En sentido amplio, se entiende por c. aquella realidad de la que depende
el ser o el obrar de otra. La polivalencia de esta noción indica que el
estudio de la c., cuyo tratamiento pertenece en primer lugar y por derecho
propio a la Filosofía, y especialmente a la Metafísica, encierra una gran
complejidad y riqueza de aspectos, que conviene deslindar cuidadosamente.
1. Naturaleza de la causa. En su acepción más general, la c. es el
principio real que influye positivamente en el ser de otra cosa (llamada
efecto), haciéndola dependiente. Es preciso, pues, partir de la noción más
amplia de principio (v.) para llegar a la de c., En definición de S.
Tomás, «principio es aquello de lo que algo procede, cualquiera que sea
este modo de proceder» (Sum. Th., 1 q33 al). Para que el principio sea c.
debe cumplir las siguientes condiciones (ya incluidas en la definición):
a) debe ser real, y no meramente lógico (como las premisas de donde
procede la conclusión); b) ha de tener una influencia positiva sobre el
efecto, y no negativa (cual acontece con la privación (v.) como principio
de la generación); c) dicha influencia deberá ser auténtica sobre el ser
del efecto (no únicamente sobre el movimiento o la sucesión); d)
finalmente, de esa influencia debe resultar una dependencia real del
efecto con respecto a la c., pues hay principios que, cumpliendo todos los
requisitos anteriores, no originan dependencia (así sucede, p. ej., en el
misterio de la Santísima Trinidad, donde el Padre es principio real del
Hijo, y ambos son, a su vez, principio real del Espíritu Santo; pero no
son causas, porque las Personas divinas, no dependen unas de otras). Lo
dicho nos hace ver algunos rasgos que caracterizan a la c., y asimismo las
relaciones entre ésta y el efecto, cuyas nociones son siempre
correlativas: 1) la c. tiene prioridad (al menos, en naturaleza) sobre el
efecto; 2) la c. y el efecto son realmente distintos; 3) entre c. y efecto
no se da una total independencia, sino que ambos están estrechamente
vinculados por la relación de causalidad (influencia de la c. por la que
el efecto se constituye como actualmente distinto de ella).
Concepto afín al de c. es el de condición, de gran complejidad
significativa. Muy en general, se entiende por condiciones de un ser todo
lo que éste requiere para existir o ser del modo que es (en este sentido,
dentro de las condiciones se incluirían las causas extrínsecas, y hasta
las causas concurrentes o concausas). En una acepción menos amplia, la
condición, excluyendo las c. extrínsecas e intrínsecas, se identifica con
la serie de circunstancias que hacen posible el ejercicio de la
causalidad; en tales casos, se trata de una aplicación de la c., dejando
que ésta produzca el efecto (p. ej., al pulsar el conmutador eléctrico,
permito que pase la corriente y la bombilla se enciende). Por último, y en
sentido más estricto, la condición se presenta como removens prohibens, y
su papel se reduce a apartar un obstáculo que impide o dificulta la
actuación de la c. También se encuentra en proXImidad con el concepto de
c. el de ocasión: aquello que favorece la actuación de la c. y que, a
veces, sirve de estímulo para que ésta actúe; en el caso de la eficiencia,
la ocasión proporciona al agente un motivo, una idea, una oportunidad para
actuar de un modo determinado con preferencia a otro; así entendida,
guarda una relación más estrecha con la causalidad final o la ejemplar.
Finalmente, conviene distinguir entre c. y razón (v.); este último término
expresa todo aquello que aporta al espíritu una nueva luz, aclarando o
explicando algo («dando razón» de algo). El término goza de un favor
especial entre los representantes del racionalismo (v.), que tienden a
identificar c. y razón, y que emplean indistintamente ambos vocablos. Sin
embargo, el empleo del término razón debe restringirse al ámbito de la
lógica, utilizando el de c. cuando se trate del orden de la realidad.
2. Clases de causas. Es clásica la división dada por Aristóteles,
que, basándose en la relación de dependencia entre la c. y el efecto,
señaló cuatro tipos generales de causas: «En un sentido, entendemos por
causa la sustancia formal o quididad...; en otro sentido, la causa es la
materia o el sustrato; en un tercer sentido, es el principio de donde
procede el movimiento; finalmente, en un cuarto sentido, que se opone al
tercero, la causa es la causa final o el bien (porque el bien es el fin de
toda generación y de todo movimiento)» (Metafísica 1,3,983a25-33;
V,2,1013a23-35).
