1. Originalidad del culto cristiano. «Dijo Jesús: Créeme, mujer: viene la
hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén adoraréis al Padre ...
Viene la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al
Padre en espíritu y en verdad; tales son los que quiere el Padre como
adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran, deben adorarlo en
espíritu y en verdad» (lo 4,21-24). Estas palabras de Jesús a la
samaritana muestran el c. cristiano como algo radicalmente nuevo, en
relación con el c. pagano y con el c. judío. ¿En qué consiste tal novedad?
a. Culto religioso natural. Se puede definir el c. religioso como el
conjunto de actos por los cuales el hombre, tanto individual como
colectivamente, intenta expresar las relaciones que debe tener para con
Dios. El c. procede de una disposición permanente, llamada virtud de la
religión (v.), pero propiamente consiste en los actos que manifiestan tal
disposición, es decir en la manifestación exterior de los sentimientos de
veneración, amor, temor, desagravio, agradecimiento, etc., que el hombre
alimenta en relación con la Divinidad. El fin del c. es dar gloria a Dios
por medio del reconocimiento de su grandeza y de la obediencia humana. Las
principales manifestaciones del c. son la oración (v.), los gestos (v.) y
actitudes de adoración, las ofrendas (v.) y sacrificios (v.). No conviene
insistir en la división entre c. interior y c. exterior, puesto que, por
un lado, el rito externo sólo tiene valor si procede de una actitud
verdadera del alma, y, por otro, pertenece a la misma naturaleza del c. la
expresión exterior (V. RITO). La historia de las religiones muestra que en
todos los pueblos se ha dado y se da el fenómeno del c. religioso, pero al
mismo tiempo, sin dejar de reconocer sus valores, nos hace patentes las
desviaciones que incesantemente le amenazan, entre ellas el peligro del
ritualismo, es decir, la disociación entre el gesto externo y la
disposición interior (v. i).
b. Culto judaico. El pueblo judío tenía conciencia de haber sido
elegido por Dios para una finalidad cultual: ser testigo de Dios en medio
de las naciones a través del servicio del c. Para ello, Dios mismo, de un
modo progresivo, dispuso las leyes precisas que regulaban el ejercicio del
c. El centro de este c. estaba constituido por cl arca de la alianza,
símbolo de la presencia de Dios entre su pueblo. David la estableció en
Jerusalén (2 Sam 6), donde más tarde Salomón edificó el Templo (1 Reg 6),
el cual se convertiría en el único lugar de c. sacrificial (V. TEMPLO II).
El c. judaico, junto a sus elementos revelados, posee todos los elementos
típicos del c. religioso natural. Más tarde, el c. sinagogal, constituido
por lecturas, cantos y oraciones, completó la liturgia del Templo (V.
JUDAÍSMO II; SINAGOGA).
El c. judaico, a pesar de las semejanzas con el c. natural, posee
una característica original: toma su significación de los hechos de la
historia de la salvación, de modo que los principales actos de c. del
pueblo escogido estaban destinados a conmemorar los acontecimientos del
pasado, con el fin de actualizar la fe del pueblo en la presencia operante
de Dios y de estimular su esperanza en orden al cumplimiento futuro de las
promesas divinas. Dos peligros lo acechaban continuamente: el
particularismo nacional y el formalismo ritual, que ponían en cuestión la
finalidad esencial del c. de Israel. Contra ambas desviaciones
reaccionaron duramente los profetas (v.), quienes recordaban
constantemente al pueblo de Israel su vocación universal y la necesidad de
vivificar los actos exteriores de c. con una fidelidad auténtica a la
Alianza (cfr. Am 5; Is 1; Ier 7; v. ALIANZA [RELIGIÓN] II). Ezequiel (v.),
p. ej., anunció la ruina del Templo de Jerusalén, profanado por la
idolatría, y describió proféticamente el nuevo Templo de la Nueva Alianza,
que sería el centro cultual del pueblo fiel (Ez 40-48).
c. Culto cristiano. Este nuevo Templo de la Alianzz Nueva no es otro
que el Cuerpo de Cristo (cfr. lo 2,19 ss.) Jesús representa el fin del c.
antiguo. El c. figurativo de la antigua Ley halla en la persona y la obra
de Cristo su cumplimiento perfecto y su superación definitiva. Jesús
cumple las prescripciones cultuales de la antigua Ley penetrándolas de un
espíritu nuevo. Pero Jesús instituye un c. nuevo al realizar el sacrificio
perfecto de la Nueva Alianza con su muerte expiatoria en la cruz. «Si la
sangre de los machos cabríos y de los bueyes y la ceniza de la ternera
aspergida santifica a los contaminados y los purifica en la carne, ¡cuánto
más la sangre de Cristo, que en virtud de su espíritu eterno se ofreció a
sí mismo inmaculado a Dios, purificará nuestra conciencia de obras
muertas, para que podamos dar culto al Dios vivo! » (Heb 9,11-14).
