CUERPO MÍSTICO
1. Introducción. El C. M. es una solidaridad activa de los hombres entre
sí y con Dios, que se alcanza a través de Cristo. Los hombres son ya
solidarios entre sí por su natural: todos tienen el mismo origen, porque
vienen del mismo Padre; todos tienen comunidad de naturaleza, porque
pertenecen al mismo grado ontológico del ser; todos tienen destino común,
Dios; y todos están en posesión de una contextura hecha para la sociedad y
para la convivencia. Y también son solidarios con Dios, que es su creador,
su conservador y su fin. Por esta razón de superioridad divina y de
dependencia suya, están obligados a rendirle culto y a vivir según sus
indicaciones. Esto es la religatio, el segundo lazo de unión, el que se
tiende de abajo arriba, en debida respuesta al que primero se tendió de
arriba abajo; es la religión (v.). En esta solidaridad no aparece todavía
Cristo.
Pero el hombre no vivió a tenor de las exigencias religiosas. Cayó
y, tras la caída, vino la promesa de rehabilitación. Aquí empieza la
vuelta al Padre a través de Cristo. Estamos ya en el origen del C. M. o de
la solidaridad de los hombres entre sí y con Dios, basada en la gracia que
viene del Redentor (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 2). El decreto del
Padre, en virtud del cual iba a ser redimido el hombre, comienza a surtir
efecto inmediatamente después de la promesa rehabilitadora. Y en ese
momento la realidad trascendente del C. M. empieza ya a ser historia. Los
hitos que jalonan esta historia son: la promesa de rehabilitación (Gen
3,15), que da origen a la primera etapa de la historia de la salvación; la
plenitud de los tiempos (Gal 4,4) o la venida del Salvador al mundo, con
la que empieza la segunda; y la plenitud de Cristo (Eph 4,13), que
constituye la etapa tercera. Son las etapas de la preparación o de la
figura, de la escatología iniciada o de la Iglesia peregrina, y de la
escatología consumada (cfr. Lumen gentium, 2; V. SALVACIÓN II Y III;
ALIANZA (Religión) II; ESCATOLOGÍA II y III).
2. Origen de la fórmula. No tienen el mismo origen los dos términos
que componen la fórmula Cuerpo Místico. El término cuerpo es de origen
paulino, y el apóstol lo utiliza profusamente en sus cartas (v. I). El
calificativo místico aparece tardíamente en la tradición después de un
proceso semántico laborioso. En la S. E. se expresa de muchas maneras la
solidaridad de que hablamos. Unas veces, con palabras claras y directas,
como en la oración sacerdotal y en el sermón de la promesa de la
Eucaristía (lo 6,56; 17,2123). Otras, manifestando su contenido con
metáforas y figuras, como la del redil, el campo, la casa, la familia, el
templo, la esposa, el reino (cfr. Lumen gentium, 56). Y, principalmente,
con las de cuerpo y pueblo. S. Pablo utiliza esta última, desentrañándola,
explicándola y aplicándola con minuciosidad.
La calificación de místico que la Teología y el Magisterio dan hoy a
este cuerpo no aparece hasta mediados del s. XIII. El cuerpo de que habla
S. Pablo no tiene coincidencia cabal con ninguna de las dos clases de
cuerpos conocidos, ni con los físicos ni con los sociales. Coincide en
mucho y difiere en mucho también. Y, ante la imposibilidad de encasillarlo
con ninguno de ellos, optan los Padres por hacer de él una tercera
categoría, llamándolo de muchas maneras: cuerpo total de Cristo, cuerpo
pleno de Cristo, cuerpo universal, cuerpo sagrado, cuerpo eclesiástico,
cuerpo intelectual, cuerpo inteligible, cuerpo espiritual (cfr. H. De
Lubac, Corpus mysticum, París 1949, 1417). La adjetivación de místico se
utiliza ya en el s. XII, pero dando al adjetivo un sentido lógico e
indicando que el cuerpo real de la Eucaristía (v.) significa el cuerpo que
es la Iglesia. Místico es, pues, igual que significado. Guillermo de
Auxerre une a mediados del s. XIII los dos términos, dando al adjetivo
sentido y contenido real (cfr. E. Sauras, El Cuerpo Místico de Cristo,
Madrid 1956, 124126). Pocos años después, aplicando S. Tomás a la
Eucaristía su doctrina general sobre la eficacia de los Sacramentos, hace
la afirmación, ya clásica, de que «la unidad del Cuerpo Místico es efecto
de la Eucaristía» (Sum. Th. 3 q73 a3).
