LUCHA ASCÉTICA
La literatura ascética emplea el concepto de «lucha» para explicar el medio
personal de crecimiento en el desarrollo de la vida sobrenatural del cristiano.
La gracia de Dios es puro don gratuito (V. GRACIA SOBRENATURAL; VOCACIÓN) pero
corresponde al hombre fomentar y defender la participación de esa vida divina
recibida contra las inclinaciones contrarias a ella; es decir, trabajar para
desarrollar el germen de la vida sobrenatural que lleva en su alma y luchar
contra los obstáculos que se opongan a su desarrollo: soberbia, pereza, egoísmo,
sensualidad, etc. Esto supone un esfuerzo, el empleo de unos medios, incluso de
una táctica, etc., que es lo que en la vida espiritual se denomina lucha
ascética.
«El Reino de los cielos, dice Cristo, es semejante a un tesoro escondido
en el campo, que si lo halla un hombre, lo encubre y gozoso del hallazgo va, y
vende cuanto tiene y compra aquel campo» (Mt 13,44). Con la vocación cristiana
el Señor ha mostrado a los hombres el camino de la salvación, un tesoro de
felicidad, ofreciendo a la vez su ayuda poderosa para poder alcanzarlo, a
condición de que se haga un esfuerzo para desprenderse de todo lo que estorba,
pues «el Reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que se hacen
violencia son los que lo arrebatan» (Mt 11,22).
Es cierto que la santidad (v.) «no es obra del que quiere ni del que
corre, sino de Dios que usa de misericordia» (Rom 9,16), de Dios que da la
gracia santificante y convierte a cada bautizado en buen soldado de Cristo (2
Tim 2,3). Pero la gracia no destruye la naturaleza ni mengua la libertad. Por
eso será siempre necesaria de parte del hombre una cooperación a la llamada de
Dios; en eso consiste la l. a. El concepto se emplea unas veces referido a todo
el contexto de la vida espiritual abarcando, por tanto, todos los medios de
santidad; otras, más concretamente, al esfuerzo que ha de realizarse para vencer
los obstáculos, interiores y exteriores, que se encuentran en ese camino,
señalándose así la parte que al hombre corresponde (V. ASCETISMO II).
La lucha ascética en la concepción bíblica. Cuando Dios creó al hombre
éste podía seguir el bien con facilidad, con ayuda de los dones preternaturales
y sobrenaturales; los apetitos estaban sometidos a la razón y la voluntad era
libre para elegir el bien o el mal. El hombre debía colaborar con Dios en el
gobierno y cuidado del mundo, en el que fue puesto «para que trabajara» (ut
operatur: Gen 2,15). Debía usar rectamente de la libertad de acuerdo con los
planes de Dios, pero la posibilidad de la tentación y de la caída existía ya; y
ésta se dio, revistiendo especial gravedad, dadas las condiciones de existencia
de los primeros padres: dones preternaturales y sobrenaturales y más perfecta
libertad (v. PARAÍSO TERRENAL). La tentación del demonio y la caída de Adán y
Eva produjo así una aguda situación de lucha interior en el individuo, con
repercusión también en la sociedad. La l. a. se hace desde entonces
especialmente necesaria y trabajosa como consecuencia del pecado (v.). Es
necesario vencer las sugestiones del demonio (v.) y luchar contra el desorden
introducido en el interior del hombre por el pecado original: orgullo, egoísmo,
concupiscencia, etc. (cfr. Gen 3,16-19).
Esta l. a. tiene también un aspecto escatológico. Surge de la enemistad
puesta por Dios entre la serpiente y la descendencia de la mujer (cfr. Gen
3,14-15; V. PROTOEVANGELIO). S. Agustín ha puesto en justas categorías
cristianas los dos polos antagónicos que se enfrentan: el amor de sí mismo hasta
el desprecio de Dios y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo. Con esta
concepción se hace también justicia a la dimensión social que llega a alcanzar
este antagonismo, encarnado esquemáticamente en dos «ciudades» opuestas, entre
el bien y el mal que operan en el interior del hombre. De ese modo, la l. es
también necesaria para superar el desequilibrio del mundo en el que el hombre se
encuentra sumergido y que pretende implicarlo. Esta l. abarca todo el arco de la
historia. Culminará con la victoria de la mujer y de su Hijo sobre la
serpiente-dragón (cfr. Apc 12). Terminada la l., llegará el descanso eterno (cfr.
