1. Protohistoria. La historia de E., si hemos de dar a este término una
significación precisa, no se inicia hasta el 218 a. C. Comparada con la de
otros pueblos de la cuenca del Mediterráneo (Egipto, Grecia o Roma) es
ésta una fecha relativamente tardía sin duda. Pero son pocos los pueblos
del Occidente europeo que accedieron a la historia con anterioridad a esa
fecha. La razón de esta relativa precocidad histórica es fácilmente
comprensible. E., por su misma posición geográfica, es el punto extremo de
Europa; es el puente entre África y el mundo europeo; y, finalmente, a
ella conducían todos los caminos del Mediterráneo, del que constituía el
límite occidental y el non plus ultra de las tierras conocidas. Esta
condición geográfica, puente y límite final, prestó a la península Ibérica
una densidad histórica y una complejidad cultural raras veces superadas
por ningún otro país europeo (v. v).
2. Edad Antigua. Con el desembarco romano en Ampurias (218 a. C.) se
inicia la historia de E. Las victorias romanas de Baecula e hipa Magna,
seguidas de la ocupación de Cádiz, decidieron la incorporación definitiva
de E. al área de influencia romana.
La conquista de Hispania (206-19 a. C.). La fundación de Itálica
(202 a. C.; v.) por P. C. Escipión puso de manifiesto la voluntad de
permanencia de Roma en E. Puede afirmarse que desde el momento mismo de su
intervención en la Península los romanos tenían ya decidida su
incorporación al imperio que proyectaban crear. Hispania era una pieza
clave dentro de esta aventura exterior de Roma. El naciente capitalismo
romano debió de ver en E. un magnífico campo donde invertir los capitales
que la revolución social y económica estaba produciendo por esas mismas
fechas. Por otra parte, la abundancia de metales, de los que Italia
carecía, la posibilidad de controlar una de las zonas productoras de
cereales y, finalmente, la existencia de abundantes hombres, capaces de
ser utilizados en futuras conquistas debieron de ser razones de peso a la
hora de decidir la incorporación de Hispania a Roma.
La conquista de la Península por Roma no fue una operación fácil ni
menos aún de corta duración. Por los motivos que fuesen (tácticas
militares distintas, las condiciones geográficas y climáticas del país, su
extrema fragmentación política, el carácter de los hispanos, etc.), Roma
tardó casi dos siglos en conquistar Hispania y, en ocasiones, hubo de
emplearse a fondo en la empresa. Es posible destacar algunos episodios
bélicos dentro de esta larga y oscura lucha: 1) La guerra lusitana
(147-139 a. C.). 2) La guerra celtibérica y numantina (153-133). 3) La
guerra cántabra (29-19). La primera de ellas tuvo como causa remota la
necesidad por parte de Roma de ponerse a cubierto del nomadismo y de las
prácticas depredatorias de los lusitanos (v. LUSITANIA). Pero las medidas
exterminadoras adoptadas por el pretor Galba (v.) precipitaron los
acontecimientos. Los lusitanos, dirigidos por un caudillo de talla
excepcional, magníficamente dotado para la guerra, llamado Viriato (v.),
mantuvieron con éxito una guerra que parecía perdida. Viriato, dueño
virtual del valle del Guadalquivir y de La Mancha, llegó a ser reconocido
por el gobernador Serviliano como «rey y amigo del pueblo romano». Su
asesinato por soldados suyos pagados por el gobernador de la provincia
Hispania Ulterior, Q. S. Cepión, supuso el fin de la guerra.
La guerra celtibérica-numantina fue una de las más duras pruebas de
fuerza con que hubo de enfrentarse Roma en E. Hacia el 153 a. C., Segeda,
una ciudad celtíbera, violando los pactos firmados en tiempos de Sempronio
Graco, se estaba rodeando de nuevas murallas. Sus habitantes, ante la
amenaza romana, se refugiaron en el territorio de los arévacos. El cónsul
Nobilior, enviado para someterlos, fue derrotado cerca de Numancia (v.),
capital de los arévacos. Un ataque contra las murallas de la ciudad acabó
en un nuevo desastre. El ejército romano, obligado a invernar en la
Meseta, experimentó por vez primera los horribles inviernos de esta zona.
El nuevo general romano, Claudio Marcelo, firmó con los numantinos un
tratado de paz, que no fue reconocido por Roma. La guerra resurgiría «como
el incendio de un bosque, que apenas sofocado se enciende de nuevo»
(Polibio). La última de las humillaciones romanas fue la rendición del
cónsul Mancino con un ejército de 20.000 hombres. Decidida a acabar con
esta guerra humillante, Roma envió a Numancia al general más brillante del
momento, Escipión Emiliano, que había destruido Cartago años antes.
Después de elevar la moral del ejército, rodeó a Numancia de un cerco
insalvable, y esperó. Agotadas todas sus esperanzas de recibir ayuda del
exterior, los numantinos acabaron autodestruyéndose.
El episodio final de la conquista romana de Hispania lo constituye
la guerra cántabra (v.), que requirió la presencia del propio Octavio
Augusto (v.) y la habilidad de Agripa (v.) para su liquidación definitiva.
Después de una lucha desesperada y heroica, la zona norteña de la
Península fue incorporada a los dominios romanos.