No tarda el Magisterio en hacer suya la fórmula empleada por
Guillermo de Auxerre. Y así, apenas 50 años más tarde, la utiliza
Bonifacio VIII en la bula Unam Sanctam (Denz. 468). La unión de los dos
términos es ya común en la Teología, en la Pastoral y en el Magisterio. Su
uso es tema de discusión en el Vaticano 1, cuando se trataba de
estructurar el esquema De Ecclesia a base de la idea de C. M. (cfr. Mansi
51,75 l), y en la primera mitad de este siglo cuando se confrontan las dos
figuras de la Iglesia, C. M. y Pueblo de Dios (cfr. M. D. Koster,
Ekklesiologie im Weden, Paderborn 1940). La enc. Mystici corporis de Pío
XII y la Const. Lumen gentium del Vaticano II en su n° 7 consagran
definitivamente la fórmula ya tradicional.
3. Síntesis doctrinal. El C. M. es un cuerpo social, con
características propias que no permiten encuadrarlo solamente entre los
sociales. Por eso forma categoría aparte. Como los sociales, es un cuerpo
que conserva la personalidad y la independencia de cada uno de sus
miembros, porque los principios que lo unifican son externos a la persona
de cada uno de sus componentes. Los miembros de este cuerpo se unifican en
unos elementos que hay fuera de ellos: el fundador, la autoridad que lo
rige, los ritos, los símbolos, el fin común al que concurren, etc. Pero a
todos estos principios se añade en este caso otro principio unificador que
es interno; principio que actúa en toda la contextura social y en cada una
de sus partes. Es un principio que sobrepuja a todos los principios
unificadores del cuerpo social y aun del físico, un principio
sobrenatural. Es el Espíritu Santo (v.), que siendo uno y el mismo
numéricamente, llena y une a toda la Iglesia.
El C. M., por tanto, tiene dos valoraciones distintas que no se
excluyen, sino que se complementan. Es una comunidad de vida sobrenatural
y misteriosa; y una comunidad social con características visibles y
elementos que la estructuran externamente y que le sirven de puntos de
unión y de convergencia. La S. E. representa esta comunidad con dos
imágenes que polarizan cada una estas dos clases de notas: la del cuerpo y
la del pueblo. Son dos imágenes que no se oponen sino que se complementan,
dándonos base para apreciar bien las dos dimensiones que tiene esta
institución divina: la dimensión vital e interna, simbolizada en el
cuerpo; y la dimensión histórica y social, simbolizada en el pueblo (v.
IGLESIA III).
La Const. Lumen gentium advierte bien esta doble caracterización. Su
primer capítulo está dedicado a la Iglesia como misterio de vida
trinitaria (no 24) y de vida cristiana (no 7). Luego dedica el segundo a
la Iglesia como Pueblo de Dios, «nuevo Israel... al que dotó de los medios
apropiados de unión visible y social... a fin de que fuera para todos y
cada uno el sacramento visible de la unidad salvadora» (n° 9). En
conformidad con estás dos notas características del C. M., se encuentran
en él dos clases de instituciones, ambas de origen divino. Unas son
externas y visibles: la Jerarquía eclesiástica (v.), el régimen, los
Sacramentos (v.). Otras, internas e invisibles: la gracia (v.), los dones
del Espíritu Santo, las virtudes (v.), el propio Espíritu Santo (v.) que
anima y vivifica a la Iglesia. Y junto a ellas, una serie de instituciones
de origen humano, que se han ido añadiendo en el transcurso de los tiempos
para facilitar el último logro que es la comunicación de la vida de Cristo
a los hombres.
