Introducción. La palabra g. (del latín, gratus: agradable, grato, gustoso)
tiene en castellano una amplia gama de sentidos: puede designar en efecto
una cualidad intrínseca de una persona o cosa (a la que se califica como
dotada de g.); una actitud de benevolencia y afecto (caer en g. a
alguien); una actitud de gratitud y agradecimiento (dar las gracias), etc.
En el trasfondo de esas diversas significaciones resuena un dato común: la
palabra g. evoca siempre situaciones en las que el hombre se encuentra
colocado ante lo bello o lo trascendente o implicado en situaciones de
amistad y benevolencia, en las que está en juego no ya el cumplimiento de
lo estrictamente debido sino lo gratuito, lo que es fruto o expresión de
liberalidad y de amor.
Es este matiz (presente no sólo en el castellano, sino, y
precedentemente, en el hebreo, el griego y el latín) el que recoge el uso
cristiano de la palabra g., uso tan amplio y desarrollado que puede
decirse que ha llegado a ser el más típico del término. Por g. se entiende
en la predicación y la dogmática cristianas los dones de Dios, y, más
específicamente, aquellos dones que implican una especial gratuidad por ir
más allá de lo que es proporcionado a la naturaleza, e implicar una
especial benevolencia y amor divinos. La realidad y la noción de g.
subyacen a todo el A. T., que nos habla precisamente de las intervenciones
libres y gratuitas de Dios en beneficio del pueblo que había elegido y, a
través del cual, preparaba la salvación de toda la humanidad. Pero se
manifiesta sobre todo en el N. T., donde culmina la revelación del
designio salvador de Dios. Jesucristo, «lleno de gracia y de verdad» (lo
1,14), revela en sí mismo a la g.: Él, que es la plenitud de la
manifestación del amor divino, es la plenitud de la manifestación de la g.
La g. es en suma el don de Dios que se entrega al hombre, gratuita y
misericordiosamente, en su Hijo. Ésta es la idea capital que rige la
síntesis siguiente. En conjunto, intenta dar una visión tripartita: el
testimonio revelador de la Sagrada Escritura (1), el desarrollo doctrinal
a través de los siglos (II) y las ideas principales que sirven de
fundamento a la profundización sistemática de la gracia (III).
I. SAGRADA ESCRITURA.
1. Antiguo Testamento. 2. Nuevo Testamento. 3. Síntesis de la
Revelación neotestamentaria.
I. Antiguo Testamento. Desde el primero de sus libros, el A. T.
define al hombre a partir, principalmente, de sus relaciones con Dios, y,
después, de sus relaciones con el universo y con los demás hombres. El
hecho de que el hombre sea creado a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26
ss.) determina el punto de partida de la antropología cristiana (V. HOMBRE
III) y condiciona también la doctrina sobre la g. Ese dato nos dice, en
efecto, que el hombre es capaz de relaciones personales con Dios. El resto
del A. T. nos va a narrar precisamente las intervenciones sucesivas por
las que Dios ha ido estableciendo una relación íntima con Israel
manifestándosele como un Dios que lo ama con corazón de Padre (v.
FILIACIÓN DIVINA). La elección (v.) de Abraham y de los patriarcas, la
alianza (v.) establecida con Moisés, el culto establecido en el Templo
(v.) de Jerusalén, las promesas hechas a través de los profetas (v.), el
anuncio del Mesías (v.), son algunas de esas intervenciones divinas, que
llevan al israelita a reconocer una voluntad divina, libre y amorosa
detrás de todo lo creado, y a saberse objeto de un amor singular de Dios.
.
Dios, tal y como se revela en el A. T., es un Dios que da (natan) y
esta acción implica el desarrollo de una noción de dádiva divina. Las
dádivas o dones de Dios son descritos como favores, como benevolencia (hen
y hesed). Originariamente, hen indicaba donaire, lindeza, complacencia, y
hesed, más bien, una actitud de ayuda o un favor correspondiente a una
relación de fidelidad; pero luego pasaron a significar más bien
benevolencia y amor. Los Setenta, al traducir la Biblia al griego,
tradujeron estos términos por cháris y con el significado antes indicado.
