REDEMPTOR
HOMINIS
III
EL HOMBRE REDIMIDO
Y SU SITUACIÓN EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
13. CRISTO SE HA UNIDO A TODO HOMBRE
14. TODOS LOS CAMINOS DE LA IGLESIA CONDUCEN AL
HOMBRE
15. DE QUÉ TIENE MIEDO EL HOMBRE CONTEMPORÁNEO
16. ¿PROGRESO O AMENAZA?
17. DERECHOS DEL HOMBRE: «LETRA» O «ESPÍRITU»
13. CRISTO SE HA UNIDO
A TODO HOMBRE
Cuando, a través de la
experiencia de la familia humana que aumenta continuamente a ritmo acelerado, penetramos
en el misterio de Jesucristo, comprendemos con mayor claridad que, en la base de todos
estos caminos a lo largo de los cuales en conformidad con las sabias indicaciones del
Pontífice Pablo VI [86] debe proseguir la Iglesia de nuestro tiempo, hay un solo camino:
es el camino experimentado desde hace siglos y es al mismo tiempo el camino del futuro.
Cristo Señor ha indicado estos caminos sobre todo cuando-- como enseña el Concilio--
«mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre».[87]
La Iglesia divisa por tanto su cometido fundamental en lograr que tal unión pueda
actuarse y renovarse continuamente. La Iglesia desea servir a este único fin: que todo
hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de
la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el
misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de
ella. En el trasfondo de procesos siempre crecientes en la historia, que en nuestra época
parecen fructificar de manera particular en el ámbito de varios sistemas, concepciones
ideológicas del mundo y regímenes, Jesucristo se hace en cierto modo nuevamente
presente, a pesar de todas sus aparentes ausencias, a pesar de todas las limitaciones de
la presencia o de la actividad institucional de la Iglesia. Jesucristo se hace presente
con la potencia de la verdad y del amor, que se han manifestado en Él como plenitud
única e irrepetible, por más que su vida en la tierra fuese breve y más breve aún su
actividad pública.
Jesucristo es el camino
principal de la Iglesia. Él mismo es nuestro camino «hacia la casa del Padre» [88] y es
también el camino hacia cada hombre. En este camino que conduce de Cristo al hombre, en
este camino por el que Cristo se une a todo hombre, la Iglesia no puede ser detenida por
nadie. Esta es la exigencia del bien temporal y del bien eterno del hombre. La Iglesia, en
consideración de Cristo y en razón del misterio, que constituye la vida de la Iglesia
misma, no puede permanecer insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre,
como tampoco puede permanecer indiferente a lo que lo amenaza. El Concilio Vaticano II, en
diversos pasajes de sus documentos, ha expresado esta solicitud fundamental de la Iglesia,
a fin de que «la vida en el mundo (sea) más conforme a la eminente dignidad del
hombre»,[89] en todos sus aspectos, para hacerla «cada vez más humana».[90] Esta es la
solicitud del mismo Cristo, el buen Pastor de todos los hombres. En nombre de tal
solicitud, como leemos en la Constitución pastoral del Concilio, «la Iglesia que por
razón de su ministerio y de su competencia, de ninguna manera se confunde con la
comunidad política y no está vinculada a ningún sistema político, es al mismo tiempo
el signo y la salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana».[91]
Aquí se trata por
tanto del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre
«abstracto» sino real, del hombre «concreto», «histórico». Se trata de «cada»
hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno
se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este ministerio. Todo hombre viene al mundo
concebido en el seno materno, naciendo de madre y es precisamente por razón del misterio
de la Redención por lo que es confiado a la solicitud de la Iglesia. Tal solicitud afecta
al hombre entero y está centrada sobre él de manera del todo particular . El objeto de
esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece
intacta la imagen y semejanza con Dios mismo.[92] El Concilio indica esto precisamente,
cuando, hablando de tal semejanza, recuerda que «el hombre es en la tierra la única
creatura que Dios ha querido para sí misma».[93] El hombre tal como ha sido «querido»
por Dios, tal como Él lo ha «elegido» eternamente, llamado, destinado a la gracia y a
la gloria, tal es precisamente «cada» hombre, el hombre «mas concreto», el «más
real»; éste es el hombre, en toda la plenitud del misterio, del que se ha hecho
partícipe en Jesucristo, misterio del cual se hace partícipe cada uno de los cuatro mil
millones de hombres vivientes sobre nuestro planeta, desde el momento en que es concebido
en el seno de la madre.