Los escolásticos llamaron a estas c., respectivamente, formal,
material, eficiente y final; las dos primeras son intrínsecas porque
constituyen la estructura interna de los seres, mientras que las dos
últimas son extrínsecas, por influir en el efecto desde fuera y permanecer
distintas de él. Filósofos posteriores a Aristóteles añadieron (quizá por
influencia platónica) una quinta c., a la que llamaron ejemplar o
formal-extrínseca. Hay otras divisiones, o mejor subdivisiones de estos
tipos generales de causas, de las que nos ocuparemos en sus lugares
oportunos. Baste ahora aludir al carácter analógico de la división dada:
todos sus miembros realizan real y propiamente la razón de c., pero cada
uno de manera esencialmente diferente. Mientras unos autores defienden la
analogía de atribución, considerando como analogado principal a la c.
eficiente, otros sostienen que se trata de una analogía de
proporcionalidad (v. ANALOGÍA).
3. El agente y la causa eficiente. Con el término causa eficiente se
designa aquella realidad que, con su acción, produce el ser del efecto.
Aristóteles la caracterizaba como «principio del movimiento». Y, desde
luego, la mera consideración de la realidad del movimiento (v. CAMBIO)
obliga a admitir, para explicar el paso de potencia (v.) a acto (v.), la
realidad de la c. eficiente. Son evidentes la existencia de cambios y c.
eficientes.
Sin embargo, no han faltado algunos negadores de la c. eficiente. En
la Edad Media, Avicena (v.), Avicebrón (v.) y con más insistencia Algacel
(v.) rechazaban la posibilidad misma de que los seres finitos ejercieran
una auténtica causalidad eficiente, que quedaría reservada por derecho
propio y exclusivo a Dios. Encontramos aquí un germen del ocasionalismo
(v.) que después sostendría Malebranche (v.), y que en cierto modo adaptó
a sus propias ideas Leibniz (v.), al explicar la comunicación de las
sustancias por la «armonía preestablecida» (v.), basándose en que las
potencias activas de los seres finitos no son sustancias, sino accidentes,
por lo cual son absolutamente incapaces de producir sustancias. La
debilidad del argumento se patentiza considerando que el accidente, así
como tiene existencia por la sustancia, igualmente tiene eficiencia por
ella, desapareciendo entonces la desproporción que se creía encontrar
entre c. y efecto. Tampoco es concluyente la razón basada en la infinita
distancia entre Dios y los seres finitos, ya que éstos, en cuanto tienen
forma, poseen alguna actividad.
Es necesario, pues, admitir la realidad de la c. eficiente y del
principio de causalidad (todo efecto tiene una c.; todo lo contingente, o
que antes no era, ha sido hecho por otro; todo lo que no tiene en sí la
razón de ser ha sido causado; etc.). Pero más que demostrar con
razonamientos la existencia de la c. eficiente y la realidad del principio
de causalidad, se trata simplemente de mostrar su evidencia (v.) en la
experiencia externa (se producen o producimos realidades que antes no
eXIstían, actuando o modificando otras ya existentes) y en la interna (al
pensar, juzgar, desear, amar, odiar, etc. producimos determinados efectos,
acciones, etc.). Es claro que c. eficiente absoluta de todo el ser de un
efecto sólo es Dios; los entes o sustancias finitas de este mundo son
verdaderas c. eficientes de otros entes o sustancias finitas, pero siempre
contando con realidades preexistentes.
La comprensión de la causalidad está ligada con la comprensión misma
del ser (v.) y de su profundo dinamismo (J. de Finance, Connaissance de
l'étre, Traité d'Ontologie, París-Brujas 1966, 376ss.). Así se desvela con
mayor claridad la unidad existencial originaria y originante que subyace
bajo la multiplicidad de manifestaciones de la causalidad eficiente. Se
descubre la dependencia existencial de unos seres respecto a otros, y la
de todos los seres finitos respecto al Ser Infinito, Dios (v. CREACióN).