Heb 4,110), donde ya no habrá sufrimiento ni lágrimas, porque «el tiempo de la
lucha ha terminado» (Apc 21,1-22,5).
Cristo viene a traer «no la paz, sino la guerra» (Mt 10, 34). Exige la
propia abnegación para poder seguirle. El acercamiento a Dios se realiza a
través de la imitación de Cristo (v. JESUCRISTO v), que viene a inaugurar un
nuevo modo de vivir: «Yo soy el Camino» (lo 14,6); «Si alguien quiere venir tras
de Mí, niéguese a sí mismo, coja su cruz y sígame» (Mt 16,24). En la Cruz se
produce esta transformación de la vida humana en vida cristiana: «Estoy
crucificado con Cristo en la Cruz; vivo, pero no yo: vive Cristo en mí» (Gal
2,19-20). Como Cristo triunfó en la Cruz y resucitó, así también el cristiano
triunfará, después de participar en su cruz con la renuncia de sí mismo.
El cristiano es esencialmente un luchador. El N. T. lo expresa con
metáforas atléticas y militares. S. Pablo recurre a la imagen del pugilato,
lucha cuerpo a cuerpo contra un adversario de carne y hueso (cfr. Eph 6,12).
Esto supone una ascesis y un entrenamiento riguroso (cfr. 1 Cor 9,25) y sobre
todo una resistencia inquebrantable ante las situaciones más peligrosas (cfr. 2
Cor 4,8-9). Cristo describe su lucha contra Satán como un combate entre dos
guerreros (cfr. Le 11,21-23) y exige a sus discípulos -que no pueden permanecer
neutrales en el combate (Mt 10,34)- que consideren los recursos necesarios para
afrontar victoriosamente a semejante enemigo (cfr. Lc 14,28-31).
S. Pablo acude también a la imagen militar. Con el Bautismo, el cristiano
se «enrola» para guerrear en campaña (2 Tim 2,4) y combatir el combate de la fe
(1 Tim 1,18). Por eso traza la figura del creyente como un soldado de oficio (2
Tim 2,3-4), entregado por entero a su jefe, sirviendo en el ejército (cfr. 1 Cor
9,7) y soportando todos los sacrificios de su profesión (2 Cor 7,5; 2 Tim 2,3).
Para poder resistir el ataque, los cristianos han de pertrecharse con un
armamento adecuado, con armas espirituales (2 Cor 10,3-4); el Apóstol los
presenta armados y acorazados de pies a cabéza: «revestíos de la coraza de la fe
y de la caridad y del yelmo de la esperanza en la salvación» (1 Thes 5,8; cfr.
Eph 6, 11-18).
Desde otra perspectiva, el N. T. presenta la vida cristiana como una
crucifixión, una muerte de las ambiciones y placeres terrestres, de las pasiones
y malos apetitos de la carne (Gal 5,24; 6,14). La carne permanece en su estado
de corrupción con todas sus exigencias. Es preciso, por tanto, mortificarla y
hacerla violencia para mantenerla sometida (1 Cor 9,27); gracias al imperio del
espíritu se la consigue mantener (1 Rom 8,13); y dado que los miembros tienen su
autonomía y continúan codiciando sus bienes particulares, el cristiano, con
golpes bien asestados, debe ir dominando sus miembros carnales: fornicación,
impureza, pasión culpable... (Col 3,5). Se entiende así que la vida del hombre
sobre la tierra sea milicia (cfr. Job 7,1), lucha constante (cfr. C. Spicq,
Teología moral del Nuevo Testamento, I, Pamplona 1970, 208-213; V. t. ASCETISMO
II, 3).
La l. es necesaria al cristiano para rectificar su propia personalidad,
adecuándola a las exigencias de la vida de la gracia, rechazando las fuerzas que
amenazan o dificultan su desarrollo. Éste es el sentido positivo como se han de
interpretar siempre las expresiones tradicionales de la ascética, como, p. ej.,
el morir de la espiritualidad tradicional. Hay un desequilibrio interno (V.