La romanización de Hispania. Si la conquista había resultado
tremendamente difícil, la asimilación cultural de Hispania por Roma fue,
paradójicamente, un fenómeno que se llevó a cabo sin apenas resistencia
por parte de los indígenas. Éstos se dejaron ganar por la superior cultura
de Roma, aceptando las ideas y estilos de vida específicamente romanos. La
presencia prolongada en la Península de los ejércitos romanos, la creación
de centros itálicos y colonias, la concesión generosa de la ciudadanía
romana, la creación de una tupida red viaria, el comercio, la
participación de los indígenas como mercenarios en las guerras civiles de
Roma y la influencia benéfica de personalidades destacadas, como los
Escipiones (v.), Sertorio (v.) y César (v.), contribuyeron a transformar
rápidamente el panorama cultural, político, económico y vital de los
hispanos.
A efectos administrativos, Roma dividió la Península después de la
conquista en tres grandes provincias: Tarraconense (v.), Bética (v.) y
Lusitana (v.), subdivididas a su vez en distritos judiciales o conventos
jurídicos. Se desarrolló intensamente la vida urbana, se mejoraron las
técnicas de explotación agrícola y ganadera, se crearon industrias, se
fomentó un activo comercio con Roma y se activó la explotación de las
minas. El nivel cultural y político alcanzado por Hispania produjo pronto
una serie de primeras figuras que desempeñaron un papel de primer orden en
la vida política y cultural de Roma, como los Balbos, los Sénecas, Trajano
y Adriano.
La historia de estos largos siglos de pax romana que siguen al final
de la conquista no fue pródiga en acontecimientos destacables. Alguna que
otra sublevación, algunos procesos escandalosos de funcionarios romanos
acusados de corrupción administrativa, algunas confiscaciones discutibles
es todo lo que pudiera reseñarse de este periodo. Pero por encima de todas
las anécdotas, estos siglos constituyeron una época de trabajo, de
actividad, de lenta penetración de las ideas, de los modos de ser y de
vivir, de los gustos romanos. El resultado fue la casi total incorporación
de E. a la cultura romana. Este hecho ha marcado de forma profunda y
definitiva la historia posterior de E.
La crisis de la España romana. E. se vio sacudida por las mismas
convulsiones y amenazas que el resto del Imperio. La arqueología y las
fuentes historiográficas hablan de invasiones (la de los mauritanos en la
Bética, en el 171 d. C.; la de los francos y suevos en la Tarraconense, en
el 262 d. C.), destrucciones de ciudades y sublevaciones (como la de
Materno, en tiempos de Cómodo). Pero estos acontecimientos alteraron sólo
de forma transitoria la vida de la E. romana. El hecho definitivo, que
supuso la iniciación de toda una época de inestabilidad, fue la entrada en
la Península de la primera oleada de pueblos germánicos (v. BÁRBAROS,
PUEBLOS) en el 409. Dos años más tarde, . según cuenta el cronista Hidacio,
después de infinitos saqueos y destrucciones, los suevos (v.), vándalos
(v.) y alanos (v.) se repartieron por suertes las E. Con ellos se abre un
periodo de convulsiones que se prolonga durante todo el s. v y parte del
vi. Tras esta primera oleada germánica, en el 414 hicieron su aparición en
la Península los visigodos (v.). Venían dirigidos por su rey Ataúlfo,
sucesor del gran caudillo Alarico (v.). Valia, uno de sus inmediatos
sucesores, se puso al servicio del emperador Honorio y llevó a cabo una
serie de campañas contra los anteriores invasores. Los alanos y vándalos
silingos fueron casi exterminados por el ejército de Valia. De los que
invadieron la Península en el 409 sólo permanecerían en ella los suevos,
enquistados en la región del Miño, ya que los vándalos emigrarían al norte
de África en el 427.
El asentamiento de los visigodos en las Galias y en España
(418-507). Este servicio prestado al Imperio cambió por completo la
historia del pueblo visigodo. En el 418 Valía y el Imperio firmaron un
pacto por el cual los visigodos, hasta entonces un pueblo en marcha, sin
tierras propias, fue aceptado como federado al servicio de Roma,
recibiendo a cambio tierras donde asentarse. Las provincias galas de la
Narbonense y Aquitania Secunda fueron las regiones escogidas para el
asentamiento de los visigodos. Se discute cómo se produjo el reparto de
tierras entre bárbaros y provinciales romanos. Pero lo cierto es que a
partir de este momento puede hablarse ya de un reino visigodo, con centro
en Toulouse. La distinción con respecto al periodo inmediatamente
posterior es importante. Hasta el 507 el reino visigodo tolosano gravitó
sobre el sur de las Galias, se expandió por esta zona y participó en los
acontecimientos de este periodo turbulento. E. era sólo una zona marginal,
o, a lo sumo, un traspaís del que obtener recursos o donde realizar
asoladoras expediciones militares. A la muerte de Alarico 11, el hijo del
gran rey tolosano Eurico (v.), derrotado por los francos de Clodoveo (v.)
en Vouillé (507), E. se convirtió en el refugio de los visigodos, que
atravesaban uno de los peores momentos de su azarosa historia. La llegada
masiva de estos refugiados haría de la Península su lugar definitivo de
asentamiento.
España visigoda. Derrotados y en franca inferioridad numérica
respecto a los hispanorromanos, los visigodos se establecieron en
acantonamientos situados en zonas de valor estratégico o económico:
Navarra, La Rioja, la zona triguera de Tierra de Campos, Toledo, etc.
