PATRIMONIO ECLESIÁSTICO
1. Preámbulo. Como todas las sociedades, la Iglesia necesita mediosPATRIMONIO
IIIeconómicos para mantener su organización y realizar sus fines. El Evangelio
establece el derecho del obrero apostólico a su sustento, S. Pablo hace colectas
para la comunidad de Jerusalén, los Apóstoles instituyen el diaconado para
administrar los bienes comunes y a partir del s. III los ecónomos aparecen en la
Iglesia como institución estable. En el Conc. de Calcedonia (451) el cargo de
ecónomo de la Mitra se hace preceptivo con el fin -dice Wernz- de promover una
más acertada administración y a la vez para descargar al obispo de una función
que puede traerle sospechas y descontento de los fieles. Las parroquias que van
naciendo de la expansión de la primitiva iglesia episcopal viven al principio de
la caja común, pero al multiplicarse los centros parroquiales y alejarse de la
ciudad episcopal, comienzan a recibir bienes en precario (el precarium romano);
luego en las cartulae donationis se dan los bienes para el sustento vitalicio
del clérigo, y por fin se dan al oficio mismo parroquial.
El ordenamiento institucionalizado de los bienes se realiza paulatinamente
entre el s. vIII y el x1I. El p. primitivamente único se fragmenta en porciones
diversificadas, las cuales se atribuyen a diversos fines concretos y a varias
personas propietarias. El beneficio (v. BENEFICIO CANONICO) se consolida y la
beneficencia y las causas pías realizadas en iglesias diversas de la episcopal
contribuyen a la descentralización patrimonial, quedando, sin embargo, al obispo
la obligación de vigilar la administración y la inversión correcta de los
bienes.
El Conc. de Constanza (1415) condena las teorías de Wycleff y de Huss, que
niegan el derecho de la Iglesia de poseer p. propio (Denzinger, n. 590.595-616).
Paulo II, en la Const. Arnbitiosae (1468), prohibe al obispo enajenar bienes
eclesiásticos sin licencia de la Santa Sede, regla que a partir de entonces se
urgirá reiteradamente; Pío IX en la Const. Ambitiosae (1468), prohibe al obispo
enajenar el cumplimiento de esa regla en todo el mundo. Las leyes civiles sobre
tráfico de bienes se observan en la Iglesia pero sólo en cuanto estén aprobadas
por ella, la cual reivindica su derecho a legislar en esta materia (c. 11, X,
111, 26; c. 7, X, I, 2).
2. Noción y especificaciones. El CIC apenas emplea la palabra p. Habla de
bienes temporales de la Iglesia, de cosas sagradas (v.), de cosas eclesiásticas,
de bienes (bona, en plural). El can. 1497 define los bienes eclesiásticos
diciendo que son los que pertenecen a una persona moral eclesiástica, ya sean
muebles o inmuebles; corporales o incorporales; en todo caso deben ser bienes
«temporales» y no cosas espirituales o mixtas. La temporalidad de los bienes de
que aquí se habla viene a coincidir con el carácter económico de las mismas. El
carácter económico en sentido objetivo no es sino la aptitud de una realidad
material apropiable para ser usada en orden a satisfacer necesidades humanas de
cualquier clase; esta aptitud las hace apetecibles y las convierte en objeto de
comercio. Subjetivamente, el valor económico depende de que su utilidad sea
conocida y estimada como real. Tratándose de la Iglesia, hay que añadir el
elemento teológico-legal consistente en que los bienes se adquieren y se poseen
«para el logro de sus propios fines» (can. 1495, 1) dentro de los cuales los
bienes temporales tienen en la Iglesia sentido y tutela legal, si bien hay que
advertir que, dada la comercialidad de los bienes temporales, cualquiera de
ellos puede ser utilizado para los fines religiosos y caritativos de la Iglesia.
En resumen, la utilidad (objetiva), la utilizabilidad (subjetiva) y la finalidad
canónica con la consiguiente tutela legal serán las notas esenciales de los
bienes eclesiásticos.
El citado Wernz define el p. eclesiástico diciendo que comprende todas las
cosas temporales, corporales o incorporales, que existen bajo el dominio de la
Iglesia y que han sido destinadas por la autoridad de la Iglesia a los, fines y
usos propios de la misma. Este servicio, que puede ser mediato o inmediato, está
en todo caso ordenado al culto, necesidades religiosas, iglesias y su
mobiliario, sustento del clero, formación de los sacerdotes y enseñanza católica
en general, fines píos cualesquiera y obras de caridad. A tales fines sirven
también las llamadas cosas incorporales o derechos, los cuales no se identifican
con la cosa misma material utilizable, ya que sobre la cosa pueden existir
varios derechos, como propiedad y usufructo, los cuales pueden estar gravados,
hipotecados, etc.
De los bienes eclesiásticos se han hecho diversas divisiones atendiendo a
los fines de Iglesia a que están destinados, o a las personas titulares de los
mismos, o a sus administradores, o a otros criterios de clasificación. El CIC no
recoge estas clasificaciones, las cuales carecen por otra parte de aplicación
práctica e incluso en el terreno doctrinal son discutibles a causa de su
carácter vago y apriorístico; así, hay quien agrupa los bienes en dos secciones,
los que tienen administrador nato o señalado de la ley y aquellos cuyo
administrador es de libre nombramiento; el administrador del p. parroquial es el
párroco, el del beneficio el beneficiario, mientras que el can. 1521,1 nos habla
de «bienes pertenecientes a alguna iglesia o lugar piadoso que ni por la ley ni
por documento fundacional tienen administrador propio». Clasificaciones como
ésta carecen de relieve jurídico, ya que en uno y otro caso la administración se
ejercita obedeciendo a las mismas normas legales.