Pero la creación, y la consiguiente conservación en el ser, es una c.
eficiente de distinta clase que la de los seres finitos. Con esto se
advierte una estrecha relación entre causalidad eficiente y participación
(v.), siendo la acción (v.) lo que las enlaza. También en el concepto de
acción (v.) se halla la razón formal de la c. eficiente, su naturaleza
propia, lo que la define como tal c. y la distingue de las demás. De ahí
que Aristóteles caracterizara a la c. eficiente diciendo que «el agente es
causa de lo que es hecho» (Metafísica, V,2,1012a32). Y nuevamente aparece
la correlación (entre c. y efecto) a que aludimos arriba. El agente (o
eficiente, como llamaban los escolásticos a esta c.) es aquel ser que
obra, actúa o modifica; requiere, como correlato, un paciente que reciba
la acción o modificación. Pero la acción del agente puede identificarse
con el ser del mismo (y tenemos entonces la c. eficiente Primera, Dios) o
distinguirse de él, y nos encontramos en el caso de las causas eficientes
segundas, es decir, los entes finitos en cuanto causas, que deben cumplir,
bajo este aspecto preciso, las siguientes condiciones: 1) Ser sustancias
individuales o supuestos, de acuerdo con el axioma actiones sunt
suppositorum. 2) Estar dotados de potencias operativas (ya que, siendo
entitativamente compuestos de potencia y acto, no pueden obrar
inmediatamente). 3) Ejercer realmente dichas potencias, pasando así a la
acción de producir el efecto (en términos de la filosofía tradicional:
pasando de ser c. eficientes «en acto primero» a serlo «en acto segundo»).
Pero no se piense que la acción produce el efecto; lo produce la c.
con su acción; incluso puede decirse que acción se identifica con
producción del efecto. En esa producción, la c., realmente distinta del
efecto, comunica a éste algo de su propia perfección haciéndolo semejante,
lo cual equivale a afirmar que el efecto (o, más concretamente, su
perfección) se encuentra, ya antes, de modo virtual en la causa. Esta «precontinencia»
del efecto en su c. ha dado lugar a interpretaciones erróneas; como la de
Leibniz, que identifica c. y efecto, de donde se sigue que el cambio sería
sólo apariencial; la de Hamilton, que sigue a Leibniz en este punto y
considera el principio de causalidad como una «tautología absoluta»; y la
de Meyerson, que distingue entre causalidad científica o racional
(necesidad que la mente tiene de racionalizar) y causalidad teleológica
(en la que el nexo causal es arbitrario o voluntarista), separando como
dos nociones diferentes lo que, en realidad, sólo son dos aspectos de la
misma noción.
La c. eficiente es susceptible de numerosas divisiones, según el
criterio que se adopte para hacerlas: 1) Por la conexión entre c. y
efecto: c. esencial (la que produce un efecto al que está ordenada) y c.
acccidental (la que produce un efecto al que no está ordenada); la
esencial puede ser próXIma o remota, según que la c. produzca el efecto de
manera inmediata o por mediación de otro u otros efectos. 2) Por la
subordinación: c. principal (la que obra por su propia virtud) y c.
instrumental (la que sólo puede actuar si es movida por la principal). La
c. principal puede ser primera o segunda, según que al ejercer su
causalidad propia sea absolutamente independiente de cualquier otra c. o
tenga dependencia con respecto a alguna o algunas de ellas. 3) Por la
extensión: Si se trata de un solo efecto, la c. puede ser total, si
produce todo el efecto, o parcial, si necesita la colaboración de otras
(llamadas concausas) para la realización del efecto total; si se trata de
una pluralidad de efectos, la c. es universal, cuando produce varios
efectos pertenecientes a diversas especies, o particular, cuando sólo
puede producir una especie determinada de efectos. 4) Por el modo: c.
física, la que produce el efecto con su acción física; c. moral, la que
propiamente no produce el efecto, sino que objetivamente mueve a otra c.
