de la instrucción Musicam Sacram, se centra en dos puntos
importantes: la función ministerial del canto y la participación activa de
los fieles. La función ministerial ha adquirido ahora tal relieve, que el
criterio para discernir si una música es o no apta para el culto, no será
tanto su forma o estilo musical, como su funcionalidad. Esto quiere decir
que se han abierto las puertas a otros instrumentos y otros medios de
expresión musical además de los clásicos, con tal de que sean dignos y
cumplan la función ministerial de servicio a la comunidad, que celebra el
misterio de Cristo (v. CELEBRACIÓN LITÚRGICA). Y, de otro lado, ningún
documento romano, hasta ahora, se había ocupado tanto del pueblo como la
citada instrucción. «Los fieles (art. 15) cumplen su función litúrgica,
mediante una participación plena, consciente y activa» (V. PARTICIPACIÓN
LITúRGICA). El tema del c. l. no es sólo artístico, sino que exige la
renovación espiritual del hombre, para incorporarlo a una participación
más activa en el misterio de la Iglesia. El c. l. es en efecto, como ya
decíamos, una forma de oración litúrgica, y, por tanto, no puede quedarse
en lo meramente exterior, sino que implica actitud del corazón.
V. t.: HIMNOS LITÚRGICOS; SACRA CRISTIANA, MÚSICA; MOTETES; CORO II;
ACLAMACIÓN III; ANTÍFONA.
BIBL.:P.HUOT-PLEUROUX, Histoire
de la Musique religieuse, París 1957; E. DE LA GUARDIA, Historia de la
música en la antigüedad, 1939; A. DELLA CORTE-PANNAIN, Historia de la
Música, Barcelona 1950, cap. 1; A. ARAIZ MARTÍNEZ, Historia de la música
religiosa en España, Barcelona 1942; H. CHIRAT, L'asamblée chrétienne á
l'üge apostolique, París 1949; F. J. BASURCO, El canto cristiano en la
tradición primitiva, Madrid 1966; G. FÉLIX, Palestrina et la Musique
Sacrée (1594-1894), Brujas 1895; TH. GEROLD, Les Péres de l'Église et la
musique, París 1931; J. GELINEAU, Canto y música en el culto cristiano,
Barcelona 1967; J. A. JUNGMANN, Herencia Litúrgica y actualidad pastoral,
San Sebastián 1961; F. ROMITA, Jus musicae liturgicae, Roma 1947; M.
GERBERT, De cantu et musita sacra, Saint-Blaise 1774; Dom C. Rolo y Dom G.
PRADO, Canto mozárabe, Barcelona 1929; O. URSPRUNG, Die katholische
Kirchenmusik, Postdam 1931; M. NICOLAU, Texto y comentario
teológico-pastoral, a la Constitución litúrgica del Vaticano H, Madrid
1964.
F. PALAZóN MARTÍNEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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