Es necesario tener todo esto presente a la hora de emitir un juicio
o de proyectar pastoralmente la doctrina del C. M.; porque se corre el
peligro de disociar la Iglesia del Derecho, de la Iglesia de la caridad,
peligro al que sale al paso Pío XII con estas palabras: «sueñan con una
Iglesia ideal a la manera de una sociedad alimentada y formada por la
caridad, a la que no sin desdén oponen otra que llaman jurídica» (Alystici
corporis: AAS 35,1943,224). Y también el de no subordinar debidamente las
tres clases de elementos que se han recordado: los que santifican
internamente, que son la gracia, las virtudes y los dones; los de origen
divino que santifican ministerialmente; y los que son de origen
eclesiástico solamente. Hay que evitar que en la pastoral seidentifique el
C. M. con la unión de los hombres en torno a elementos adjetivos, dejando
ausentes o en la penumbra los sustanciales. Hacer esto sería subvertir los
valores y sofisticar la institución. El C. M. no es sólo una asamblea
reunida en torno a una mesa, o en un local como el templo, o sometida a
una disciplina como la parroquial, o realizando un acto litúrgico
comunitario. El C. M. es todo esto y cada una de estas cosas siempre que
lleven dentro la unidad interna, la comunidad de vida divina, y sean
exponente de que se tiene esta unidad.
4. Análisis doctrinal. El C. M. es un cuerpo orgánico y organizado.
S. Pablo habla de su cabeza, de sus miembros, de sus ministerios, de su
vida, del principio unificador de todo esto. La cabeza es Cristo hombre.
Los miembros, todos los redimidos, quienes de una manera u otra reciben el
influjo sobrenatural de la cabeza. El Espíritu Santo es el principio que
unifica y anima a todos los miembros y a todos los ministerios.
La Cabeza. La cabeza del C. M. es Cristo, y lo es por su gracia
capital o redentora. Con ello queda dicho que se trata de una capitalidad
en el orden sobrenatural de la gracia. Cualquiera otra, aunque se dé, está
desplazada aquí. El término cabeza y la dignidad capital tienen muchas
traducciones. La cabeza implica primacía, principalidad, plenitud,
gobierno, comunicación de vida. Y en todos estos sentidos se aplica a
Cristo. Él es el fin de toda la creación, y el fin tiene en el orden
intencional características primaciales (Col 1,1520; Eph 1,2022). Tiene
también la capitalidad de perfección, puesto que plugo al Padre que en Él
habitase toda la plenitud (Col 1,19). Y tiene la primacía o capitalidad de
gobierno, porque le fue dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt
28,18). Ninguna de estas capitalidades, con ser importantes, es la que le
hace cabeza del C. M. La del C. M. es la capitalidad de influjo vital, en
virtud de la cual de Cristo desciende a los hombres el elemento
sobrenatural izad or que llamamos gracia. Porque, análogamente a lo que
sucede con nuestra cabeza, de la que descienden a los miembros la
sensibilidad y el movimiento, de Cristo descienden a los redimidos la
capacidad perceptiva de lo divino, que llamamos fe, y también el
movimiento divino de la caridad (S. Tomás, Sum. Th. 3 q69 a5). O, como
dice S. Juan: «Le vimos lleno de gracia y de verdad... y de su plenitud
recibimos todos» (lo 1,1416).