CONCUPISCENCIA), fruto del pecado original, que S. Pablo refleja en el
antagonismo de las dos «leyes»: la del «espíritu» y la de la «carne» o del
pecado (Rom 7,23); antagonismo que nada tiene que ver con la pugna alma-cuerpo
de la concepción antropológica dualista (v. DUALISMO). El Apóstol lo describe
así; «Aunque hallo en mí la voluntad para hacer el bien, no hallo cómo
cumplirlos por cuanto no hago el bien que quiero, antes bien hago el mal que no
quiero... ¡Infeliz hombre soy yo! » (Rom 7,18-24). Para superar este
desequilibrio es preciso luchar para que puedan ser realidad las «obras del
Espíritu», es decir, vivir la fe con obras (lac 1,19-3,1), hasta llegar a la
identificación con Cristo. El Espíritu Santo (v.) con sus dones (en especial el
de la fortaleza) capacita al cristiano para resultar siempre vencedor y la
docilidad a su acción es la que llevará al alma a la más alta santidad y vencerá
los obstáculos que se oponen a ella: santificación y salvación no pueden
separarse.
La lucha ascética en la vida ordinaria. «Toda la tradición de la Iglesia
ha hablado de los cristianos como de milites Christi (cfr. 2 Tim 2,3), soldados
de Cristo. Soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras combaten
continuamente contra las personales malas inclinaciones» (J. Escrivá de
Balaguer, Homilía La lucha interior, Madrid 1972, 7). La lucha se entiende «como
guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar más a
Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres» (ib. 8).
No se piense que esta batalla interior que el hombre ha de librar consigo
mismo ha de dirigirse contra obstáculos extraordinarios o imaginarios que rara
vez se presentan en su vida (martirio, etc.). Eso sería una manifestación de
orgullo. La l. a. no consiste tampoco en realizar esfuerzos extraordinarios,
«heroicos», casi sobrehumanos, en el camino de la propia vida espiritual, sino
que debe centrarse en lo corriente, lo de cada día, que habitualmente es lo
pequeño: «Oigamos al Señor que nos dice: 'quien es fiel en lo poco, también lo
es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho' (Le
16,10). Que es como si nos recordara: lucha cada instante en estos detalles en
apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el
cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma
dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda
de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la
caridad. Son éstas, y otras semejantes, las mociones que cada día sentiremos
dentro de nosotros, como un aviso silencioso que nos lleva a entrenarnos en este
deporte sobrenatural del propio vencimiento» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. 13).
La I. Así entendida se hace entonces heroica, no por la dureza de los enemigos
con los que hay que combatir, sino por la fidelidad continuada a los pequeños
deberes de cada instante.
El esfuerzo apostólico por extender el mensaje cristiano es también parte
de la lucha ascética personal. Así puede entenderse también el concepto de
Iglesia militante, que aunque designa el conjunto de los cristianos que luchan
en la tierra para alcanzar la meta de la salvación, puede igualmente referirse a
la Iglesia y a los cristianos en su esfuerzo por la difusión del reino de Dios
(v. APOSTOLADO). Es ciertamente una l. espiritual que sólo cuenta con las armas
del ejemplo, de la oración y de la mortificación, de la comprensión, del amor y
de la verdad, pues la acción apostólica respeta siempre la libertad de las
conciencias y aborrece la violencia y la coacción. El esfuerzo del cristiano por
hacer presente a Cristo entre los hombres se apoya, pues, primero en el ejemplo
y después en la doctrina, en enseñar el camino hacia Dios y ayudar a recorrerlo:
«que seamos testimonio, con vuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en
todas nuestras actividades, porque es el Señor de todas las realidades de
nuestra vida, porque es la única y última razón de nuestra existencia. Después,
cuando hayamos prestado este testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir
con la palabra, con la doctrina. Así obró Cristo: coepit lacere et docere (Act
1,1), primero enseñó con obras, luego con su predicación divina» (J. Escrivá de
Balaguer, Homilía Cristo Rey, Madrid 1972, 12-13).
Los medios. Durante el transcurso de su existencia terrena, mientras se
encuentra en status viatoris, el cristiano está en el régimen de anticipación
del Reino prometido, de incoación de lo que en su día será pleno (cfr. lo 3,15;
3,36). La gracia y la gloria guardan entre sí la relación de simiente y fruto.