Ahora no venían como aliados de Roma (el Imperio había dejado de existir
en el 476). En consecuencia, se ha de suponer que su asentamiento se
realizó sin atenerse a normas jurídicas especiales, sino despojando
sencillamente de sus tierras a los habitantes de las zonas ocupadas. Su
emigración definitiva a E. se produjo sin excesivas alteraciones de la
paz. Es cierto que los años que siguen al 507 fueron extremadamente
turbulentos, preñados de asesinatos políticos (Gesaleico, Amalarico,
Teudis, Teudiselo), de sublevaciones, e, incluso, de intervenciones
extranjeras como la de los francos (v.), ostrogodos (v.) y bizantinos (v.
BIZANCIO t); pero estos acontecimientos fueron consecuencia, no del
asentamiento en sí, sino de la crisis política que siguió a la derrota del
507.
En el 554, con la subida al trono de Atanagildo (554567), se inicia
una época de relativa estabilidad, precursora de la madurez representada
por los reinados de Leovigildo y Recaredo 1. Leovigildo (573-586; v.) es
tal vez la figura más representativa de todo este periodo. Autoritario,
dotado de una inteligencia política nada común, trabajador infatigable, se
propuso restaurar la grandeza pasada de su pueblo. Su programa político
estuvo presidido por el signo de la unidad. Unidad territorial: recuperar
las tierras que Atanagildo entregara a los bizantinos en las zonas
levantina y hética; acabar con el caduco reino suevo y someter a los
vascones. Esta parte de su programa constituyó un éxito casi completo:
Galicia fue ocupada (584-585), los vascones fueron sometidos (581) y las
posesiones bizantinas sensiblemente recortadas. Unidad religiosa: arriano
convencido, aunque no tan fanático como se ha venido diciendo, creía que
la solidez interna de su reino estaba condicionada por la existencia de
una fe común a todos sus súbditos. Éste fue su gran fracaso, que salpicó a
su propia familia (recuérdese la anécdota protagonizada por su hijo
Hermenegildo, v.). Unidad legislativa: intentó poner fin a la absurda
duplicidad de leyes para visigodos e hispanorromanos. Si no lo consiguió
del todo, al menos logró acabar con una de las trabas legales que impedían
los matrimonios mixtos. Fue un gran paso hacia la unidad entre ambos
pueblos. La adopción de atributos regios y la acuñación de moneda con su
propia efigie fueron otras tantas manifestaciones del prestigio alcanzado
por la monarquía visigoda durante su reinado.
Recaredo 1 (586-601; v.) ha pasado a la historia como el rey que
logró la unidad religiosa de la E. Su conversión al catolicismo en el 111
Conc. de Toledo (589) significó la eliminación del principal obstáculo que
impedía la total fusión entre godos e hispanorromanos. El resto del
programa de Leovigildo fue cumpliéndose poco a poco: Suintila (621-631)
expulsó de E. a las últimas guarniciones bizantinas, y Recesvinto
(649-672) realizó la unidad jurídica de la E. visigoda con la publicación
del famoso Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo. Ahora bien, ¿hasta qué punto
puede hablarse de fusión de razas, de unidad espiritual dentro de la E.
visigoda? Todos los indicios parecen llevar a la conclusión de que tal
fusión, si la hubo, se realizó sólo a nivel de aristocracias,
permaneciendo ajena a ella la gran masa de la población hispana, según
señala Vicens Vives.
Los últimos años del Estado hispanovisigodo son enormemente
enmarañados y confusos. Sobre el telón de fondo de una crisis económica y
social de envergadura (devaluaciones, persecución de judíos, leyes
antimilitaristas), se desarrolla el drama de las luchas entre dos familias
reales, las de Chindasvinto y Wamba. Es la historia de una serie de
deposiciones y enfrentamientos suicidas que se verían dramáticamente
truncados por la intervención musulmana en el conflicto y la liquidación
definitiva en Guadalete (711) del reino visigodo. El hundimiento aparatoso
de la E. visigoda frente a unos miles de árabes y beréberes constituye uno
de los más grandes enigmas de la historia española. Con los visigodos se
cierra el periodo iniciado a raíz del desembarco romano en Ampurias. El
mundo antiguo acaba en E. de forma catastrófica. Sobre el recuerdo de los
visigodos (apéndice del mundo romano) se alzará un mundo nuevo, original,
marcado por la presencia estimulante o revulsiva de los musulmanes.
3. Edad Media. Los orígenes de la Reconquista. Tras la batalla del
río Guadalete (v.) se abre un nuevo periodo histórico. Puestos a elegir
una fecha que marque de forma distintiva el comienzo de la Edad Media
española, la de 711 es sin duda la más significativa. La facilidad con que
habían derrotado al ejército visigodo hizo cambiar los planes de los
musulmanes recién llegados. Los nuevos invasores venían como aliados de
los hijos de Vitiza contra D. Rodrigo (v.). Según los acuerdos firmados
por Muza (MUsá b. Nusayr) y los vitizanos, las tropas musulmanas debían
haber reembarcado al día siguiente de Guadalete. Sin embargo, no sólo no
cumplieron lo pactado, sino que emprendieron una rápida operación de
saqueo y conquista, a favor del desconcierto que siguió a la muerte de
Rodrigo, el último rey visigodo. En el plazo de unos cuantos años casi
toda la Península reconocía a sus nuevos dueños. Tan sólo un pequeño grupo
de nobles y dignatarios visigodos leales a D. Rodrigo, amparados en los
montes cantábricos y asturianos, y los siempre insumisos vascones, se
negaban a reconocer la legitimidad del nuevo poder llegado de África (v.
AL-ANDALUS).
La inesperada y mitificada victoria de Covadonga (722; v.) y el
fracaso musulmán por conquistar el sur de Francia (732) hicieron posible
la aparición de los dos primeros núcleos cristianos independientes:
Asturias y Navarra.