(aconsejándola, induciéndola, excitándola) para que lo produzca. 5) Por el
término de la causación: c. del ser (esse) y c. del devenir (fieri) del
efecto; sólo Dios es, en sentido propio y pleno, c. del ser; las c.
segundas únicamente producen el devenir o, para ser más exactos, el
advenir, la ex-sistencia del efecto. 6) Por la semejanza entre c. y
efecto: c. unívoca, si produce un efecto de la misma perfección y especie
que la c.; c. equívoca (o análoga), en caso contrario.
4. El fin y la causa final. La palabra fin (v.) ofrece múltiples
sentidos: límite (v.), cesación, acabamiento o perfección, objeto (v.) que
se pretende realizar o conseguir, intención (v.), dirección de una
tendencia, destino, etc., reducibles todos ellos a dos principales: fin
como cesación de un proceso en el tiempo o límite de un objeto en el
espacio (por oposición a comienzo) y fin como objeto o intención (por
oposición a medio); éstos, a su vez, son perfectamente integrables en la
noción de c. final: «aquello por lo cual se hace una cosa» (id propter
quod seu cuius gratia aliquid fit), dando a la expresión «por lo cual» un
valor de motivación, y no de c. eficiente. En la acción de ésta, en cuanto
orientada a un objetivo, se enlazan estos dos sentidos del fin: porque el
objeto intentado por el agente no eXIstirá hasta que haya acabado el
proceso de su actuación; inversamente, la acción del agente sólo se
desencadenará cuando eXIsta un objeto al cual se oriente.
Hay, pues, una polaridad, o mejor diríamos una tensión entre fin y
agente: el fin, en cuanto pre-tensión o intención del agente, mueve a éste
a obrar, y en tal sentido lo determina e influye en él (fin-c.); el fin,
en cuanto término de la operación, propiamente no determina al agente (es
un fin-efecto). El primero es verdadera c., pero no el segundo, a no ser
que el agente lo intente o pretenda formalmente. Este doble aspecto del
fin explica mejor la causalidad final, que actúa atrayendo al agente y
determinando y especificando su acción. Para ello, es condición
imprescindible que el fin sea previamente conocido de alguna manera,
aunque no basta ese conocimiento; se requiere, además, la apetibilidad del
fin y la real apetición del agente, que, una vez conocida la bondad del
fin, se siente atraído por ella, la apetece y comienza a actuar para
realizarla o para obtenerla. Observemos, por último, que se precisa un
conocimiento del fin en cuanto fin y una ordenación de los medios más
adecuados para llegar a él; es decir, se precisa un conocimiento
intelectual. Pero no todos los agentes conocen intelectualmente; de ahí
que haya diferentes modos de tender al fin: a) formalmente, cuando el
agente es racional y, por conocer la razón de fin, se dirige por sí mismo
a su realización; b) materialmente, cuando el agente sólo conoce, por los
sentidos, el objeto que le atrae, pero sin captarlo bajo la formalidad de
fin (es el caso de los animales irracionales); c) ejecutivamente, cuando
el agente carece de todo conocimiento, como sucede con los vegetales y
minerales; en los dos últimos casos. el fin es conocido por aquel ser que
ha dado su peculiar -naturaleza a los agentes.
El fin puede presentarse bajo múltiples aspectos: 1) En el orden de
la intención (en cuanto causa final): fin objetivo, aquello que se apetece
(finis qui o cuius gratia); fin subjetivo,, el sujeto para el cual se
apetece (finis cui); fin formal, aquello en lo que se alcanza lo apetecido
(finis quo). El fin objetivo, a su vez, puede ser último, si no se ordena
a ningún otro (ya sea absolutamente, ya sea relativamente o en un orden
determinado), y no-último, si se ordena a otro (no debe confundirse con el
puro medio, el cual no es apetecido por sí mismo). 2) En el orden de la
ejecución (considerando el fin en cuanto efecto): fin de la obra, aquello
a lo que tiende la obra, por su propia naturaleza (finis operis) y fin del
operante, lo que el agente se propone al obrar (finis operantis), que
puede no coincidir con el anterior; el fin del operante siempre es efecto
formal de la c. final, mientras que el fin de la obra únicamente lo es
cuando coincide con el del operante (v. t. FIN).