El n° 5 de la Const. Sacrosanctum Concilium del Conc. Vaticano II se
sitúa en la misma perspectiva: «La humanidad de Cristo, unida a la Persona
del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto, en Cristo se
realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del c.
divino. Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de
Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la
antigua alianza, Cristo la realizó principalmente por el Misterio
Pascual». El c. nuevo inaugurado por Cristo es espiritual, porque consiste
esencialmente en la oblación interna de amor y obediencia realizada por El
en la cruz, infinitamente agradable al Padre, pero no en el sentido de que
no tenga una manifestación externa. El acto cruento de la muerte en cruz
fue el signo eficaz de su entrega amorosa al Padre, y fue necesariamente
un acto exterior y sensible (v. REDENCIóN; PASCUA I). El c. de los
cristianos es también de índole espiritual, porque consiste en la fe y
caridad, con que se adhieren a la persona y a la obra de Cristo, pero
posee también una manifestación exterior, siendo la principal el conjunto
de signos litúrgicos (v. SACRAMENTOS), que significan y producen el
contenido salvífico de la obra de Cristo. «Con razón se considera la
liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los
signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la
santificación del hombre; y así, el Cuerpo Místico de Jesucristo, es
decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (Const.
Sacr. Conc. 7).
El análisis más detallado de las principales características del c.
litúrgico cristiano nos hará descubrir con mayor profundidad su
originalidad específica. Tales características se determinan a base de la
unión de aspectos aparentemente antitéticos.
2. Caracteres del culto litúrgico cristiano. Recordemos que nos
referimos únicamente al c. litúrgico, es decir, al que el Código de
Derecho Canónico denomina público, en el can. 1.256: «El culto se llama
público, si se tributa en nombre de la Iglesia por personas legítimamente
constituidas al efecto y mediante actos, que por institución de la Iglesia
están reservados exclusivamente para honrar a Dios, a los Santos y a los
Beatos; en caso contrario, se denomina culto privado». Las características
fundamentales del c. litúrgico cristiano pueden reducirse a las cuatro
siguientes:
a. Espiritual y sensible. Hemos visto que Jesús define el c.
auténtico como un c. «en espíritu y en verdad». Ello no significa que esté
desligado por completo de los ritos (v.) externos, sino que no se puede
dar sin la infusión del Espíritu Santo (v.), animador del c. de Cristo y
de los cristianos. Dice Y. Congar (El misterio del templo, Barcelona 1964,
163 ss.): «El orden servil del c. consistía en una prestación legal de
cosas; el orden filial del c., incluso en cuanto implica el uso de
realidades externas -las de nuestra liturgia-, consiste principalmente en
el movimiento de amor y obediencia por el que los hijos se ordenan según
la voluntad amorosa de su Padre... La cualidad espiritual del régimen
cultual cristiano no le adviene de una espiritualización de un c. literal,
exterior y material, que hubiera perdido tales caracteres; le adviene por
proceder del don propio de los tiempos mesiánicos, el Espíritu Santo. Es
este don, precisamente, el que brotó del nuevo Templo, del costado de
Jesús y de su Pasión como glorificación. Sacrificios espirituales, Templo
espiritual: son tales esencialmente, en el Nuevo Testamento, no porque los
fieles o los Apóstoles hayan participado en un movimiento más o menos
general de espiritualización de las nociones en cuestión, sino porque
todas esas cosas están vinculadas al Espíritu Santo, don propio de los
tiempos mesiánicos».
Por institución del mismo Cristo, el contenido espiritual de su acto
perfecto de c., que se realizó en el sacrificio de la cruz, es susceptible
de reactualización a través del rito exterior de la Cena (v.) del Señor
(v. EUCARISTÍA; Lc 22,19 ss.). La Iglesia, consciente del mandato de
Cristo, desde los primeros tiempos ha sido fiel al carácter espiritual y
sensible de su c., es decir, a la cualidad sacramental del mismo (v.