14. TODOS LOS CAMINOS
DE LA IGLESIA CONDUCEN AL HOMBRE
La Iglesia no puede
abandonar al hombre, cuya «suerte», es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y
la muerte, la salvación o la perdición, están tan estrecha e indisolublemente unidas a
Cristo. Y se trata precisamente de cada hombre de este planeta, en esta tierra que el
Creador entregó al primer hombre, diciendo al hombre y a la mujer: «henchid la tierra;
sometedla»;[94] todo hombre, en toda su irrepetible realidad del ser y del obrar, del
entendimiento y de la voluntad, de la conciencia y del corazón. El hombre en su realidad
singular (porque es «persona»), tiene una historia propia de su vida y sobre todo una
historia propia de su alma. El hombre que conforme a la apertura interior de su espíritu
y al mismo tiempo a tantos y tan diversas necesidades de su cuerpo, de su existencia
temporal, escribe esta historia suya personal por medio de numerosos lazos, contactos,
situaciones, estructuras sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo hace desde el
primer momento de su existencia sobre la tierra, desde el momento de su concepción y de
su nacimiento. El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la
vez de su ser comunitario y social --en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de
la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y
posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad-- este
hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión,
él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo,
vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la
Redención.
A este hombre
precisamente en toda la verdad de su vida, en su conciencia, en su continua inclinación
al pecado y a la vez en su continua aspiración a la verdad, al bien, a la belleza, a la
justicia, al amor, a este hombre tenía ante sus ojos el Concilio Vaticano II cuando, al
delinear su situación en el mundo contemporáneo, se trasladaba siempre de los elementos
externos que componen esta situación a la verdad inmanente de la humanidad: «Son muchos
los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el
hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente sin embargo ilimitado en sus deseos
y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y
renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere hacer y
deja de hacer lo que quería llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división que
tantas y tan graves discordias provocan en la sociedad».[95]
Este hombre es el
camino de la Iglesia, camino que conduce en cierto modo al origen de todos aquellos
caminos por los que debe caminar la Iglesia, porque el hombre --todo hombre sin excepción
alguna-- ha sido redimido por Cristo, porque con el hombre --cada hombre sin excepción
alguna-- se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de
ello, «Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre» --a todo hombre y a
todos los hombres-- «... su luz y su fuerza para que pueda responder a su máxima
vocación». [96]
Siendo pues este hombre
el camino de la Iglesia, camino de su vida y experiencia cotidianas, de su misión y de su
fatiga, la Iglesia de nuestro tiempo debe ser, de manera siempre nueva, consciente de la
«situación» de él. Es decir, debe ser consciente de sus posibilidades, que toman
siempre nueva orientación y de este modo se manifiestan; la Iglesia, al mismo tiempo,
debe ser consciente de las amenazas que se presentan al hombre. Debe ser consciente
también de todo lo que parece ser contrario al esfuerzo para que «la vida humana sea
cada vez más humana»,[97] para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera
dignidad del hombre. En una palabra, debe ser consciente de todo lo que es contrario a
aquel proceso.
15. DE QUÉ TIENE MIEDO
EL HOMBRE CONTEMPORÁNEO
Conservando pues viva
en la memoria la imagen que de modo perspicaz y autorizado ha trazado el Concilio Vaticano
II, trataremos una vez más de adaptar este cuadro a los «signos de los tiempos», así
como a las exigencias de la situación que cambia continuamente y se desenvuelve en
determinadas direcciones.
El hombre actual parece
estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus
manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad.
Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a
veces imprevisible en objeto de «alienación», es decir, son pura y simplemente
arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea indirecta
de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o
pueden ser dirigidos contra él. En esto parece consistir el capítulo principal del drama
de la existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre
por tanto vive cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos y
no la mayor parte sino algunos y precisamente los que contienen una parte especial de su
genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo;
teme que puedan convertirse en medios e instrumentos de una autodestrucción inimaginable,
frente a la cual todos los cataclismos y las catástrofes de la historia que conocemos
parecen palidecer. Debe nacer pues un interrogante: ¿por qué razón este poder, dado al
hombre desde el principio --poder por medio del cual debía él dominar la tierra [98]--
se dirige contra sí mismo, provocando un comprensible estado de inquietud, de miedo
consciente o inconsciente, de amenaza que de varios modos se comunica a toda la familia
humana contemporánea y se manifiesta bajo diversos aspectos?
Este estado de amenaza
para el hombre, por parte de sus productos, tiene varias direcciones y varios grados de
intensidad. Parece que somos cada vez más conscientes del hecho de que la explotación de
la tierra, del planeta sobre el cual vivimos, exige una planificación racional y honesta.
Al mismo tiempo, tal explotación para fines no solamente industriales, sino también
militares, el desarrollo de la técnica no controlado ni encuadrado en un plan a radio
universal y auténticamente humanístico, llevan muchas veces consigo la amenaza del
ambiente natural del hombre, lo enajenan en sus relaciones con la naturaleza y lo apartan
de ella. El hombre parece, a veces, no percibir otros significados de su ambiente natural,
sino solamente aquellos que sirven a los fines de un uso inmediato y consumo. En cambio
era voluntad del Creador que el hombre se pusiera en contacto con la naturaleza como
«dueño» y «custodio» inteligente y noble, y no como «explotador» y «destructor»
sin ningún reparo.