El Código habla de cosas sagradas (v.), que son las que han sido dedicadas
al culto por consagración o por bendición constitutiva (can. 1479, 2), tales
como las iglesias, oratorios («lugares sagrados» can. 1154), cálices, copones,
vestiduras sagradas («menaje sagrado» can. 1296, 1); de bienes preciosos que
tienen un valor notable por razones de arte, de historia o de la materia de la
que están hechos (can. 1532, 1 n" 1°). Estas especificaciones del p. tienen su
reflejo en normas canónicas peculiares, lo mismo que la división en bienes
muebles e inmuebles (can. 1511, 1 y 1540), corporales e incorporales (can. 1508
y 1511, 1), divisibles e indivisibles (can. 1532, 4°), fungibles o no fungibles
(can. 1530, 1, 1543); también se mencionan los bienes beneficiales (tít. XXV del
lib. III), bienes para causas pías (can. 1513 ss.), fundaciones pías (v.
FUNDACIONES III), bienes de fábrica (can. 1182 y 1184).
3. El problema de la unidad del patrimonio eclesiástico. Como ya queda
dicho, el Código no habla de p., sino de bienes, los cuales por su naturaleza
son entidades singulares; una finca, una iglesia, una servidumbre activa, etc.
La caracterización legal que el CIC atribuye a los bienes eclesiásticos es su
pertenencia a una persona moral eclesiástica como a sujeto de propiedad (can.
1497, 1). Esta definición es caracterizadamente canónica, ya que en los bienes
del Estado hay muchas administraciones, pero un solo dueño, que es la Hacienda
Pública o Fisco, y las varias administraciones no tienen generalmente
personalidad diversa de la del Estado. Al contrario, el sistema canónico
descentraliza los bienes y sus administraciones atribuyéndolos como a sujeto de
propiedad a una gran cantidad de personas jurídicas cuya existencia se apoya en
la ley misma, aparte de las que son erigidas por los obispos (can. 100, 1). Los
bienes son múltiples, las personas propietarias son muchas; ¿cabe hablar de p.
eclesiástico como de una entidad unitaria? a) Ante todo hay que descartar las
teorías que objetivizan el p. considerándolo como una persona jurídica o una
universitas iuris, pues la ley canónica no da apoyo ninguno para tales
objetivizaciones o personificaciones. Lejos de eso, el p. canónico, por
definición, pertenece a alguna persona moral en la Iglesia. Es cierto que hay
situaciones transitorias o indeterminadas en las que el titular del p. no tiene
perfiles de persona concreta; tal es el caso de la herencia yacente antes de la
liquidación de la misma, o el de las asociaciones no reconocidas o no erigidas
en persona, las cuales son, sin embargo, sujetos de derechos y obligaciones
patrimoniales. Menos aún podríamos admitir en Derecho canónico las teorías de
ciertos juristas seculares, según las cuales el p. sería una emanación esencial
e inseparable de la personalidad jurídica (v.), de modo que no habría persona
sin p. Cualquiera que sea el juicio que merezcan tales doctrinas en el campo
secular, es claro que en Derecho canónico la persona tiene finalidades
espirituales que trascienden del aspecto económico, el cual es sólo un medio
para cumplir los fines propios de la persona canónica, pero nunca un elemento
esencial de la misma. De hecho, la erección de una persona canónica se hace sin
consideración a su patrimonio y, aunque la erección le confiere capacidad
patrimonial, puede incluso, en el momento de la erección, carecer absolutamente
de p., ni activo ni pasivo.
b) Otros han buscado el polo unificador del p. en el fin que la ley
canónica le asigna. Autores como Víctor de Reina han subrayado fuertemente el
aspecto teológico del p. eclesiástico hasta definir los fines asignados al p.
como la característica fundamental de los bienes eclesiásticos; de más relieve
que el hecho de pertenecer a una persona moral en la Iglesia (El sistema
beneficial, Pamplona 1965). Sin embargo, se ha observado que el fin de los
bienes eclesiásticos en sí considerado no es un elemento unitario sino plural
(can. 1495, 1); por otra parte, los fines de piedad, caridad y religión revisten
formas muy diversas en cada época histórica, sin olvidar que los bienes
eclesiásticos pueden a veces emplearse en fines fronterizos, tales como el
deporte o la promoción social de las personas y de las comunidades humanas.
c) La titularidad de los bienes eclesiásticos como centro unificador del
p. presenta interesantes problemas que aquí sólo podemos mencionar. Los bienes
eclesiásticos pertenecen a personas determinadas. Ahora bien, no son pocos los
que consideran esta pertenencia como una solución técnico-jurídica que en sí
considerada no dice qué son en realidad los bienes de la Iglesia. Es conocida la
doctrina, hoy abandonada, que atribuía el dominio de los bienes a Dios o a
Jesucristo. Los romanos consideraban a los dioses como dueños de las res sacrae
y de los donaria votiva (Scialoja). En la célebre controversia del Navarro con
Sarmiento sobre los réditos beneficiales, el primero de dichos autores sostiene
que los bienes eclesiásticos son de Cristo, opinión que compartían Felipe Decio
y Fagnani (v.).
