DOLOR
Naturaleza y problemática.
Descubrir y dar sentido exacto a la huella de Dios creador en el d. y
sufrimiento humanos es uno de los problemas teológicos más difíciles en
numerosas ocasiones. El d., uno de tantos denominadores comunes de la
humanidad, es una realidad terrible y un arma de dos filos; acerca a
Dios, pero también puede alejar de Dios y manifestarse como un gran
escándalo.
El problema del d. obsesiona en modo angustioso la conciencia de
la humanidad; es algo que siempre ha preocupado a los individuos, a la
sociedad y a la civilización. «Son cada día más numerosos, dice el Conc.
Vaticano 11, los que se plantean o los que acometen con nueva
penetración las cuestiones más fundamentales: ¿qué es el hombre?, ¿cuál
es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos
progresos hechos, subsisten todavía?» (Gaudium et spes, 10). Es lógica,
además, la insistencia con que la humanidad se replantea un problema tan
antiguo como ella misma: la conciencia y miedo al d. son hoy más agudos
que en tiempos pasados, debido al gran contraste entre las posibilidades
de felicidad que ofrece la civilización moderna y los de entonces;
cuanto mayor sea el esfuerzo por superar la realidad ineludible del d.,
tanto más crecerá la toma de conciencia de aquél.
Sin embargo, es lamentable que la sociedad actual trate de ocultar
y escamotear la magnitud del d., que se cierne sobre ella, por motivos
diferentes: hipocresía, puritanismo, vergüenza o porque no quiere
reconocer sus múltiples limitaciones. El d. es una de las
manifestaciones más oscuras y misteriosas que siempre aguardará una
respuesta difícil, y de manera especial cuando irrumpe y se ceba en el
inocente. No cabe duda sobre la verdad y exactitud de esta observación
del Concilio: «Son muchísimos los que, tarados en su vida por el
materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de
este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen
tiempo para considerarlo» (Gaudium et spes, 10).
El d., en sus múltiples manifestaciones, será siempre un
antagonista de la vida, la cual abarca y comprende todo el hombre: lo
espiritual y lo corporal; pero este antagonismo es algo extraño e
impuesto desde fuera, y también por este motivo el hombre se pregunta
por el origen y sentido del d., cuya respuesta no puede iniciarse desde
una postura de huida cobarde, sino desde una aceptación paciente de
nuestra existencia real y concreta.
Origen teológico del dolor. «Los hombres esperan de las diversas
religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana,
que hoy como ayer conmueven íntimamente su corazón..., ¿cuál es el
origen y el fin del dolor?» (Vaticano II, Nostra aetate, 1). Un conato
de explicación, que encontramos en la S. E. acerca de las causas del d.
físico y moral que afecta a toda la humanidad, se halla en el relato
yahwista de Gen 3. No cabe duda que resulta posible y ortodoxa la
existencia del d. en la naturaleza humana en cualquier estado del hombre
viador; pero el d. fue experimentado como penoso y aflictivo cuando el
hombre no quiso aceptar su limitación y finitud.
En la S. E. (v. III) una de las respuestas válidas y más radicales
ante el d. es la renuncia del hombre a su propia mismidad y a la
plenitud de su propio ser. A Job, que invocaba el origen divino y
amoroso de su existencia para ser liberado del mal que lo afligía, le
responde Dios que precisamente por eso debe creer que el mal que le
aflige es realmente un bien, aunque su limitada inteligencia no alcance
a comprenderlo. En el N. T., Jesucristo exhorta constantemente a los
suyos a confiar en la providencia (v.) divina, no porque se vayan a ver
exentos del d. y sufrimiento, sino porque, reconociendo en ellos la
voluntad del Padre, podrán y deberán recibirlos como un don divino. El
mismo Cristo, en el momento de aceptar el cáliz de su Pasión, viene a
confirmarnos que es la voluntad de su Padre celestial quien así lo
desea.