El progreso de la
técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro tiempo, que está marcado por el
dominio de la técnica, exigen un desarrollo proporcional de la moral y de la ética.
Mientras tanto, éste último parece, por desgracia, haberse quedado atrás. Por esto,
este progreso, por lo demás tan maravilloso en el que es difícil no descubrir también
auténticos signos de la grandeza del hombre que nos han sido revelados en sus gérmenes
creativos en las páginas del Libro del Génesis, en la descripción de la creación,[99]
no puede menos de engendrar múltiples inquietudes. La primera inquietud se refiere a la
cuestión esencial y fundamental: ¿este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, hace
la vida del hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos, «más humana»?; ¿la hace
más «digna del hombre»? No puede dudarse de que, bajo muchos aspectos, la haga así. No
obstante esta pregunta vuelve a plantearse obstinadamente por lo que se refiere a lo
verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso,
se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la
dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a
los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos.
Esta es la pregunta que
deben hacerse los cristianos, precisamente porque Jesucristo les ha sensibilizado así
universalmente en torno al problema del hombre. La misma pregunta deben formularse además
todos los hombres, especialmente los que pertenecen a los ambientes sociales que se
dedican activamente al desarrollo y al progreso en nuestros tiempos. Observando estos
procesos y tomando parte en ellos, no podemos dejarnos llevar solamente por la euforia ni
por un entusiasmo unilateral por nuestras conquistas, sino que todos debemos plantearnos,
con absoluta lealtad, objetividad y sentido de responsabilidad moral, los interrogantes
esenciales que afectan a la situación del hombre hoy y en el mañana. Todas las
conquistas, hasta ahora logradas y las proyectadas por la técnica para el futuro ¿van de
acuerdo con el progreso moral y espiritual del hombre? En este contexto, el hombre en
cuanto hombre, ¿se desarrolla y progresa, o por el contrario retrocede y se degrada en su
humanidad? ¿Prevalece entre los hombres, «en el mundo del hombre» que es en sí mismo
un mundo de bien y de mal moral, el bien sobre el mal? ¿Crecen de veras en los hombres,
entre los hombres, el amor social, el respeto de los derechos de los demás--para todo
hombre, nación o pueblo--, o por el contrario crecen los egoísmos de varias dimensiones,
los nacionalismos exagerados, al puesto del auténtico amor de patria, y también la
tendencia a dominar a los otros más allá de los propios derechos y méritos legítimos,
y la tendencia a explotar todo el progreso material y técnico-productivo exclusivamente
con finalidad de dominar sobre los demás o en favor de tal o cual imperialismo?
He ahí los
interrogantes esenciales que la Iglesia no puede menos de plantearse, porque de manera
más o menos explícita se los plantean millones y millones de hombres que viven hoy en el
mundo. El tema del desarrollo y del progreso está en boca de todos y aparece en las
columnas de periódicos y publicaciones, en casi todas las lenguas del mundo
contemporáneo. No olvidemos sin embargo que este tema no contiene solamente afirmaciones
o certezas, sino también preguntas e inquietudes angustiosas. Estas últimas no son menos
importantes que las primeras. Responden a la naturaleza del conocimiento humano y más
aún responden a la necesidad fundamental de la solicitud del hombre por el hombre, por la
misma humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra. La Iglesia, que está
animada por la fe escatológica, considera esta solicitud por el hombre, por su humanidad,
por el futuro de los hombres sobre la tierra y, consiguientemente, también por la
orientación de todo el desarrollo y del progreso, como un elemento esencial de su
misión, indisolublemente unido con ella. Y encuentra el principio de esta solicitud en
Jesucristo mismo, como atestiguan los Evangelios. Y por esta razón desea acrecentarla
continuamente en él, «redescubriendo» la situación del hombre en el mundo
contemporáneo, según los más importantes signos de nuestro tiempo.
16. ¿ROGRESO O
AMENAZA?
Consiguientemente, si
nuestro tiempo, el tiempo de nuestra generación, el tiempo que se está acercando al
final del segundo Milenio de nuestra era cristiana, se nos revela como tiempo de gran
progreso, aparece también como tiempo de múltiples amenazas para el hombre, de las que
la Iglesia debe hablar a todos los hombres de buena voluntad y en torno a las cuales debe
mantener siempre un diálogo con ellos. En efecto, la situación del hombre en el mundo
contemporáneo parece distante tanto de las exigencias objetivas del orden moral, como de
las exigencias de la justicia o aún más del amor social. No se trata aquí mas que de
aquello que ha encontrado su expresión en el primer mensaje del Creador, dirigido al
hombre en el momento en que le daba la tierra para que la «sometiese».[100] Este primer
mensaje quedó confirmado, en el misterio de la Redención, por Cristo Señor. Esto está
expresado por el Concilio Vaticano II en los bellísimos capítulos de sus enseñanzas
sobre la «realeza» del hombre, es decir, sobre su vocación a participar en el
ministerio regio --munus regale-- de Cristo mismo.[101] El sentido esencial de esta
«realeza» y de este «dominio» del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como
cometido por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la técnica, en
el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la
materia.
