Sacramentos. Teología dogmática y moral.1-2
1. Concepto de sacramento. 2. Institución por
Cristo. 3. Número de los sacramentos. 4. Efectos de los sacramentos. 5. La
causalidad sacramental. '6. Ministro de los sacramentos. 7. Sujeto receptor. 8.
Reviviscencia de los sacramentos. 9. Necesidad. 10. La doctrina sacramentaría en
el Conc. Vaticano II.
El cristianismo no es una mera doctrina, sino una doctrina encarnada en vida. Jesucristo no dejó a su Iglesia unas nociones o ideas abstractas de lo que era un s., para que ella los fuese luego plasmando en realidades, sino que procedió al revés: le entregó unos s. concretos, de cuyo análisis se ha ido desgajando lo común a todos ellos para formar un cuerpo doctrinal. Por eso cabe decir que en un principio fueron las realidades sacramentales, de modo que la elaboración de una teoría general de los s. es, inevitablemente, un fruto tardío; pero necesario, si tenemos en cuenta la radical tendencia humana a repensar sus más ricas realidades. Es esa doctrina, que explica y explícita lo que la conciencia cristiana poseyó unitariamente desde el principio y el Magisterio ha definido y sancionado, lo que vamos a exponer aquí.
1. Concepto de sacramento. Podemos partir del
significado de la palabra griega mysterion con la que se designa a los s. y cuyo
contenido significativo influyó sin duda en la configuración de la palabra
latina (v. I, 1). El misterio es lo secreto, lo arcano, y ante todo, Dios en sí
mismo. Pero en Cristo se nos manifiesta el secreto íntimo de Dios. Y por eso Él
es el misterio personal, que encierra el secreto de Dios y a la vez lo
manifiesta, lo encarna. Ahora bien, «lo que fue visible en nuestro Redentor pasó
a los sacramentos», afirma el Papa S. León (Sermo de Asc., 2, ML 54,398). Los s.
son, por tanto, misterio: realidad divina encarnada en signos de culto. La
palabra griega mysterion sirvió a los primeros cristianos para reflejar, por
tanto, el aspecto de don de Dios, de comunicación salvadora.
La palabra latina sacramentum recogió ese aspecto acentuando su vertiente
humana: la consagración a Dios
que produce, la actitud de entrega a Él que supone la vida sacramental. Así
Tertuliano, que dio curso a la palabra sacramentum, partió del sacramentum
militiae (el juramento militar) y lo aplicó al Bautismo y a la Eucaristía, en
cuanto que producen en nosotros una consagración o identificación con Dios.
También S. Cipriano utiliza la palabra con los mismos significados que
Tertuliano, aplicada igualmente a Bautismo y Eucaristía. Para ambos escritores
es claro que a través de estas realidades el hombre recibe la gracia que lo
configura con Cristo. S. Agustín, en el s. v, determina con plena nitidez la
realidad sacramental: «la palabra se añade al elemento, y entonces viene a ser
un sacramento, que es él mismo como una palabra visible», «es la palabra de la
fe que nosotros predicamos la que hace del Bautismo un rito sagrado capaz de
purificar» (Tractatus in Joh. 80,3: ML 35,1840).
Tanto en los Padres griegos como latinos encontramos el concepto o idea de unos
ritos sensibles que encierran en sí una capacidad santificadora. Se trata, por
tanto, de signos (v. SIGNO), pero no solamente de signos cognoscitivos, sino
signos portadores de una realidad que se hace presente por la presencia del
mismo signo. Son signos simbólicos (v. SIMBOLISMO RELIGIOSO III) en los que el
plano invisible, sugerido por la realidad sensible, es en verdad el más real. En
la especulación teológica sobre las realidades sacramentales los Padres griegos
se sirvieron abundantemente de la filosofía neoplatónica, que les ayudaba a
poner de manifiesto cómo lo visible despierta la idea de otra realidad
invisible, más verdadera que la visible puesto que constituye lo más auténtico y
profundo. Como ha señalado Zubiri, «el misterio, como tal, no es una acción por
parte del hombre. Todo lo contrario: es una especie de realidad en la que se
introduce el que participa de ella» (X. Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, 3 ed.
Madrid 1955, 399).
Los s. son, pues, signos eficaces, signos que hacen participar de la realidad
que significan. Los Padres latinos, amigos de un lenguaje más preciso, fueron
analizando los aspectos de este simbolismo eficaz. Así S. Agustín distinguió
entre el signo sagrado evocador de una realidad religiosa, el don espiritual que
santifica al hombre y que está ligado a ese signo, la causa eficiente que da
contenido santificador a la realidad material (la palabra ministerial), y la
institución por Jesucristo que hace posible tal eficacia. El concepto de s. está
así prácticamente elaborado, falto sólo de su última estructuración.
En el s. XI las controversias en torno a la Eucaristía, suscitadas por
Berengario (V. EUCARISTíA), obligaron a un progresivo y más depurado análisis
del concepto de signo, eje de la definición de sacramento. Se operó así una
delimitación decisiva. Sacrae rea signum, signo de una cosa sagrada, será la
noción vigente en aquella época. Pero Hugo de San Víctor (v. SAN VíCTOR, ESCUELA
DE) señaló que no es del todo satisfactoria porque hay signos de cosas sagradas
que no tienen un poder santificante. Los s. no sólo significan, sino que
contienen la gracia, afirmaron Hugo y su escuela; de esa forma su teología
contribuyó a precisar la noción de s. distinguiendo entre los signos
estrictamente santificadores y los demás, dando así a la palabra s. una mayor
concreción frente al uso amplio que antes prevalecía. En la segunda mitad del s.
xii se entiende ya por s. sólo y exclusivamente el signo que causa la gracia.
Pedro Lombardo es testigo cualificado de esta convicción. Con S. Tomás la noción
de s. alcanza la más honda iluminación: el s. es signo de una realidad sagrada
que santifica a los hombres (Sum. Th. 3 q60 a2); es instrumento separado a
través del cual nos llega la virtud salvífica de la divinidad, comunicada a la
humanidad de Cristo (ib. 3 q62 a5). La elaboración teológica de S. Tomás ha
determinado al pensamiento teológico posterior, y ha influido decisivamente en
las formulaciones magisteriales. El Conc. de Trento, hablando de la Eucaristía,
da una definición de s. que resume la Tradición, pues dice de ella que tiene en
común con los demás s. «ser símbolo de una realidad sagrada y forma visible de
la gracia invisible» (Denz.Sch. 1639).
Los s. pertenecen, en resumen, al género del signo y concretamente del signo
simbólico, ya que no sólo tienen una función cognoscitiva e indicadora sino
además existencial e integradora, y de signo práctico, porque realizan lo que
significan. Pueden ser definidos como «signos visibles de la gracia invisible,
instituidos para nuestra justificación» (Catecismo Romano, 2, c. 1, n° 7). De
ahí que quepa hablar de su constitución metafísica, consistente en el rito
sensible y la referencia simbólica a la gracia que produce; y de su constitución
física, consistente en los elementos que integran el rito. Estos elementos son
las cosas usadas (con la acción de utilizarlas) y las palabras que se dicen; la
relación entre ambas fue expresada por los teólogos escolásticos mediante las
expresiones materia y forma; nociones que provienen de la filosofía aristotélica
y que fueron utilizados ya por Hugo de San Víctor e implícitamente Pedro
Lombardo y luego por S. Tomás, etc.
La utilización de signos sensibles, de realidades materiales (cosas) como
vehículos de la gracia es una condescendencia de Dios con el hombre y se
relaciona con todo el realismo de la Encarnación (v.). Primeramente porque los
caminos del conocimiento humano pasan a través de los sentidos. Además porque
son como prolongaciones de Cristo, del Dios encarnado, que asumió en su carne
corporal la realidad material. Y, finalmente, porque la naturaleza misma del
hombre, su condición corporal está pidiendo que las realidades salvadoras se
adecuen a su naturaleza visible. Podríamos añadir que los s. son también
expresiones de la Iglesia, que es organismo público de salvación. Hay que
señalar que si bien las realidades materiales tienen una capacidad
significativa, son por sí solas en gran manera indeterminadas: así la acción de
lavar con agua puede significar una limpieza espiritual, pero puede ser una mera
acción utilitaria. De ahí la importancia de las palabras en el s., son ellas las
que orientan la acción sensible a la significación religiosa que concretamente
tienen (y por eso son forma, principio que da el ser determinado). La palabra
sacramental no es una palabra cualquiera: es la palabra de Jesús, que continúa
siendo dicha por la Iglesia, dando a los ritos sensibles el poder de santificar.
La palabra de la Iglesia es la palabra personal de Cristo en forma eclesial. Por
eso es una palabra eficaz, que obra lo que significa, pues es la todopoderosa
Palabra de Dios.
2. Institución por Cristo. Elemento esencial de los
s. es su institución por el Señor: esta institución es la que da al signo su
poder y su eficacia. Es dogma de fe que los s. fueron instituidos por Cristo (Conc.
de Trento: Denz.Sch. 1601). Intentando detallar más, y en cuanto a la forma en
que se realizó tal institución podemos preguntarnos si fue hecha a modo de un
acto jurídico, con la determinación concreta de todos los elementos que integran
el sacramento. Tal determinación aparece muy clara en algunos s., p. ej., el
Bautismo y la Eucaristía. ¿Sucede así con todos? Hay quienes así opinan, como
Suárez y Belarmino, y entre los autores modernos Franzelin y Pesch. Pero también
hay quienes opinan que algunos s. fueron determinados por Cristo en cuanto a su
sustancia, pero sólo de un modo genérico, de modo que no adquirieron una
determinación específica por parte de Cristo, que habría dejado a su Iglesia la
tarea de concretar tales extremos en los casos en que El no lo hizo. La
sustancia del s. consiste para estos autores en la significación fundamental así
como, evidentemente, en el contenido apuntado por tal significación, y esto es
lo único que en algunos s. habría sido establecido por Cristo. Así piensan Lugo,
los Salmanticenses, y más modernamente Hurter y Billot entre otros. La evolución
ritual de algunos s. -como, p. ej., la Confirmación- parece apoyar decididamente
esta última opinión.
