PERSEVERANCIA
Naturaleza. En sentido amplio, p. significa la continuación de cualquier
esfuerzo hasta el fin. En sentido estricto, la p. es la virtud que lleva a la
prosecución y mantenimiento en el bien a pesar de la dificultad (Sum. Th. 2-2 q
128 a I ).
Así entendida la p. tiene el mismo fin que la constancia. Pero según S.
Tomás, la p. y la constancia difieren en cuanto a los objetos que ofrecen
dificultad para permanecer en el bien; la p. hace que el hombre permanezca firme
en el bien, venciendo las dificultades que implica la duración del acto; la
constancia hace que permanezca firme en el bien, venciendo la dificultad
originada por todos los demás obstáculos externos. De aquí se deduce el
parentesco de la p. con la virtud de la fortaleza (v.) de la que es parte
integrante, más estrecho que el que ésta tiene con la constancia, porque la
dificultad causada por la duración del acto es rnás esencial al acto de virtud
que la dificultad originada por los obstáculos externos (Sum. Th. 2-2 g137 4c).
Se ve clara la importancia que tiene la p. en la vida del hombre, sobre
todo en su vida espiritual, porque lo que a él más le cuesta no es tanto la
realización de acciones difíciles aisladas, como la continuidad prolongada en
los mismos actos. Existen ciertamente hombres que poseen la p. como virtud
humana o natural, debido a la formación adquirida, que ha vigorizado su voluntad
disciplinándola. Pero la p. en el bien es tarea ardua y -precisamente porque se
funda en la continuidad y duración de las acciones ordinarias por largo tiempo-
necesita de la gracia de Dios, como sucede en todas las virtudes sobrenaturales.
Existe, pues una p. natural y una p. sobrenatural.
Perseverancia final. Si entendemos la p. como acto continuado hasta la
muerte (la llamada p. final), entonces, además de la gracia habitual o
santificante, se necesita un auxilio gratuito de Dios que ayuda hasta el fin de
la vida. El Conc. de Trento (Denz.Sch. 1566) definió que el cristiano, adornado
con la gracia santificante, no puede perseverar en la santidad sin un auxilio
especial de Dios. Más aún, según el mismo Concilio (ses. VI, cap. 16) el hombre
justificado tiene necesidad de un particular auxilio divino para su p. final,
que es un gran don, velado por el misterio de la predestinación. Este don supone
el estado de gracia santificante y requiere además un influjo continuo de la
gracia durante toda la vida y, especialmente, en la hora de la muerte, sin el
cual el hombre no podría salvarse (v. PREOESTINACIÓN Y REPROBACIÓN). La razón de
tal ayuda estriba en que la libertad personal es inconstante y la gracia
habitual no cambia la naturaleza del hombre. Éste puede determinarse al bien,
pero para permanecer establemente en él necesita del auxilio de la gracia
sobrenatural (v.).
Con su gracia, Dios concede a los predestinados no sólo la posibilidad de
perseverar, sino también el perseverar de hecho. El hombre ha de perseverar en
el bien con el objetivo de lograr el Bien por excelencia que es Dios, para
siempre, para toda la eternidad. La suma de esfuerzos requeridos durante la vida
para perseverar en las cosas buenas de cada día ha de tener su coronación en la
p. final. Es cierto que ésta exige una gracia especial, pero Dios no la niega a
quien de modo continuado persevera largo tiempo: «quien persevera hasta el fin
será salvo» (Mt 10,22).
Motivos para perseverar. La p., aunque sea una virtud especial, no se la
debe separar del resto de las virtudes, ni sobre todo de la caridad que ha de
sostener a todas. La caridad (v.) tiene que ser el motivo último y universal de
toda la actuación humana. Mas no por ello debe desatenderse el valor propio de
cada virtud. Esto implica que, además del motivo propio de la p., hay que tener
a la vista el motivo central de la moralidad cristiana que es la caridad: amor a
Dios y al prójimo por Dios.