Por esto es necesario
seguir atentamente todas las fases del progreso actual: es necesario hacer, por decirlo
así, la radiografía de cada una de las etapas, precisamente desde este punto de vista.
Se trata del desarrollo de las personas y no solamente de la multiplicación de las cosas,
de las que los hombres pueden servirse. Se trata --como ha dicho un filósofo
contemporáneo y como ha afirmado el Concilio-- no tanto de «tener más» cuanto de «ser
más».[102] En efecto, existe ya un peligro real y perceptible de que, mientras avanza
enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas; de este dominio
suyo pierda los hilos esenciales, y de diversos modos su humanidad esté sometida a ese
mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no
directamente perceptible, a través de toda la organización de la vida comunitaria, a
través del sistema de producción, a través de la presión de los medios de
comunicación social. El hombre no puede renunciar a sí mismo, ni al puesto que le es
propio en el mundo visible, no puede hacerse esclavo de las cosas, de los sistemas
económicos, de la producción y de sus propios productos. Una civilización con perfil
puramente materialista condena al hombre a tal esclavitud, por más que tal vez,
indudablemente, esto suceda contra las intenciones y las premisas de sus pioneros. En la
raíz de la actual solicitud por el hombre está sin duda este problema. No se trata aquí
solamente de dar una respuesta abstracta a la pregunta: quién es el hombre; sino que se
trata de todo el dinamismo de la vida y de la civilización. Se trata del sentido de las
diversas iniciativas de la vida cotidiana y al mismo tiempo de las premisas para numerosos
programas de civilización, programas políticos, económicos, sociales, estatales y otros
muchos.
Si nos atrevemos a
definir la situación del hombre en el mundo contemporáneo como distante de las
exigencias objetivas del orden moral, distante de las exigencias de justicia y, más aún,
del amor social, es porque esto está confirmado por hechos bien conocidos y
confrontaciones que más de una vez han hallado eco en las páginas de las formulaciones
pontificias, conciliares y sinodales.[103] La situación del hombre en nuestra época no
es ciertamente uniforme, sino diferenciada de múltiples modos. Estas diferencias tienen
sus causas históricas, pero tienen también una gran resonancia ética propia. En efecto,
es bien conocido el cuadro de la civilización consumística, que consiste en un cierto
exceso de bienes necesarios al hombre, a las sociedades enteras --y aquí se trata
precisamente de las sociedades ricas y muy desarrolladas-- mientras las demás, al menos
amplios estratos de las mismas, sufren el hambre, y muchas personas mueren a diario por
inedia y desnutrición. Asimismo se da entre algunos un cierto abuso de la libertad, que
va unido precisamente a un comportamiento consumístico no controlado por la moral, lo
cual limita contemporáneamente la libertad de los demás, es decir, de aquellos que
sufren deficiencias relevantes y son empujados hacia condiciones de ulterior miseria e
indigencia.
Esta confrontación,
universalmente conocida, y el contraste al que se han remitido en los documentos de su
magisterio los Pontífices de nuestro siglo, más recientemente Juan XXIII como también
Pablo VI,[104] representan como el gigantesco desarrollo de la parábola bíblica del rico
epulón y del pobre Lázaro.[105]
La amplitud del
fenómeno pone en tela de juicio las estructuras y los mecanismos financieros, monetarios,
productivos y comerciales que, apoyados en diversas presiones políticas, rigen la
economía mundial: ellos se revelan casi incapaces de absorber las injustas situaciones
sociales heredadas del pasado y de enfrentarse a los urgentes desafíos y a las exigencias
éticas. Sometiendo al hombre a las tensiones creadas por el mismo, dilapidando a ritmo
acelerado los recursos materiales y energéticos, comprometiendo el ambiente geofísico,
estas estructuras hacen extenderse continuamente las zonas de miseria y con ella la
angustia, frustración y amargura.[106]
Nos encontramos ante un
grave drama que no puede dejarnos indiferentes: el sujeto que, por un lado, trata de sacar
el máximo provecho y el que, por otro lado, sufre los daños y las injurias es siempre el
hombre. Drama exacerbado aún más por la proximidad de grupos sociales privilegiados y de
los de países ricos que acumulan de manera excesiva los bienes cuya riqueza se convierte
de modo abusivo, en causa de diversos males. Añádanse la fiebre de la inflación y la
plaga del paro; son otros tantos síntomas de este desorden moral, que se hace notar en la
situación mundial y que reclama por ello innovaciones audaces y creadoras, de acuerdo con
la auténtica dignidad del hombre.[107]
La tarea no es
imposible. El principio de solidaridad, en sentido amplio, debe inspirar la búsqueda
eficaz de instituciones y de mecanismos adecuados, tanto en el orden de los intercambios,
donde hay que dejarse guiar por las leyes de una sana competición, como en el orden de
una más amplia y más inmediata repartición de las riquezas y de los controles sobre las
mismas, para que los pueblos en vías de desarrollo económico puedan no sólo colmar sus
exigencias esenciales, sino también avanzar gradual y eficazmente.