A fines del s. vill se les uniría el condado catalán o Marca
Hispánica (v.), como una avanzada fronteriza del Imperio carolingio.
La Reconquista occidental (722-1035). El vencedor en Covadonga había
sido un noble godo, llamado Pelayo (v.), al que los astures habían elegido
rey pocos años antes, fundando así la primera dinastía hispánica medieval.
Los primeros pasos de Asturias (V. ASTURIAS, REINO DE) se vieron
favorecidos por los problemas internos por los que atravesaba la E.
musulmana. En efecto, durante el reinado de Alfonso I, hijo del duque de
Cantabria y yerno de Pelayo, el reino asturiano se consolidó. Según nos
dicen las crónicas del s. ix, Alfonso I arrasó y despobló el valle del
Duero, levantando entre su reino y los musulmanes un espacio vacío que la
moderna historiografía acostumbra a denominar el «yermo estratégico». La
pacificación de la E. musulmana y la aparición en ella del llamado emirato
independiente (v. CóRDOBA, EMIRATO Y CALIFATO DE), creado por Abderramán I
(v.), significó para Asturias el comienzo de un periodo difícil y oscuro.
El genio y la tenacidad de Alfonso II el Casto permitieron al reino
asturiano sobrevivir e, incluso, consolidar sus posiciones. A mediados del
s. Ix comenzaron a percibirse los primeros frutos de esta recuperación.
Por estas fechas (reinados de Ordoño I y de Ramiro I), Asturias era ya un
reino que comenzaba a desbordar sus propias fronteras. La repoblación (v.)
se acomete, de forma oficial y privada, con un entusiasmo no exento de
riesgo y de aventura. Se reconstruye y edifica en un estilo nuevo. La
culminación de todo este proceso ascendente tiene lugar en el reinado de
Alfonso III el Magno (v.). Con él Asturias alcanza la línea del Duero, que
se organiza como frontera fortificada, erizada de castillos, frente a los
musulmanes. La capitalidad se traslada a León, cerca de la nueva frontera.
El mejor exponente del entusiasmo de su época está en la serie de crónicas
que se escribieron durante su reinado. En ellas se adivina una esperanza
casi mesiánica en la completa e inminente expulsión de los musulmanes de
E.
Los sucesores de Alfonso III no tuvieron ni su habilidad ni su buena
fortuna. Tal vez el único rey que escapa a la mediocridad general de la
dinastía asturleonesa durante el s. x es Ramiro II (V. LEÓN, REINO DE), el
único que supo frenar el avance de las tropas de Abderramán III (v.). Los
restantes reinados están presididos por el signo de la anarquía y de la
guerra civil. El reino asturleonés, mediatizado por el intervencionalismo
de Córdoba, fue objeto en más de una ocasión de las campañas asoladoras de
Almanzor (v.).
Durante el s. x aparece como núcleo político independiente el
condado de Castilla (v.). La debilidad de los reyes leoneses y la
capacidad de maniobra del conde Fernán González (v.) permitieron que la
zona fronteriza por excelencia, donde la repoblación había dado origen a
formas políticas y sociales más libres, se desligara del reino de León. Su
hijo Garci Fernández resistiría los ataques de Almanzor en un momento en
que la sola idea de resistencia parecía una locura.
Los núcleos orientales. Estamos muy mal informados de los orígenes
de Navarra (V. NAVARRA, REINO DE). Sabemos que se opusieron tanto a los
musulmanes como a los francos de Carlomagno (recuérdese la batalla de
Roncesvalles; v.). Las genealogías de Roda hablan de un Iñigo Arista como
primer rey de Navarra (ca. 820-851). Sea como fuere, hacia el 905 se
instaura en Navarra una nueva dinastía con Sancho Garcés I. Este cambio
significó el abandono de la política tradicional de amistad con los
musulmanes de Zaragoza y, en contrapartida, el estrechamiento de los lazos
con el reino leonés. Navarra emprendió con éxito la reconquista de La
Rioja, incorporando además una serie de condados pirenaicos (v. ARAGÓN I;
SOBRARBE Y RIBAGORZA, CONDADOS DE), y acabó convirtiéndose a principios
del s. xi en el núcleo cristiano' de mayor importancia, gracias a la
personalidad de Sancho III el Mayor (1000-35; v.). A la muerte del último
conde castellano (1028), se tituló conde de Castilla, interviniendo además
en los asuntos internos de León. Su testamento dio origen a dos nuevos
reinos, Aragón y Castilla, llamados a convertirse en los ejes de la España
cristiana.
De entre los condados catalanes que integraban la Marca Hispánica,
el de Barcelona (v.), gracias a su privilegiada posición geográfica,
estaba destinado a convertirse en cabeza de un Estado independiente. Al
producirse la decadencia del Imperio carolingio, uno de sus condes,
Wifredo el Velloso (874-898; v.), se proclamó independiente. A lo largo
del s. x, y sobre todo durante el gobierno de Almanzor, Barcelona, como
casi toda la E. cristiana, pagó tributo a Córdoba y fue saqueada por el
caudillo cordobés (985).