Particularmente interesantes son a este propósito las posturas que
vinculan los bienes eclesiásticos al Papa (Sanguinetti, Turricellius) o a la
Iglesia universal (Inocencio IV, Heiner), o que ven dos sujetos de propiedad, la
Iglesia universal y las iglesias particulares (Báñez, Molina). El interés de
estas posturas radica en que la ley actual atribuye el dominio de los bienes
eclesiásticos a la persona moral que legítimamente los hubiera adquirido, pero
eso «bajo la suprema autoridad de la Santa Sede» (can. 1499, 2), mientras que el
can. 1518 afirma que el Papa es «el supremo administrador y dispensador» de los
bienes de la Iglesia. A este supremo poder del Romano Pontífice designan los
canonistas con el término, no por todos aprobado, de dominium altum. ¿En qué
consiste este poder papal de administrador y dispensador supremo? Las respuestas
que los canonistas han dado a esta pregunta se dividen en dos direcciones que
podríamos llamar teoría jurisdiccional y teoría dominical, si bien son
frecuentes las respuestas matizadas que incluyen elementos de una y otra
postura.
Según la primera de dichas direcciones, los derechos dominicales
referentes a los bienes eclesiásticos corresponden a las personas particulares
de la Iglesia; se entiende personas morales, ya que los bienes no tienen como
finalidad la satisfacción de las necesidades de personas físicas, sino las
necesidades sociales de la sociedad Iglesia, las cuales se concretan en las
distintas personas morales (Giménez Fernández). El poder del Papa es el que
corresponde a su jurisdicción suprema de Primado de la Iglesia en virtud de la
cual legisla sobre bienes eclesiásticos, todos los cuales le están subordinados
como a cabeza de la misma. A él pertenece imprimir por medio de sus
prerrogativas jurisdiccionales la dirección de los bienes hacia los fines
sobrenaturales que a la Iglesia corresponden, limitando así los derechos
dominicales de las personas morales inferiores. Según otra dirección doctrinal,
el Papa ostenta poderes verdaderamente dominicales sobre todos los bienes de la
Iglesia, como lo demuestra la práctica de la Santa Sede de disponer de dichos
bienes cuando el bien común lo pide, p. ej., condonando cargas o arreglando
usurpaciones de los Estados. Ciertos actos de administración extraordinarios, p.
ej., la enajenación a partir de cierta cuantía (v. CONTRATO v) no pueden hacerse
válidamente sin la licencia del Papa, lo cual nos indica que tiene poderes
dominicales de disposición, ya que no tendría sentido decir que el Papa no puede
enajenar porque no es dueño, pero puede dar al dueño poderes para que enajene.
En realidad tratándose de bienes eclesiásticos no se puede hablar de
dominio, atribuyendo a esta palabra el sentido que le damos cuando nos referimos
a la propiedad privada. López Alarcón afirma que el p. de la Iglesia está
constituido por bienes en administración. El derecho de propiedad de los bienes
eclesiásticos viene a coincidir con el derecho y deber de administrarlos en
orden a obtener las finalidades concretas eclesiásticas para las cuales están
destinados. Una vez que un bien pasa a integrarse en el p. de la Iglesia, ésta
reivindica ciertamente el derecho de propiedad frente a terceros que no sean
Iglesia, pero la Iglesia misma no tiene sobre dicho bien el «ius utendi, fruendi
et abutendi», puesto que necesariamente tiene que invertirlo precisamente en
fines de Iglesia, sin lo cual la posesión de dicho bien no sería legítima (can.
1495, 1). Dichos fines son sociales de la sociedad-iglesia, por lo cual toda
administración, aun la realizada por los laicos, debe hacerse «en nombre de la
Iglesia» (can. 1521, 2).
La atribución en propiedad de los bienes a determinadas personas
jurídicas, por lo que se refiere al régimen interno de los mismos, no hace otra
cosa que designar el sistema de administración encargado de utilizar los bienes
para el logro de los fines eclesiásticos a tenor de las normas jurídicas
establecidas. La gestión del p. eclesiástico, de índole esencialmente social,
más que un acto de propiedad privada es un acto de régimen jurisdiccional, de
ahí que toda administración deba hacerse «en nombre de la Iglesia», con poderes
sociales que la ley otorga al funcionario administrador. Ahora bien, la Iglesia
es una. Las llamadas Iglesias particulares sólo encarnan en sí la realidad
Iglesia si están vinculadas en comunión con la cabeza visible que es el Papa.
Por lo cual, la solución técnica adoptada por el CIC de administrar los bienes,
adscribiéndolos para ello en propiedad a diversas personas morales
eclesiásticas, no cambia la naturaleza eclesial de los bienes ni la naturaleza
de su administración como función de Iglesia.