Esta comunicación de la vida divina de la cabeza a los miembros se
realiza por obra y gracia del misterio redentor o del misterio pascual del
Señor. Su pascua fue el paso de la vida a la muerte y de la muerte a la
nueva vida de resucitado. S. Pablo dice que murió por nuestros pecados y
resucitó para nuestra justificación (Rom 4,25). Y así lo enseñan la
Teología, cuando habla de la eficacia de la muerte y de la resurrección (Sum.
Th. 3 q50 a6; q56 al2), y el magisterio del Vaticano II (Lumen gentium,
7). El misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado, tiene vivencia en
el misterio pascual de los miembros, que les hace pasar de la vida de
pecado a la muerte del mismo, y de la muerte de éste a la nueva vida de la
gracia (Lumen gentium, 7). Así se refleja en los incorporados la fisonomía
espiritual de la cabeza, como recuerda S. Pablo a los fieles de Galacia:
«Hasta que vea a Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19). El influjo
capital aparece en las etapas de preparación y en las de vivificación,
como luego vamos a ver. Y, cuado se trata ya de vivificar, la cabeza lo
hace normalmente a través de los sacramentos; de modo particular, a través
del Bautismo y de la Eucaristía (Lumen gentium, 7; Sum. Th. 3 q73 a3).
La gracia capital tiene tres notas destacadas. Con ella Cristo se
hace sacerdote, profeta y rey (Sum. Th. 3 q22 al 3m). Como sacerdote
ofrece sacrificio al Padre, restituyéndole así el honor compensador de la
ofensa que comporta todo pecado. Y lo ofrece también dando al acto
sacrificial valor propiciatorio, a fin de hacer desaparecer lo que el
pecado tiene de mal moral nuestro. Su sacrificio es de latría o de honor
tributado al Padre. Y de propiciación o de gracia, merecida para nosotros.
La acción capital del Señor es también de profeta o maestro. El hombre,
además de necesitar la gracia para su alma, necesita la verdad para su
entendimiento. Las dos cosas le vienen de Cristocabeza: la gracia,
mediante el sacrificio; la verdad, mediante la palabra. Y Cristo es
también rey. Advirtió que Su reino no es de este mundo. No le interesan
las cosas de aquí sólo por lo que ellas son. Le interesan para
santificarlas y para vivir de ellas santificándolas. De manera especial le
interesa dominar la inteligencia, la voluntad y el corazón del hombre (Pío
XI, enc. Quas primas), porque el suyo es un reino «de verdad y de vida, de
santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz» (Prefacio de Cristo
Rey).
Los miembros. A este cuerpo, del que Cristo Redentor es cabeza,
pertenecen de derecho todos los redimidos sin excepción. De hecho, y en
alguna medida, también todos los hombres. La cabeza es Cristo Redentor,
pero la redención (v.) tiene dos etapas. La primera, que es la redención
hecha. La segunda, la redención aplicada. La primera la cubrió Él solo y
la consumó con su muerte y su resurrección. Con ello ganó la gracia y la
vida para todos. Así aparece en el paralelismo de oposición que entre los
dos Adanes establece el apóstol (Rom 5,12 ss.).
La redención es universal. Todos los hombres tienen, pues, derecho a
la incorporación; a una gracia que reproduzca en ellos el misterio pascual
del Señor; a una gracia que les haga sacerdotes, para ofrecer y ofrecerse
como hostias agradables y espirituales (1 Pet 2,5), profetas para anunciar
con la palabra o con el testimonio de una vida santa las virtudes de quien
nos trasladó de las tinieblas a la luz admirable (1 Pet 2,9), y reyes para
que no se dejen dominar por las cosas, sino que las dominen,
conduciéndolas y caminando con ellas, mediante una auténtica consagración
de las mismas, hasta la cima de la santidad (Lumen gentium, 41).