No se avanzará en este
camino difícil de las indispensables transformaciones de las estructuras de la vida
económica, si no se realiza una verdadera conversión de las mentalidades y de los
corazones. La tarea requiere el compromiso decidido de hombres y de pueblos libres y
solidarios. Demasiado frecuentemente se confunde la libertad con el instinto del interés
--individual o colectivo--, o incluso con el instinto de lucha y de dominio, cualesquiera
sean los colores ideológicos que revisten. Es obvio que tales instintos existen y operan,
pero no habrá economía humana si no son asumidos, orientados y dominados por las fuerzas
más profundas que se encuentran en el hombre y que deciden la verdadera cultura de los
pueblos. Precisamente de estas fuentes debe nacer el esfuerzo con el que se expresará la
verdadera libertad humana, y que será capaz de asegurarla también en el campo de la
economía. El desarrollo económico, con todo lo que forma parte de su adecuado
funcionamiento, debe ser constantemente programado y realizado en una perspectiva de
desarrollo universal y solidario de los hombres y de los pueblos, como lo recordaba de
manera convincente mi predecesor Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio. Sin ello
la mera categoría del «progreso» económico se convierte en una categoría superior que
subordina el conjunto de la existencia humana a sus exigencias parciales, sofoca al
hombre, disgrega la sociedad y acaba por ahogarse en sus propias tensiones y en sus mismos
excesos.
Es posible asumir este
deber; lo atestiguan hechos ciertos y resultados, que es difícil enumerar aquí
analíticamente. Una cosa es cierta: en la base de este gigantesco campo hay que
establecer, aceptar y profundizar el sentido de la responsabilidad moral, que debe asumir
el hombre. Una vez más y siempre, el hombre.
Para nosotros los
cristianos esta responsabilidad se hace particularmente evidente, cuando recordamos --y
debemos recordarlo siempre-- la escena del juicio final, según las palabras de Cristo
transmitidas en el evangelio de San Mateo.[108]
Esta escena
escatológica debe ser aplicada siempre a la historia del hombre, debe ser siempre
«medida» de los actos humanos como un esquema esencial de un examen de conciencia para
cada uno y para todos: «tuve hambre, y no me disteis de comer; ... estuve desnudo, y no
me vestisteis; ... en la cárcel, y no me visitasteis».[109] Estas palabras adquieren una
mayor carga amonestadora, si pensamos que, en vez del pan y de la ayuda cultural a los
nuevos estados y naciones que se están despertando a la vida independiente, se les ofrece
a veces en abundancia armas modernas y medios de destrucción, puestos al servicio de
conflictos armados y de guerras que no son tanto una exigencia de la defensa de sus justos
derechos y de su soberanía sino más bien una forma de «patriotería», de imperialismo,
de neocolonialismo de distinto tipo. Todos sabemos bien que las zonas de miseria o de
hambre que existen en nuestro globo, hubieran podido ser «fertilizadas» en breve tiempo,
si las gigantescas inversiones de armamentos que sirven a la guerra y a la destrucción,
hubieran sido cambiadas en inversiones para el alimento que sirvan a la vida.
Es posible que esta
consideración quede parcialmente «abstracta», es posible que ofrezca la ocasión a una
y otra parte para acusarse recíprocamente, olvidando cada una las propias culpas. Es
posible que provoque también nuevas acusaciones contra la Iglesia. Esta, en cambio, no
disponiendo de otras armas, sino las del espíritu, de la palabra y del amor, no puede
renunciar a anunciar «la palabra... a tiempo y a destiempo».[110] Por esto no cesa de
pedir a cada una de las dos partes, y de pedir a todos en nombre de Dios y en nombre del
hombre: íno matéis! íNo preparéis a los hombres destrucciones y exterminio! íPensad
en vuestros hermanos que sufren hambre y miseria! íRespetad la dignidad y la libertad de
cada uno!