5. La causa ejemplar. En la producción del efecto no influyen
solamente el agente y el fin como c. extrínsecas, sino también otro
principio exterior, denominado c. ejemplar. La noción y el nombre son de
origen platónico; efectivamente, Platón (v.) llama arquetipos (y también
paradigmas) a las Ideas del cosmos noetós, de las que las cosas sensibles
son copias, imágenes, participaciones. De los muchos sentidos en que se ha
empleado el término (que, por otra parte, cada vez es menos usado), hoy
parece subsistir únicamente la idea general y vaga de un modelo: ejemplar
o forma que el agente intelectual se propone y sigue en la realización de
una obra. De ahí la definición de c. ejemplar: «aquello a cuya imitación
obra el agente». El ejemplar (que recibe también los nombres de idea,
ideal, plan o plano, tipo, esquema, forma, etc.) puede ser exterior o
interior, pero sólo el interior ejerce propiamente la causalidad ejemplar,
que consiste en el ser-imitado y produce una semejanza no casual ni
natural, sino intentada, pretendida. Ello preexige, por parte del agente,
el conocimiento actual de la idea ejemplar, que debe ser interiorizada en
su aspecto objetivo, y que equivale al efecto mismo en cuanto conocido con
un conocimiento práctico, orientado a la acción. Así entendido, el
ejemplar es verdadera c., puesto que influye verdaderamente en el ser del
efecto, aunque su influencia no es existencial, sino esencial, formal,
especificativa (a ella puede reducirse la influencia de los objetos
formales sobre sus potencias respectivas).
En cuanto a la naturaleza de la c. ejemplar: unos la reducen a la c.
eficiente (Suárez, Escoto, etc.); otros, a la final; otros, los más
numerosos, a la formal, denominándola «formal-extrínseca». Pero no faltan
quienes rechacen esta reductibilidad (así, De Régnon, De Finance, etc.):
no puede reducirse a la c. material, que es determinada y pasiva, porque
la ejemplar es determinante y activa; ni a la final, ya que ésta dice
relación al apetito; tampoco a la eficiente, que ejerce su causalidad
mediante la acción, a diferencia de la c. ejemplar, que actúa por
conocimiento, por especificación; finalmente, no puede reducirse a la c.
formal, que es intrínseca y obra comunicándose a la materia, en tanto que
la c. ejemplar es extrínseca y no se comunica, sino que su modo de
actuación consiste en ser participada de manera enteramente ideal. Parece,
pues, que la c. ejemplar constituye un quinto género de c., distinto por
completo de los otros cuatro, sin que ello obste para que tenga especial
afinidad con la c. final y con la formal: con la primera, por su carácter
tendencial, intencional, ya que ambas constituyen para el agente una meta,
un objetivo a alcanzar; con la segunda, porque ambas especifican al
efecto, determinan su taleidad. En el fondo, quizá pueda conciliarse esta
postura con la de aquellos que afirman que la c. ejemplar es
formal-extrínseca: la c. ejemplar se sitúa en el mismo plano que la
formal, aunque una y otra ejercen de diversa manera su causalidad.
Podríamos ver aquí como un desdoblamiento de la Idea platónica: la c.
ejemplar sería la Idea en cuanto separada; la c. formal sería la Idea en
cuanto principio interno del ser.
6. La forma y la causa formal. Las causas intrínsecas son la materia
y la forma. De los múltiples aspectos que ofrece la forma (v.), sólo nos
interesa aquí aquel bajo el cual se presenta como c. Puede definirse como
«el acto que determina y especifica de manera intrínseca a la materia»
(más ampliamente, por forma se entiende todo principio real de
determinación). En el orden físico, cabe distinguir la forma sustancial,
que es el acto de la materia prima, y la forma accidental, que es el acto
de la materia segunda; en el orden metafísico, es forma todo acto
metafísico que se recibe en una potencia.