El Conc. de Trento, a la vez que, como ya dijimos, definió claramente la
institución de los s. por Nuestro Señor, habló de la potestad de la Iglesia para
establecer cambios, siempre que se respete la sustancia de los s., expresión
esta última que el Concilio no entró a precisar más (Denz.Sch. 1728). El 30 de
nov. 1947 Pío XII, por la Const. apostólica Sacramentum Ordinis, determinaba
taxativamente, frente a las dudas existentes, la materia y forma del Diaconado,
Presbiterado y Episcopado. El Papa indicaba expresamente que su decisión no
resolvía la cuestión de si Cristo instituyó el s. de manera específica o
genérica, y dejaba abierta la cuestión de cuáles habían sido la materia y forma
del Orden antes de esta Constitución Apostólica. Tales precisiones muestran al
menos que la institución genérica no se excluye de la mente de la Iglesia.
En cualquier caso la institución de los s. por Jesucristo queda clara. Es ella,
como ya señalábamos, la que explica su eficacia santificadora, que sólo de Dios
puede venir, y que actúa a través de la instrumentalidad de la humanidad de
Cristo. Cristo al establecer los s. no da a la Iglesia lo que pudiéramos llamar
una riqueza accesoria, sino una riqueza principal, ya que, como escribe S.
Tomás, «debemos decir que la Iglesia de Cristo fue construida sobre los
sacramentos que brotaron del costado de Cristo pendiente en la cruz» (Sum. Th. 3
q64 a2). Si la Iglesia hace los s., los s. hacen la Iglesia, en una íntima
relación que encuentra su raíz última en la persona misma del Señor.
3. Número de los sacramentos. El Conc. de Trento
dice taxativamente: «Si alguien dijese que los s. de la nueva ley no han sido
establecidos todos por Nuestro Señor Jesucristo o que son más o menos que siete,
a saber Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y
Matrimonio, o también que alguno de estos siete no es un verdadero y propio
sacramento, sea anatema» (Denz.Sch. 1601). Este texto es la culminación solemne
de una doctrina magisterial ya iniciada en el segundo Conc. de Lyon (Denz.Sch.
860) y continuada por el Conc. de Florencia o florentino (Denz.Sch. 1310), que
presupone un largo periodo de reflexión de la Iglesia sobre su propia vida. Este
punto del número de los s. es precisamente uno de los campos donde más se
manifiesta lo que indicábamos al principio: que lo primero es la vida de la
Iglesia, basada en las enseñanzas y mandatos de Cristo, y luego la consideración
y reflexión que va analizando esa vida y desarrollando la doctrina de un modo
estructurado.
Los Padres de la Iglesia antigua hablaron o escribieron sobre los s. de una
manera concreta, es decir, tratando con un sentido a la vez doctrinal y pastoral
de cada uno de ellos, pero sin estudiarlos en conjunto. Aun la misma palabra s.
la utilizan con una significación muy amplia y menos precisa que la actual, y
así llaman s. a ritos que en sentido estricto no son tales: la distinción la
establecían no de una manera teórico-terminológica, sino concreta, ya que al
tratar de los diversos ritos reconocían a unos ciertos efectos y a otros no.
Para poder llegar a fijar la terminología era necesario un proceso lógico que
llevara a definir con exactitud qué es un s.: solamente después, aplicando este
concepto a los diversos ritos, se podría distinguir también termino lógicamente
entre ellos. Este proceso lógico es el que tiene lugar en los s. XI a XIII (v.
I). De hecho la imprecisión sobre el número de los s. continuó incluso durante
el s. XI. En el s.XII y aun hasta mediados del XIII se habla ya de siete, pero
con ciertas incertidumbres. Desde mediados del XIII hay unanimidad en la
afirmación del número septenario. La primera distinción en este proceso de
elaboración teológica es la que se da entre los s. mayores o más importantes.
Entre estos s. mayores se incluyen Bautismo, Eucaristía y a veces Confirmación.
Así, p. ej., se encuentra esta distinción en Ruperto de Deutz, Hugo de Rouen y
Hugo de San Víctor. Es Pedro Lombardo el que insistió reiteradamente en la
distinción entre los s. propiamente dichos y los restantes ritos, enumerando con
precisión los siete sacramentos. De esta forma en el s. XIII el número
septenario se considera ya como verdad de fe y así fue definido después por los
Concilios antes mencionados.
A partir de ese conocimiento de fe, la teología ha realizado un esfuerzo por
penetrar en las razones de conveniencia de que sean precisamente siete los s.
establecidos por Jesucristo. Obviamente ese número obedece a una libre voluntad
de Dios: no se trata, pues, de «deducir» los s. sino de comprender el querer
divino. S. Alberto Magno ve en los siete s. el remedio a los siete pecados
capitales. S. Buenaventura, una correspondencia con las tres virtudes teologales
y las cuatro cardinales. Gran fortuna tiene la argumentación de S. Tomás en la
que establece un paralelismo entre la vida corporal y la espiritual. La vida
corporal humana -dice- tiene una doble vertiente, la personal y la comunitaria.
En cuanto a sí mismo, el hombre se perfecciona esencialmente adquiriendo la
perfección de su vida y accidentalmente descartando los obstáculos que a ella se
oponen. «De esta manera esencial y directa, la vida corporal alcanza su
perfección de tres formas: primero por la generación, que inaugura la existencia
y la vida del hombre, y a esto corresponde en la vida espiritual el Bautismo.
Segundo, por el crecimiento que hace alcanzar al hombre su talla y fuerza
perfectas, y a esto corresponde en la vida espiritual la Confirmación. Tercero,
por la nutrición, que conserva en el hombre la vida y el vigor, y a esto
corresponde en la vida espiritual la Eucaristía». Pero como el hombre está
sujeto a la enfermedad corporal y a la espiritual, que es el pecado, «necesita
un tratamiento. Y éste es doble: uno de curación que restituye la salud, y para
eso, en el orden espiritual, tenemos la Penitencia; otro de restablecimiento del
vigor primero, que se obtiene por un régimen y ejercicio apropiados, y a esto
corresponde en el orden espiritual la Extremaunción». «Con relación a la
comunidad el hombre se perfecciona de dos maneras: primera por el hecho de
recibir el poder de gobernar la multitud y de ejercer las funciones públicas,
cosas que corresponden en la vida espiritual al sacramento del Orden. La
segunda, por la propagación de la especie, y a este respecto se perfeccionan los
hombres en el Matrimonio, tanto en la vida corporal como en la espiritual, toda
vez que no es sólo sacramento, sino también un oficio de la naturaleza». (Sum.
Th. 3 q65 al).
En el mismo lugar, si bien, más brevemente, S. Tomás desarrolla también la
conveniencia de los siete s. en cuanto están ordenados contra el defecto del
pecado (v.), y también en su relación con las virtudes (v.).
Por otra parte S. Tomás afirma claramente que existe un orden de importancia
entre los s. (3 q65 a2), y subraya el lugar primacial de la Eucaristía, «el más
excelente de todos los sacramentos», ya que «todos los sacramentos están
ordenados a la Eucaristía como a su fin» (3 q65 a3). En el mismo lugar el
Angélico establece una jerarquización de los demás s. explicando que, en razón
de la necesidad, el «Bautismo es el más importante», pero en cuanto a la
perfección lo es el Orden, colocándose la Confirmación entre esos dos. «La
Penitencia y la Extremaunción pertenecen a una categoría inferior respecto a los
precedentes, porque están ordenados a la vida espiritual cristiana, no
esencialmente, sino sólo de una manera accidental, es decir, para remedio de un
defecto posible». Dentro de esta categoría, la Penitencia es más necesaria y la
Extremaunción más perfecta (ib.). En la q62 a5 habla de Bautismo y Eucaristía
como de los dos s. más importantes (potissima).
Vemos así cómo permanece la distinción entre s. mayores y los demás, que es
recogida por el Conc. de Trento cuando condena a los que afirman que «estos
siete sacramentos de tal manera son iguales entre sí, que bajo ningún aspecto
haya alguno más digno que otro» (Denz.Sch. 1603). Los orientales, que han
considerado siempre a los s. desde la perspectiva de la divinización del hombre,
han dado siempre especial relieve al Bautismo y a la Eucaristía. No es ajeno a
esta principalidad atribuida a los s. del Bautismo y Eucaristía el hecho de que
fueran ellos los que sirvieran de punto de partida y modelo, en el s. xti, para
elaborar el tratado de los s. en general. Esta distinción entre s. mayores o
principales debe -claro está- ser entendida de tal manera que se respete el
carácter de s. que tienen todos ellos, so pena de no respetar la doctrina de la
Iglesia. En ese sentido se puede decir sintéticamente que dentro del conjunto de
los ritos que existen en la vida cristiana hay siete que tienen un valor y
naturaleza especialísimo: los siete s., dentro de los cuales cabe establecer
jerarquías o principalidades, pero todos los cuales tienen la misma naturaleza
de signos eficaces de la gracia ex opere operato. Los restantes ritos tienen
naturaleza diversa: algunos poseen una estructura que los acerca en cierto
sentido a los s., aunque permaneciendo claramente distintos de ellos (v.
SACRAMENTALES); los restantes tienen una estructura de otro tipo.
4. Efecto de los sacramentos. a. La gracia. Los s.
significan la gracia (v.), son manifestativos de la voluntad salvadora del
Señor. Pero no solamente eso: los s. causan la gracia. Esta afirmación pertenece
al dogma católico. Pero en esta frase se expresa un doble contenido, que
conviene distinguir para su análisis. Primeramente, que la gracia es conferida
por los s. y en segundo lugar que esta gracia es causada por los s. mismos, lo
que plantea el problema de lo que se llama causalidad sacramental. Vamos ahora a
limitarnos al primer aspecto, y luego estudiaremos el segundo.