Con arreglo a estas premisas, resulta que no puede afirmarse en absoluto
que los únicos dueños de los bienes eclesiásticos son las personas jurídicas que
los adquieren legalmente, y que el llamado «dominium altum» del Papa nada tiene
de dominical, sino que es sólo jurisdiccional. Más bien habrá que decir que los
poderes papales y los de las personas canónicas propietarias son de la misma
naturaleza, si bien están jerárquicamente escalonados por la ley, como
corresponde a las estructuras sociales de la Iglesia. Así, pues, la unidad de la
Iglesia, de la que es sacramento la unidad del Papa, es la que da verdadera
unidad al p. eclesiástico, cuyo conjunto de bienes debe considerarse como dotado
de una estructura unitaria derivada de la Iglesia una a la que pertenece. Tal
es, creemos, la profunda intuición que llevó a los canonistas a la expresión
«dominio alto del Romano Pontífice» con la que tradicionalmente se designan los
poderes papales referentes a las realidades patrimoniales que a la Iglesia
pertenecen.
4. Fuentes del patrimonio. El ordenamiento canónico no sólo establece la
capacidad patrimonial de la Iglesia, sino que consagra el derecho que a ella
corresponde de exigir de los fieles los medios materiales imprescindibles para
atender al gasto público de la misma (can. 1495-96), lo cual es una mera
consecuencia de su poder originario y soberano en orden a sus fines. Por otra
parte, las personas canónicas, operando como sujetos de derecho, traban
relaciones jurídicas con otras personas, canónicas o no, con posibilidad de
aceptar de ellas bienes que pueden pasar al p. de las primeras; de donde resulta
que los ingresos del p. eclesiástico pueden derivarse de un negocio privado de
los fieles o de un acto de poder de la Iglesia. Ello justifica la división
comúnmente aceptada de fuentes de Derecho público o de Derecho privado.
A) Fuentes de Derecho público. La Iglesia tiene, con independencia del
poder civil, derecho a exigir de sus fieles lo que sea necesario para el culto
divino, para el honesto sustento de los clérigos y de otros funcionarios suyos,
así como para los demás fines propios de la misma Iglesia (can. 1496). El CIC
apenas desarrolla las bases del sistema tributario eclesiástico, ni especifica
suficientemente las formas, limitándose a dar ciertas normas de tributación que
vamos a mencionar aquí.
1. El can. 1502 especifica el principio referido en lo referente al pago
de diezmos y primicias (v.), en relación con lo cual la ley establece que en
cada país se observe lo que en él está estatuido por las leyes particulares y
las costumbres loables. Sólo esta norma recoge el Derecho vigente, parquedad que
contrasta con los 35 capítulos que sobre diezmos y primicias contiene el tít.
XXX del libro 3° de las Decretales. Hoy la Iglesia reivindica su derecho a
imponer tributos, pero prefiere la aportación voluntaria de los fieles.
Son los diezmos (v. DIEZMOS Y PRIMICIAS) los porcentajes (que no es
necesario que equivalgan precisamente al diez por ciento) de frutos y otros
lucros legítimos cuya pago impone la ley eclesiástica para subvencionar el culto
divino y los demás servicios de la Iglesia. Las primicias deben su nombre a la
antigua costumbre de entregar a la Iglesia los primeros frutos de la tierra
recolectados y los primeros corderos del rebaño. Pérez Mier estima que la cuota
en concepto de primicias oscilaba entre el 0,60 y el 0,50% de los frutos y
animales obtenidos. La tributación por diezmos y primicias alcanza su máxima
vigencia ypeculiar fisonomía jurídica en la época feudal, razón por la que el
citado Pérez Mier estima que no es posible encasillar el sistema antiguo de
diezmos en las técnicas y doctrinas modernas de exacción fiscal. Los diezmos van
ligados a una economía casi exclusivamente agraria y a una época en la que los
conceptos soberanía y propiedad particular del señor no están suficientemente
discriminados. Por otra parte, el impuesto del diezmo no tiene sólo carácter
económico, sino que, como dice Ferraris (Decimae 1. en Prompta bibliotheca), la
primera razón que lo justifica es «porque así se reconoce a Dios como dador y
supremo Señor de todos los bienes». El diezmo falla cuando al comienzo de la
Edad Moderna la economía agraria de consumo cede al mercantilismo, a la
capitalización y a la burocracia incipientes, que habrían exigido una rápida
reorganización del diezmo personal.
El referido can. 1502 remite a las normas peculiares y loables costumbres
de cada región. No son pocos los comentaristas modernos que ven en ese canon una
pura remisión a los estatutos y costumbres vigentes en el momento de promulgarse
el Código, cerrando así la posibilidad de la restauración de los diezmos allí
donde hubieran caído en desuso. Según otra opinión, el canon contendría una
prohibición dirigida a los obispos y párrocos de imponer diezmos donde no exista
ley o costumbre que lo autorice, pero sin desligar a los súbditos de la
obligación de pagarlos en el caso de que se les exigieran. Las palabras
textuales de la ley no autorizan a hacer esa distinción que, por otra parte,
separaría dos elementos indisolublemente vinculados, ya que si el superior no
tiene derecho a exigir, el súbdito no tendrá obligación de pagar. El texto de la
ley sólo dice que hay que observar lo establecido por ley o costumbre particular
de cada región sin decidir nada sobre la norma misma legal o consuetudinaria en
cuanto a su origen o permanencia. No hay, por tanto, inconveniente alguno en que
los estatutos o costumbres regionales aparezcan con posterioridad a la
publicación del Código por las vías normales de creación del Derecho, como
tampoco hay razón que impida la posible extinción de una ley o costumbre vigente
cuando apareció el Código actual de Derecho canónico.