17. DERECHOS DEL
HOMBRE: «LETRA» O «ESPíRITU»
Nuestro siglo ha sido
hasta ahora un siglo de grandes calamidades para el hombre, de grandes devastaciones no
sólo materiales, sino también morales, más aún, quizá sobre todo morales.
Ciertamente, no es fácil comparar bajo este aspecto, épocas y siglos, porque esto
depende de los criterios históricos que cambian. No obstante, sin aplicar estas
comparaciones, es necesario constatar que hasta ahora este siglo ha sido un siglo en el
que los hombres se han preparado a sí mismos muchas injusticias y sufrimientos. ¿Ha sido
frenado decididamente este proceso? En todo caso no se puede menos de recordar aquí, con
estima y profunda esperanza para el futuro, el magnífico esfuerzo llevado a cabo para dar
vida a la Organización de las Naciones Unidas, un esfuerzo que tiende a definir y
establecer los derechos objetivos e inviolables del hombre, obligándose recíprocamente
los Estados miembros a una observancia rigurosa de los mismos. Este empeño ha sido
aceptado y ratificado por casi todos los Estados de nuestro tiempo y esto debería
constituir una garantía para que los derechos del hombre lleguen a ser en todo el mundo,
principio fundamental del esfuerzo por el bien del hombre.
La Iglesia no tiene
necesidad de confirmar cuán estrechamente vinculado está este problema con su misión en
el mundo contemporáneo. En efecto, él está en las bases mismas de la paz social e
internacional, como han declarado al respecto Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y
posteriormente Pablo VI en documentos específicos. En definitiva, la paz se reduce al
respeto de los derechos inviolables del hombre, --«opus iustitiae pax»--, mientras la
guerra nace de la violación de estos derechos y lleva consigo aún más graves
violaciones de los mismos. Si los derechos humanos son violados en tiempo de paz, esto es
particularmente doloroso y, desde el punto de vista del progreso, representa un fenómeno
incomprensible de la lucha contra el hombre, que no puede concordarse de ningún modo con
cualquier programa que se defina «humanístico». Y ¿qué tipo de programa social,
económico, político, cultural podría renunciar a esta definición? Nutrimos la profunda
convicción de que no hay en el mundo ningún programa en el que, incluso sobre la
plataforma de ideologías opuestas acerca de la concepción del mundo, no se ponga siempre
en primer plano al hombre.
Ahora bien, si a pesar
de tales premisas, los derechos del hombre son violados de distintos modos, si en
práctica somos testigos de los campos de concentración, de la violencia, de la tortura,
del terrorismo o de múltiples discriminaciones, esto debe ser una consecuencia de otras
premisas que minan, o a veces anulan casi toda la eficacia de las premisas humanísticas
de aquellos programas y sistemas modernos. Se impone entonces necesariamente el deber de
someter los mismos programas a una continua revisión desde el punto de vista de los
derechos objetivos e inviolables del hombre.
La Declaración de
estos derechos, junto con la institución de la Organización de las Naciones Unidas, no
tenía ciertamente sólo el fin de separarse de las horribles experiencias de la última
guerra mundial, sino el de crear una base para una continua revisión de los programas, de
los sistemas, de los regímenes, y precisamente desde este único punto de vista
fundamental que es el bien del hombre --digamos de la persona en la comunidad-- y que como
factor fundamental del bien común debe constituir el criterio esencial de todos los
programas, sistemas, regímenes. En caso contrario, la vida humana, incluso en tiempo de
paz, está condenada a distintos sufrimientos y al mismo tiempo, junto con ellos se
desarrollan varias formas de dominio totalitario, neocolonialismo, imperialismo, que
amenazan también la convivencia entre las naciones. En verdad, es un hecho significativo
y confirmado repetidas veces por las experiencias de la historia, cómo la violación de
los derechos del hombre va acompañada de la violación de los derechos de la nación, con
la que el hombre está unido por vínculos orgánicos como a una familia más grande.
Ya desde la primera
mitad de este siglo, en el período en que se estaban desarrollando varios totalitarismos
de estado, los cuales --como es sabido-- llevaron a la horrible catástrofe bélica, la
Iglesia había delineado claramente su postura frente a estos regímenes que en apariencia
actuaban por un bien superior, como es el bien del estado, mientras la historia
demostraría en cambio que se trataba solamente del bien de un partido, identificado con
el estado.[111] En realidad aquellos regímenes habían coartado los derechos de los
ciudadanos, negándoles el reconocimiento debido de los inviolables derechos del hombre
que, hacia la mitad de nuestro siglo, han obtenido su formulación en sede internacional.
