PASCAL, BLAISE
Datos biográficos. Formación. Científico y pensador francés, brillante y
profundo; n. en Clermont-Ferrand (Auvernia) el 19 jun. 1623, y m. el 19 ag.
1662. Educado desde la infancia en un ambiente intelectual intenso -el padre se
consagró casi por entero a su formación, aunque dejándole amplio margen a su
propia iniciativa-, hacia los 12 años escribe un tratado de los sonidos y
redescubre hasta la proposición 32 de la geometría euclidiana. Profundiza en la
Matemática y en la Física, escribe un ensayo sobre las secciones cónicas, idea
una máquina aritmética y, sin abandonar la investigación científica, su
pensamiento deriva hacia la teología y la moral.
Su salud se resiente muy pronto. A los 24 años llega enfermo a París,
donde conoce a Descartes (v.). Su actitud filosófica va a distar mucho de la
cartesiana. En 1652 escribe el Discurso sobre las pasiones del amor. En 1654 se
agudiza en P. el tedio respecto del mundo y frecuenta la abadía de Port-Royal
(v.), donde se confía a su hermana, y va imprimiendo a su vida una creciente
austeridad: él se lamenta de una dureza de corazón que no logran ablandar las
mortificaciones. La noche del 23 de noviembre de aquel año es la de su
«conversión»: en el memorial donde registra esta efusión de la gracia subraya
el, encuentro, no con el Dios de los filósofos, sino con el de Abraham, Isaac y
lacob, y con Jesucristo. En los comienzos del año 1655 se retira a Port-Royal.
El jansenismo de Port-Royal marca sin duda una etapa en la evolución de
aquella vida filosófica (v. JANSENIO Y JANSENISMO). Su mentalidad científica
precoz había ido trocándose en una profunda preocupación por la problemática
humana, y el clima jansenista en que se desarrolla su crisis religiosa únese a
las huellas que en él habían dejado el Manual de Epicteto (v. ESTOIcos, 3) y los
Ensayos de Montaigne (v.). Huellas, éstas, muy dispares: advierte Guardini que,
si bien P. denuncia la doctrina estoica como orgullosa e inhumana, en el fondo
está combatiendo algo que vive muy arraigado en su interior; en cuanto a los
Ensayos, es interesante ver cómo un mismo pensamiento, al pasar de la mente de
Montaigne a la de P., recibe otro peso y otra hondura, y ofrece una dinámica y
un patetismo nuevos.
Dios y el hombre. Por su temprana muerte, su precariasalud y su modo de
pensar, gran parte de la obra de P. es puro esbozo fragmentario, aunque muy
denso. Los Pensamientos no constituyen ni intentaban constituir un libro, ni
siquiera una colección de máximas seleccionadas. Son, como observa Zubiri, «las
notas sueltas que iba acumulando para escribir una apología del cristianismo, y
tal vez una filosofía anticartesiana. De ahí el carácter, no sólo fragmentario,
sino indeterminado, de casi todos los pensamientos. En rigor, pues, lo opuesto a
un aforismo». Lo cual no ha impedido que sigan tomándose dichos fragmentos como
sentencias definitivas.
P. ha vivido como pocos la problematicidad del pensamiento. Lo que en
Descartes (v.) era duda metódica, en él es casi contradicción íntima y angustia.
Es radicalmente un hombre religioso que busca y necesita del Dios vivo. La
indiferencia o la neutralidad respecto de Dios, dice, es la peor injuria que
puede hacerle un hombre. El conocimiento de Dios y el conocimiento de sí mismo
se ayudan mutuamente: según reconocemos la propia miseria e iniquidad, conocemos
a Dios; conforme conocemos a Dios, mediante Cristo, vamos penetrando en el
sentido de nuestra vida y nuestra muerte. El Dios de P. no es tanto el autor de
las verdades geométricas y lógicas y del orden de los elementos, sino el Dios
que le hace sentir al hombre su indigencia y que al propio tiempo le llena el
alma de esperanza, hasta hacernos incapaces de otro fin y de otro anhelo que el
radicado en Dios mismo.
Cuando insta a optar por la consideración de Dios, con todas sus
consecuencias, no trata de formular un nuevo. argumento, sino de adentrar al
hombre por un camino que va a llevarle a la verdad irrefragable. Porque la
experiencia interior, advierte, nos aclara incomparablemente mejor que cualquier
dialéctica las cuestiones planteadas entre la razón y la fe. Si todo quedara al
alcance de nuestra razón, nuestra religión nada tendría de misterioso, de
sobrenatural; si nuestra religión chocara con las pautas racionales, sería
absurda y ridícula. Importa entonces comprender que no todo es comprensible, que
hay realidades allende nuestra comprensión racional, que hay una comprensión más
allá de las meras razones. La última etapa de la razón es reconocer el horizonte
que la sobrepasa; muy débil de espíritu será quien no lo perciba.