Pérez Mier, que ha estudiado los sistemas de dotación de la Iglesia,
corrobora este punto de vista con la experiencia legislativa actual de México y
otros países de Iberoamérica y Canadá en los que en mayor o menor medida se
descubre una renovación del diezmo junto con un proceso de transformación hacia
el diezmo personal, tendencia que existe también, aunque con otros caracteres,
en los Estados Unidos y en Inglaterra. Otra modalidad especial es la del centro
de Europa, donde la recaudación del impuesto está encomendada a la autoridad
civil.
2. El catedrático (can 1604) es una cantidad módica que el obispo tiene
derecho a exigir anualmente de todas las iglesias y beneficios sometidos a su
jurisdicción y de todas las cofradías de su diócesis. Su cuantía se determina
por las costumbres de cada país. Actualmente no está en uso, por lo cual, aunque
el derecho de imponerlo no se extingue por prescripción, para reanudarlo tendría
el concilio provincial que determinar su cuantía con la aprobación de la Santa
Sede. No se cobra sede vacante porque su finalidad es, más que obtener recursos
económicos para el sustento del obispo, que todas las entidades diocesanas
muestren su subordinación a la cátedra episcopal (in signum subiectionis).
3. La contribución para el seminario (can. 1356) grava las rentas
sobrantes, hasta un 5%, de todas las instituciones diocesanas, sin excluir la
Mesa episcopal ni las casas religiosas. Actualmente está en desuso, lo mismo que
el llamado subsidio caritativo, consistente en que el Ordinario local, al amparo
del can. 1505, puede imponer a todos los beneficiados una contribución de
cuantía indeterminada para remediar una urgente necesidad eventual de la
diócesis.
B) Fuentes de Derecho privado. 1. Rentas de capital. Su base jurídica se
cifra en el contrato de mutuo o préstamo con interés (v. PRÉSTAMO, CONTRATO DE).
Tradicionalmente la Iglesia lo ha declarado usurario e ilícito; sólo en tiempos
recientes se ha impuesto la idea de la fertilidad del capital y los moralistas
han señalado los títulos que justifican el derecho a percibir intereses del
capital dado en préstamo. Su importancia depende de la cuantía de bienes
rentables que posean las personas canónicas; estos bienes son en la mayoría de
los casos títulos de valores públicos o de empresas privadas. Entran además en
este capítulo los bienes raíces beneficiados (v. BENEFICIO CANÓNICO) y los de
las fundaciones pías erigidas en persona moral; las rentas de estos bienes son
ingresos para la persona canónica que es su dueño.
2. Fundaciones pías, en las que el fundador entrega bienes temporales a
una persona moral para que ésta emplee sus réditos en determinados fines píos
designados (V. FUNDACIONES III).
3. La donación. Esta fuente patrimonial tiene su caracterización más
apropiada en las oblaciones espontáneas de los fieles, como acto de liberalidad
por el que el donante dispone de una cosa en favor del donatario, en nuestro
caso de la Iglesia (V. DONACIÓN). En virtud de la norma canonizante del can.
1529, las formalidades civiles de la donación valen igualmente en el
ordenamiento canónico siempre que no presenten oposición con la ley divina o con
la ley eclesiástica (v. CONTRATO V); según esta última, el rector no puede
rechazar una donación hecha a la Iglesia sin licencia del ordinario (can. 1536,
2), el cual necesita causa justa para conceder tal licencia. La ley actual no
concreta las causas. En el derecho de las Decretales estaba prohibido aceptar
ante el altar los dones de los infieles y excomulgados y también los de los
usureros, sacrílegos, ladrones violentos y pecadores públicos (c. 3,X,V,19 y c.
2,X,V,17). Contra el repudiante ilegítimo de la donación cabe acción de
indemnización de daños. El can. 1536,1, recogiendo una antigua tradición
canónica, establece que la donación hecha al Rector, aun religioso, se presume
hecha a su iglesia mientras no conste lo contrario, así como el can. 691,2
supone implícitamente que las donaciones hechas en iglesias de asociaciones
erigidas se entienden entregadas para los fines de la asociación. Las
costumbres, intérpretes óptimos de la ley (can. 29), resuelven la frondosa
casuística que estas donaciones presentan.
También son donaciones las colectas que se practican desde los tiempos
apostólicos (2 Cor 8,1 ss.). Las personas privadas no pueden hacer colectas sin
licencia del ordinario (can. 1503), ya para evitar peticiones indiscretas, ya
para no dañar las colectas preceptuadas por los prelados o incluso por los
párrocos a quienes en virtud de su oficio corresponde establecer un régimen de
prioridades. Los religiosos de Derecho pontificio necesitan además la licencia
de la Santa Sede, pero los mendicantes pueden postular en la diócesis donde
tienen su casa sin otra licencia que la de sus superiores (can. 621-622).
La donación es generalmente acto inter vivos, pero puede también
configurarse como acto mortis causa, en cuyo caso, según la ley española, debe
considerarse como disposición de última voluntad (CC, art. 620).
4. Testamentos y legados. En esta materia, como engeneral en toda
disposición de bienes en favor de la Iglesia, es preceptivo observar las normas
civiles que aseguran la validez de los actos, y ello no sólo para eludir las
dificultades que presenta la ejecución de disposiciones civilmente nulas, sino
porque todo ciudadano debe cumplir las leyes civiles (can. 1513, 1). Sin
embargo, las disposiciones de última voluntad para causas pías valen en Derecho
canónico, aun sin las solemnidades civiles, siempre que el causante, teniendo
capacidad natural para realizar el acto, lo haga ante testigos o en forma que
deje una prueba patente de su última voluntad, y siempre que no viole derechos
de tercero, sobre todo la legítima de los hijos (V. TESTAMENTO).