Pero este derecho no se convierte siempre en hecho. Hace falta
aplicar esta redención, y aplicarla ya no es obra de la cabeza en
solitario. Se hace en equipo, formado por Cristo y por nosotros. De hecho,
todos reciben algo del Redentor; y de hecho, no todos colaboran con Él de
igual manera. También es cierto que, aunque todos reciben algo, no todos
reciben lo mismo. Todos los hombres, aun los más alejados, reciben alguna
gracia. El Magisterio lo enseña cuando condena esta proposición
jansenista: «Los paganos, los judíos, los herejes y otros así no reciben
de Cristo ningún influjo; de donde se infiere que su voluntad está
completamente desnuda e inerme» (Denz. 1295). La Teología ya había
enseñado que, por lo menos, todos reciben de Dios el impulso necesario
para realizar los actos éticamente buenos. Y este impulso implica en la
intención divina el orden a la salvación, porque el primer agente nunca
prescinde del último fin, y el único fin último en la providencia actual
es precisamente la salvación. De ahí que, por esta ordenación divina al
fin sobrenatural, los actos éticamente buenos se conviertan en verdaderas
disposiciones para el Evangelio (Lumen gentium, 16; S. Tomás, In I Sent.
d46, ql, al).
Los infieles reciben de Cristocabeza menos gracia que los que ya
tienen fe, aunque no tengan caridad. La fe (v.) es ya una entrega del
entendimiento y de la voluntad a Aquel a quien se cree y en quien se cree.
En este caso el entendimiento se rinde a la luz, pero como ésta no es
suficiente, es la voluntad la que le mueve a rendirse, por lo bien
dispuesta que está hacia quien le enseña y a lo que enseña. Esta entrega
personal no es plena todavía. La buena disposición de la voluntad no es
igual que el amor, y hace falta llegar al amor para que la entrega sea
plena. Por eso la fe, aunque sea un valor' cristiano positivo, no llega
por sí sola a justificar. La fe une a Cristo, pero no justifica. El mayor
influjo lo reciben quienes tienen fe y viven en caridad. La caridad (v.),
amistad sobrenatural, tiene un valor transformante. Toda amistad se basa
en la comunicación de algún bien; en este caso, en la comunicación del
bien divino. Además, condición del amor es la inhaesio, el estar en (Sum.
Th. 12 q28 a2). Por ello, la caridad de los cristianos hace que sea
realidad el deseo del Señor: «que ellos estén en mí y yo en ellos» (lo
17,2024).
María tiene relaciones especiales con Cristo y con los cristianos.
Cuanto tiene lo ha recibido en previsión de la obra redentora del Hijo.
Por sus méritos recibió la gracia de la divina maternidad, que la hacía
digna madre suya; la de la maternidad espiritual, que la hacía su asociada
y nuestra madre; y la de la filiación adoptiva. Por ello es a la vez madre
del Redentor, madre de la Iglesia que somos nosotros, y miembro de la
misma (V. MARÍA II, 2, 6 y 7).
Carácter orgánico del Cuerpo Místico. El resultado de la unión entre
Cristo y los redimidos no es una masa amorfa. El C. M. tiene organización,
hecha a base de tres clases de gracias, las santificantes, las
carismáticas y las ministeriales. En los infieles y en los fieles que no
suman a la fe la caridad, no hay gracias intrínsecamente santificantes.
Tienen sólo las que con más o menos proximidad preparan para alcanzarlas.
Los que las tienen, vivan en la tierra, en el purgatorio o en el cielo, no
están sujetos a un igualitarismo horizontal y democrático. Los justos de
la tierra tienen una gracia (v.) santificarte que, por ser semilla, en
frase de S. Juan (1 lo 3,9), está sujeta a desarrollo. Los autores
espirituales han esquematizado de muchas maneras los diversos grados de la
vida espiritual; hablan de las tres etapas de incipientes, adelantados y
perfectos (V. VÍAS, DE LA VIDA INTERIOR; MÍSTICA II, l), es clásica la
esquematización teresiana de las moradas. De los bienaventurados sabemos
que ocupan mansiones diferentes en al casa del Padre celestial; y el
Magisterio enseña que cada cual recibe en el cielo (v.) el grado de gloria
que corresponde a los méritos contraídos aquí (Denz. 693,842).