«El hombre, escribe Rahner, no puede encontrar a Dios en la
elevación de su propia mismidad..., al Dios que agracia al pecador sin
méritos por parte del hombre y saca al hombre del círculo del impulso
natural de perfección llamándolo a la infinidad de su propia vida
divina...; la entrega al dolor sigue siendo la confesión óntica más
inequívoca de que el hombre, consciente de su impotencia frente al Dios
del perdón y de la elevación gratuita, espera de arriba su salvación y
no de sí mismo, y de que por eso puede y quiere sacrificar su yo
impotente para la salvación junto con sus valores» (Escritos de
Teología, 111, Madrid 1961, 187). El d., en su dimensión aflictiva, es
consecuencia de la falsa resolución que el hombre da al dilema con que
se enfrenta constantemente su libre albedrío: elegir entre la aceptación
de la amistad divina, de la cual recibe todo, y la afirmación de la
propia autosuficiencia. De hecho, el hombre se inclina por la segunda
alternativa, queriendo determinar por sí mismo el bien y el mal (Sum. Th.
2-2 8163 a2), y de este modo el sufrimiento, el d. y la muerte, plantean
el problema de cómo pueden darse juntas, en el único ser del hombre, la
absoluta disposición activa de sí mismo y la absoluta disposición pasiva
del hombre en la muerte (K. Rahner, o. c. 87).
Sentido y valor teológicos del dolor. «Por Cristo y en Cristo se
ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos
envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó
la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el
Espíritu: Abba, ¡Padre! » (Gaudium et spes, 10). «Cuando falta ese
fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana
sufre lesiones gravísimas (es lo que hoy con frecuencia sucede), y los
enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin
solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación» (ib.
21).
Frente al d. hay un punto de partida decisivo que determina todo
el comportamiento del hombre ante el mismo: abrirse o cerrarse a dicha
realidad. «Pero cuando el hombre, afirma Rahner, toma postura personal y
existencialmente ante la realidad mortal de su existencia, su postura no
puede consistir más que en un sí a esa realidad. Ya que la persona libre
sólo puede convertir el destino externo y necesario en acción personal y
libre afirmándolo» (o. c. 88). Refugiarse en el placer, en la candidez,
en un optimismo burgués o narcotizarse equivaldría a meter la cabeza
bajo el ala para no ver la realidad y capitular ante el d. Cuando el
hombre experimenta en el d. y sufrimiento su incapacidad de autoposesión
y disposición personal, sólo le queda elegir entre la desesperación y la
resignación; y esta última habrá que situarla, teológicamente hablando,
en una actitud existencial de fe (v.) y esperanza (v.) cristianas.
Una seria reflexión teológica y antropológica entresacada de la
Revelación, nos lleva de la mano a situar el d. en el punto neurálgico
de la vida de Cristo, la Cruz, y a considerar el d. como prueba y como
testimonio.
El dolor en la «economía» de la Cruz. El d. y el sufrimiento
humanos solamente pueden encontrar una razón de ser justificada en el d.
y sufrimiento libremente aceptados por Cristo, teniendo presente, al
mismo tiempo, la situación concreta del hombre caído y redimido. No
interesa investigar acerca de una economía humana en la que se hubiera
llevado a cabo la Redención (v.) sin sufrimiento y d., porque no se
llegaría nunca a conclusiones certeras sobre los posibles planes de Dios
(v. VOLUNTAD DE DIOS). Lo que interesa al hombre es establecer una
conclusión satisfactoria en orden al d. y sufrimiento en su situación
real. Y esta conclusión es la siguiente: «Dios no puede querer ni
siquiera permitir el d. del inocente, si no es en cuanto lo ve unido con
cualquier bien del que sufre» (M. Flick, Teología della Croce, «Gregorianum»
37,1956,8).
Las oscuridades inevitables de la crítica humana y el escándalo
del d. quedan desvanecidas en el Hombre-Dios; solamente Cristo,
unigénito y predilecto del Padre, puede esclarecer la paradoja del d.:
Dios Padre quiere simultáneamente para su Hijo el amor más grande y los
sufrimientos más atroces. Dios ama a Cristo sobre todas las cosas porque
en Él, por Él y para Él fueron creadas y le dio un nombre sobre todo
nombre; y Cristo reconoció en el d., libremente aceptado, un don divino
como camino que desembocaría en la victoria gloriosa y definitiva sobre
el pecado (v.) y la muerte (v.). Este sentido teleológico del
sufrimiento y del d., junto con su valor meritorio y expiatorio, es el
que debe descubrir el hombre en el misterio de la aniquilación humana,
experimentando interiormente que el amor de Dios es todavía más fuerte.