Cabe incluso el caso de que un testamento tenga un vicio sustancial que lo
hace nulo mientras que vale el legado anejo porque consta suficientemente la
voluntad de quien lo instituye. En estos casos la ley canónica pide que se avise
a los herederos de su obligación de cumplir la voluntad pía del causante que no
se atuvo en su manifestación de última voluntad a las formas prescritas por la
legislación del Estado. Una respuesta de la Comisión de Intérpretes de 17 febr.
1930 determinó que la norma de avisar a los herederos no es sólo exhortativa
sino preceptiva; norma cuyo cumplimiento corresponde al ordinario en su
condición de ejecutor nato de todas las pías voluntades (can. 1515, 1). Esta
condición del ordinario no elimina, sin embargo, la actividad que es propia de
los testamentarios, sino que la suple si hace falta y la completa, porque los
testamentarios tienen que rendir al ordinario cuentas de su gestión, incluso en
el caso de que el testador hubiera dispuesto lo contrario, ya que la ley
canónica considera inexistentes las cláusulas de los testamentos contrarias a
ese derecho y deber del ordinario.
5. Gestión del patrimonio. La gestión constituye el aspecto dinámico y
funcional del p., por el que se aplica ordenadamente a los fines generales y
particulares a los cuales sirve. Para garantizar esta funcionalidad son
necesarias una serie de operaciones encaminadas a conservar y aumentar el p., a
fomentar su rentabilidad y a emplear los frutos y rentas, y a veces el capital
mismo, en fines de iglesia. Las normas reguladoras de esta serie de operaciones,
que llamamos gestión del p., constituyen una parcela del Derecho administrativo
de la Iglesia y forman un capítulo importantísimo de la normativa patrimonial
del Código.
El sistema depende de la característica canónica de amplia
descentralización. Mientras la tendencia estatal propende a una caja común y a
una administración común del patrimonio, la tradición canónica se basa en
administraciones autónomas de los bienes de cada persona jurídica pública, cuya
gestión debe, sin embargo, supeditarse a ciertos controles que garantizan el
funcionamiento correcto de la administración.
1° Los administradores. El sistema canónico está, por tanto, ligado a la
titularidad de los bienes, cuyo sujeto de propiedad son las personas jurídicas.
En principio, el responsable de la persona jurídica es el administrador de sus
bienes (can. 1495, 2). El Papa administra los bienes de la Iglesia universal y
los de la Santa Sede; el obispo, los de la diócesis y los de la Mitra; el
cabildo, los bienes capitulares; el párroco, los de la parroquia; el rector, los
de su iglesia; el beneficiado, los de su beneficio; el superior, los de las
personas jurídicas no colegiadas, salvo lo establecido en las leyes
fundacionales (can. 1490). Las religiones establecen en sus reglas y
constituciones quiénes son los encargados dé administrar los bienes (can. 532),
lo mismo que las asociaciones canónicamente erigidas (can. 691 y 697), y cuando
existe alguna institución que por derecho no tenga administrador, el ordinario
mismo debe nombrarlo para periodos de tres años prorrogables.
De lo dicho resulta que la administración del p. eclesiástico está en su
mayor parte confiado a clérigos, pues sin la clericatura no se pueden tener los
oficios a los cuales la ley vincula la misión de administrar los bienes. No hay,
sin embargo, disposición canónica alguna que prohíba a los laicos administrar
bienes de Iglesia, y de hecho los laicos intervienen en la administración no
sólo cuando se trata de congregaciones religiosas laicales, sino en las
asociaciones de laicos con responsabilidad canónica y en numerosas instituciones
no colegiadas. Además, a los laicos se les asigna un papel relevante en los
órganos consultivos, como el Consejo Diocesano de Administración, el Consejo de
Fábrica encargado de administrar los bienes de una iglesia (can. 1183), sobre
todo mediante su asesoramiento técnico; así, para administrar los fondos
destinados a la remuneración equitativa del clero previstos en el Motu proprio
Ecclesiae Sanctae, n. 8, se recomienda al obispo el asesoramiento de economistas
(laici in re oeconomica periti).
En todo caso, la administración tiene carácter oficial y público, por
referirse a bienes eclesiásticos, de ahí que toda administración, aun cuando
esté encomendada a los laicos, se hace «en nombre de la Iglesia» (can. 1521, 2).
El administrador de los bienes de cualquier entidad eclesiást:ca recibe de
la ley mandato para realizar los actos de administración ordinaria, entendiendo
por tales los necesarios para conservar y mejorar normalmente el p. con la
diligencia de un buen padre de familia (can. 1523) y de invertir las rentas en
los fines correspondientes. Son, por tanto, obligaciones comunes a los que
administran bienes de Iglesia el conservarlos sin menoscabo; el cumplir
fielmente las leyes canónicas y civiles y las reglas fundacionales que les
afectan; cobrar las rentas, conservarlas y emplearlas legítimamente; destinar
los sobrantes a engrosar el capital fijo de la iglesia o institución; rendir
cuentas anualmente al ordinario, para lo cual hay que llevar al día los libros
de contabilidad con los justificantes de las operaciones realizadas; registrar
los bienes inmuebles; hacer las reparaciones ordinarias; renovar los títulos de
crédito y oponerse a las prescripciones, etc. (can. 1523-28).