El Conc. de Trento afirma con nitidez que los s. contienen la gracia que
significan, y la confieren a quienes no ponen obstáculo: frente a la posición
luterana proclama que no solamente son signos externos de la gracia recibida por
la fe o meros actos testificativos de profesión cristiana (Denz.Sch. 1606). La
misma doctrina había sido ya expresada en el Conc. Florentino (Denz.Sch. 1310),
en la condenación de la doctrina luterana (Denz.Sch. 1451), y precedentemente
por toda la tradición patrística y medieval. Los s. «son, en la dimensión de la
visibilidad histórica, una manifestación concreta del acto salvífico celestial
de Cristo» (E. Schillebeeckx, o. c. en bibl. 58). La teología medieval distingue
entre el sacramentum, sacramentum et res (del que luego hablaremos), y res
tantum. El sacramentum es el signo, y la res tantum es la última y más profunda
de las realidades obradas por el signo, que es precisamente esta realidad de
salvación, la recepción de la gracia conferida por quien es Señor tie ella. «No
es una simple distribución de la gracia, al modo como se reparte un fluido en
varios recipientes. Sino que hay una iniciativa divina, un acto personal de Dios
que interviene en el destino sobrenatural del creyente» (J. M. Tillard, o. c. en
bibl., 23). El aspecto personalista de la gracia, como encuentro con Dios que
salva, ha sido subrayado muy fuertemente por la teología contemporánea, pero se
halla en la mejor tradición escolástica. Así, p. ej., en S. Tomás, que escribe
«no se dice que la gracia esté en el sacramento como en su sujeto, ni como en un
vaso tomado como un lugar, sino en cuanto el nombre vaso significa un
instrumento para hacer alguna obra» (Sum. Th. 3 q(52 a4 adl).
Esta gracia se confiere por el s., según la expresión tridentina, ex opere
operato (Denz.Sch 608), es decir, por la fuerza, por la virtud de lo operado en
el mismo sacramento. Esta fórmula fue utilizada ya por los escolásticos del s.
xir Pedro de Poitiers y Guillermo de Auxerre, y quiere decir que por medio del
s., a través de una forma visible y eclesial, Dios realiza un acto salvador para
el hombre que lo recibe. Esto no excluye, sino que exige, en el sujeto receptor
una disponibilidad para acoger esa acción salvadora, pero la gracia es
eficazmente conferida por la posición del s., no por las disposiciones del
sujeto. La intelección de esta fórmula ex opere operato es importante, para
evitar falseamientos prácticos y pastorales. La oferta de gracia por parte de
Dios al realizarse la acción sacramental es infalible, pero se precisa la
acogida del sujeto, no poniendo óbice a la oferta absolutamente segura de Dios.
Por eso es falsa toda comparación -hecha a veces por autores racionalistas-
entre el s. y las prácticas mágicas. El s. no es un intento humano de apoderarse
del poder divino, ni una máquina automática de producir gracia. Es un acto
gratuito de Dios cuya oferta requiere ser acogida por la buena disposición del
hombre, análogamente a como la presencia física de la humanidad del Señor, antes
de su subida a los cielos, debía ser no sólo vista sino acogida en la Fe.
¿Cuál es la gracia que confiere el s.? Ante todo la gracia santificante. Suele
distinguirse entre s. de muertos y de vivos. Los s. de muertos (Bautismo y
Penitencia) tienen por objeto conferir la gracia al alma separada de Dios por el
pecado; los s. de vivos (los otros cinco) aumentan la gracia a quien ya la
tenía. Cuando el que recibe los s. de muertos se encuentra ya en contacto vital
y salvador con Dios (recepción de la Penitencia por parte de quien ya está en
gracia y se acusa sólo de pecados veniales; recepción del Bautismo por parte de
quien haya podido recibir ya antes el Bautismo de deseo), su situación sería
semejante a la del que recibe los s. de vivos, establecidos de por sí para
acrecentar la gracia, para incrementar la vinculación de salvación con Dios. Los
teólogos han señalado que algunos s. de vivos, como la Unción de los enfermos,
pueden accidentalmente dar la gracia primera en situaciones particulares del
sujeto. En cuanto a la medida de la gracia conferida por cada recepción
sacramental resulta difícil hablar, porque es un secreto de Dios. Pero puede
decirse con probabilidad que la mayor o menor apertura por la caridad a la
gracia ofrecida determina de algún modo la amplitud de la eficacia sacramental.
Cabe hacer una pregunta: si los s. confieren únicamente la gracia santificante,
¿a qué viene entonces esta pluralidad de s.?, ¿no bastaría con uno solo? La
tradición teológica habla de una gracia sacramental específica de cada
sacramento. Podemos decir, para explicarla, que la gracia que se confiere en
cada s. está orientada a situaciones existenciales y a necesidades
diversificadas de la Iglesia. Si en cuanto a la vinculación íntima con Dios no
difiere la gracia de los distintos s. -a no ser por su intensidad-, hay que
tener en cuenta que esta transformación interior del hombre que implica la
gracia alcanza resonancia en las diversas situaciones existenciales del mismo
hombre, así como en su relación con la Iglesia y con los poderes y misiones que
Dios otorga, y esto justifica el que se deba hablar de la gracia de cada s. como
de una gracia diversificada. Por eso la gracia sacramental lleva vinculadas
gracias actuales que posibilitarán y facilitarán el que la intimidad con Dios
tenga una resonancia activa en las situaciones de vida a las que cada s. se
refiere. Así, p. ej., el ejercicio de la vida conyugal y familiar en los
casados, las tareas del ministerio sacerdotal en los ordenados, la aceptación
cristiana de la enfermedad en el cristiano que ha recibido la Unción, etcétera.
Ésta es, en el fondo, la opinión de S. Buenaventura y de Alejandro de Hales
entre otros, y nos parece la opinión más sencilla y más verdadera; también la
opinión de S. Tomás (Sum. Th. 3 q62 a2) sobre la gracia sacramental podría
reducirse fundamentalmente a la que acabamos de exponer. En el estudio
específico de cada uno de los siete s. se responde con detalle a la pregunta de
cuál es la gracia sacramental en cada uno de los sacramentos.
b. El carácter. Este otro efecto de los s. -mejor, de algunos de ellos:
Bautismo, Confirmación y Orden- es definido por el Conc. de Trento como «cierta
señal espiritual e indeleble» (Denz.Sch. 1609). Este efecto, propio sólo de
algunos s., conviene relacionarlo con uno común a todos los s. que la teología
escolástica designó como res et sacramentun2. Es decir, con esa realidad que por
una parte es res, efecto del sacramentum, de la realidad simbólica constituida
por la acción sensible y por la palabra, pero a su vez es también sacramentum, o
sea, un nuevo signo del último efecto de los s., de esa res tantum que es la
gracia. La teología moderna, apoyándose en datos de la Tradición, intenta
explicar esta realidad intermedia, este res et sacramentum, este efecto
inmediato del signo sensible, diciendo que es una especial vinculación a la
Iglesia: «es la iglesia misma como sacramento original, respecto de la cual el
hombre adquiere una nueva renovada relación» (O. Semmelroth, o. c. en bibl.,
76). Tendríamos así que en tres s. esta especial vinculación a la Iglesia
adquiere una perennidad que los hace irrepetibles. Y a ese efecto se le llama
carácter.
En la expresión de este efecto de los s., la vida de la Iglesia es aquí también
anterior a la teoría. La Iglesia no ha repetido nunca estos tres s. sobre el
mismo sujeto. De este hecho ha surgido la reflexión: ¿por qué no se repiten
estos s.?, ¿cómo podemos expresar con detalle esa conciencia de la Iglesia de la
que deriva esa no reiteración? Surgió así la doctrina teológica sobre el
carácter. Si estos s. no se repiten es porque implican un elemento de
estabilidad y de perennidad que ni el mismo pecado puede destruir. Y esta
perennidad corresponde a la relación con Cristo y con la Iglesia que estos s.
comportan. S. Tomás considera a la Iglesia, al estudiar el carácter, como
comunidad cultual. «Los sacramentos de la nueva ley imprimen carácter en cuanto
que destinan a los hombres al culto de Dios, según el rito de la religión
cristiana» (Sum. Th: 3 q63 a2). Es un «principio de acción» (ib. ad4). El
carácter distingue a los servidores de Cristo «en orden al culto de la Iglesia
presente» (3 q63 a3 ad3). El carácter es una participación del sacerdocio de
Cristo: «el carácter es indeleble en el alma, no por razón de su perfección
propia, sino por razón de la perfección que posee el sacerdocio de Cristo, del
cual procede el carácter a título de virtud instrumental» (3 q63 a5 adl). El
carácter, pues, confiere una consagración permanente para participar de modo
diverso, según cada s., en la misión de Cristo, misión actualizada visiblemente
en la Iglesia.
¿Por qué en los demás s. no se produce ese efecto permanente? Porque en todos
ellos se da un efecto intermedio, una res et sacramentum, pero que no es
necesariamente permanente, ni se dirige a situaciones inmutables. Así, en la
Eucaristía la presencia real de Cristo es la res et sacramentum, efecto
transitorio porque esa presencia real desaparece cuando acaban las especies y
está ordenada a desaparecer: las especies se ordenan a la manducación, a la
Sagrada Comunión, por la que se realiza la plena participación en el banquete
eucarístico. En la Penitencia se realiza una reconciliación con la Iglesia y con
Dios, que no es permanente, pues puede ser rota por el pecado. En el Matrimonio,
el vínculo creado es indisoluble, pero cesa con la muerte de uno de los
cónyuges. La Unción de enfermos no puede ser reiterada durante la misma
enfermedad, pero sí en enfermedades nuevas o en situaciones de nueva gravedad en
una enfermedad que permanece.
5. La causalidad sacramental. Los s. confieren la
gracia, y la confieren ex opere operato, por lo operado y no por el valor
meritorio de la acción. Ahora bien, los s. ¿son causas estrictamente dichas de
la gracia? Y si lo son, ¿de qué modo lo son? Ésta es la cuestión de la
causalidad sacramental, sobre la que a partir de un núcleo dogmático varían las
opiniones de los teólogos católicos, dando origen casi hasta nuestros días a
múltiples sentencias. Entre los primeros teólogos escolásticos adquirió fortuna
la teoría de la causa dispositiva: los s. producirían en el alma un ornato o
disposición que exige la infusión de la gracia, pero sin que propiamente la
produzcan. Otros escolásticos hablaron de la causalidad impropia, considerando a
los s. como vasos que contienen la gracia pero sin causarla; o de la teoría del
pacto: Dios se habría comprometido a dar la gracia a todos los que reciban el
rito sacramental, de modo que Él obra al mismo tiempo que el s. (esta opinión es
la de S. Buenaventura). S. Tomás ha tratado la cuestión en varias de sus obras;
en él se da una evolución desde la teoría de la causalidad dispositiva, que
defendió al principio, a la de la causalidad instrumental que expuso en sus
obras de madurez. En la Sum. Th. 3 q62 aborda el tema, y distingue entre causa
principal e instrumental, obrando esta última por el movimiento que le imprime
el agente principal, que en el caso de los s. es Dios: «el sacramento -concluye-
de la ley nueva es causa instrumental de la gracia» (Sum. Th. 3 q62 a3). El
Angélico funda sus ideas en la comparación -y aún más que comparaciónde la
causalidad instrumental sacramental con la de la Humanidad de Cristo. «El
instrumento puede estar separado, como el bastón, o unido, como la mano. El
instrumento separado es movido mediante el instrumento unido, como el bastón es
movido por la mano. La causa eficiente principal de la gracia es Dios mismo, en
relación al cual la humanidad de Cristo es como un instrumento unido, y el
sacramento como instrumento separado. Por tanto, es necesario que la virtud
salvífica se derive de la divinidad de Cristo a los sacramentos por medio de su
humanidad» (3 q62 a5). El pensamiento de S. Tomás es, por tanto, nítido en
cuanto a la afirmación de que los s. son causas instrumentales de la gracia. .