De ahí pasó el vocablo al N. T., que lo emplea con gran frecuencia con esa
significación y haciendo hincapié en el carácter de gratuidad.
Trazando un breve panorama de los matices que subraya uno u otro
libro veterotestamentario, podemos decir que la gratuidad es acentuación
propia del Pentateuco y de los libros históricos. Los libros sapienciales
subrayan más el matiz escatológico, mientras que los profetas y los salmos
usan otro término para designar la misma realidad, resaltando la
misericordia divina.
Los sentimientos de misericordia y de amor con que los profetas (Is
49,15; 54,10; Ier 31,3.20; Os 7,13; 11, 1-9; etc.) y los salmos (36,
106,1; 117,2; 118,1-5; etc.) revisten a Yahwéh alcanzan a todo el pueblo
de Israel considerado colectivamente y a cada uno de sus miembros en
particular. La historia del pueblo judío muestra, una y otra vez, que
Yahwéh es verdaderamente misericordioso (Ex 33,19) y bondadoso. La
misericordia de Dios que llena la tierra (Ps 119,4) y que no se hace
esperar se palpa con mayor evidencia en la vida de los hombres, es decir,
en la respuesta que el hombre obtiene como fruto de sus oraciones. En el
A. T. la oración es instrumento eficaz para alcanzar el favor de Dios (Gen
18,1733; 32,10; 1 Sam 12-20; 2 Reg 8,23-24; Ps 119,34; 51; Ier 15,10-21;
17,12-18; 20,7-18).
En resumen, todo el A. T. nos dice que el desenvolvimiento de la
historia de la salvación es la actitud misericordiosa de Dios hacia el
hombre y la de éste ante su Creador: es una actitud condicionada por la
necesidad que tiene el hombre de la ayuda divina, sobradamente evidenciada
y demostrada en . cada renovación de la Alianza.
2. Nuevo Testamento. Los temas vete rotestamentarios (bondad,
misericordia, verdad, fidelidad, justicia, etc.) relacionados con la g.
reaparecen en el N. T. aunque compendiados, por lo general, en los
términos preferidos por S. Juan (ágape) y por S. Pablo (cháris). A la vez
el N. T. completa esa doctrina dándole una orientación cristocéntrica -la
g. aparece muchas veces como favor gratuito y misericordioso de Dios
otorgado en Cristo- y manifestando que el contenido del don de Dios es la
misma vida divina.
a) Los escritos paulinos. La revelación de la g. fue realizada por
Cristo mismo, al dársenos a conocer como Hijo de Dios que nos traía el don
absoluto de la filiación divina (v. JESUCRISTO III; DIOS-PADRE; FILIACIÓN
DIVINA). Por eso la primera fuente que deberíamos citar son los
Evangelios; sin embargo, vamos a invertir el orden empezando por S. Pablo,
cuya doctrina es riquísima y que fue probablemente quien introdujo el
término cháris en la literatura cristiana; lo usa siempre en singular y
con varios sentidos (hermosura, encanto, donaire, amabilidad: Col 4,6;
reconocimiento: 1 Cor 10,30; beneficio: 2 Cor 8,1 ss.; carisma: Rom 12,6;
Eph 4,7; apostolado: 1 Cor 3,10; benevolencia por parte de Dios o de
Cristo: Rom 3,24; 4,4; 5,15; Gal 2,21; la g. sobrenatural dada al hombre
-raras veces-: Rom 1,5; 2 Cor 1,12; 12,9).
La acepción paulina más típica es la de favor de Dios que se
manifiesta en los beneficios que otorga al hombre; de ahí que el énfasis
recaiga sobre la gratuidad del amor misericordioso del Padre que perdona
al hombre en su Hijo. El punto de partida de su doctrina es, a todas
luces, soteriológico: no habla de la g. si no es en función de la muerte y
resurrección de Cristo que libera al hombre del pecado. Si la muerte y
resurrección de Jesucristo son pruebas fehacientes de la benevolencia y
del amor de Dios por el hombre, de un amor eterno y gratuito del Padre y
del Hijo por una criatura que no les merece, la cháris paulina es la
designación de esa realidad. Su enseñanza, estrechamente ligada a la
historia salvífica, se desarrolla a partir de Cristo y de Adán (Rom
5,12-21; 1 Cor 15,45-49; Eph 2,14-22); la clave de la doctrina de S. Pablo
está en su constante ir del primer Adán al segundo Adán; de la humanidad
caída en el primer hombre a la humanidad sobreabundantemente redimida en
Cristo. El cristiano es un hombre nuevo -recreado en Cristo- incorporado
por el bautismo al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; y como tal hombre
recibe una vida nueva. Las tres ideas que, según la mayoría de los
especialistas, sintetizan y caracterizan esta nueva vida son: lo que S.