Al compartir la alegría de esta conquista con todos los hombres de buena voluntad, con
todos los hombres que aman de veras la justicia y la paz, la Iglesia, consciente de que la
sola «letra» puede matar, mientras solamente «el espíritu da vida»,112 debe
preguntarse continuamente junto con estos hombres de buena voluntad si la Declaración de
los derechos del hombre y la aceptación de su «letra» significan también por todas
partes la realización de su «espíritu». Surgen en efecto temores fundados de que
muchas veces estamos aún lejos de esta realización y que tal vez el espíritu de la vida
social y pública se halla en una dolorosa oposición con la declarada «letra» de los
derechos del hombre. Este estado de cosas, gravoso para las respectivas sociedades, haría
particularmente responsable, frente a estas sociedades y a la historia del hombre, a
aquellos que contribuyen a determinarlo.
El sentido esencial del
Estado como comunidad política, consiste en el hecho de que la sociedad y quien la
compone, el pueblo, es soberano de la propia suerte. Este sentido no llega a realizarse,
si en vez del ejercicio del poder mediante la participación moral de la sociedad o del
pueblo, asistimos a la imposición del poder por parte de un determinado grupo a todos los
demás miembros de esta sociedad. Estas cosas son esenciales en nuestra época en que ha
crecido enormemente la conciencia social de los hombres y con ella la necesidad de una
correcta participación de los ciudadanos en la vida política de la comunidad, teniendo
en cuenta las condiciones de cada pueblo y del vigor necesario de la autoridad
pública.[113] Estos son pues problemas de primordial importancia desde el punto de vista
del progreso del hombre mismo y del desarrollo global de su humanidad.
La Iglesia ha enseñado
siempre el deber de actuar por el bien común y, al hacer esto, ha educado también buenos
ciudadanos para cada Estado. Ella, además, ha enseñado siempre que el deber fundamental
del poder es la solicitud por el bien común de la sociedad; de aquí derivan sus derechos
fundamentales. Precisamente en nombre de estas premisas concernientes al orden ético
objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al
respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre. El bien común al que la
autoridad sirve en el Estado se realiza plenamente sólo cuando todos los ciudadanos
están seguros de sus derechos. Sin esto se llega a la destrucción de la sociedad, a la
oposición de los ciudadanos a la autoridad, o también a una situación de opresión, de
intimidación, de violencia, de terrorismo, de los que nos han dado bastantes ejemplos los
totalitarismos de nuestro siglo. Es así como el principio de los derechos del hombre toca
profundamente el sector de la justicia social y se convierte en medida para su
verificación fundamental en la vida de los Organismos políticos.
Entre estos derechos se
incluye, y justamente, el derecho a la libertad religiosa junto al derecho de la libertad
de conciencia. El Concilio Vaticano II ha considerado particularmente necesaria la
elaboración de una Declaración más amplia sobre este tema. Es el documento que se
titula Dignitatis humanae,[114] en el cual se expresa no sólo la concepción teológica
del problema, sino también la concepción desde el punto de vista del derecho natural, es
decir, de la postura «puramente humana», sobre la base de las premisas dictadas por la
misma experiencia del hombre, por su razón y por el sentido de su dignidad. Ciertamente,
la limitación de la libertad religiosa de las personas o de las comunidades no es sólo
una experiencia dolorosa, sino que ofende sobre todo a la dignidad misma del hombre,
independientemente de la religión profesada o de la concepción que ellas tengan del
mundo. La limitación de la libertad religiosa y su violación contrastan con la dignidad
del hombre y con sus derechos objetivos. El mencionado Documento conciliar dice bastante
claramente lo que es tal limitación y violación de la libertad religiosa.
Indudablemente, nos encontramos en este caso frente a una injusticia radical respecto a lo
que es particularmente profundo en el hombre, respecto a lo que es auténticamente humano.
De hecho, hasta el mismo fenómeno de la incredulidad, arreligiosidad y ateísmo, como
fenómeno humano, se comprende solamente en relación con el fenómeno de la religión y
de la fe. Es por tanto difícil, incluso desde un punto de vista «puramente humano»,
aceptar una postura según la cual sólo el ateísmo tiene derecho de ciudadanía en la
vida pública y social, mientras los hombres creyentes, casi por principio, son apenas
tolerados, o también tratados como ciudadanos de «categoría inferior», e incluso
--cosa que ya ha ocurrido-- son privados totalmente de los derechos de ciudadanía.
Hay que tratar
también, aunque sea brevemente, este tema porque entra dentro del complejo de situaciones
del hombre en el mundo actual, porque da testimonio de cuánto se ha agravado esta
situación debido a prejuicios e injusticias de distinto orden. Prescindiendo de entrar en
detalles precisamente en este campo, en el que tendríamos un especial derecho y deber de
hacerlo, es sobre todo porque juntamente con todos los que sufren los tormentos de la
discriminación y de la persecución por el nombre de Dios, estamos guiados por la fe en
la fuerza redentora de la cruz de Cristo. Sin embargo, en el ejercicio de mi ministerio
específico, deseo, en nombre de todos los hombres creyentes del mundo entero, dirigirme a
aquellos de quienes, de algún modo, depende la organización de la vida social y
pública, pidiéndoles ardientemente que respeten los derechos de la religión y de la
actividad de la Iglesia. No se trata de pedir ningún privilegio, sino al respeto de un
derecho fundamental. La actuación de este derecho es una de las verificaciones
fundamentales del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad,
sistema o ambiente.