Esa doctrina recibió prácticamente el refrendo del Conc. Tridentino, que habla
del Bautismo como «causa instrumental» de la gracia (Denz.Sch. 1529). La
teología postridentina, admitiendo unánimemente esta causalidad instrumental, se
dividió en dos grandes sentencias o grupos de opiniones, ambas con la pretensión
de encontrar apoyo en los textos de S. Tomás. Son las teorías de la causalidad
física y la de la causalidad moral, dentro de las que se diversifican los
autores según otros matices. La teoría de la causalidad física perfectiva
-nombre que se emplea para contraponerla a la de la causalidad física
dispositiva defendida por los antiguos escolásticos y S. Tomás en su juventud-
es sostenida por muchos tomistas y por otros autores, como Belarmino y Suárez,
aunque con algunas diferencias entre ellos. Cayetano, tal vez el primer
formulador explícito de la teoría, escribe: «el sacramento alcanza
instrumentalmente la gracia sacramental, y no hay necesidad de recurrir a una
disposición previa»; «la gracia santificante por la cual el hombre viene a ser
miembro de Cristo y que nos hace participantes en la naturaleza divina es
producida por Dios principalmente, y por el sacramento instrumentalmente»;
«cuando se habla de la acción que causa la gracia, se puede considerarla bajo un
doble aspecto. O bien se trata del cambio que sobreviene en el alma, que llega a
transformarse de no agradable en agradable a Dios, y aquí el sacramento ejerce
instrumentalmente su acción. O bien se trata de la producción inmediata de la
gracia, en que se mezcla de algún modo una creación; éste es término inmediato
de la acción divina» (In Summ. Theol. S. Thomae, 3 q62 al).
Los defensores de la causalidad moral dicen que los s. ejercen eficazmente un
influjo moral para-que otra causa física produzca el efecto de la gracia. Este
influjo corresponde a los s. por su valor intrínseco, pues son como acciones
mismas del Señor, que determinan que Dios, infaliblemente, conceda la gracia. De
esa forma para los defensores de esta teoría, el valor moral de los s. explica
por sí solo la producción de la gracia por parte de Dios, ya que -dicen- el
valor de la pasión de Cristo es comunicado a los s., de modo que pueden ser
considerados moralmente como actos del Salvador, por lo que contienen moralmente
la gracia. Los patrocinadores de esta teoría -Melchor Cano, Ledesma, Vázquez,
Lugo, Franzelin y otros- defienden esta causalidad moral porque consideran
insalvables las dificultades que encierra la teoría de la causalidad física.
¿Cómo podría una realidad moral -aunque compuesta de partes físicas separadas
temporalmente- poseer una fuerza física de obrar? A lo que los tomistas
responden que el ser moral resultante de la voluntad de Cristo aporta la unidad
sacramental a los elementos físicos, materia y forma: la intención de Cristo se
prolonga en los elementos sensibles del sacramento. A esta objeción se añaden
otras basadas en el tema de la reviviscencia de los s. (v. 8), en el análisis
del concepto de instrumento y su capacidad modificativa del efecto, etc., que
motivan otras tantas respuestas de los defensores de la primera doctrina.
Modernamente Rahner (v.) ha criticado todas estas teorías, ya que según él «el
carácter de signo de los s. no tiene el menor papel en ellas». La función de
signo y la función de causa estarían -dice- una al lado de la otra interiormente
desligadas entre sí. Para Rahner la causalidad de los s. es esa causalidad de
símbolo que compete al símbolo esencial en cuanto tal. Por símbolo esencial -no
símbolo real interno- entiende «esa manifestación y tangibilidad histórica,
espacial y temporal, en la que un ser, al ponerse de manifiesto, se anuncia, y
al anunciarse se pone presente, originando esta manifestación que es realmente
distinta de él». «La Iglesia misma, en su concreción histórica, es el símbolo
interno del triunfo escatológico de la gracia de Dios; en esta concreción
espacial y temporal, la gracia misma se hace presente. Ahora bien, como los
sacramentos son realizaciones de la Iglesia misma, actualizaciones de la Iglesia
con miras al hombre particular, estos signos son eficaces en cuanto que la
Iglesia -como la nueva alianza- es en toda su realidad la existencia presente de
la Iglesia de Dios» (K. Rahner, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1964,
37-44). Como se ve, Rahner acude a la consideración de la Iglesia como s.
original, idea tradicional reavivada por el Conc. Vaticano 11, aunque dándole un
alcance diverso del que tiene en las fuentes. Esta teoría ha sido criticada,
tanto porque deforma polémicamente las teorías precedentes (que tienen en
realidad más presente el concepto de signo de lo que él dice), como sobre todo
porque tiende a disolver los s. concretos en la Iglesia (aspecto que se une con
su tesis -rechazable- según la cual Cristo no habría instituido los s.
directamente sino genéricamente al instituir la Iglesia como s. universal de
salvación).
6. Ministro de los sacramentos. a. Ideas generales.
Se designa como ministro de los s. al hombre que realiza el signo aplicándolo al
sujeto receptor. Esa definición se realiza en todos los s. excepto, en cierto
modo, en la Eucaristía, en la que cabe distinguir entre el ministro que realiza
el signo en su hacerse (el que pone el signo que produce la transustanciación) y
el que lo aplica (al dar la Comunión), que pueden ser dos personas distintas.
Las acciones sacramentales son acciones de Cristo. S. Pablo dice que Cristo
santifica a la Iglesia limpiándola con el lavado del agua en la palabra de vida
(Eph 5,25). La Patrística subrayó mucho este tema, especialmente en la zona
latina u occidental del Imperio Romano para cortar con la herejía donatista (v.
DONATO Y DONATISNIO) que hacía depender la eficacia de los s. de la santidad
personal del ministro. Los Padres subrayan por ello fuertemente que los s. no
sólo nos comunican la santidad (gracia) de Cristo, sino que es Él quien
fundamentalmente actúa; el ministro es sólo eso, un ministro cuya posible
indignidad nos impide ver la acción de Cristo. Así S. Ambrosio dice: «No limpió
Dámaso, ni Pedro, ni Ambrosio, ni Gregorio; los servicios son nuestros, pero
tuyos son los sacramentos. Pues no es competencia humana conferir lo divino,
sino que ése es tu oficio, Señor, y el del Padre» (De Spir. Sancto, Prol., 18:
ML 16,708). Y S. Agustín: «A los que bautizó Juan, Juan bautizó; a los que
bautizó Judas, bautizó Cristo. Así, pues, a los bautizados por un inclinado a la
embriaguez, por un homicida, por un adúltero, si era bautismo de Cristo, Cristo
los bautizó» (In joh. 5,18: ML 35,1424) «Es Cristo mismo quien por su poder
realiza estos efectos, sirviéndose de los ministros como instrumentos», leemos
en S. Tomás (Sum. Th. 3 q64 a5). Y Pío XII dirá que los s. son «acciones del
mismo Cristo» (Enc. Mediator Dei, AAS 39, 1947, 533).
Por ello para la administración válida de los s. se requiere que el ministro
tenga potestad recibida de Dios y los confiera en su nombre. Para algunos
(Confirmación, Orden, Eucaristía, Penitencia, Unción de enfermos) se requiere
haber recibido el Orden sacerdotal. En el Matrimonio son ministros los fieles
que lo contraen. El Bautismo es de ordinario administrado por el sacerdote,
aunque en caso de necesidad puede ser conferido válidamente por cualquier hombre
con tal de que tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia.
b. Requisitos personales para la administración de los sacramentos. Se requiere,
en primer lugar, que se tenga la potestad adecuada. Además, la intención o
voluntad de hacer lo que hace la Iglesia, tema del que por plantear algunas
cuestiones teológicas más complejas hablaremos a continuación ampliamente. En
tercer lugar la atención de la mente: basta aquella atención externa que es
suficiente para que el acto sea verdaderamente humano. Naturalmente el respeto
debido al s. exige que el ministro haga lo posible por mantener también una
atención completa interna, evitando en lo posible las distracciones. Para una
lícita, además de verdadera y válida, administración, debe el ministro cumplir
algunos otros requisitos: a) estar en estado de gracia, pues las cosas santas se
han de tratar santamente y el ministro actúa en nombre de Cristo; sin embargo,
como los s. se han establecido para el servicio de los hombres, en los casos
urgentes no supondría un nuevo pecado el administrar el s. en estado de pecado,
aun cuando ni siquiera hubiera tiempo para hacer un acto de contrición; b)
cumplir fielmente los ritos y _ ceremonias establecidos por los libros rituales
aprobados por la Iglesia (el cumplimiento de los ritos esenciales se requiere
para la validez, el de los demás para la licitud); obviamente hay una jerarquía
en los ritos y no todas las rúbricas tienen la misma importancia: esto es
preciso tenerlo en cuenta a la hora de valorar moralmente los defectos rituales
que puedan darse; c) facultad legítima de administrar los s.: así la legislación
de la Iglesia reserva, p. ej., a los párrocos la administración ordinaria de
algunos s. y algunas censuras eclesiásticas pueden privar al sacerdote de la
administración lícita de algunos sacramentos. El s. de la Penitencia (v.), por
su parte, está sometido a reglas jurídicas que en algunos casos pueden afectar a
la validez.
c. Intención necesaria para la administración de los sacramentos. a) Necesidad
de la intención. La acción del ministro es una acción instrumental -lo que él
realiza es obra de Cristo y de la Iglesia-, pero el ministro no es un
instrumento inerte, sino humano: lo que presta a la acción de Cristo es su
propia humanidad. Por eso, para que su obra sea obra de Cristo debe tener
intención de obrar en nombre de Cristo, o -con otras palabrasen nombre de la
Iglesia, cuya intención se identifica con la de Cristo. La consideración del
tipo de intención que es necesaria ha dado origen a muchas discusiones
históricas: expondremos el tema con detalle.