La apertura de la España cristiana (1035-1109). El s. xI es pata el
conjunto de los reinos cristianos hispánicos una época trascendental. Ya
la muerte de Almanzor (1002) había supuesto la posibilidad de reconstruir
y reorganizar después de 20 años de luchas y saqueos casi continuos. La
crisis en que se vio envuelto el califato de Córdoba y, sobre todo, su
posterior disolución (1031) en una serie de reinos de taifas (v.)
significó la alteración del statu quo peninsular en beneficio de los
cristianos. Primero se intervino en las revueltas internas de Córdoba
(expediciones de castellanos y catalanes de 1009 y 1010 respectivamente),
luego se exigió de los reyes de taifas el pago de unos tributos
especiales, conocidos con el nombre de parias, y, finalmente, agotados los
recursos de los musulmanes, se inició la conquista sistemática de la E.
musulmana dividida.
El iniciador de esta política rentable del cobro de parias fue
Sancho III. A su muerte, la E. cristiana se llenaría de lo que algunos
historiadores han llamado los reinos de taifas cristianos. Sin embargo, en
el último cuarto del siglo se había producido ya una concentración de
reinos. En primer lugar Fernando I de Castilla se coronó rey de León al
vencer y dar muerte en la batalla de Támara (1038) a su cuñado Bermudo II
I. Ramiro I de Aragón, por su parte, incorporó a su reino los condados
independientes de Sobrarbe y Ribagorza. Más tarde, al ser asesinado el rey
navarro Sancho Garcés IV (1076), Navarra se uniría a Aragón. Bien es
verdad que Fernando I al morir ordenó una nueva fragmentación de su reino,
pero este ensayo, como el de su padre Sancho III, fue efímero y causa de
mútiples rencillas familiares que ensangrentaron el reino
castellano-leonés.
Durante el reinado de Alfonso VI de Castilla (10721109; v.) se
abandonó el sistema de las parias, y, después de una campaña sobre la que
no estamos bien informados, se ocupó Toledo (1085). Los musulmanes
españoles vieron en esta campaña el principio del fin. Alarmados los reyes
de taifas y superando sus propias rivalidades acudieron en demanda de
ayuda al nuevo imperio norteafricano de los almorávides (v.). Éstos,
dirigidos por el emir Yúsuf b. Tasfin, vencieron a las tropas de Alfonso
VI en la sangrienta batalla de Sagrajas (v. ZALACA). Este acontecimiento
marca un cambio en la situación. Los reinos de taifas fueron
paulatinamente eliminados por los almorávides. Al propio tiempo intentaron
por el centro y por el levante recuperar posiciones perdidas. Toledo
resistió y el frente central se mantuvo, aun a costa de repetidas derrotas
de Alfonso VI (Consuegra y Uclés). En la zona levantina, el avance
almorávide fue rechazado de momento por la figura discutida de Rodrigo
Díaz de Vivar, el Mio Cid de las canciones de gesta (v. CID CAMPEADOR).
El s. xi, que se cierra entre amenazas e incertidumbres, fue para la
E. cristiana una época de novedades y renovación. El incremento de las
relaciones con Europa aportó, por el camino de Santiago (v.), el románico,
la reforma gregoriana, la renovación de la vida monástica gracias a los
monjes de Cluny, la adopción del rito romano en lugar del mozárabe y el
abandono de la letra visigótica por la carolina francesa. Junto a estas
novedades de tipo religioso-cultural habría que reseñar el nacimiento de
los primeros burgos de artesanos, comerciantes y menestrales, que dieron
un aire nuevo a la economía tradicional.
La España de los cinco reinos (1109-1212). A la muerte de Alfonso VI
la corona recayó en su hija Urraca (v.). Era la primera vez que se
interrumpía en la E. cristiana occidental la línea dinástica masculina.
Esta circunstancia y la amenaza de los almorávides llevaron a concertar el
matrimonio de la reina con Alfonso 1 de Aragón (1100-34; v.). Esta unión
pudo haber resuelto muchas cosas. Pero el matrimonio fue un fracaso total.
Después de varias separaciones, la unión fue disuelta, a causa sobre todo
de las presiones del clero castellano, que temía por los derechos al trono
del infante Alfonso, hijo del primer matrimonio de la reina con el noble
francés Raimundo de Borgoña.
Mientras Castilla se desangraba en la anarquía (sublevaciones
nobiliarias, revueltas de burgueses en Sahagún y Compostela), Alfonso I se
dedicó por completo, con un entusiasmo de cruzado, a la obra de la
reconquista. En 1118, después de un asedio de seis meses, capitulaba
Zaragoza. Esta conquista supuso la caída en poder de los aragoneses de
buena parte del valle del Ebro en los años siguientes. A pesar de las
generosas capitulaciones concedidas a la población musulmana sometida, la
zona padeció una fuerte despoblación. La arriesgada expedición a Andalucía
en auxilio de los mozárabes granadinos (1125) permitió a Alfonso I contar
con unos miles de familias cristianas para repoblar el territorio
conquistado. Murió en 1134 en Huesca, dejando tras sí un difícil problema
sucesorio. Su absurdo e inviable testamento (dejó su reino a las órdenes
militares) provocó la separación definitiva de Aragón y Navarra. Los
navarros proclamaron rey a García V el Restaurador, mientras que los
aragoneses sacaban de su monasterio al hermano del rey difunto y le
obligaban a aceptar la corona. Ramiro 11 el Monje cumplió su papel
histórico engendrando una heredera, Petronila, y concertando su matrimonio
con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV (v.). De este enlace
afortunado saldría la unión entre Aragón y Cataluña (v. ARAGÓN ni). El
hijo de ambos, Alfonso II (1162-96), fue el primer rey de ambos núcleos
políticos, unidos en la persona de un monarca común. A éste le sucedió su
hijo Pedro II (1196-1213). Durante estos dos reinados tuvo lugar la
expansión catalano-aragonesa por el sur de Francia, truncada por la muerte
de Pedro II en la batalla de Muret.