Pablo llama vida en Cristo Resucitado, la participación en el don del
Espíritu y el tema de la justificación regeneradora en la que se integran
sus conceptos de santidad y justicia.
1) La justificación regeneradora. Cristo es, dice S. Pablo, la
plenitud de la manifestación de la g. de Dios: en Él se nos dan todas las
cosas (Rom 8,32), en Él hemos sido comprados, liberados y rescatados (1
Cor 6,20; 7,23) de modo que nada puede separarnos ya de Él o de su amor (Rom
8,35-39). Cristo, manifestación plena del amor de Dios, obra en el hombre,
a través de la participación en su muerte y su resurrección, una
transformación inusitada. Estas dos ideas, a veces olvidadas, ayudan a
entender el difícil tema de la justificación y su relación con la g. según
S. Pablo.
Porque un aspecto importante de la doctrina paulina de la g.
descansa sobre su concepción de la justicia y de la justificación (v.). De
toda esta amplia doctrina interesa ahora un punto que la mayoría de los
estudios ponen de relieve: la indiscutible importancia que tiene la
transformación o cambio interior -más allá del orden moral- que
experimenta el hombre justificado, tanto en su dimensión de algo presente,
aunque ya pasado, como en su proyección de santidad. El hombre viejo, «en
otro tiempo extraño y enemigo», por sus malas obras y pensamientos,
consepultado con Cristo, renace a una vida nueva: «¿O es que ignoráis que
cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?
Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de
que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de
la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom
6,3-4). El hombre nuevo es llamado a ser santo, inmaculado e irreprensible
delante de Dios (Col 1,22; cfr. Eph 2,1-6; Rom 5,8) y a despojarse del
pecado.
La realidad del hombre nuevo, aunque sea algo ya dado al creyente (Rom
5,1-19; 8,30) y que se continúa en el presente (Rom 3,24; 1 Cor 6,11),
también es objeto de esperanza (Rom 8,18-24) que actualiza la justicia (la
santidad) hecha asequible en Cristo. Santidad y justicia, santificación y
justificación, son conceptos afines en S. Pablo, hecho que le permite
asociar el don de Dios que transforma al pecador con la aceptación
palpable en la vida de éste: «No es esto lo que vosotros habéis aprendido
de Cristo, si es que le habéis oído y habéis sido instruidos en la verdad
de Jesús. Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre
viejo, viciado por la corrupción del error; renovaos en vuestro espíritu y
vestíos de hombre nuevo, creado según Dios, en justicia y santidad
verdaderas» (Eph 4,20-24; cfr. 3,9-13).
2) La vida del hombre nuevo. En muchos textos paulinos la fórmula
«en Cristo Jesús» es significativa: In Christo Iesu es una frase que
aparece y reaparece en S. Pablo (aproximadamente 165 veces): «Si alguno es
en Cristo Jesús es nueva criatura, lo antiguo ha desaparecido, un nuevo
ser ha venido» (2 Cor 5,17). En este sentido se pueden traer a colación
numerosos ejemplos, pero no es necesario: casi siempre la frase se puede
interpretar como indicio de una relación íntima y personal con Cristo. Esa
relación -ontológica, creada, que supone más que una transformación ética-
caracteriza la vida del cristiano en virtud, precisamente, de que la g. se
perfila como participación en la muerte y en la resurrección de Cristo. La
vida del Cristo Pascual (Rom 1,3-4) que el hombre se apropia en la fe y en
el bautismo, es vida de resucitado comunicada por el mismo Cristo (Rom
6,1-11; 8,1; 1 Cor 1,30; Gal 3,28), de forma tal que lo que sucede (y
sucedió) en Cristo, sucede en el cristiano.