Como sucede con otros aspectos de la teología sacramentaria, la elaboración
sistemática de las cuestiones relacionadas con la intención se inicia en el s.
XII. La casi totalidad de los autores afirman que se requiere la intención en el
ministro, si exceptuamos a Roberto de Apulia, Gandulfo y Rolando Bendinelli. En
un texto lleno de vivacidad Hugo de San Víctor ridiculiza a los que sólo exigen
el pronunciar las palabras sagradas, que producirían efecto aun sin intención
alguna: «Por casualidad lleven a mi hijo al baño. Vine al agua no para bautizar
sino para bañarlo; no para dar un sacramento, sino para quitar las manchas o
fortalecer el cuerpo. Puse a mi pequeño en el agua; pero como quería que
creciera bien y provechosamente, dije, tal vez del mismo modo que diría al comer
o al beber, al arar o al sembrar o al hacer cualquier cosa: En el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Vienes tú, y me dices que he bautizado a
mi hijo. Sé que está bañado, pero no sé si está bautizado... Mira, pues, y
considera que la obra de los ministerios de Dios debe ser racional, ni se ha de
prejuzgar únicamente por la forma cuando no existe ninguna intención de obrar»
(Sent. tr. 5 c. 9). Todos los teólogos del s. xtii manifiestan definitivo y
pleno consentimiento al hablar de la necesidad de la intención, y determinan más
particularmente hasta dónde debe llegar ésta. Hacia 1231 Guillermo de
Altisidiorense acuña la fórmula intentio faciendi quod facit Ecclesia que
llegaría a ser clásica, y que la emplearían Alejandro de Hales, S. Buenaventura,
S. Alberto Magno y S. Tomás.
Esos autores van además perfilando la doctrina. S. Tomás, que recoge
magistralmente los resultados de esta reflexión, define la intención como un
acto de la voluntad por el que el hombre intenta algo según un orden racional (Sum.
Th. 1-2 q12 al ad3). La voluntad no tiende sino al bien; por tanto, ese «algo»
buscado por ella lo ha de pretender como un bien. Presentado el bien por el
entendimiento, el primer acto de la voluntad será el de complacencia; la
voluntad, atraída por la aprehensión del bien, incita a su vez al entendimiento,
que juzga posible de conseguir el bien presentado. La primera complacencia se
transforma en deseo eficaz, en firme voluntad. Aquí está la intención: en la
tendencia eficaz de la voluntad hacia el fin, que arrastra consigo una
orientación a los medios para conseguir ese fin. En este sentido habrá que
entender la intención cuando se habla del ministro de los sacramentos. Éste debe
querer hacer aquello que hace la Iglesia. Su fin, explícito o no, es algo
sagrado, y para conseguirlo determina realizar la acción sacramental:
Frente a la doctrina de la necesidad de la intención del ministro parece surgir
una dificultad: el hecho de que la Iglesia afirma la validez del Bautismo
administrado incluso por un infiel. ¿Qué intención puede tener un pagano que no
admite la verdad del Bautismo o de la Iglesia? Basta -sé responde- que el
ministro intente, aunque sea de manera confusa, hacer lo que hace la Iglesia, y
es posible que se quiera hacer lo que la Iglesia hace «aun pensando que eso no
es nada» (S. Tomás, Sum. Th. 3 q64 a9 adl).
La necesidad de la intención del ministro ha sido definida por el Magisterio.
Inocencio III, en la profesión de fe exigida a los valdenses, habla de la
fidelis intentio proferentis en el ministro de la Eucaristía (Denz.Sch. 794). De
la intención del ministro de hacer lo que hace la Iglesia, como elemento
indispensable para que pueda perfeccionarse el s., habla el Conc. Florentino (Denz.Sch.
1312). Los reformadores protestantes negaron la necesidad de la intención,
consecuentes con su doctrina según la cual los s. no son sino medios para
excitar la fe; de ahí que Trento reiterara la doctrina en un solemne canon: «si
alguien dijere que en los ministros mientras realizan y confieren los
sacramentos, no se requiere la intención, al menos la de hacer lo que hace la
Iglesia, sea anatema» (Denz.Sch. 1611).
b) Intención interna y externa. La intención puede considerarse en el mismo acto
de la voluntad o en el objeto hacia el cual se dirige este acto; esta intención
objetiva puede ser externa o interna, y aquí se plantean posiciones distintas
entre los católicos, ya que si la sentencia de la necesidad de la intención se
hace común desde el s. XIII, y es luego definida por el Magisterio, no adquiere
la misma precisión la cuestión de cuál es el objeto de tal intención. ¿Basta la
externa que se extiende solamente al rito externo materialmente entendido, o se
requiere también la intención interna que amplía su horizonte hasta considerar
de alguna manera el rito externo formalmente como sagrado? Rolando Bandinelli y
Roberto Apulia exigieron sólo la externa, mientras que la mayor parte de los
autores de su época se inclinaron por la interna. Posteriormente, en tiempo del
Conc. de Trento defendió con calor la suficiencia de la intención externa
Ambrosio Catarino.
Para este autor -dominico, nombrado obispo, y luego cardenal en 1553, aunque no
llegó a recibir la investidura por haber muerto en el camino-, la cuestión de la
intención del ministro se encuadra dentro de otra más profunda, la de la certeza
acerca de la propia justificación. Frente a Domingo de Soto (v.), Catarino
defendió la posibilidad de la certeza de fe sobre la propia justificación aun
excluyendo una revelación especial. Entre los argumentos que Soto exponía en su
obra fundamental De natura et gratia, publicada en 1547, se halla el de que
ignoramos si realmente hemos recibido el s. que nos trae la gracia porque no nos
consta, entre otras cosas, de la recta intención del ministro. Catarino le
contestó en un opúsculo con el estilo apasionado que le era habitual, dando
origen a una polémica en la que intervino también Andrés de Vega, atacando a
Catarino. En un grueso volumen publicado en Roma en 1552, que reúne varios
trabajos suyos, expone Catarino su pensamiento culminante sobre la intención del
ministro. Como dominico, Catarino quiere apoyarse en S. Tomás, sobre todo en lo
que éste dice sobre la intención en la Suma (3 q64, a8). Para Catarino la mente
de S. Tomás no ofrece dudas; ya que, a su juicio, el Angélico exige sólo la
intención externa, expresada en la posición del rito rectamente hecho: si el
ministro -dice- manifiesta claramente con su conducta tener intención perversa,
allí sin duda alguna no hay s.; si externamente muestra algo que pueda engendrar
duda de su intención, entonces no puede tenerse por cierto si se confiere el s.;
pero si externamente nada hace fuera de lo que acostumbra a hacer la Iglesia,
entonces no hay duda de que S. Tomás da por válido el sacramento. Y añade
Catarino: «No se requiere, pues, otra intención del ministro, sino la de
intentar hacer exteriormente lo que la Iglesia hace, aunque él ni crea en la
Iglesia ni en ningún efecto espiritual del Bautismo: pero es bastante que
intente hacer lo que la Iglesia manda que se haga por sus ministros».
Para probar su posición explica que los s. fueron instituidos para certificarnos
de la gracia, aduciendo al respecto textos de S. Agustín y S. Tomás. Argumenta
luego diciendo que, en caso contrario, se daría origen a una total
incertidumbre. Con punzante ironía presenta a un predicador, partidario de la
tesis contraria a la suya y que se dirige así a catecúmenos adultos: «Escuchad,
carísimos, y atended. Ninguno de vosotros, por mucha que sea la fe y devoción
con que se acerque al Bautismo, puede saber si es cristiano a no ser
opinativamente, o con cierta certidumbre moral y humana, esto es, falible. Puede
suceder, pues, que ninguno de vosotros sea cristiano, porque ni puede estar
cierto de si ha querido verdaderamente ser bautizado o si ha puesto óbice: ni
puede estar cierto de si yo u otro ministro le ha bautizado con intención. Sin
embargo, tened buen ánimo, porque es opinable y probable que así sea, pero no
con certeza de fe». Finalmente, añade, la Iglesia al analizar la validez de un
Bautismo conferido por un hereje pregunta no por la intención del ministro, sino
por la fórmula usada: «La Iglesia considera bastante si externamente todo se
hace de modo recto, guardada la materia y la forma. Pues es imposible que
alguien no tenga la intención de hacer lo que la Iglesia hace si observa
externamente aquellas cosas que la Iglesia manda que el ministro observe» (A.
Catarino, Enarrationes in quinque priora capita Genesis, et al¡¡ tractatus, Roma
1552, col. 101-106, 206-208).
Es clara la diferencia de la opinión de Catarino del error luterano que
prescinde totalmente de la intención: Catarino exigió siempre la intención de
querer hacer externamente y con seriedad el rito. En ese sentido su opinión no
se opone al canon tridentino antes citado, ni está condenada por él. De hecho su
opinión era conocida por los Padres conciliares, que en ningún momento
manifestaron la intención de condenarla; más aún, afirmaron expresamente que no
querían hacerlo. Así el Cardenal Sepirando, en la sesión tenida el 19 feb. 1547
para discutir el proyecto de canon, manifestó que la pretensión del Concilio al
condenar la afirmación luterana sobre la intención era exclusivamente rechazar
el pensamiento protestante que niega toda necesidad de intención, sin mezclarse
en las disputas de los católicos que disienten en el modo de explicarla (cfr.
Concilium Tridentinurn, ed. goerresiana, t. 5, Friburgo de B. 1911, 836-935). El
hecho de que después de la definición conciliar Catarino siguiera defendiendo su
doctrina sin recibir advertencia alguna -más aún, siendo elegido para elevadas
dignidades eclesiásticas, incluso al cardenalato- confirma que su opinión no fue
nunca considerada formalmente herética. Ello no obstante, tuvo poco éxito. Pocos
teólogos, y ciertamente no de los más destacados, se cuentan entre sus
seguidores: Salmerón, Drouin y Serry son los principales.