IGLESIA I, 2). Y así, las reuniones cultuales de los cristianos estuvieron
acompañadas desde el principio de la fracción del pan (Act 2,42). Para
participar en la Eucaristía es necesario haber sido agregado a la Iglesia
por el rito del Bautismo (v.), prescrito por el mismo Jesucristo (Mt
28,19) como condición de la vida nueva (lo 3,5) y realizado por los
Apóstoles desde el mismo día de Pentecostés (Act 3,38-41). También desde
el principio, los Apóstoles utilizaron el gesto de la imposición de las
manos para comunicar el Espíritu a los bautizados (Act 8,15 ss.; v.
CONFIRMACIóN). A esos ritos fundamentales (v. SACRAMENTOS), poco a poco
fueron añadiéndose otras ceremonias y prácticas cultuales, que con el
tiempo constituyeron el rico complejo litúrgico de la Iglesia (v.
LITURGIA. Uno de los autores que ha estudiado mejor el carácter
esencialmente sacramental del c. cristiano ha sido Dom Odo Casel (v.),
quien forjó la expresión «misterio del culto» para designar la acción
ritual de la Iglesia. Según él, a través del «misterio del culto», es
decir, a través de acciones que nosotros realizamos y Cristo realiza en
nosotros, de un modo al mismo tiempo material-visible y
espiritual-invisible participamos de las acciones redentoras de Cristo, de
manera que, por medio del símbolo (v. SIMBOLISMO RELIGIOSO iii), imitamos
la misma vida de Cristo, ya que en los misterios litúrgicos se nos hacen
presentes aquellas mismas acciones que Cristo obró en la tierra para el c.
de Dios y la salvación de los hombres.
b. Personal y comunitario. Lo que se acaba de decir señala otra
característica esencial del c. litúrgico: es un c. personal y comunitario
a la vez. Y ello, en un doble sentido. Es personal, porque es, ante todo y
sobre todo, la obra del mismo Cristo, quien a través de las acciones
litúrgicas continúa su actividad cultual y santificadora. Es comunitario
(eclesial), porque la prolongación de la obra de Cristo se realiza a
través de la comunidad de los creyentes, que es la Iglesia. Y esta Iglesia
realiza la actividad cultual que Cristo le atribuye no de un modo
impersonal, sino participando activamente, sea a través de los ministros o
sacerdotes, sea a través de la reunión de los fieles, que deben participar
cada uno en la acción cultual de modo interior y personal.
Como dice la Const. Sacrosanctum Concilium (nl> 7), «para realizar
una obra tan grande Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo
en la acción litúrgica». La presencia de Cristo asegura el carácter
personal del c. cristiano. La doctrina del Vaticano 11 invita a considerar
diversos modos de la presencia de Cristo en la Iglesia a través de la
liturgia. Pueden describirse brevemente así: 1) Presencia sacramental. Es
la más intensa. Pero ella misma tiene diversos grados de intensidad. Así,
en la celebración eucarística alcanza su máximo al sustraer totalmente los
elementos o especies de pan y de vino de su modo natural de existencia,
para convertirlos en signos del Cuerpo y la Sangre de Cristo, presente
real y sustancialmente bajo esas especies. En otros sacramentos la
eficiencia de Cristo se realiza diversamente por medio de signos diversos,
que siempre son gestos cuya significación viene precisada por las palabras
que los acompañan (v. SACRAMENTOS). 2) Presencia de Cristo en su Palabra.
Es un modo de presencia plenamente revalorizado por la doctrina conciliar:
«Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada
Escritura, es Él quien habla» (Sacr. Conc. 7) (v. PALABRA DE DIOS II-III;
HOMILÉTICA; PREDICACIÓN). 3) Presencia de Cristo en sus ministros. En las
funciones litúrgicas los ministros jerárquicos actúan plenamente in
persona Christi, son instrumentos de Cristo. En la liturgia, los diversos
ministros, cada uno en su rango respectivo, aseguran una presencia activa
de Cristo, y con Él la de todo su Cuerpo místico, la de la Iglesia. En las
acciones propiamente sacramentales el ministro casi desaparece para
convertirse en otro Cristo (V. OBISPO; PRESBÍTERO; DIÁCONO; SACERDOCIO v).
4) Presencia en los fieles. La Const. Sacrosanctum Concilium acude a las
palabras de Cristo: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí
estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,10), para justificar este modo especial
de presencia de Cristo en la asamblea (v.) litúrgica. Porque si hay cierta
presencia de Cristo en cualquier reunión de cristianos, ella alcanza su
plenitud en la reunión cultual litúrgica, en la que el Cuerpo de Cristo
aparece con mayor significación. Para que esa presencia de Cristo alcance
su mayor eficacia en cada uno de los fieles, éstos deben participar en los
actos de c. de modo personal (cfr. Sacr. Conc. 14; VA. PARTICIPACIÓN IV).