Las gracias carismáticas (v. CARISMA) no se organizan a base de una
presión interna que las lance al desarrollo. Más bien se distribuyen y se
organizan al dictado de las necesidades comunes del Pueblo de Dios. Las
ministeriales se resumen en los cuatro estamentos que son de derecho e
institución divina. La Iglesia tiene una organización jerárquica con
cuatro grados: los laicos (v.), los presbíteros (v.), los obispos (v.), y
el Papa (v.). Y con tres poderes: el de orden, distribuido gradualmente
entre los obispos, los presbíteros y los diáconos; y los de jurisdicción y
magisterio, distribuidos entre los obispos y el Papa.
El alma del Cuerpo Místico. Cuando los Padres relacionan al Espíritu
Santo con el C. M., lo llaman agua, rocío, viento, grosura, germen (cfr.
Sauras, o. c. 124). Y alma. S. Agustín fue quien primero utilizó este
término (PL 38,1232), que luego la Teología y la Pastoral han seguido
utilizando, hasta quedar definitivamente consagrado en la enc. Mystici
corporis y en la Const. Lumen gentium. El alma es la forma sustancial del
cuerpo, le da el ser, lo vivifica, lo unifica y lo mueve. La S. E., la
Tradición y el Magisterio atribuyen al Espíritu estas tres últimas
funciones. No informa, pero sí vivifica, unifica y mueve los diversos
miembros y estamentos y ministerios del C. M. Por eso, puede llamársele
alma del mismo.
V. t.: COMUNIÓN DE LOS SANTOS; CULTO III; CISMA I; ESPÍRITU SANTO;
GRACIA SOBRENATURAL; IGLESIA II, 2 y III, 26; REDENCIÓN; SALVACIÓN III;
CIELO III, 2; APOSTOLADO 1.
E. SAURAS GARCÍA.
BIBL.: Magisterio: Const. Pastor aeternus (Vaticano I, AAS 6) y Lumen gentium (Vaticano II, AAS 57); enc. Mystici corporis de Pío XII (AAS 35) y Divinum illud de León XIII (AAS 29). Autores: A. BANDERA, La Iglesia, misterio de comunión, Salamanca 1965; 1. M. BOVER, La teología de San Pablo, Madrid 1956; E. BOYLAN, É1 Cuerpo Místico, Madrid 1956; L. CERFAUX, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959; Y. CONGAR, Ensayo sobre el misterio de la Iglesia, Barcelona 1959; 1. HAMER, La Iglesia esCUERVO, RUFINO JOSÉ CUESTIÓN SOCIALuna comunión, Barcelona 1965; CH. JOURNET, Teología de la Iglesia, Bilbao 1960; F. IURGENSMEYER, El Cuerpo Místico de Cristo, Buenos Aires 1954; M. PHILIPON, Visión nueva de la Iglesia, Bilbao 1967; E. SAURAS, El Cuerpo Místico de Cristo, Madrid 1956; íD, Comentario al tratado de la Suma sobre la Eucaristía, en Suma bilingüe, vol. XIII, BAC, Madrid 1957; VARIOS, Comentarios a la Constituci n sobre la Iglesia, BAC, Madrid 1966; E. MERSCH, La théolog:e du corps mystique, París 1946; E. MURA, Le corps mystique du Christ, París 1934; CH, HÉRIS, II misterio ili Cristo, Brescia 1938; H. DE LUBAC, Corpus mysticum, París 1949; M. DE LA TAILLE, Mysterlum fidei, París 1931; S. TROMP, Corpus Christi quod est Ecclesia, Roma 193760; A. PIOLANTI, Il Corpo Místico e le sue relazioni con 1'Eucaristia in S. Alberto Magno, Roma 1969
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991