En 1690 Alejandro VIII condenó la siguiente proposición: «Vale el bautismo
conferido por un ministro que observa todo el rito externo y la forma de
bautizar, pero interiormente en su corazón dice para sí: No intento lo que hace
la Iglesia» (Denz.Sch. 2328). Esta proposición había sido promulgada por F.
Farvacques, considerado como discípulo de Catarino. ¿Afecta esta condena a la
opinión de Catarino? No formalmente, porque entre ambas posiciones hay
diferencias, pero muchos autores creen que la hiere gravemente. G. Rambaldi, que
ha estudiado atentamente la cuestión, expresa así las diferencias entre la
posición de Catarino y la de Farvacques: este segundo representa un completo
extrinsecismo jurídico mientras que Catarino no llega a ese extremo. Catarino
tiene la preocupación de asegurarse la presencia de una intención, que
Farvacques en cambio no considera necesaria. Para Catarino el comportamiento
externo del ministro es realizar el rito sacramental e implica saber al menos
algo sobre la naturaleza del rito que cumple porque debe quererlo como lo quiere
la Iglesia (G. Rambaldi, La intentio externa de Fr. Farvacques, «Gregorianum»
27, 1946, 444-457). En otras palabras, Catarino exige ciertamente una verdadera
intención que termina en la posición del rito sagrado, que por serlo está ya
determinado en un sentido sacramental: se quiere poner el rito, y su seria
posición es buena prueba de ello. Catarino no se plantea expresamente el
problema de que un ministro, queriendo realizar el acto externo rectamente y
realizándolo, tenga a su vez en su interior una intención contraria: su fórmula
es, pues, una intención externa sin intención interna contraria, fórmula así
perfectamente ortodoxa. Farvacques da un paso más imaginando un supuesto
psicológico distinto de los previstos por Catarino. Una intención externa con
otra intención interna contraria, sería la fórmula de Farvacques, que destruye
toda intención verdadera y es, por tanto, falsa, y como tal fue condenada.
Catarino no es, pues, afectado por la condenación, aunque sí resulta afectada la
probabilidad de su doctrina. Se puede recordar que Farvacques comenzó exigiendo
no sólo una intención, sino incluso la intención interna; pero fue desarrollando
de tal modo su argumentación que terminó por destruir toda intención verdadera.
El pensamiento de Catarino, desarrollado rígidamente y hasta sus últimas
consecuencias, parece, pues, llevar a este resultado.
La casi totalidad de los autores posteriores a 1690 criticó la posición de
Catarino argumentando su falta de propabilidad, señalando que no puede seguirse
en la práctica y poniendo de relieve que una intención interna es lo realmente
conforme a la naturaleza misma de la economía salvadora y de los s., pues la
obra sacramental, si es obra divina, es también obra profundamente humana, en la
que el ministro actúa como instrumento, pero instrumento humano. A partir de
1965 algunos autores han resucitado la posición externista, dándole un nuevo
matiz. Así el dominico ¡. M. Tillard, según el cual la posición externista, «en
su análisis del evento sacramental, pone el acento en la referencia a la
estructura objetiva de la Iglesia en cuanto tal más que en el compromiso
personal (e incontrolable) del ministro», lo que -dicees muy concorde con los
principios de fondo de la teología sacramentaria. Según esta posición -añadela
voluntad de Cristo y de la Iglesia, que es una «voluntad objetiva», se impone al
ministro «desde el momento en que éste acepta libremente realizar para los
fieles los ritos prescritos dentro de su normal contexto eclesial. Si se da el
contexto humano y eclesial requerido para que el gesto realizado tenga su
sentido sacramental, la intención subjetiva del agente no puede ahogar la
orientación objetiva del signo. Porque el sacramento es esencialmente la acción
de la Iglesia. Basta con que el ministro -cualesquiera que fueren sus
convicciones personales- acepte actuar como ejecutor de los ritos de la Iglesia
en servicio de la comunidad litúrgica para que su gesto sea la traducción del
querer salvífico de Cristo ligado a ese signo sacramental» (1. M. Tillard, A
propósito de la intención del ministro y del sujeto de los sacramentos, «Concilium»
31, 1968, 126-127).
La posición de Tillard se diferencia, a nuestro juicio, de la condenada en
Farvacques, porque reactualiza el problema con un dato nuevo, el del contexto
eclesial, que al ser asumido por el ministro que pone seriamente el rito hace
que una intención externa lleve consigo las intenciones profundas de Cristo y de
la Iglesia. El aspecto humano de la acción instrumental del ministro depende sí
del ministro, pero también del contexto eclesial en el que éste realiza su
acción. Al realizar la acción exterior y aceptar ejecutar lo que la Iglesia,
comunidad animada por la fe, pide de él, incorpora a su propia intención la
voluntad de Cristo y de la Iglesia. Podría establecerse una confluencia de este
punto de vista con la doctrina de la intención dominante, expuesta por
canonistas y moralistas: «Donde se dan varias intenciones contrarias, la
cuestión debe ser decidida partiendo de la intención prevalente, que se habrá de
descubrir atendiendo a todas las circunstancias; y se tendrá por tal la que se
hubiera escogido si el ministro se hubiera apercibido de que esas intenciones
son incompatibles» (P. Palazzini, F. Galea, Dictionarium morale et canonicum, II,
Roma 1965, 772).
En cualquier caso, conviene subrayar que se requiere, para la validez, una
intención verdadera y que, en la práctica, el ministro debe procurar que su
intención interna se adecue lo más posible a la de Cristo y a la Iglesia. Si el
problema se suscita es sobre todo de cara a la tranquilidad de los fieles, y por
cuestiones que pueden surgir en el diálogo ecuménico, pero en ningún momento
debe autorizar una relajación de la actitud del ministro, que debe saberse
actuando en nombre y en persona de Cristo, y, por tanto, llamado a identificarse
plenamente con Él, haciendo suya profundamente la intención que el rito
sacramental presupone, más aún viviéndolo con la atención, devoción y piedad a
las que en el parágrafo anterior nos referíamos.
d. Obligación de administrar los sacramentos. La Teología moral suele distinguir
entre la obligación de los sacerdotes con cargo pastoral -que es una obligación
por su propio oficio y de justicia- y la obligación de los que no tienen tal
cargo, cuyo título es la caridad, pero que es también obligación grave cuando el
que pide el s. se encuentra en grave necesidad y él puede hacerlo fácilmente, y
que incluso obliga a hacerlo con peligro de la vida propia si falta otro
ministro y el que solicita el s. se encuentra en necesidad extrema. Naturalmente
cuando la Teología moral estudia estos casos lo hace con vista a establecer la
responsabilidad moral que puede recaer sobre un sacerdote. La actitud adecuada
del ministro deberá ser la de atender siempre a los fieles cuando éstos actúen
razonablemente al pedir su actuación. El Conc. Vaticano II, subrayando el
carácter de servicio que tiene todo ministerio y poder en la Iglesia, insiste
mucho en la disponibilidad que deben tener los ministros sagrados a fin de
comunicar profusamente a los fieles las riquezas sacramentales (cfr. Const.
Lumen gentium, 26 y 28; Decr. Christus Dominus 15; Decr. Presbyterorum Ordinis,
5 y 9).
Los ministros pueden también, en algunos casos, tener la obligación de negar los
s., sea a los incapaces, sea a los indignos. Esto puede darse principalmente en
el caso de pecadores públicos (v. PECADO IV, 5), sobre todo en la administración
de la Eucaristía (v.). La existencia de personas en estado de incredulidad en
diversos sectores de nuestra sociedad ha impelido la reflexión sobre el problema
de la administración de s. a personas de cuya fe cabe dudar y que pueden
acercarse a pedirlos por razones meramente sociales. Así puede suceder a veces
con padres no creyentes que piden que sus hijos sean bautizados, o con personas
que dicen que no creen y que solicitan el Matrimonio por la Iglesia. Es éste un
problema muy delicado ante el cual es preciso tener en cuenta que el hecho de
que una persona no sea practicante no implica en todos los casos una pérdida
total de la fe. Cuando se trata no ya de casos aislados sino frecuentes será la
Jerarquía de la Iglesia la que deberá tomar una decisión, tras un cuidadoso
examen, nada fácil, de la cuestión bajo todos sus aspectos. No se debe en ningún
caso olvidar la norma evangélica de no apagar del todo la mecha que aún humea.
Para el estudio de los casos concretos, v. las voces dedicadas a cada
sacramento.
e. Cuestiones morales sobre la materia y la forma. Aunque el tema se refiere no
sólo al ministro, lo tratamos aquí, pues es a él a quien más afecta. Recordemos
(v. 1) que la materia es el elemento material-sensible, sobre el que se
pronuncian las palabras del ministro (forma). Suele distinguirse entre materia
remota y próxima: la remota es la cosa sensible misma, como el agua en el
Bautismo, el pan y el vino en la S. Eucaristía; la próxima es la aplicación o
uso de la materia en la acción sacramental, como la ablución o la unción.
No es lícito usar una materia que no sea ciertamente válida -en lo sacramental
hay que tender siempre a la seguridad-, fuera de la situación de necesidad
extrema que se da en el caso del Bautismo en peligro de muerte, en el que podría
echarse mano de una materia probablemente válida o incluso dudosa, si fuera la
única disponible; después, si el caso lo permite, habría que volver a bautizar
sub conditione, es decir, bajo condición de que el primer Bautismo no hubiera
sido válido.
La forma debe ser pronunciada en su integridad, respetando todas las rúbricas,
bajo pena de ilicitud, y la sustancia, bajo pena de invalidez: cualquier
mutación sustancial que cambiase el sentido de las palabras en otro distinto
invalidaría el sacramento. En cuanto a las palabras mismas deben ser
pronunciadas vocalmente -se trata de un signo sensible-, sin interrupción que
rompa el sentido, y sin repetición. El significado profundo de estas normas
morales es que el signo aparezca con nitidez, con profundo contenido religioso,
y como un acto verdaderamente humano del que Cristo se sirve instrumentalmente
para cumplir en cada momento su obra salvadora.
Materia y forma deben estar moralmente unidas, es decir, formar una unidad en el
tiempo y en el espacio, de tal modo que aparezcan a la común estimación huPrtana
como formando un único signo. Debe ser además un mismo ministro el que aplique
materia y forma. Hay sólo algunas excepciones: es posible -y ha sido
reglamentada por el Cone. Vaticano II- la concelebración de la S. Misa en la que
varios ministros consagran la misma materia; la S. Eucaristía puede
administrarla (darla Comunión) un sacerdote que no la haya consagrado.