No es exacto considerar el d. como una desgracia natural, ni siquiera
como un castigo, cuando el hombre afirma y acepta sus limitaciones en la
voluntad divina trascendente. El sufrimiento y el d. en el hombre no son
más que «consecuencia y expresión de su existencia cristiana» y
manifestaciones y medios por los que va realizando su misma perfección.
Así como Cristo llega a plenitud por el d. (Heb 2,11; 5,8), del mismo
modo nosotros alcanzaremos la nuestra, porque «si con Él morimos,
también con Él viviremos. Si sufrimos con Él, con Él reinaremos» (2 Tim
2,11-12) (cfr. K. Rahner, o. c. 189 ss.).
El dolor como prueba y testimonio. El texto de Santiago Apóstol es
claro: «Bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque,
probado, recibirá la corona de la vida que Dios prometió a los que le
aman» (Iac 1,12). El d. es un estado de aflicción, y como ta, es
experimentado por un yo espiritual, perteneciente a un hombre viador
destinado a un fin último de salvación (v.) o condenación, que dependerá
del modo como haya aceptado su existencia terrenal. Además, no ha de
olvidarse que en el hecho del d. intervienen elementos opacos, fortuitos
y azarosos que pertenecen al misterio de Dios o providencia. Entendido
así el sufrimiento, pone a prueba la virtud básica del hombre, la fe
(v.), y exige a la persona que se afirme en su incapacidad radical
renunciando a la disponibilidad sobre sí misma.
La conducta del hombre no llegará a ser auténtica ni plenamente
cristiana, si en él no existe un acto que defina su posesión del mundo y
de la vida: la oblación. Es necesario un acto libre de la voluntad para
aceptar el d. y ponerlo al servicio de la transformación para una vida
nueva comulgando con los sufrimientos de Cristo (v. MORTIFICACIÓN). S.
Pablo expresó claramente el sentido que se ha de dar al d.: «Ahora me
alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que
falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia»
(Col 1,24); «os ruego, pues, hermanos por la misericordia de Dios, que
ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios: éste
es vuestro culto racional» (Rom 12,1); esta misma doctrina la resume el
Apóstol en la citada carta a los Romanos: «el Espíritu mismo da
testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos,
también herederos, herederos de Dios, coherederos con Cristo, supuesto
que padezcamos con Él para ser con Él glorificados» (Rom 8,17). No debe
entenderse lo anteriormente expuesto como si el d. fuera un beneficio
directo, puesto que son muchas las ocasiones en que el hombre se ve
abatido, tentado y paralizado por el sufrimiento. Por esta razón, es un
deber al mismo tiempo combatir el d. como Cristo hizo cuando se
inclinaba sobre la miseria del d. para consolar y curar. La conducta del
samaritano, en la parábola evangélica, es fiel reflejo de la respuesta
al llamamiento del d.: disponibilidad y amor caritativo.
V. t.: ALEGRÍA; BIENAVENTURANZAS; MAL II; PECADO IV.
F. CASADO BARROSO.
BIBL.: L. M. WEBER, Schmerz, en LTK 9,428-429; F. ROBERTIP. PALAZZINI, Dolor (problema del), en Diccionario de Teología Moral, Barcelona 1960; O. CASEL, Misterio de la Cruz, 2 ed. Madrid 1964; P. LAÍN ENTRALGO, Enfermedad y pecado, Barcelona 1961; A. ZACCHI, Il problema del dolore dinanzi all'intelligenza e al cuore, Roma 1944; E. ZOFFOLI, Problema e mistero del male, Turín-Roma 1960; A. TANQUEREY, La divinización del sufrimiento, Madrid 1962; E. LEEN, ¿Por qué la Cruz?, Madrid 1963.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991