La forma es verdadera c., ya que ejerce una influencia real sobre el
ser del efecto; dicha influencia consiste en comunicarse a la materia,
especificando al compuesto; trátase de una unión efectiva, que recibe el
nombre de información. La causalidad de la forma puede considerarse en dos
planos: en el orden de la entidad, la forma recibe el ser de la existencia
y limita a ésta. En el orden de la esencia (que no puede confundirse con
la forma), da el ser a la materia, o mejor, hace a la materia ser en acto,
la actualiza, aunque recibe de ella la singularización. Pero la forma no
es un ser en acto, aunque sea acto; es solamente un principio o
coprincipio del ser; en cuanto acto de la esencia, es principio de
perfección. Por lo dicho se advierte que la forma dice una doble relación:
al compuesto (especificándolo y determinándolo) y a la materia
(actualizándola). Para que la forma ejerza su causalidad, se precisan
condiciones: considerada en sí misma, la forma debe preceder en cuanto
principio de existencia; con respecto a otras c., debe darse aproximación
a la materia y concurso del agente.
La forma tiene unos efectos que no son todos del mismo orden o
rango: el efecto adecuado y último es el compuesto, pudiendo considerarse
este efecto como primario (la forma misma en cuanto comunicada a la
materia) o como secundario (la expulsión de otra forma). Aunque hay
tratadistas que entienden por efecto formal primario el compuesto
sustancial, y por efecto formal secundario el compuesto accidental de
:sujeto y accidentes. Los efectos inadecuados son: dar existencia a la
materia, expulsar la forma anterior y causar la generación. La causalidad
de la forma, tal como acaba de indicarse, sólo se ejerce, juntamente con
la de la materia, en los seres corpóreos (V. HILEMORFISMO; ESTRUCTURA;
ESENCIA-EXISTENCIA).
7. La materia y la causa material. La materia (v.), considerada en
cuanto c., es el «sujeto o sustrato permanente del cual y en el cual se
hace algo». Juntamente con la forma, es co-principio esencial del efecto.
Ampliando la definición dada, puede considerarse como materia cualquier
principio real de determinabilidad, cualquier potencia. Así se nos revela
la oposición que hay entre materia y forma. La materia es pura potencia,
principio de potencialidad y de singularidad, sujeto de la forma y, por lo
mismo, relativa a ella. Pero es una verdadera c., puesto que influye
verdaderamente en el ser del compuesto.
La causalidad de la materia consiste en la comunicación de su misma
(y mínima) entidad, comunicación que tiene dos vertientes: uniéndose a la
forma, la materia individualiza el ser del compuesto resultante de ambas;
además, de ella se educe la forma, que es recibida en y sustentada por la
materia. Para ejercer esta causalidad, que podemos considerar también como
un concurso pasivo del que depende el acto o forma (ya sea en el ser, ya
en la información), han de cumplirse ciertas condiciones: debe existir la
materia, aunque en el caso de la materia prima no se requiere su
preexistencia, puesto que dicha materia sólo existe por la forma; se
requiere también el concurso de otras c., de las que la c. material
depende en su causación; por último, en lo que concierne al efecto, se
precisa la debida proporción entre la potencia y el acto y la aproximación
de la materia a la forma; cuando se trata de la c. material de los
accidentes (materia segunda), se requiere su preexistencia, ya que primero
es la sustancia como existente en sí misma, y luego como receptora y
sustentadora de accidentes.
A la materia, como c. o principio, deben adscribirse los siguientes
efectos: a) la composición; b) la forma, que no puede existir sin la
materia (en el caso de las formas educidas) o, por lo menos, no puede
informar sin ella (cuando se trata de formas creadas); c) la generación
(v.), que, por ser una transmutación, no puede darse sin la materia, que
es su sujeto. Debe advertirse que la materia es una c. intrínseca respecto
del todo, y no únicamente respecto de la forma. Conviene distinguir entre
materia prima (el primer principio absolutamente determinable por el que
un ser se constituye como individuo en el seno de una especie), y materia
segunda (el ser compuesto de materia y forma sustancial, y susceptible de
nuevas formas accidentales); desde otro punto de vista, materia ex qua
(aquella de la que consta el compuesto y de la que se educe la forma) o
materia in qua (aquella en la que la forma solamente inhiere, sin haber
sido educida de ella) (v. HILEMORFISMO; ESTRUCTURA; INDIVIDUACIÓN).