Subraya la situación crucial del hombre entre la sabiduría y la
ignorancia, entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio, y gusta de
acentuar los contrastes. Estamos destinados a esclarecer y guardar la verdad, y
navegamos en la incertidumbre y el error. Pero lo que importa es tener viva
conciencia de este equilibrio inestable y mantener bajo un signo positivo la
tensión de espíritu. Uno de sus pensamientos clave es que los afanes del alma no
pueden sosegarse con nada que sea menos, que haya de durar menos que ella.
El «corazón» y el espíritu. Distingue entre el esprit de géométrie y el
esprit de finesse, dándoles una valoración peculiar: aquél es el del matemático
y el físico; éste es la capacidad de captar en su singularidad la compleja
realidad humana con un fino sentido del matiz. Precisamente este esprit de f
inesse le llevará a superar el jansenismo, dándole a la interiorización ascética
un más claro perfil, y a revalorizar en tono agustiniano el corazón.
«El corazón tiene sus razones, que la razón no alcanza». Pero el corazón
no es para P. un complejo de sentimientos irracionales o imprecisos, sino un
modo espiritual de valoración profunda, que capta los valores más hondos del
hombre y le presta a la verdad sus raíces vitales. La verdad, sin esa
participación decisiva del corazón, corre el riesgo de extenuarse. El «corazón»
es quien se adentra con prodigiosa sutileza en los arcanos de la revelación
allende el mero conocer, allende ciertos principios abstractivos, resecos de
puro raciocinio. «C'est le coeur qui sent Dieu, et non la raison». Las pruebas
por vía estrictamente racional nos llevan al Dios de los filósofos, al Ser
absoluto de la Metafísica, al motor inmóvil de Aristóteles; el corazón supera
esas «preuves impuissantes», ofreciéndonos una presencia de Dios en el hontanar
mismo del alma, traspasando de amor la certeza. En el corazón confluyen el
espíritu y el sentimiento.
De ahí que, lejos de excluirse el espíritu y la pasión, viven mutuamente
condicionados como el amor y la razón, y, conforme el espíritu la depura, la
pasión se nos ofrece más nítida y ardiente. El amor (v.) presupone el
conocimiento (v.); pero en la raíz misma de nuestra sed de conocer está el amor.
P. se mantiene aquí en la línea que parte del eros platónico y pasa por S.
Agustín, S. Buenaventura y el Dante: «Amor che nella mente mi raggiona». En modo
alguno cabría atribuirle una actitud irracionalista. Eugenio d'Ors denominó la
ética pascaliana «la ética de la inteligencia».
Deslinda insistentemente el espíritu de la materia y lo sobrenatural de lo
natural, aunque subraye en el cristiano la compenetración existencial entre la
naturaleza y la gracia (v.). De todos los cuerpos reunidos no cabría destilar un
solo pensamiento; de todos los cuerpos y espíritus reunidos no se obtendría, sin
mediación de la gracia, un impulso de auténtica caridad. De unos hombres a
otros, por vivir en planos muy distintos, se abren abismos de incomprensión:
para quienes viven consagrados a las cosas del espíritu queda eclipsado el
resplandor de las grandezas exteriores; la grandeza de los hombres de espíritu
resulta imperceptible para quienes viven según la carne.
En sus consideraciones sobre el hombre, P. hace hincapié en nuestra
dimensión temporal y en los modos de afrontarla. Nunca nos limitamos al tiempo
presente; el porvenir nos parece que se retarda, y pugnamos por apresurar su
curso, y el pasado quisiéramos detenerlo al evocarlo; erramos por tiempos que no
son nuestros; jamás vivimos, sino que esperamos vivir, y, disponiéndonos de
continuo a ser felices, nunca llegamos a serlo. Por otra parte, vivimos en una
perpetua evasión, pensando en todo menos en lo que deberíamos pensar. Nos
consolamos de nuestras miserias divirtiéndonos, y nuestra diversión habitual es
la mayor de nuestras miserias. La imaginación nos agranda el instante y nos
empequeñece la eternidad, y Dios queda frecuentemente reducido a nuestra exigua
medida.
Ahora bien, con todas sus miserias, el hecho de reconocerse miserable
declara la grandeza del hombre muy por encima de las demás criaturas terrenas.