En 1126 comienza el reinado de Alfonso VII de Castilla (v.). En
1135, después de apoderarse de Zaragoza, proclamó en León el Imperio
hispánico, dando con ello cumplimiento a una vieja formulación teórica de
los reyes de León y Castilla. Su actuación como Emperador le llevó a
reconocer como rey a su primo Alfonso I de Portugal (v.), a decidir sobre
el destino de los territorios aún por conquistar y a planear brillantes
expediciones militares, como la que culminó con la conquista de Almería
(1147). Pero debajo de todo este brillo imperial apenas había otra cosa
que deseo de gloria y falta de previsión. Su propio testamento (1157)
volvía a separar temporalmente a León y Castilla, cuando más falta hacía
la unidad para hacer frente al nuevo peligro norteafricano, los almohades
(v.). Estamos ante la llamada España de los cinco reinos (Menéndez Pidal),
ante el triunfo del pluralismo político regional: Portugal, León,
Castilla, Navarra, y Aragón.
Mientras León, dirigida por Fernando 11 (1157-88) y Alfonso IX
(1188-1230; v.), lleva a cabo una fecunda obra de repoblación en su
Extremadura, Castilla (breve reinado de Sancho III y minoridad de Alfonso
VIII) ha de hacer frente casi sola a los almohades. Las órdenes militares
hispánicas, en especial la de Calatrava, resistieron el empuje.
Finalmente, Alfonso VIII (1158-1214; v.), a pesar de su derrota en Alarcos,
logró, con la ayuda de otros monarcas peninsulares, poner fin en las Navas
de Tolosa (1212; v.) a la amenaza almohade y abrir el camino de Andalucía.
El siglo de la expansión (1212-1350). El s. xill que se inició con
la derrota almohade, conoció un avance extraordinario de la Reconquista
(v.). Portugal, Castilla-León y Aragón se lanzaron a una especie de
carrera contra reloj por la ocupación del territorio musulmán. Sin
embargo, fueron los castellanos quienes sacaron más provechos
territoriales a la decadencia almohade. Fernando 111 el Santo (1217-1252;
v.), rey de León desde 1230, se apoderó, en una campaña rápida y
afortunada, del valle del Guadalquivir (Córdoba, 1236; Jaén, 1246;
Sevilla, 1248). El reino de Murcia se puso bajo la protección de Castilla,
y el de Granada se declaró vasallo de Fernando III. Por su parte, Jaime I
de Aragón (1213-76; v.), conquistaba en 1229 las Baleares, iniciando así
la expansión mediterránea aragonesa (v. MALLORCA, REINO DE). En 1236
ocupaba Valencia. El tratado de Almizra (1244) fijó las fronteras entre
Aragón y Castilla en la zona levantina.
Junto a la conquista se llevó a cabo una labor ingente de
repoblación. Andalucía fue repoblada en beneficio de los nobles que
participaron en su conquista. Más aún, el país, despoblado casi tras la
sublevación de los mudéjares en 1264, fue sometido a una profunda
castellanización. En cambio, Valencia fue repoblada por agricultores
catalanes, permitiéndose que la población musulmana permaneciese en la
región.
La crisis de la reconquista de Andalucía y Murcia preludia el
reinado problemático de Alfonso X el Sabio (1252-84; v.). Si bien las
realizaciones culturales hicieron desempeñar a Castilla un papel
primordial en la transmisión de la herencia cultural clásica y musulmana,
el reinado de Alfonso X transcurre en medio de una tremenda crisis
económica, política e, incluso, dinástica. Sus pretensiones a la corona
imperial alemana consumieron unos años y unos recursos preciosos. La
aparición de los benimerines (v.) en el norte de África supondría el
planteamiento de un problema (el control del área del Estrecho, vital
desde el punto de vista estratégico y económico), a cuya solución no se
llegaría sino a mediados del s. xiv.
Mientras Castilla ve paralizada su expansión por tales obstáculos,
Aragón, bajo el reinado de Pedro 111 (127685; v.), emprende lo que iba a
ser la constante histórica de este reino durante la Baja Edad Media: la
expansión por el Mediterráneo. Pedro 111, contando con el respaldo humano
y económico de los navieros y comerciantes catalanes, reclamó para su
mujer Sicilia (v. SICILIA II), de la que se hizo dueño en 1282. Es cierto
que uno de sus sucesores, Jaime 11 (1291-1327), renunciaría a sus derechos
sobre Sicilia en su hermano Fadrique, pero a cambio de Córcega y Cerdeña.
Los años finales del s. xill y la primera mitad del xiv los dedicó
Castilla a la solución del llamado problema del Estrecho. La lucha contra
los benimerines y granadinos por el control de esta zona se entremezcló
con los problemas internos de las minoridades de los reyes Fernando IV
(1295-1312) y Alfonso XI (1312-1350; v.). En esta empresa Castilla contó
con la ayuda de portugueses, catalanes y, sobre todo, genoveses,
interesados en el dominio de esta importante ruta comercial. Después de la
batalla del río Salado (1340; v.) la balanza se había inclinado
definitivamente del lado castellano.
La crisis del siglo XIV (1350-1412). El esfuerzo realizado por
Aragón y Castilla finalizó en una crisis de agotamiento. Si a esto
añadimos la crisis demográfica resultante de la serie de epidemias
iniciada con la Peste Negra (1347-51; v.) y sus repercusiones económicas y
sociales, tendremos una pálida idea del ambiente agónico y desequilibrado
en que se desenvuelve la vida de los reinos hispánicos en la segunda mitad
del s. xiv.