8. El instrumento y la causa instrumental. Una de las más
importantes divisiones de la c. eficiente es la que distingue entre
principal e instrumental; esta última puede definirse: «aquella causa que
no obra por su virtud o forma propia, sino en cuanto movida por otra (la
principal)». En la c. instrumental o instrumento existe una doble virtud:
a) la instrumental, que le corresponde formalmente en cuanto c., y que le
es comunicada o impresa por la c. principal; el instrumento la posee de
manera transitoria y en acto, cuando es utilizado por el agente principal;
b) la propia, que le conviene materialmente y deriva de su misma,
naturaleza; es permanente y puede poseerla también en potencia. Un
análisis objetivo descubre en la c. instrumental, o mejor, en su
causalidad, los siguientes elementos, en congruencia con la doble virtud
que se acaba de señalar: 1) Una moción o impulso procedente del agente
principal, por la que éste utiliza o aplica el instrumento de manera
adecuada a la realización de su proyecto; el conjunto de mociones de este
tipo constituye la intencionalidad de la c. principal, intencionalidad que
no pasa a la c. instrumental. De ahí que resulte impropio afirmar que el
instrumento participa de la causalidad del agente principal; de ahí
también que no pueda calificarse de estrictamente instrumental la moción
de las c. segundas por la C. Primera. 2) Una acción derivada de la
naturaleza propia del instrumento; por esta acción se limita la causalidad
de la c. principal. Por lo dicho se comprende que la razón formal o
naturaleza propia del instrumento consiste en ser un movens niotum, un
motor movido.
El instrumento puede ser: 1) por el efecto natural, artificial o
sobrenatural; 2) por su unión con la c. principal, unido o separado.
Comparando la c. instrumental con la principal, se descubren entre ellas
unas relaciones: la especificidad del instrumento, que está determinado en
cuanto instrumento pero permanece indeterminado en cuanto a la operación;
la comunidad de acción, que procede toda ella, aunque no totalmente, del
instrumento; en cambio, a la c. principal debe atribuirse toda la acción,
y totalmente; de ahí que el efecto se asemeje a la c. principal, y no a la
instrumental. Debe observarse, por último, que un mismo agente puede ser a
la vez, aunque bajo diversos aspectos, c. principal e instrumental, lo
cual pone de relieve la subordinación esencial de las c.
9. El principio de causalidad. La objetividad del concepto de c.,
pieza clave de la Metafísica, se condensa en el principio (v.) de
causalidad, que, si bien tiene alcance universal (con carácter analógico),
se aplica especialmente a las c. eficiente y final. La historia de la
formulación del principio se esbozó, en algunos de sus pasos, al tratar de
la c. eficiente (v. 3). La reanudamos ahora para aludir a varios errores
acerca del mismo. El nominalismo (v.) lo declara incognoscible (Ockham,
Nicolás de Ultricuria y Pedro de Ailly); en el empirismo (v.), Hume (v.)
lo formula así: «todo lo que comienza a existir debe tener una causa de su
existencia», y le niega toda validez; según Hume, nunca se comprueba una
conexión necesaria y universal entre sujeto y predicado en ese juicio, y
en la idea de «lo que comienza a eXIstir» nunca se descubre la idea de c.;
esta idea sería, según él, fruto de un hábito engendrado en nosotros por
la constancia de las sucesiones de fenómenos que percibimos. Siguen a Hume
en esto Stuart Mill (v.), el positivismo (v.) decimonónico y los
neoposítivistas (v.). En cambio, Kant (v.) reduce el principio a un
«juicio sintético a priori», haciéndolo depender por completo de una
«forma a priori» del entendimiento. Para Bergson (v.) la necesidad del
principio de causalidad sería meramente subjetiva y pragmática. Algunos
científicos de principios del s. XX desconfiaron también del valor del
principio, pensando que no tenía aplicación en la física atómica, pues
confundían el llamado principio de indeterminación de Heisenberg, que es
sólo indeterminación de algunos conocimientos de datos, con una
indeterminación en la realidad (V. PROBABILIDAD 4).
Sin embargo, la existencia y acción real de las causas, y la
objetividad del principio de causalidad, se reconocen como evidentes por
el conocimiento espontáneo ordinario de todos los hombres, la mayoría de
los filósofos y pensadores y todos los científicos en general. El
principio se puede formular de varias maneras, según la perspectiva que se
adopte (el efecto, el movimiento, el comienzo existencial, la
contingencia, la estructura real del ser, la participación, la actividad,
etc.). Como más universales y radicalmente ontológicas, proponemos estas
fórmulas: todo ser particular, o ser finito. es un ser causado; todo ser
compuesto tiene una causa. El principio de causalidad no es un juicio a
priori ni algo que el entendimiento ponga al conocer la realidad, es algo
que el entendimiento descubre en la realidad misma, que es dado por ella.