Se requiere que ese motivo del amor divino se reavive con la suficiente
frecuencia para que anime y vivifique de alguna manera los actos humanos. Aquí
está la clave para la p.: hace falta un motivo dominante, con sentido de
finalidad. No se puede perseverar por inercia, por la fuerza de la costumbre,
por la rutinaria repetición de actos. El motivo del amor divino irá acompañado
de otros motivos secundarios, pero conservando siempre su primacía sobre ellos.
No se debe perseverar sólo por entusiasmo, ya que éste es pasajero y la p.
postula continuidad y ejercicio prolongado. Pero si se mantiene la primacía del
amor a Dios como motivo central, el entusiasmo en proseguir una tarea para
alcanzar fines intermedios, puede ayudar a realizar las acciones diarias con
mayor empuje y eficacia. El motivo basado en el premio y castigo (v.) no puede
ser supremo; pero no ha de pasarse por alto que, cuando el hombre empieza a
volverse a Dios, es ése el motivo que más viva y eficazmente suele despertar el
amor (cfr. Mt 19,27 ss.). La brevedad de la vida y la cercanía del premio eterno
pueden' servir también para no ceder al cansancio ni al desaliento.
Medios para perseverar. Los medios para lograr la p. en el camino
emprendido son de dos clases: a) los que, de modo negativo, tratan de alejar los
obstáculos concretos para la perseverancia. Estos obstáculos, muy numerosos, son
todos los que afectan a la vida espiritual y en concreto los que dificultan la
lucha interior: superficialidad, pereza (v.), monotonía, tedio, cansancio,
frustración o complejo de fracaso, desaliento, etc. (V. ESPERANZA); y b) los
que, de modo positivo, impulsan al hombre a alcanzar la meta que se propone. En
realidad, estos últimos -al ser puestos en práctica- incluyen los primeros y les
prestan un seguro fundamento.
El medio fundamental es la consideración de la filiación divina (v.),
adquirida con la gracia santificante, y la consiguiente confianza filial en Dios
Padre, sabiendo que Cristo se ha hecho para los hombres camino (cfr. S. Agustín,
Serm. 170,11). La confianza que proporciona la filiación divina crece con la
oración (v.)„ con el trato con Dios. La consideración de que el hombre es hijo
de un Dios que ama, que perdona, que premia y que está al tanto de sus
dificultades, es motivo más que suficiente para animarle a corresponder a su
vocación cristiana. Si el hombre se siente hijo de Dios -por la gracia y el
impulso del Espíritu Santo-, verá claramente que no es nada y que Dios Padre lo
es todo: que él no es más que un sarmiento inútil, desligado de la cepa, pero
vital y fecundo si mantiene la unión con la vid que es Cristo (cfr. lo 15,1 ss.).
La filiación divina sentida y vividaayuda, pues, a reconocer la propia debilidad
y, al mismo tiempo, la fortaleza que Dios presta.
Dios cuenta siempre con la flaqueza humana, los defectos y las
equivocaciones. Ante el aparente fracaso de muchas tentativas es preciso
recordar que Dios más que exigir siempre el éxito, lo que pide es el esfuerzo
continuado en la lucha. La confianza filial impulsa a caminar y luchar con
espíritu deportivo, superando las grandes o pequeñas crisis que la soberbia
querría desviar hacia el desaliento, el pesimismo o la desesperación (V. LUCHA
ASCÉTICA).
Ayuda también a la p. la consideración de la brevedad de la vida y de las
verdades eternas (V. ESCATOLOGÍA). Además la lucha diaria, con una dedicación
generosa a los demás -que mata el egoísmo- y la sinceridad y docilidad en la
dirección espiritual (v.) -que permite superar los obstáculos- ayudan
grandemente en nuestro caminar hacia Dios, perseverando en el bien. Y un
confiado amor hacia María Santísima es signo, como han dicho siempre los autores
espirituales, de p. final.
V. t.: FORTALEZA; FIDELIDAD; ESPERANZA.
BIBL.: G. BLANC, Constance, en DTC 3,1197-1200; A. MICHEL, Perseverance, en DTC 12,1256-1304; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1944; F. MORIONES, Enchiridion Theologicum S. Augustini, Madrid 1962, n° 205; A. TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, Roma 1928, w, 1088-98.
R. TABOADA DEL RÍO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991