Castilla conoce una violentísima guerra civil (1366-69)
protagonizada por Pedro 1 el Cruel (1350-69; v.) y Enrique 11 de
Trastámara (v. TRASTÁMARA, CASA DE), 1369-79, en la que al ventilarse
intereses dinásticos rivales se decidió toda una teoría del poder. La
nobleza trastamarista, de viejo o de nuevo cuño, se ganó el derecho a
participar de forma decisiva en el gobierno del reino. Reforzada su base
económica, gracias a las mercedes enriqueñas, se encontraría preparada
para lanzarse a la conquista del poder. El s. xv conocería más de una
tentativa en este sentido. Los partidos en lucha habían contado con la
ayuda de Francia (Enrique 11) o de Inglaterra (Pedro I). El triunfo de los
Trastámaras puso a disposición de la primera la marina cántabra, que
terminaría haciéndose, después de la batalla de la Rochela (1372) con el
control del canal de la Mancha, permitiendo a Castilla intensificar sus
relaciones comerciales con los países del mar del Norte (v. CIEN AÑOS,
GUERRA DE LOS). Juan I (1379-90) desarrolló una activa política
internacional. Sus pretensiones al trono portugués concluyeron de forma
dramática en la batalla de Aljubarrota (1385). Otro acontecimiento de
importancia fue la firma del acuerdo de Bayona (1388), que significó la
renuncia del duque de Lancáster a sus derechos al trono castellano, como
heredero de Pedro 1. La nueva dinastía Trastámara veía así reconocida
internacionalmente su propia legitimidad. La minoría de Enrique III
(1390-1406) y su muerte prematura servirían para que la nobleza de segundo
orden desplazase del poder a la llamada nobleza de los parientes del rey,
como afirma Suárez Fernández.
Si algún reino peninsular se vio profundamente afectado por la
crisis del s. xiv éste fue la Corona de Aragón. Pedro IV el Ceremonioso
(1336-87; v.), una de las figuras de la Edad Media española mejor dotada
para la maniobra política, tuvo frente a la nobleza sublevada más suerte y
habilidad que su homónimo castellano. Su largo reinado coincide con la
máxima expansión mediterránea de Aragón (incorporación definitiva del
reino de Baleares, en 1345) y con el comienzo de la recesión económica
catalana, originada por las epidemias, por la quiebra de la banca privada,
ruina del comercio de ultramar y las tensiones sociales. La crisis en que
se precipita Aragón culminará a la muerte de Martín el Humano (1410) con
la instauración de una rama de la dinastía Trastámara.
Navarra en la Baja Edad Media (1134-1512). A la muerte de Alfonso I
el Batallador (v.), Navarra abandonó la federación navarro-aragonesa y
eligió a García Ramírez el Restaurador (1134-50). Enquistada en las
provincias pirenaicas, sin posibilidad de expansión y a merced de sus dos
potentes vecinos, Aragón y Castilla, Navarra fue convirtiéndose en un
reino sin futuro y sin viabilidad. Castilla se apoderó, en tiempos de
Sancho VII el Fuerte (1194-1234), el que colaboraría con Alfonso VIII en
la jornada de las Navas de Tolosa, de las provincias vascongadas de Álava
y Guipúzcoa. A su muerte se instauró en Navarra la dinastía francesa de
los condes de Champaña. En adelante la vida política estaría cada vez más
mediatizada por la influencia francesa, llegando, durante un corto periodo
(1304-29), a formar parte del reino franco. Las siguientes dinastías
(casas de Évreux, 1329-1479; de Foix y Albret, 1479-1516) fueron
igualmente francesas (v. FOIx-BÉARN, CASA DE). A finales del s. xv
(reinado de Blanca, esposa del rey aragonés Juan II), Navarra estuvo unida
a Aragón. Pero la muerte misteriosa del heredero, Príncipe de Viana, en
1461, agotó la última posibilidad de resolver de forma pacífica el
problema navarro. Navarra, situada en medio de las rivalidades de Francia
y Aragón, y dividida internamente en partidos antagónicos y de tendencias
contrapuestas, fue fácilmente ocupada y anexionada por Fernando el
Católico (v.), en julio de 1512. El reino navarro conservó sus leyes,
fueros y organización propia. En 1515 Fernando el Católico la agregó a
Castilla.