Esta especie de causalidad ejemplar viene confirmada indirectamente
y completada por lo que puede llamarse causalidad eficiente de Cristo, que
es siempre -de algún modo- señor de la gracia. Es el sentido atribuido a
la frase «Cristo habita en nosotros» (Rom 8,9-11; 2 Cor 4,5-14; 13,2-5;
Eph 3,16-17; Gal 2,19-21; 4,19-20; Col 1,27; Philp 1,21). Según estos
textos, Cristo se une al bautizado como nueva causa eficiente, como nuevo
principio de vida.
En virtud de esta doble causalidad, se afirma que Cristo es el
principio del ser sobrenatural del cristiano que se transforma en Él y se
reconcilia con Dios Padre. Esta comunicación interpersonal de vida es al
mismo tiempo eclesiológica: «Todos sois hijos de Dios por la fe de Cristo;
pues cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de
Cristo. Ya no hay judío o griego, siervo o libre, varón o hembra: todos
sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,26-28). Tal es el alcance de la
identificación que Cristo opera en el hombre justificado.
3) La acción del Espíritu Santo. No es fortuito, pues, el aspecto
liberador con que aparece la g. en los escritos de S. Pablo: la liberación
del pecado es un paso necesario para la transformación en Cristo Jesús;
sólo que esa transformación es obra del Espíritu Santo (Tit 3,4-6). No es
casualidad que S. Pablo afirme: «El que no tiene el Espíritu de Cristo, no
le pertenece» (Rom 8,9). La vida en Cristo Jesús es un proceso de
identificación realizado por el Espíritu divino que habita en el
cristiano. Textos claves (Rom 8,14-18; 8,29; Gal 4,4-7; Eph 1,4-5) dan
testimonio de la obra configuradora del Espíritu a través de la filiación
obtenida por el Kyrios resucitado, con el beneplácito del Padre. De ahí
también la necesidad y el sentido de la esperanza en la vida del
cristiano, cuya liberación del pecado se actualiza solamente en la fe que
obra por la caridad (Gal 5,5-6).
b) Evangelios sinópticos. Los sinópticos -sin dejar de señalar el
impacto transformador que sufren los discípulos al encontrarse con Cristo
Resucitado- se centran más bien en la inauguración del Reino de Dios (v.)
por Cristo (Le 11,20; Mt 4,17), resaltando la necesidad de una justicia
interior para entrar y participar del Reino (Mt 5,20). Esta inmerecida
posibilidad dada al hombre (Le 17,7-10) es g., es dádiva de Dios que Él da
bondadosamente (Mt 20,1-16; 22,1-14; Le 14,16-24). La mayor g. es Jesús
mismo que muestra, con la instauración del Reino, el amor de Dios Padre
hacia todos los hombres (Mt 5,45) y la misericordia inagotable hacia ellos
(todo el capítulo sexto de Le), que le llevan a perdonar todos los pecados
(Mt 18,23-35; Le 15,12-32; 18,13 s.) y a alegrarse de su conversión (Le
15,10.32), a la vez que la exige (cfr. Mt 4,17). Los Hechos muestran a los
discípulos en una comunidad (Act 2,42-46) que pertenece al Resucitado.
cl Las Epístolas de S. Pedro. S. Pedro (que emplea 12 veces la
palabra cháris en su la epístola) enseña también que la salvación es una
g. traída por los padecimientos y la muerte de Cristo (1 Pet 1,10.13.18).
El cristiano es hijo de la obediencia de Cristo, coheredero de la g. de la
vida (1 Pet 3,7). S. Pedro esboza y resume la doctrina ya en la primera
epístola: La resurrección de Cristo regenera, es decir, engendra al hombre
a una nueva vida (1 Pet 3,4); esta vida que comienza en el bautismo es una
vida incorruptible (ver. 22-23). Es en su segunda carta cuando la idea
logra su expresión más feliz y fundamental para la teología de la g.:
«Pues su divino poder nos ha conferido cuanto se refiere a la vida y a la
piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su
propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas
las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais
partícipes de la naturaleza divina (theías koinonoi phiseos) huyendo de la
corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (2 Pet 1,3-4). La
«participación de la naturaleza divina» ha sido interpretada casi siempre
como incorporación a la vida divina misma, y como comunión con la
Trinidad; en este sentido -superando las polémicas sobre el texto- podemos
decir que la g. llama al hombre y le hace capaz del fin y del cumplimiento
de la vocación cristiana, capaz, precisamente, de participar de la
naturaleza divina.
d) Los escritos joánicos. S. Juan parte en su enseñanza de la
Encarnación del Verbo: llega al Verbo a través de la carne de Jesucristo.