El administrador no tiene mandato por ley para actos de administración
extraordinaria (salvo los que pudieran corresponderle por derecho particular o
estatuto fundacional), por lo cual para ello necesita una licencia especial. La
ley canónica no ha señalado en concreto cuáles son actos de gestión ordinaria y
extraordinaria, limitándose a una referencia general a actos «que exceden los
límites y el modo de una administración ordinaria» (can. 1527, 1). Tampoco la
doctrina señala con unanimidad los actos que deben considerarse como gestión
extraordinaria por rebasar los poderes normales del administrador.
Principalmente entran en este concepto los actos de disposición de bienes que
comportan enajenación del capital fijo de la institución o que colocan a la
iglesia en peor condición económica, a los que deben añadirse otros como litigar
en nombre de la persona jurídica, hacer reparaciones extraordinarias de los
bienes inmuebles, redimir sus gravámenes a título oneroso, fundar instituciones
anejas, etc.
Al no existir mandato general de la ley para estos actos, el administrador
que los realizara sin las formalidades especiales prescritas no obraría «en
nombre de la Iglesia» y, por tanto, tales actos serían nulos, con la
consecuencia lógica de que esos actos no vinculan a la Iglesia, sino sólo al
administrador que abusivamente los ha realizado. Por tanto, la Iglesia no
responde de las obligaciones que resultarían de esos actos en caso de ser
legítimos. Si a consecuencia de ellos se ha producido un pasivo en el p. de la
Iglesia, ésta tiene derecho a exigir la restitución; así como, por el contrario,
si de esos mismos actos resultare un beneficio para la Iglesia, esta situación
debe considerarse como un enriquecimiento sin causa, correspondiendo en
consecuencia a la persona lesionada el derecho de exigir a la Iglesia un
resarcimiento equivalente no a su perjuicio sino al exceso por ella percibido
(acción de in rem verso; can. 1527, 2), de tal manera que la situación económica
de la Iglesia quede igual que era antes de realizarse el contrato ilegal.
El nombramiento de administrador no es un acto especial cuando el cargo de
administrar va anejo a un oficio. En este caso el nombrado comienza a
administrar en cuanto haya tomado posesión de su oficio. Si el administrador no
está señalado por ley común o estatuto fundacional, tiene que ser nombrado por
el Ordinario (o por la Santa Sede en su caso) y su gestión puede comenzar
normalmente una vez que ha recibido su misión canónica.
Cesa el administrador por decisión decretada por quien lo nombró, por
pérdida del oficio al cual va aneja la administración, por renuncia aceptada
explícita o tácitamente, por lapso del tiempo para el que había sido nombrado no
habiendo renovación del mandato.
2° Normas cautelares y de control. -Hemos aludido al sistema canónico de
'descentralización resultante de que cada persona canónica administra su propio
p. En el Estado casi todo es del Estado (salvo las instituciones autárquicas
como municipios o diputaciones) y pertenece a la Hacienda o Fisco. En la Iglesia
casi nada es de la Iglesia universal. Esto hace particularmente interesantes las
normas de control encaminadas a garantizar ya la legalidad del acto
administrativo, ya principalmente la conveniencia sustancial del mismo de suerte
que la gestión del p. responda adecuadamente a sus fines. Unas tienen carácter
preventivo, como las licencias, el consejo preceptivo, la vigilancia; otras son
sucesivas como la rendición de cuentas; y las hay represivas o sancionadoras de
los actos ilegalmente realizados.
a) El juramento. Lo preceptúa el can. 1522 para los administradores
nombrados por el Ordinario local. Es un juramento promisorio de que se actuará
con corrección y fidelidad (bene et fideliter). No hay fórmula oficial para
prestarlo, por lo que el Ordinario o el arcipreste rural que lo reciben pueden
tomarlo con la fórmula que mejor parezca. Los administradores cuyo cargo va
unido a un oficio eclesiástico hacen generalmente juramento previo de cumplirlo
bien.
b) El inventario. Al entrar en funciones el administrador recibe el
inventario puesto al día de todos los bienes propios de la entidad que ha de
administrar. La ley preceptúa que se redacte por categorías de bienes (cosas
inmuebles, muebles preciosos, otras cosas) con estimación de su valor. Se hace
en doble ejemplar, uno para el administrador y otro para la curia y en los dos
deben anotarse las variaciones que experimente el p. inventariado.