Un árbol, un animal, no se sienten desdichados; el hombre, en cambio, se siente
infeliz como sujeto de una grandeza perdida o malograda. Esa grandeza ha venido
a refugiarse en el pensamiento: desde su pensamiento sigue el hombre siendo
señor del mundo y de sí mismo.
La razón y la justicia. Si la razón caracteriza al hombre, de suerte que
el corazón no queda fuera del ámbito racional, atenerse a la razón en su sentido
más profundo será la ley fundamental de nuestra conducta. Frente a dos
posiciones extremas, la de quienes quisieron ahogar la pasión para convertirse
en dioses, y la de quienes pretendieron abdicar de la racionalidad para quedarse
en bestias, P. advierte que la razón está ahí siempre denunciando las bajezas y
las injusticias, turbando el reposo de cuantos se abandonan a la pasión; pero
las pasiones están también ahí vivas, pese al empeño de extirparlas. He ahí la
raíz de una inquietud que requiere un incesante esfuerzo por mantenernos en el
fiel.
Reiteradamente considera la inestabilidad y las contradicciones de la
justicia humana. Pero ello, lejos de implicar una actitud relativista, en P. es
la apelación a la verdadera justicia (v.), eclipsada por nuestras
mixtificaciones: costumbres, modas, opiniones, intereses, ambiciones,
violencias. «No pudiendo fortalecer la justicia, optaron por justificar la
fuerza: era el único modo de que lo justo y lo fuerte coincidiesen». «Porque
tiene la fuerza se sigue el parecer de la multitud, no porque represente la
razón». En definitiva, él mismo advierte que el espectáculo de las injusticias
humanas no es más grave argumento contra la justicia ideal que pueda serlo el
espectáculo de nuestras contradicciones y nuestros errores contra la existencia
de lo verdadero. Y es lo cierto que aun en el fondo de las mayores injusticias
late un sentido de lo justo, que nos lleva a condenar los desórdenes y abusos
ajenos y a pretender justificar los propios.
Inmerso en un clima de controversia teológica, determinado por las
corrientes reformadoras, por la Contrarreforma y por el jansenismo, y dejándose
llevar de su temperamento extremoso, escribe en el año 1656 las famosas
Provinciales. La primera se titula Lettre écrite á un provincial par un de ses
amis sur le sujet des disputes présentes de la Sorbonne. A partir de la 11a -las
cartas son 18- van dirigidas a los Padres de la Compañía de Jesús, son cada vez
más extensas, y acaban en un verdadero tratado. Abundan en ellas los ataques a
la moral casuística y las lamentaciones, con más acritud que rigor, sobre cierta
supeditación de la teología a la filosofía y de gracia a la naturaleza. El hecho
de que escribiera presionado por algunas gentes no basta a eximirle del pecado
de ligereza en muchos de sus juicios y de una como actitud inquisitorial
respecto de la ortodoxia de los demás, que contrasta con sus propios principios.
Quizá este contraste entre sus principios y su carácter fue su cruz. Decía
Racine que P. murió de viejo a los 39 años.
Queda vigente, aparte muchos de sus pensamientos, la constante presencia
de Dios en sus meditaciones, el sentido cristiano de la vida, y aquel modo
dramático de pensar que lo penetra todo y obliga a seguir pensando. Es profunda
su influencia en ciertas actitudes existencialistas, comenzando por la de
Kierkegaard (v.).
Matemática y Física. En medio de sus preocupaciones humanísticas
fundamentales, de sus estudios de filosofía y teología, P. continuó sus trabajos
en matemáticas y física. De 1642 a 1653, habiendo comenzado ya sus contactos con
Port-Royal, realiza y publica diversos estudios de Física, entre los que
sobresalen sus experiencias sobre el vacío, y su descubrimiento de la presión
(v.) atmosférica en paralelo con Torricelli (Abrégé du traité du vide, 1-651; De
la pesanteur el de la masse de I'air, 1653; y otros). Después mantiene una
correspondencia con Fermat (v.), importante porque constituye el comienzo de los
estudios del cálculo (v.) de probabilidades, al que contribuyó también con sus
trabajos sobre la ruleta (1658). En 1654 escribe un Traité du triangle
arithmétique; y poco después en un estudio sobre las propiedades de las
cicloides se hallaba ya el germen del cálculo infinitesimal (v. CALCULO 111),
que descubrirían y desarrollarían Newton (v.) y Leibniz (v.).
V. t. MODERNA, EDAD I I1, 5.
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J. CORTS GRAU.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991