Su preocupación fundamental es discernir la persona sobrenatural de Jesús,
el bien salvífico que otorga a los hombres y la manera que éstos tienen de
apropiárselo (M. Meinertz, o. c. en bibl., 553 ss.). San Juan es
explícito: «Éstas (las cosas escritas en su evangelio) lo han sido para
que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo
tengáis vida en su nombre» (lo 20,31).
1) Jesús como vida. Al Hijo, el Padre le concede tener la vida en sí
mismo (lo 5,26; cfr. 6,38-40.46-57; 12, 47-50); Él es efectivamente la
vida (1 lo 1,1-2; 5,11-12; lo 1,4; 11,25-26; 14,6) y ha venido para que la
tengamos en abundancia (lo 10,17). La predicación misma de Jesús a sus
discípulos lo confirma (cfr. el sermón eucarístico: cap. 6; las parábolas
del buen pastor y de la vid y los sarmientos: cap. 10 y 15; toda la
oración sacerdotal: cfr. cap. 13 a 18).
2) La permanencia en la vida divina, otorgada por Jesús. De hecho
nosotros vivimos por Él, por Jesús, el Unigénito de Dios (1 lo 4,9). Ésta
es la gran prueba del amor de Dios por el hombre (lo 3,16); su amor es tan
misericordioso e inagotable que S. Juan llega a decir que Dios es Amor (1
lo 4,8). La imagen de la vid y los sarmientos es paradigmática en un doble
sentido: Cristo es la fuente, el origen de la verdadera vida, del mismo
modo que es luz, verdad y vida; se alude no sólo a una posible relación
íntima con Cristo sino a un estado de unión que perdura en cuanto que
Cristo permanece en el creyente y éste en Cristo (cfr. lo 6,56; 14,
10.20.23; 15,9-10). Un resumen admirable de este aspecto de la doctrina se
hace en lo 17,20-26.
El Verbo irrumpe en la vida del hombre con la vida de Dios; el
hombre se relaciona con Dios a través de la fe (lo 3,14; 5,24-25;
6,47.53.54.56; 10,10), del bautismo (3,5-8), de la eucaristía (6,51-58) y,
en definitiva a través de Cristo, el plenum gratiae et veritatae (lo
1,14). La unión que S. Juan describe se realiza como «unión en el
conocimiento»: la vida nueva implica y garantiza el acceso al Padre,
conocer efectivamente al Padre y al que Él envió (lo 17,1-3). Este modo
iluminado de existencia que M. Schmaus (o. c. en bibl., 49) acertadamente
llama de recíproca in-existencia (In-existenz), supone que la vida aludida
es actual y es futura porque en S. Juan vida y vida eterna son sinónimos y
equivalen a la idea de Reino en los Sinópticos.
3) La realidad divina comunicada al hombre. La realidad de la vida
eterna en el hombre está ya presente en él, es una realidad interior y es,
propiamente, la vida de la g.; su interioridad es el fundamento ontológico
(Lagrange, Baumgartner y otros) de la interioridad del Reino, de lo que
explica la nueva vida (lo 3,5.8), de la nueva manera de vivir de los hijos
de Dios. Pero nótese que la presencia de Dios en el hombre es como un
principio de acción; la fe (1 lo 5,13), la huida del pecado (1 lo 5,18),
el amor fraternal (1 lo 4,16) son signos y efectos de su presencia. Su
presencia -la del Padre y la del Hijo- es la irrupción de la vida eterna.