Todo lo dicho muestra que el c. litúrgico cristiano supera la noción
de culto social. El aspecto principal del c. litúrgico no es que sea
social, sino personal de Cristo. En este sentido, puede decirse que la
liturgia, antes de ser acción de la Iglesia hacia Dios, es acción de
Cristo hacia la Iglesia, y asimismo puede afirmarse también que la Iglesia
se constituye por la liturgia, y es ésta la explicación de su naturaleza
esencialmente cultual y santificadora. La liturgia (v.) es,
inseparablemente, «obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la
Iglesia», pero toda la eficacia la recibe de la actuación personal de
Cristo, que provoca y sostiene la acción personal de los cristianos y la
conjunta de toda la Iglesia.
c. Glorificador de Dios y santificador de los hombres. El c.
litúrgico cristiano, como todo c. religioso, tiene el fin principal de dar
gloria a Dios, pero no agota con ello sus propias finalidades. Al mismo
tiempo, produce la santificación profunda del hombre. Hay una razón de
tipo natural para comprenderlo: la virtud de la religión (v.), por la que
se tributa honra a Dios, constituye un bien perfectivo del hombre. Y la
misma gloria de Dios es, en definitiva, como decía S. Ireneo, «el hombre
viviente». El c. cristiano lleva a la perfección esa cualidad del c.
natural, y la supera, ya que es en virtud de la obra de Cristo,
indisolublemente glorificadora del Padre y santificadora de los hombres,
como el c. cristiano realiza la perfecta glorificación de Dios y la
transformación radical de los hombres de pecadores en santos, de enemigos
de Dios en hijos suyos.
Conviene subrayar que el movimiento de glorificación de Dios sigue,
en todo momento, la dinámica trinitaria, propia de toda la obra de
salvación. Esta dinámica puede expresarse así: «Todo bien nos viene del
Padre, por medio de su Hijo encarnado Jesucristo, en la presencia en
nosotros del Espíritu Santo, y así, es en la presencia del Espíritu Santo,
por medio del Hijo encarnado Jesucristo, como todo debe retornar al Padre
y alcanzar su fin, la Santísima Trinidad» (C. Vagaggini, o. c. en bibl.
124). El movimiento santificador de los hombres se realiza también en un
sentido cristológico-trinitario, y posee diversos instrumentos: la Palabra
de Dios, proclamada en la liturgia, tiene un poder de santificación
inherente a ella misma; los ritos sacramentales confieren la gracia de
Dios a los hombres; de un modo eminente la Eucaristía realiza el doble
movimiento de la liturgia: es sacrificio ofrecido a Dios y acto supremo
del c. de adoración, pero al mismo tiempo es por excelencia el don de Dios
a los hombres, de modo que «el acto más desinteresado del c., el más
teocéntrico, el sacrificio de alabanza, es al mismo tiempo el acto por el
que recibimos de Dios la fuente de toda gracia» (A. G. Martimort, o. c. en
bibl. 233).
Conviene advertir que la santificación ofrecida por el c. litúrgico
es una realidad objetiva, pero no constituye una acción mágica. El fiel
debe realizar un esfuerzo interior, personal y subjetivo, para el cual
también la liturgia le presta su ayuda, al excitar, iluminar y desarrollar
su fe, su esperanza y su caridad. Digamos, por último, que los dos
movimientos del c. cristiano, el glorificador de Dios y el santificador de
los hombres, están subordinados: la santificación es, en último término,
con mirás al c., ya que la salvación en Cristo, fruto de su c. hacia el
Padre, tiene su término en la glorificación celeste del Padre, supremo fin
de toda la obra de Cristo y de la Iglesia.
d. Terreno y celestial. Lo que acaba de decirse lleva a considerar
una última característica del c. litúrgico cris. tiano, que también se
expresa por medio de una paradoja: la liturgia es terrena y celestial al
mismo tiempo, es del mundo presente y posee una tensión escatológica. Los
signos (v.) litúrgicos están tomados de las realidades más ordinarias y
normales de la vida terrena de los hombres, pero están cargados de un peso
de eternidad, en cuanto nos comunican las riquezas de la salvación, cuyo
fin último es la gloria del cielo.
Bastarán dos citas del Conc. Vaticano 11 para ilustrar esta idea.