c) Consentimientos y licencias. Para la enajenación de bienes
eclesiásticos y para los actos a ella equiparados se requiere, según la diversa
cuantía de los bienes, la licencia de la Santa Sede o del Ordinario local, con o
sin consentimiento o consejo del Cabildo o del Consejo de Administración. En
general todo acto de administración extraordinario prerrequiere licencia escrita
del ordinario local, sin cuyo requisito sería nulo (can. 1527, 1). Esta licencia
se pide en particular cuando se trata de litigar ante cualquier tribunal
eclesiástico o civil en nombre de la persona cuyo p. se administra (can. 1526),
si bien en este caso el requisito afecta a la validez, pudiendo además otorgar
la licencia el arcipreste de la demarcación si el caso urge. Aun en actos
considerados como gestión ordinaria del patrimonio, la ley exige a veces la
licencia del Ordinario, el cual controla por este procedimiento la conveniencia
del acto; así sucede cuando se trata de colocar el dinero sobrante en bienes
rentables que acrezcan el p. (can. 1523, 4°). Por otra parte, el Ordinario
podría exigir licencia para casos no contemplados por el código, ya que éste
atribuye al mismo ordinario poderes para ordenar la administración mediante
normas oportunas (can. 1519, 2). El mismo Ordinario está sometido a estas
cautelas preventivas no sólo en ciertos casos de enajenación de bienes, como
queda indicado, sino que en general debe pedir parecer en los asuntos de
importancia a su Consejo Diocesano de Administración, cuya existencia y
funcionamiento es preceptivo (can. 1520).
d) Vigilancia del Ordinario y rendimiento de cuentas. Para obviar los
inconvenientes de la administración descentralizada, la ley pone cierta unidad
en la pluralidad de administraciones no sólo mediante las normas uniformes del
código, sino subordinando toda administración a la dirección unitaria del
Ordinario, a quien compete dictar normas y vigilar el cumplimiento de las mismas
y de las leyes del Derecho común. La vigilancia comprende un acto o medio
fundamental que es el rendimiento de cuentas. Todo administrador, clérigo o
laico, de cualquier iglesia, sin exceptuar la catedral, de cualquier fundación o
lugar pío tiene que rendir cuentas anualmente al Ordinario local, y ello aunque
los estatutos fundacionales exigieran rendimiento de cuentas ante otras personas
físicas o colegios. Las posibles costumbres contrarias quedan reprobadas, lo
cual significa que no pueden alegarse como privilegio contra legem (can. 27);
por otra parte, el derecho de visita del Ordinario no puede extinguirse por
prescripción (can. 1509, 7°). Si las cuentas presentadas no son satisfactorias,
deben devolverse con indicaciones concretas para ser completadas, expresando
cuál es el capital, cómo está colocado, cuáles son los réditos y cómo se
invierten, todo ello dispuesto con arreglo a una contabilidad depurada y con los
recibos, facturas u otros justificantes que sean del caso. La práctica es
presentar cuentas en doble ejemplar; uno queda en la curia y el otro se devuelve
al administrador con la aprobación del Ordinario si las cuentas lo han merecido.
Los religiosos exentos no rinden cuentas ante el Ordinario local, sino
ante sus superiores según sus constituciones y reglamentos. Los beneficiados
tampoco dan cuenta de la inversión de los frutos, los cuales les pertenecen a
título de usufructuarios; en lo demás, les alcanzan todas las normas de
administración (can. 1473 y 1476).
e) Medios represivos. Deben señalarse en este apartado las sanciones
canónicas contra usurpadores, malversadores y contra los que enajenan
ilegalmente bienes eclesiásticos (can. 2345-48); además, para reclamar contra
actos de administración que lesionaran los intereses privados, el damnificado
puede utilizar la vía judicial de los tribunales eclesiásticos o el recurso
administrativo. Contra el acto de un administrador subordinado al Ordinario
local se interpone recurso ante éste; contra los actos del Ordinario cabe
alzarse para ante el Dicasterio correspondiente de la Santa Sede. Los religiosos
recurren al provincial; contra éste al general y contra el general a la Sagrada
Congregación de Religiosos.
6. Extinción del patrimonio. Sólo impropiamente podemos hablar de
extinción del p. (can. 1501), en cuanto que cabe la extinción de la persona
moral dueña del mismo. En tal caso, los bienes de la persona extinguida pasan a
la persona moral inmediatamente superior, que será la diócesis para las
instituciones que en ella radican y la persona de rango superior o la Santa Sede
si de religiosos se trata.
V. t.: COSAS SAGRADAS; FUNDACIONES III; INSTITUCIONES CANÓNICAS; BENEFICIO
CANÓNICO; CONTRATO V.
BIBL.: Fuentes. Decretales, Lib. III, tít. 13, 40 y 48; CIC can. 1495-1551. Obras generales. A. COULY, Administration des biens d'Église, en DDC 8,192 ss.; V. DEL GIUDICE, Beni ecclesiastici en Enciclopedia del Diritto 5,206 ss.; L. FERRARIS, Prompta Bibliotheca, voces Bona ecclesiastica y Decimae; G. FORCHIELLI, 11 diritto patrimonial¢ della Chiesa, Padua 1935; T. GARCfA BARBERENA, Las fuentes del derecho privado del patrimonio eclesiástico en El patrimonio eclesiástico, Salamanca 1950; S. F. GAss, Eclesiastical Pensions, Washington 1942; M. LóPEz ALARCóN, Apuntes para una teoría general del patrimonio eclesiástico, «Ius canonicum», 18 (1966) 111 ss.; S. MANY, De locis saeris, París 1904; L. PÉREZ MIER, Sistemas de dotación de la Iglesia Católica, Salamanca 1949; M. PISTOCCxi, De bonis Ecclesiae temporalibus, Turín 1932; CH. J. RITTI, Chanching Economy and the new Code of Canon Law, «The Jurist», 26 (1966) 469 ss.; M. CONDORELLI, Patrimoni di destinazioni e soggetivitd giuridica nel diritto canonico, Roma 1964.
T. GARCÍA BARBERENA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991