Castilla en el siglo XV (1406-74). La muerte de Enrique III planteó
una nueva minoridad, ya que su heredero, Juan II (v. JUAN II DE CASTILLA),
apenas tenía en 1406 dos años de edad. El hombre fuerte de la regencia fue
un hermano del rey difunto, Fernando, al que se le conocería
posteriormente como el de Antequera, plaza que reconquistó en 1410. Era,
aparte de sus cualidades personales, el hombre más rico, posiblemente, de
toda la Península. Utilizó su privilegiada posición para situar a sus
hijos. Al ser nombrado rey de Aragón (1412), su linaje constituiría el
llamado partido aragonés, que tantos problemas crearía a Juan 11. Los
reinados de Juan 11 y de Enrique IV tienen algo en común: la lucha entre
monarquía y nobleza, que en ocasiones revistió caracteres de verdadera
guerra civil. El favorito de Juan II, Álvaro de Luna (v.), logró con
habilidad reforzar la monarquía, expulsando primero a los infantes de
Aragón, y, más tarde, sometiendo en la batalla de Olmedo (1445) a la
nobleza sublevada. Su caída en desgracia y su ejecución (1453)
significaron el triunfo de la nobleza. Enrique IV (1454-74; v.), es uno de
los reyes de Castilla más enigmáticos y discutidos. Después de unos años
iniciales de buen gobierno, la oligarquía nobiliaria volvió al ataque. En
junio de 1465 fue depuesto en la farsa de Ávila. Un hermano suyo, el
infante Alfonso, fue proclamado rey. La victoria alcanzada en Olmedo
(1467) por Enrique IV y la muerte en 1468 del infante Alfonso favorecieron
una momentánea reconciliación. Pero la guerra civil había desprestigiado
enormemente al rey. Fue entonces cuando Enrique reconoció como heredera a
su hermana Isabel, admitiendo de forma implícita la ilegitimidad de su
hija Juana, apodada la Beltraneja, ya que la creían hija de la reina y del
favorito del rey, el noble andaluz Beltrán de la Cueva. Cuando murió en
1474 dejó un reino en desorden y al borde de una nueva guerra civil.
Aragón en el siglo XV (1412-79). La muerte de Martín el Humano abrió
un periodo de trono vacante, al que puso fin el Compromiso de Caspe (v.),
celebrado en 1412, pronunciándose por los mejores derechos del infante
Fernando de Antequera, regente de Castilla. De esta forma se instalaba en
el trono aragonés la dinastía Trastámara. El reinado de Fernando 1 de
Aragón (1412-16) fue muy breve. Le sucedió su hijo Alfonso V (1416-58;
v.), que protagonizó la última aventura mediterránea aragonesa. La
conquista de Nápoles (1442; v.) fue una operación costosísima que debilitó
la ya débil economía de su reino. Es cierto que su corte napolitana fue un
foco de irradiación de las ideas renacentistas. Pero toda esta gloria no
le exime de la responsabilidad de haber dejado tras sí una herencia de
problemas sin resolver. Durante el reinado de su hermano y sucesor Juan 11
(v.), estallaría la tormenta que había venido incubándose desde años
atrás. Y sería en Cataluña, la parte más sensible de la Corona de Aragón
desde un punto de vista político, y, al mismo tiempo, la más afectada por
la crisis social y económica iniciada en el s. xiv, donde la situación
revestiría mayor virulencia. Según han demostrado J. Vicens Vives y P.
Vilar, la guerra civil catalana (1461-72) tuvo sus orígenes, más que en el
autoritarismo de Juan II, en la decadencia demográfica y económica por un
lado; y, por otro, en las tensiones sociales existentes entre los payeses
de remensa y la nobleza latifundista, y entre la oligarquía urbana
burguesa (la biga) y el sindicalismo gremial (la busca) dentro de la
propia ciudad de Barcelona. La muerte del príncipe Carlos de Viana fue
explotada por los extremistas para desatar el fanatismo popular, que veía
en el príncipe poco menos que un santo. La lucha fue durísima y tuvo
complicaciones internacionales. Los catalanes proclamaron rey
sucesivamente a Enrique IV de Castilla y al condestable Pedro de Portugal.
Al final ofrecieron la corona a Renato de Anjou. «Era una traición al
genio de la tierra, a la larga gesta de dos centurias que había opuesto a
catalanes y angevinos» (Vicens Vives). Sólo la energía y habilidad de Juan
II fueron capaces de superar la invasión francesa, el maquiavelismo de
Luis XI de Francia (v.) y las dificultades para llegar a un acuerdo. La
capitulación de Pedralbes (1472), que puso fin a la guerra, salvaba los
principios constitucionales de Cataluña. Pero esta guerra sin vencidos ni
vencedores apenas solucionó los problemas del principado. Algunos, como la
decadencia demográfica y la ruina económica, se vieron agravados. El
problema de los remensas (v.) sería resuelto en el reinado de Fernando el
Católico. La lucha social entre bigaires y buscaires provocaría el
estancamiento de Barcelona durante todo el s. xvl. Dentro de este panorama
de crisis y desencanto es posible hablar de las repercusiones culturales
de la revolución catalana. Vicens Vives y Rubio han hablado de la
«defección de las clases cultas» y de la «agonía de la cultura catalana»,
para explicar el abandono del catalán como lengua literaria y la escasa
categoría del humanismo catalán.
V. t.: BÉTICA; LUSITANIA; TARRACONENSE; VISIGODOS; ALANDALUS;
RECONQUISTA; REPOBLACIÓN; etc.
BIBL.: HE; L. G. DE VALDEAVELLAND,
Historia de España, I, Madrid 1952; F. SOLDEVILA, Historia de España, I-II,
Barcelona 1952-53; J. CARO BAROJA, España primitiva p romana, Barcelona
1957; E. A. THomPSON, Los godos en España, Madrid 1971; MONTGOMERY WATT,
Historia de la España islámica, Madrid 1970; L. SUÁREZ FERNÁNDEZ, Historia
de España: Edad Media, Madrid 1970; UBIETO, J. REGLÁ, J. M. JOVER, C.
SECO, Introducción a la Historia de España, Barcelona 1971; J. VICENS
VIVES, Aproximación a la Historia de España, Barcelona 1952; C. SÁNCHEz
ALBORNOZ, España, un enigma histórico, Buenos Aires 1962; J. REGLÁ,
Introducció a la história de la Corona d'Aragó, Palma de Mallorca 1969.
M. GONZÁLEZ JIMÉNEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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