«En la liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella liturgia
celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual
nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado en la diestra de
Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (cfr. Apc
21,2; Col 3,1; Heb 8,2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el
ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener
parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro
Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos
manifestemos también gloriosos con Él (cfr. Pliilp 3,20; Col 3,4)» (Const.
Sacr. Conc. 8). «La más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial
tiene lugar cuando (especialmente en la sagrada liturgia, en la cual `la
virtud del Espíritu Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos
sacramentales') celebramos juntos con gozo común las alabanzas de la
Divina Majestad, y todos, de cualquier tribu, lengua, pueblo y nación,
redimidos por la sangre de Cristo (cfr. Apc 5,9) y congregados en una sola
Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza a Dios Uno y Trino.
Así, pues, al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos
unimos al culto de la Iglesia celestial, entrando en comunión y venerando
la memoria, primeramente, de la gloriosa siempre Virgen María, la de su
esposo S. José y la de los santos apóstoles, mártires y todos los santos»
(Const. Lumen gentium, 50).
3. Clases de culto. Desde el punto de vista del término objetivo del
mismo, dice el can. 1.255 del Código de Derecho Canónico: «A la Santísima
Trinidad, a cada una de sus Personas, a Nuestro Señor Jesucristo, aun bajo
las especies sacramentales, se les debe el culto de latría; a la
Bienaventurada Virgen María le es debido el de hiperdulía, y el de dulía a
los demás que reinan con Cristo en el cielo». Según eso, el c. llamado
absoluto, es decir, que se dirige inmediatamente a las personas
merecedoras del mismo, se divide en tres grandes clases: a) el de latría o
adoración (v.), exclusivo de Dios; b) el de hiperdulía o veneración
especial, propio de la Virgen María (v.), y c) el de dulía o veneración
simple, dirigido a los demás santos y beatos (v. in).
El párrafo segundo del mismo canon habla también de un c. relativo,
es decir, dirigido a cosas que tienen relación con las personas a quienes
en último término se dirige el c. Se divide en las mismas clases que el
absoluto. Los objetos merecedores de c. relativo son, sobre todo, las
reliquias (v.) y las imágenes (v.). Pero también se puede hablar de culto
o veneración tributado a todas las personas, lugares y objetos que tienen
relación directa con el c. divino. El mismo CIC da normas que regulan el
c. tributado a las iglesias (can. 1.161-1.187; (v. TEMPLO III), altares
(can. 1.197-1.202; v.), cementerios (can. 1.205-1.214: v.), etc. Mención
especial merece el c. debido a la Eucaristía como sacramento permanente;
sobre este aspecto del c. litúrgico existen en la tradición de la Iglesia
y en su Magisterio diversas leyes sobre todo en lo que se refiere al
sagrario (v.) y a su seguridad y colocación en lugar digno, a la
Exposición (v.) de la santísima Eucaristía, a las procesiones eucarísticas
y a los congresos eucarísticos (V. EUCARISTÍA II, C y III-V) (cfr.
Instrucción Eucharisticum mysterium de la S. C. de Ritos, del 25 mayo
1967).
V. t.:LITURGIA I; SACRAMENTOS; RELIGIÓN III-1V; CONSAGRACIÓN 11;
PIEDAD 11; ORACIÓN 1I-III; SACRIFICIO 11-IV; RITO; GESTOS Y ACTITUDES
LITÚRGICOS; AÑO LITÚRGICO; CALENDARIO II; SIGNO IV; SIMBOLISMO RELIGIOSO
III; SAGRADO Y PROFANO: etc.
BIBL.: A. G. MARTIMORT, La
Iglesia en oración, 2 ed. Barcelona 1967; H. A. P. SCHMIDT. Introductio in
Liturgiam Occidentalem, Roma-Friburgo-Barcelona 1960; fD, La Constitución
sobre la sagrada Liturgia, Barcelona 1967; C. VAGAGGINI, El sentido
teológico de la Liturgia, Madrid 1959; A. HAMMAN, La oración, Barcelona
1967; M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia, 3 ed. Madrid 1969; O. CASEL,
El misterio del culto cristiano, San Sebastián 1953; Y. M. CONGAR, El
misterio del templo, Barcelona 1964; J. LÉCUYER, Réflexions sur la
théologie du culte selon St. Thomas, «Rev. Thomiste» (1955, II) 339-362;
J. FRISQUE, Composantes du «culte» chrétien selon Vatican II, «Paroisse et
Liturgie» 1966 (n° 6) 603-611.
JUAN LLOPIS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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