Su valor indubitable puede ponerse de relieve de diferentes modos: 1)
Negativamente, mostrando la inconsistencia de las posturas que lo niegan;
sólo aludiremos a la de Hume, que resume las demás; su argumentación da
por supuesta la causalidad, porque si este concepto procede en nosotros de
un hábito, producido por la constante sucesión de fenómenos, se está
admitiendo que esa sucesión es c. del hábito, que a su vez es c. de
nuestro concepto de causalidad; respecto a las teorías científicas del
átomo ya hemos dicho que se mueven en un plano diferente al de la
causalidad. 2) Positivamente, manifestando la naturaleza misma del
principio. Es un juicio directamente evidente con sólo captar el sentido
obvio de sus términos, p. ej., en las fórmulas dadas arriba; cualquier ser
de nuestra experiencia inmediata es particular, hay otros muchos seres o
entes, cada uno de ellos no es el todo de ser, y está en conexión con los
demás; es limitado y causado por otros; es imposible que un ente sea causa
de su limitación. También, lo que deviene, o cambia, o lo hace por sí
mismo o por otro (c.); lo primero es imposible, pues en tal caso sería y
no sería (se daría lo que recibe, y, por tanto, sería ya lo que deviene).
Asimismo, la composición requiere pluralidad de elementos, y éstos no
pueden unirse por sí mismos, requieren una c. de su unión. En definitiva,
tenemos una experiencia inmediata de la causalidad exterior, como la
tenemos del movimiento o cambio, y una experiencia privilegiada de la
causalidad eficiente y final en la libertad humana (libertad no se opone a
causalidad: acto libre no se opone a acto causado).
Consideraciones parecidas podrían hacerse acerca del principio de
finalidad, negado por el mecanicismo (v.) antiguo o moderno, como el de
los atomistas (v.), algunos cartesianos (v.) y algunos evolucionistas (v.
EVOLUCIÓN IV). Que todo agente obra por un fin se advierte al considerar
que la c. eficiente debe estar determinada para obrar, pues de lo
contrario no actuaría; y no puede tampoco confundirse la c. eficiente con
la final, ésta mueve a aquélla (V. t. TELEOLOGÍA).
BIBL.: Manuales generales de
Filosofía, Metafísica y Cosmología. Más en concreto: P. B. GRENET,
Ontología, Barcelona 1965, 230-269; R. P. PHILLIPS, Moderna filosofía
tomista, 2 vols., Madrid 1964; P. DESCOQS, lnstitutiones metaphysicae
generalis, 1, París 1925; L. DE RAEYMAEKER, Filosofía del ser. Ensayo de
síntesis metafísica, Madrid 1956; A. GONZÁLEZ ÁLVAREZ, Tratado de
Metafísica. Ontología, Madrid 1961; A. MARC, Dialéctica de la Afirmación.
Ensayo de metafísica refleXIVa, Madrid 1964; J. DE FIN ANCE, Connaissance
de I'étre. Traité d'Ontologie, París-Brujas 1966; T. DE RÉGNON, La
métaphysique des causes d'aprés St. Thomas et Albert le Grand, 2 ed. París
1908; P. GARIN, Le probléme de la causalité et saint Thomas. d'Aquin,
París 1958; C. FABRO, Participation et causalité selon saint Thomas
d'Aquin, Lovaina-París 1961; J. GEYSER, Das Gesetz von der Ursache, Munich
1933; C. GIACON, La causalité nel razionalismo moderno, Milán-Roma 1954;
P. JANET, Les Causes finales, París 1876; G. GIRARDI, Metafísica della
causa esemplare in S. Tommaso d'Aquino, SEI, 1954; J. C. CALARAN, Causal
Realism: An essay on philosophical method and the foundations of knowledge,
Nueva York-Londres 1985.
S. CABALLERO SÁNCHEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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