7. Sujeto receptor. a. Definición y requisitos que
en él se requieren. Se conoce con el nombre de sujeto la persona que recibe el
sacramento. Para una recepción válida se requiere la capacidad y, en los
adultos, la intención. En cuanto a la capacidad para el Bautismo la tiene todo
hombre; para la Confirmación y S. Eucaristía los bautizados; para el Orden el
bautizado varón; para el Matrimonio el bautizado con uso de razón capaz de dar
origen a una vida matrimonial; para la Penitencia el bautizado pecador; para la
Unción de los enfermos el bautizado enfermo.
En cuanto a la intención hay que decir que análogamente a lo que sucede con el
ministro, e incluso con mayor razón, también la actitud de quien recibe el s.
debe ser humana: se requiere, pues, alguna intención. La Tradición ha mantenido
siempre este dato. Es también interesante mencionar al respecto que cuando S.
Tomás -que afirma nítidamente que es necesaria una intención en el sujeto (Sum.
Th. 3 q68 a7)- se plantea la dificultad de cómo pueda darse intención en los
niños que se bautizan, no responde negando la necesidad de intención sino
afirmando que aun de ellos «puede decirse que tienen intención de recibir el
Bautismo, no por un acto de la propia voluntad, pues con frecuencia patalean y
lloran, sino por la acción de quienes les presentan» (3 q68 a9 adl). En los
adultos la intención ha de ser del propio sujeto. El adulto que fuese obligado a
recibir un rito sacramental, pero sin consentirlo él y aun contradiciéndolo
interiormente, no recibiría la realidad sacramental, como declaró Inocencio III
(Denz.Sch. 781). Aparte, pues, de la capacidad se requiere en el sujeto que
recibe el s. la intención de recibirlo. ¿Qué intención es suficiente? Los
moralistas responden que la intención requerida es la habitual implícita, es
decir, tenida anteriormente y que persiste en el presente, por no haber sido
retractada.
En principio no es lo mismo intención que actitud de fe: una persona sin fe
puede pedir al sacerdote que celebre para él un rito sacramental. ¿Qué pensar en
esos casos de una intención sin fe? ¿Basta para que el s. sea válido? ¿Cómo
afrontar entonces la actuación pastoral? En realidad la distinción no es tan
tajante como a primera vista pudiera parecer. Puede imaginarse una persona que
pida, p. ej., el s. del Matrimonio únicamente por razones sociales, ¿pero se da
verdadera intención si no hay alguna referencia, aunque sea mínima, al valor
religioso del acto más o menos bien comprendido? Parece difícil afirmar que
habría verdadera intención si no existe al menos esta mínima referencia al valor
salvífico de la acción sacramental. Indirectamente se requiere, pues, al menos
una actitud de fe, aunque sea mínima, porque sin ella podría dudarse hasta qué
punto existe alguna intención.
Una recepción fructuosa del s., es decir, que produzca su efecto de gracia,
requiere la disposición adecuada, sin que se ponga óbice. La recepción legítima
supone que el sujeto no esté excluido de los derechos de fiel católico, o
restringido en el uso de esos derechos, como sería el caso de un excomulgado. La
recepción lícita implica el cumplimiento de las normas canónicas y eclesiásticas
establecidas por la Iglesia.
b. ¿Pueden administrarse los sacramentos a los cristianas separados? El CIC dice
en el can. 731: «Está prohibido administrar los sacramentos de la Iglesia a los
herejes o cismáticos, aunque estén de buena fe en el error y los pidan, a no ser
que antes, abandonados sus errores, se hayan reconciliado con la Iglesia». El
Conc. Vaticano II y la legislación posterior han supuesto alguna modificación a
esta norma taxativa, aun manteniendo el principio general. El Decreto sobre el
ecumenismo (v.) se refiere a la comunicación en las funciones sagradas en un
párrafo en el que después de decir que esa comunicación no puede usarse como
medio indiscriminado para promover la unión, añade que «depende sobre todo de
dos principios: de la significación de la unidad de la Iglesia y de la
participación en los medios de la gracia. La significación de la unidad prohibe
de ordinario la comunicación, la consecución de la gracia algunas veces la
recomienda. La autoridad episcopal local ha de determinar prudentemente el modo
de obrar en concreto, atendidas las circunstancias de tiempo, lugar y personas,
a no ser que la Conferencia episcopal, a tenor de sus propios estatutos, o la
Santa Sede provean de otro modo» (Decr. Unitatis redintegratio, 8). Normas más
amplias dio el mismo Conc. Vaticano II para los orientales separados: «Pueden
administrarse los sacramentos de la Penitencia, Eucaristía y Unción de los
enfermos a los orientales que de buena fe viven separados de la Iglesia
católica, con tal que los pidan espontáneamente y estén bien preparados» (Decr.
Orientalium Ecclesiarum, 27).
Resumiendo los criterios y normas contenidos en esos documentos y otros
posteriores, cabe llegar a la siguiente síntesis: u) es necesario mantener a la
vez la caridad que lleva a no privar a alguien de ayuda espiritual, sobre todo
en aquellas circunstancias graves en las que tiene especial necesidad de ella,
con la verdad de fe que nos lleva a creer en la unicidad de la Iglesia católica,
y consiguientemente con la necesidad de evitar todo comportamiento que,
favoreciendo una actitud de indiferentismo, dañaría gravemente a las almas, ya
que las apartaría de buscar la plenitud de los medios salvíficos, que sólo se
tienen en la comunión católica.
De ahí que la comunicación en los s. a los hermanos separados sólo puede
permitirse cuando haya causa grave que la justifique. Esas causas, para el caso
de los orientales separados, las especifica el Directorio ecuménico de 1967 (AAS,
58, 1967, 574-592): «puede considerarse causa justa, además de los casos de
necesidad, la imposibilidad material o moral de recibirlos en la propia iglesia,
por especiales circunstancias, durante un periodo demasiado largo de tiempo, a
fin de no privar sin justo motivo a los fieles del fruto espiritual de los
sacramentos». En cuanto a los demás hermanos separados (protestantes de origen
luterano o calvinista), este mismo Directorio prohíbe en general la
comunicación, pero permite su acceso a los s. «en peligro de muerte o en caso de
necesidad urgente (persecución, cárcel), supuesto que el hermano separado no
pueda recurrir a un ministro de su comunión y espontáneamente pida los
sacramentos al sacerdote católico». Normas análogas reitera una Instrucción de 1
jun. de 1972 del Secretariado para la Unión de los cristianos.
b) Los s. son realidades objetivas, cuya naturaleza ha sido determinada por
Cristo, y que deben ser usados de acuerdo con esa voluntad fundacional de Cristo
sin someterlos a interpretaciones subjetivas. Por eso para admitir a la
intercomunión no basta con la mera buena disposición subjetiva, sino que se
requiere una identidad de fe con la profesada por la Iglesia católica. De ahí
deriva -y este punto lo comenta ampliamente la Instrucción de 1972- la
diferencia de normas disciplinarias que se advierte en los párrafos antes
citados con respecto a los orientales y los otros cristianos separados: en el
caso de los primeros se da una fe sobre el sacerdocio y la Eucaristía que es
sustancialmente coincidente con la de la Iglesia católica, cosa que no sucede en
los demás casos. Por eso -y así lo establece expresamente el Directorio
ecuménico de 1967-- antes de administrar a un cristiano protestante un s. hay
que pedirle que haga una declaración en la que manifieste «una fe conforme a la
fe de la Iglesia».
c) En cuanto a la determinación de si se verifican o no las condiciones
requeridas en los casos concretos para admitir esta comunicación sacramental, el
Directorio ecuménico de 1967 y la Instrucción de 1972 señalan que es facultad
que corresponde a los Ordinarios de cada lugar.
d) Hay que advertir por último que se trata de una materia muy delicada, en la
que debe evitarse todo confusionismo, que no sólo llevaría a una pérdida del
sentido sacramental y de la conciencia del honor debido a Dios, sino que, en
lugar de facilitar el acercamiento de todos los cristianos a la unidad de la
Iglesia, lo dificultaría. De ahí que la Santa Sede haya deplorado repetidas
veces la introducción de prácticas arbitrarias en este terreno. Así lo hacía de
modo especialmente amplio en una Nota del Secretariado para la Unión de los
cristianos del 17 oct. 1973 en la que hacía notar que esas actuaciones «se
apartan de la letra y del espíritu» de los documentos anteriores, y en la que
insistía especialmente en que la Eucaristía es expresión de una unidad de fe ya
existente, de manera que no puede ser en ningún caso considerada como simple
medio para favorecer una unidad de espíritus.
8. Reviviscencia de los sacramentos. Los s., como hemos dicho, no confieren la gracia si existe un óbice por parte del sujeto. ¿Qué sucede entonces con los s. válidamente recibidos, pero infructuosos por la existencia de un óbice en el sujeto?, ¿han de considerarse muertos o pueden revivir, es decir, producir la gracia sacramental una vez que el óbice haya quedado suprimido? Es doctrina prácticamente unánime en todos los teólogos, recogida además en Catecismos y enseñanzas ordinarias del Magisterio, que reviven los s. que imprimen carácter. Esto es claramente cierto en cuanto al Bautismo, s. necesario para la salvación y que no puede iterarse; moralmente cierto en cuanto á la Confirmación y el Orden: de otro modo no podrían conseguirse las gracias necesarias para los efectos propios de estos sacramentos. También es muy probable la reviviscencia de la Unción de los enfermos y del Matrimonio, que tampoco pueden reiterarse mientras duran las circunstancias que los originan: enfermedad o vida de ambos cónyuges. En cuanto a la Eucaristía es doctrina común que no revive, aunque algún autor aislado (p. ej., Gabriel de San Vicente) ha sostenido lo contrario: en efecto, si el óbice se quita antes de la corrupción de las especies sacramentales no podemos hablar propiamente de reviviscencia, porque aún dura el s., que produce entonces su efecto de gracia; y una vez desaparecida la presencia real de Cristo -res et sacramentum de la Eucaristía- ya no queda nada que pueda originar la reviviscencia. En cuanto a la Penitencia cabría hablar de que revive si se da el caso, tenido como posible por diversos teólogos, de que un fiel tenga contrición suficiente como elemento del s., pero insuficiente como disposición para la gracia: en ese caso reviviría cuando llegara la disposición suficiente para la gracia. La mayoría de los autores niega, sin embargo, la posibilidad de la reviviscencia de este s., puesto que afirman que no puede darse un caso de validez informe: la Penitencia es o plenamente eficaz o nula; las hipótesis sugeridas por quienes sostienen lo contrario parecen más teóricas que reales.