No es nada fortuito que algunos (cfr. M. E. Boismard, o. c. en bibl.,
377-379; 381-388) hayan podido decir que la comunión con Dios (1 lo
1,5-7), la inmanencia de Dios en los fieles, el nacimiento ex Deo (lo 3,5;
cfr. Tit 3,5) -habría que añadir el mismo don de la vida, el paso del
pecador de la muerte a la vida en el sentido descrito en Ap 3,1-2; lo
5,24; 1 lo 3,14-16- y el conocimiento de Dios designan también la vida
eterna, aunque bajo aspectos diferentes.
De modo que la unión con Dios a través del Verbo hecho carne
condiciona la unión con los demás y entre los demás fieles; y la
inmanencia de unos en otros es una relación duradera -una presencia de,
una existencia en- de la Trinidad y el hombre. S. Juan también nos habla
del Espíritu Santo como principio de vida divina en el hombre (1 lo 3,9;
cfr. 3,24; 4,13). Por el Espíritu el hombre renace (lo 3,3-8) y por el
Espíritu guarda los mandamientos que le hacen permanecer en Dios (1 lo
3,21-24). S. Juan ve la participación de esta vida trinitaria como favor
gratuito y amoroso que culmina con la filiación divina (v.), con «que
seamos llamados hijos de Dios y lo seamos» (1 lo 3,1). En torno al
concepto de filiación en Cristo, a través del Espíritu, S. Juan subraya su
aspecto de poder otorgado al hombre por la Encarnación del Verbo: «a
cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios» (lo
1,12).
El nacimiento ex Deo en S. Juan es una verdadera regeneración de la
vida divina, totalmente distinta de la vida natural. De allí que «nacer de
Dios» sea «ser de Dios», que el «nacido de Dios» se abstenga de cometer el
pecado y deba obrar como Dios obra, amar como Él ama. Tiene sentido decir
que Dios ama al hombre, para que el amor sea en él lo que es en Dios. Esta
concepción dinámica de la vida divina en el hombre es fundamental para
entender lo que S. Juan nos dice de la gracia.
3. Síntesis de la Revelación neotestamentaria. El sentido primordial
de la palabra g. como favor, benevolencia, o amor de Dios, otorgado
gratuitamente al hombre en la muerte y resurrección de Cristo, orienta
hacia la realidad personal, hacia el tú divino. La orientación es
importante porque el hombre no puede recibir mayor favor o beneficio que
la propia realidad de Dios. El don sobrenatural otorgado al hombre, la g.,
en su sentido más profundo es Dios mismo, que se nos da en Cristo, la
plenitud de la Revelación de Dios. Si S. Pablo alude al favor gratuito es
porque sabe que el don por excelencia es Dios (cfr. Rom 5,15), que Dios da
la g. que enriquece sobremanera (cfr. 1 Cor 1,5). El testimonio de S. Juan
lo confirmas¡ la vida de la g. es manifestación del amor de Dios es porque
Dios es amor. De manera que todo favor o beneficio, toda magnanimidad o
benevolencia, adquieren una dimensión insospechada cuando se entienden
como realidad personal, radicalmente referida a las Personas divinas.
A la vez se nos dice que la g. es una realidad objetiva, un don
sobrenatural individual interior al hombre. El testimonio petrino es
importante para este aspecto y ya se vio que no es el único. Podemos decir
-y esta afirmación será retomada en la síntesis final: v. III- que es
porque Dios quiere comunicársenos en una relación personal por lo que nos
eleva, haciéndonos nacer a nueva vida.
Digamos, finalmente, que la g. es otorgada por Cristo que viene a
redimir del pecado: la g. tiene una función salvífica, sanante, redentora.
Cristo glorificado, nos dicen S. Juan y S. Pablo, es el origen de la vida
del cristiano, pero mientras que el último centra su enseñanza en la unión
con el Cristo muerto y resucitado, el primero subraya la unión con la
carne del Verbo. S. Juan marca menos que S. Pablo los dos estadios por los
que pasa el hombre justificado -de la esclavitud del pecado a la libertad
de la vida divina- aunque lo implica en varias ocasiones, al hablar del
paso de la vida a la muerte (lo 5,24; 1 lo 3,14; cfr. lo 3,16; 5,21; 8,51;
11,25-26) para el que efectivamente cree en Cristo.
BIBL.: v. III.
MANUEL JOSÉ RODRÍGUEZ M.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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