La gracia es el principio de la gloria (gloria inchoata), la gloria la
consumación de la gracia (gratia consummata; cfr. S. 'lomas, Sum. Th. 2-2 q24 a3
ad2). La Redención (v.) y los medios salvadores instituidos por Jesucristo nos
devuelven los dones sobrenaturales de la gracia y con ella la capacidad de
luchar y vencer, para crecer en el amor de Dios, en la caridad: «Pero a fin de
que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, cada uno
de los fieles debe oír de buen grado la palabra de Dios y mediante su gracia
cumplir con las obras su Voluntad, participar frecuentemente en los Sacramentos,
sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas; entregarse de una
manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y
solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes» (Conc.
Vaticano II, Lumen gentium, 42).
Para alcanzar esta meta el cristiano utiliza unos medios concretos: «El
que desea luchar, pone los medios. Y los medios no han cambiado en estos veinte
siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos» (J.
Escrivá de Balaguer, Homilía La lucha interior, Madrid 1972, 14).
Los sacramentos (v.), «señales sensibles que causan la gracia, y al mismo
tiempo la declaran, como poniéndola delante de los ojos» (Catecismo del Conc. de
Trento, II, cap. I,3), son los cauces ordinarios que Dios ha establecido para
hacer partícipes a los hombres de los frutos de la Redención. El Bautismo (v.)
otorga la gracia de la fe y coloca al cristiano en una situación agónica frente
al mal, frente al demonio y al mundo, a los que debe renunciar. La Confirmación
(v.) robustece sobrenaturalmente la vida espiritual y se caracteriza por la
madurez que confiere para la l. interior del cristiano. La Unción (v.) de los
enfermos presta energías en la l. de la enfermedad y de la muerte, y capacita
para santificar la agonía. El Orden (v.) y el Matrimonio (v.), sacramentos
especialmente sociales, destinan a quienes los reciben para el fiel cumplimiento
de su vocación.
La Penitencia (v.) es el sacramento que sana las heridas recibidas y
proporciona nuevas energías para volver al combate espiritual; en la Confesión
el cristiano se reviste de Jesucristo y de sus merecimientos y se une
profundamente a su Corazón misericordioso. Su recepción habitual aumenta la
gracia si ya se tiene, fomenta el arrepentimiento, facilita el conocimiento
propio y la humildad, mortifica las raíces del pecado, excita el fervor y
fortalece la voluntad en el amor.
La Eucaristía (v.) une de modo especial con Cristo, fuente de gracias para
la l.; es el pan de los fuertes, alimento que conserva y acrecienta la vida
sobrenatural del alma, y prenda de la bienaventuranza celestial y de la futura
resurrección del cuerpo. «El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la
presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad
todas las gracias... Así se entiende que la Misa sea el centro y raíz de la vida
espiritual del cristiano. Es el fin de todos los Sacramentos (cfr. S. Tomás, Sum.
Th. 3 q65 a3). En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia,
que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la
Confirmación» (J. Escrivá de Balaguer, Homilía La Eucaristía, misterio de fe y
de amor, Madrid 1972, 20-21).
Como medio para vencer la tentación (v.), Jesús indica la oración (v.)
vigilante unida a la eficacia de su propia oración: «¿No pudisteis velar una
hora conmigo? Vigilad y orad, para que no entréis en tentación» (Mt 26,40-41).
«Quien ora se salva, quien no ora se condena», llegó a afirmar S. Alfonso Ma de
Ligorio. La oración personal ha sido y es un medio imprescindible para la ¡.a.;
no sólo la oración mental sino también la vocal.
La mortificación (v.) es medio, pero también expresión misma de la l. a.