9. La necesidad de los sacramentos. El Conc. de
Trento afirma: «Si alguien dijese que los sacramentos de la Nueva Ley no son
necesarios para la salud, sino superfluos, y que sin ellos o su voto por la sola
fe los hombres alcanzan de Dios la gracia de la justificación, aunque todos no
sean necesarios para cada persona singular, sea anatema» (Denz.Sch. 1604). El
Verbo se hizo carne y se ha servido del mundo visible como instrumento salvador,
puesto a disposición de todos. La recepción de los s. es la forma ordinaria de
ponerse en contacto con el s. por excelencia, que es Cristo mismo. La necesidad
de los s. ha sido sentida vivamente por la Iglesia antigua, que ha hecho de
ellos el centro de su vida espiritual. Los Apóstoles, cumpliendo el mandato de
Cristo (Mt 28,18-20), proclaman la palabra de Dios y después incorporan a Cristo
por los sacramentos. Y así desde Pentecostés, en el que S. Pedro anuncia el
acontecimiento salvador de Jesús y bautiza a los que creen en Él (Act 2,14-41),
toda la Tradición cristiana -desde sus primeros documentos: Didajé, Cartas de S.
Ignacio de Antioquía, etc- es un constante testimonio de esta realidad.
S. Tomás explica este tema (Sum. Th. 3 q61 al) diciendo que «la pasión de Cristo
es causa suficiente para salvar al hombre», pero que «ésta en cierto modo se
aplica a los hombres mediante los sacramentos», porque «la divina Providencia
atiende a cada cosa según su condición», y de ahí que «dé al hombre los auxilios
divinos para la salvación de una manera apropiada, bajo signos corporales y
sensibles», atendiendo a la condición de la naturaleza humana. Seres
espirituales, pertenecemos también al mundo material. Un mundo que no es malo,
sino que ha sido creado por Dios y es camino para acercarnos a El. La necesidad
de los s. -y de estos s. en concreto- brota desde luego de la libre voluntad del
Señor. Pero esta voluntad no es simple arbitrariedad, sino decisión divina que
se acomoda a la realidad del ser humano tal como éste es. El hombre en su estado
actual de parcial corrupción después del pecado necesita de la ayuda de Dios.
Esta ayuda se manifiesta principalmente en Jesucristo, y de la Encarnación
brotan estos medios «encarnados» en que lo corporal y lo espiritual se integran.
Hay, pues, una necesidad de los s. que es eco y continuación de la necesidad de
Cristo y de la Iglesia, -din los cuales no hay salvación. Precisando más el
tema, hay que establecer:
a) No es la misma la necesidad de cada uno de los s., ya que algunos son
absolutamente necesarios -el Bautismo-, otros se relacionan con estados
particulares a los que no todos están llamados -Orden y Matrimonio-, otros son
necesarios en circunstancias particulares -Penitencia-, etc. S. Tomás explica
así esta cuestión: «Puede llamarse necesario aquello sin lo cual no se puede
obtener el fin, como la nutrición es necesaria para la vida humana, y esto es
algo absolutamente necesario. Pero también puede llamarse necesario aquello sin
lo cual no se obtiene el fin tan fácil y cómodamente, como cuando se dice que el
caballo es necesario para viajar. Pero esto no es de absoluta necesidad para
lograr el fin. Pues bien, tres s. son necesarios en el primer sentido. Dos para
el individuo: el Bautismo, en absoluto; la Penitencia, supuesto un pecado mortal
cometido después del Bautismo. En cambio, el s. del Orden es de absoluta
necesidad para toda la Iglesia. En cuanto a los otros s., no son necesarios más
que en el segundo sentido. La Confirmación perfecciona, en cierto modo, al
Bautismo; la Extremaunción perfecciona a la Penitencia; y el Matrimonio conserva
la comunidad de la Iglesia, renovando sus miembros» (Sum. Th. 3 q65 a4). En
cuando a la Eucaristía, ésta es necesaria para todos, ya que su efecto es la
unidad del Cuerpo Místico, sin la que no hay salvación. Ahora bien, como la
Eucaristía no incoa esa vida, sino que la consuma, «para tener tal vida -la del
Cuerpo Místico- no es necesario recibir la Eucaristía: basta sólo desearla, pues
es sabido que el fin se obtiene ya con su deseo o su intención» (3 q73 a3).
b) Hay que distinguir entre la recepción real (in re) y la recepción en deseo.
Habiendo instituido Cristo los s. como medios de salvación, es decir, como
ayudas o canales para la salvación humana, que se encaminan, por tanto; a
facilitar esa salvación y no a dificultarla, forma parte del plan divino que
aquel que inculpablemente no puede recibir un s. pueda, no obstante, recibir al
menos algunos de sus efectos si tiene un real y verdadero deseo de él. Las
aplicaciones de esta doctrina son: el voto o deseo de la Eucaristía, incluido
implícitamente en la recepción de todo otro s., al que acabamos de hacer
referencia; el deseo de acudir al s. de la Penitencia confesando oralmente los
propios pecados, que ha de estar incluido en el acto de contrición y sin el cual
este acto no es perfecto y, por tanto, no perdona los pecados (v. PENITENCIA
in); el deseo del Bautismo, cuestión esta última relacionada con la cuestión de
la necesidad de la iglesia y el aforismo «fuera de la Iglesia no hay salvación»,
acuñado por S. Cipriano (v.) sobre la base de diversos textos neotestamentarios:
no hay en efecto salvación fuera de Cristo y de la Iglesia, ni hay incorporación
a la Iglesia sin Bautismo, pero cuando la recepción del Bautismo es imposible,
Dios acepta el deseo, y en casos de ignorancia invencible incluso un deseo
implícito, llamado así porque está incluido en la buena disposición del alma,
por la que desea conformar su voluntad con la de Dios (cfr. Pío XII, Carta del
Santo Oficio del 13 feb. 1953, AAS 45, 1953, 100; Conc. Vaticano II, Const.
Lumen gentium; para mayor estudio del tema V. BAUTISMO III, 6; IGLESIA III, 2;
SALVACIÓN III; RELIGIóN III, 2).
10. La doctrina sacramentaria en el Concilio
Vaticano II. Los tratados clásicos sobre los s. -cuyo esquema hemos mantenido
fundamentalmente en este artículohan seguido las líneas establecidas por el Conc.
de Trento, que a su vez dependían de la mejor tradición escolástica, sobre todo
del pensamiento de S. Tomás. Quisiéramos terminar subrayando los aspectos de la
doctrina sacramentaria que el Conc. Vaticano II, a la vez que asumía todo el
contenido dogmático del Tridentino, ha puesto especialmente de relieve,
basándose en la gran Tradición católica, patrística y medieval.
En casi todos los documentos del Conc. Vaticano II hay referencias a los s.;
pero sobre todo es en la Const. Lumen gentium, sobre la Iglesia, y en la Const.
Sacrosanctum Concilium, sobre la Liturgia, donde se iluminan aspectos muy
importantes de la teología sacramental. El n. 59 de la Constitución sobre
liturgia habla de la naturaleza de los sacramentos. Se dice de ellos que «están
ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del cuerpo de
Cristo, y, en definitiva, a dar culto a Dios». El n. 26 de la misma Constitución
señala que las acciones litúrgicas «son celebraciones de la Iglesia», a la que
llama «sacramento de unidad», y en otro lugar, sacramento admirable nacido del
costado de Cristo dormido en la cruz (n. 5). Después de afirmar que los s., en
cuanto causas, realizan nuestra santificación, el n. 59, ya citado, añade que
«en cuanto signos, también tienen un fin pedagógico». Este valor pedagógico de
los s., en virtud del cual deben dar a conocer la realidad interior que
significan, es muy subrayado por la Constitución. «No sólo suponen la fe, sino
que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y
cosas; por esto se llaman sacramentos de la fe». Precisamente el valor
pedagógico del signo se orienta hacia la fe, de modo que los s. «confieren
ciertamente la gracia, pero también su celebración prepara perfectamente a los
fieles para recibir fructuosamente la misma gracia, rendir el culto a Dios y
practicar la caridad». Continúa el n. 59 de la Constitución conciliar diciendo
que la consideración pastoral de los s. no puede detenerse únicamente en la
cuestión de su validez, sino que la preparación y celebración cuidada de las
acciones sacramentales, la atención a su valor pedagógico son también
importantes. «Por consiguiente, es de suma importancia que los fieles comprendan
fácilmente los signos sacramentales y reciban con la mayor frecuencia posible
aquellos sacramentos que han sido instituidos para alimentar la vida cristiana».
Dos líneas de acción pastoral se señalan aquí: la nitidez de los signos y la
frecuencia de sacramentos.
En la Constitución sobre la Iglesia, cuando se habla de ella como comunidad
sacerdotal, se hace ver que «la condición sagrada y orgánicamente constituida de
la comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos de la Iglesia
como por las virtudes» (Lumen gentium, II). Seguidamente el texto conciliar
habla del sacerdocio común, distinguiéndolo del ministerial, y especifica cómo
se ejercita en cada uno de los sacramentos, que a él se refieren, tanto porque
lo imprimen (Bautismo, Confirmación) como porque lo completan, actualizan o
desarrollan. El Decr. Apostolicam actuositatem declara a su vez que la misión
apostólica que compete a los laicos se fundamenta en los s. del Bautismo y la
Confirmación (n. 3). Sobre el s. del Orden y las misiones y funciones que él
hace posible, trata extensamente la Const. Lumen gentium (cap. 3), así como los
Decr. Christus Dominus y Presbyterorum Ordinis. Algunos de los aspectos de la
teología sacramentaria en relación con la misión de la Iglesia son tratados en
el Decr. Ad gentes.
V. t.: REDENCIÓN; y las voces dedicadas a cada uno de los siete sacramentos.
J. M. LECEA YABAR.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991