«Los que corren en el estadio se abstienen de todo, ¡y eso por ganar una corona
que se marchita! ; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así, pues, yo
corro no como a la ventura; lucho, no como quien golpea al aire, sino que
castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a los demás, yo
resulte rechazado» (1 Cor 9,25-27). La mortificación corporal, el castigo físico
del propio cuerpo, es parte de la mortificación cristiana. Sin embargo, no se ha
de olvidar en este punto la dignidad del cuerpo y que el antagonismo, como ya
dijimos, no está planteado entre la materia y el espíritu, entre el cuerpo y el
alma, según la concepción dualista. El antagonismo que S. Pablo establece entre
el espíritu y la carne es el que se da entre lo sobrenatural y lo infranatural
que se declara independiente y cae en la anarquía. Así las «obras de la carne»
son pecados del hombre entero, tanto del cuerpo como del espíritu humano (éstos
sin duda son más graves): «Bien manifiestas son las obras de la carne, las
cuales son adulterio, fornicación, deshonestidad, pleitos, celos, enojos, riñas,
disensiones, herejías... Los que son de Jesucristo tienen crucificada su carne
con los vicios y concupiscencias» (Gal 5,19-24). La mortificación tiene como fin
y motivo superar el egoísmo, que todo lo destruye; egoísmo del cuerpo y del
espíritu que hay que mortificar para ponerse, con amor, al servicio de Dios y
del prójimo.
Examen de conciencia. Quien edifica una casa debe echar cuentas del dinero
que tiene para llegar a terminarla, y el rey que sale á luchar contra otro rey
debe examinar sus efectivos (cfr. Lc 14,28-32). Así el cristiano debe examinarse
a sí mismo para ver si vive la renuncia a todo por amor a Dios. El examen de
conciencia (v.) del cristiano se diferencia de la introspección psicológica y
del mero enjuiciamiento moral de la propia conducta por su ordenación intrínseca
a la penitencia. Se aconseja el examen diario, seguido del acto de dolor, que es
como una preparación continuada para la recepción del sacramento de la
Penitencia. Este examen exige sinceridad (v.) con Dios y con uno mismo, para
conocer los verdaderos obstáculos que se oponen a la santidad y haga eficaz y
realista la I. a. Sinceridad que ha de vivirse también en la dirección
espiritual (v.) para dejarse moldear por la gracia (cfr. J. Escrivá de Balaguer,
Camino, 23 ed. Madrid, nos 56-65).
Todos esos medios, y otros, como, p. ej., la lectura espiritual (v.
LECTURA IV) con la que adquirir un mayor conocimiento de Cristo y de su
doctrina, los retiros (v.), etc., se deben integrar en lo que en el lenguaje
ascético se suele denominar plan de vida, que ayuda a conseguir la tarea de la
propia santificación de acuerdo con las circunstancias personales de cada uno.
Tener un plan de vida consiste en sujetarse a un cierto orden que abarque la
vida entera; de una manera concreta, situando esos medios ascéticos a lo largo
del día, en medio de las obligaciones profesionales, familiares y sociales
(teniendo en cuenta que también esas obligaciones son medio de santidad). No se
trata de un rígido esquematismo, que encorsete la vida espiritual, sino de
armonizar con orden, de un modo elástico, los deberes cristianos (cfr. Camino,
n° 76, 77, 78, 375, 815...).
Es obvio que la búsqueda de la santidad no se puede reducir a un esquema,
y menos a una técnica (cfr. J. L. Illanes, Llamada universal a la santidad,
Madrid 1968, 10). Hablar de plan de vida significa simplemente proporcionar al
hombre lo que se podría llamar una «gimnasia espiritual», expresada en unos
medios ascéticos concretos que, bajo la acción de la gracia, deben ponerse en
práctica para alcanzar la perfección cristiana. La l. por la santidad, se ha
visto, tiene unas metas, unas armas y hasta una táctica. Cada cristiano, de
acuerdo con las exigencias de su vocación y sus circunstancias personales de
familia, trabajo, etc., sus gustos y preferencias, debe organizarse de modo que
haga realidad en su vida la progresiva identificación con Cristo. Teniendo
presente que lo que da valor sobrenatural a la l. a. es la caridad (v.),
teniendo además en cuenta que no es más meritorio lo que cuesta más, sino lo que
se hace con más amor. Pero es cierto también que el esfuerzo indica que hay amor
y de suyo lo acrecienta. Por eso es imposible concebir una vida santa sin
esfuerzo, sin renuncia, sin lucha (v. MORTIFICACIÓN; PURIFICACIÓN).
Los enemigos. «Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro
camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso.
Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que
defendernos contra esos delirios más o menos vehementes. Advertir en el cuerpo y
en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la
pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un
descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra
personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar
en nuestra carrera hacia la casa del Padre» (J. Escrivá de Balaguer, Homilía La
lucha interior, 8-9). La lucha del hombre es contra todo lo que en su vida le
aparta de Dios. La doctrina tradicional, suele resumir, de forma esquemática, en
tres los enemigos contra los que hay que combatir: el mundo, el demonio y la
carne (cfr. Alvarado, Arte de bien vivir, libro 1, cap. VII, n° 10), aunque hay
que entender bien el significado que se da a estos términos; el demonio (v.) es
el enemigo de Dios por antonomasia que se esfuerza en apartar al hombre del
camino del bien; aunque ha sido vencido ya por Cristo, Dios le permite tentarnos
mientras estamos en la tierra; el mundo se toma en el sentido de S. Juan (lo
15,9; 5,19. ,); son los hombres o los aspectos del mundo (v. MUNDO Iv) que
apartan de Cristo: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y
soberbia de la vida (1 lo 2,16); la carne, como oposición al espíritu, se
refiere, no al organismo humano dotado de vida, sino al conjunto de todas las
tendencias que exponen al hombre a desviarle de camino moral (V. CARNE, TEOLOGÍA
MORAL); ahí tienen cabida la soberbia (v.), la sensualidad (v.), la tibieza
(v.), la pereza (v.), el egoísmo y la envidia (v.), etc. (v. PECADO iv, 4).
Comenzar y recomenzar. La l. espiritual es incesante, porque en la vida
interior se da un continuo comenzar y recomenzar, de continuas conversiones (V.
CONVERSIÓN III). «Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como
nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos,
volvían a la lucha. No nos extrañe que seamos derrotados con relativa
frecuencia, de ordinario y aun siempre en materias de poca importancia, que nos
punzan como si tuvieran mucha. Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay
perseverancia y tenacidad en nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán
demasiada importancia. Porque vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos
de Dios» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. 12). El cristiano es un combatiente
victorioso; su optimismo, que procede de la eficacia de la gracia, está henchido
de la certeza del triunfo en la l. cotidiana: «todo el que es engendrado por
Dios vence al mundo, y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe»
(1 lo 5,4). Por eso es propio de la esperanza (v.) dirigir la l. a. aun en medio
de las derrotas, como si fuera un deporte sobrenatural. Al buscar la santidad se
da a la l. interior un sentido amable, optimista, que lleva más a plantar que a
arrancar, más a reconquistar que a no perder, más a progresar que no a
retroceder. Manifestación de ese espíritu deportivo es la alegría (v.) que, aun
en las contradicciones más fuertes, se mantiene siempre, convirtiendo la l.
diaria en un «ascetismo sonriente» (J. Escrivá de Balaguer). Del espíritu
deportivo nace también la disposición constante de comenzar y recomenzar siempre
que sea preciso: «No es lo grave que quien lucha caiga, sino que permanezca en
la caída; no es lo grave que uno sea` herido en la guerra, sino desesperarse
después de haber recibido el golpe y no curar de la herida» (S. Juan Crisóstomo,
Exhort. !I ad Teod. 1).
Como consecuencia del esfuerzo habrá desgastes, desfallecimientos, incluso
derrotas. «En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las
caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el Sacramento de
la Penitencia. El cristiano no es un maniaco coleccionista de una hoja de
servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la
inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece
con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia Sí,
como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el
esfuerzo de subir un poco, día a día» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. 10). Ya se
han indicado los medios sobrenaturales que reponen las fuerzas gastadas. Lo
importante es comenzar siempre, ser constante en el esfuerzo, pues sólo el que
lucha tenazmente una y otra vez, sin desanimarse, con la confianza puesta en su
padre Dios (v. FILIACIÓN DIVINA) y contando con la mediación de Santa María
(v.), al final podrá decir con S. Pablo: «he combatido con valor, he terminado
mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás me está reservada la corona de
justicia que me dará el Señor en aquel día, como justo Juez» (2 Tim 4,7-8).
V. t.: ARIDEZ ESPIRITUAL; ASCETISMO II; CONSEJOS EVANGÉLICOS; DIRECCIÓN
ESPIRITUAL; ILUMINATIVA, VÍA; PURIFICACIÓN IIl.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991