86 Cfr. Pablo VI, Enc.
Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659.
87 Conc. Vat. II,
Const. past. Gaudium et Spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.
88 Cfr. Jn 14, 1 ss.
89 Conc. Vat. II,
Const. past. Gaudium et Spes, 91: AAS 58 (1966) 1113.
90 Ibid., 38: l.c.,
p.1056.
91 Ibid., 76: l.c., p.
1099.
92 Cfr. Gén 1, 27.
93 Conc. Vat. II,
Const. past. Gaudium et Spes 24: AAS 58 (1966) 1045.
94 Gén 1, 28.
95 Conc. Vat. II,
Const. past. Gaudium et Spes, 10: AAS 58 (1966) 1032.
96 Ibid., 10: l.c., p.
1033.
97 Ibid., 38: l.c., p.
1056; Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 21: AAS 59 (1967) 267 s.
98 Cfr. Gén 1, 28.
99 Cfr. Gén 1-2.
100 Gén 1, 28; Conc.
Vat. II, Decr. Inter mirifica, 6: AAS 56 (1964) 147; Const. past. Gaudium et Spes, 74, 78:
AAS 58 (1966) 1095 s.; 1101 s.
101 Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, 10; 36: AAS 57 (1965) 14-15; 41-42.
102 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. past. Gaudium et Spes, 35: AAS 58 (1966) 1053; Pablo VI, Discurso al Cuerpo
diplomático, 7 enero 1965: AAS 57 (1965) 232; Enc. Populorum progressio, 14: AAS 59
(1967) 264.
103 Cfr. Pío XII,
Radiomensaje para el 50deg. aniversario de la Encicl. «Rerum Novarum» de León XIII
(1deg. junio 1941): AAS 33 (1941) 195-205; Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1941):
AAS 34 (1942) 10-21; Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1942): AAS 35 (1943) 9-24;
Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1943): AAS 36 (1944) 11-24; Radiomensaje de Navidad
(24 diciembre 1944): AAS 37 (1945) 10-23; Discurso a los Cardenales (24 diciembre 1946):
AAS 39 (1947) 7-17; Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1947): AAS 40 (1948) 8-16; Juan
XXIII, Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961) 401-464; Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963)
257-304; Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659; Discurso a la Asamblea
General de las Naciones Unidas (4 octubre 1965): AAS 57 (1965) 877-885; Populorum
progressio: AAS 59 (1967) 257-299; Discurso a los Campesinos colombianos (23 agosto 1968):
AAS 60 (1968) 619-623; Discurso a la Asamblea General del Episcopado Latino-Americano (24
agosto 1968): AAS 60 (1968) 639-649; Discurso a la Conferencia de la FAO (16 noviembre
1970): AAS 62 (1970) 830-838; Carta apost. Octogesima adveniens: AAS 63 (1971) 401-441;
Discurso a los Cardenales (23 junio 1972): AAS 64 (1972) 496-505; Juan Pablo II, Discurso
a la Tercera Conferencia General del Episcopado Latino-Americano (28 enero 1979): AAS 71
(1979) 187 ss.; Discurso a los Indios de Cuilapán (29 enero 1979): l.c., pp. 207 ss.;
Discurso a los Obreros de Guadalajara (30 enero 1979): l.c., pp. 221 ss.; Discurso a los
Obreros de Monterrey (31 enero 1979): l.c., pp. 240 ss.; Conc. Vat. II, Decl. Dignitatis
humanae: AAS 58 (1966) 929-941; Const. past. Gaudium et Spes: AAS 58 (1966) 1025-1115;
Documenta Synodi Episcoporum, De iustitia in mundo: AAS 63 (1971) 923-941.
104 Cfr. Juan XXIII,
Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961) 418 ss.; Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 289ss.;
Pablo VI, Enc. Populorum progressio: AAS 59 (1967) 257-299.
105 Cfr. Lc 16, 19-31.
106 Cfr. Juan Pablo II,
Homilía en Santo Domingo, 3: AAS 71 (1979) 157 ss.; Discurso a los Indios y a los
Campesinos de Oaxaca, 2: l.c., pp. 207 ss.; Discurso a los Obreros de Monterrey, 4: l.c.,
p. 242.
107 Cfr. Pablo VI,
Carta apost. Octogesima adveniens, 42: AAS 63 (1971) 431.
108 Cfr. Mt 25, 31-46.
109 Mt 25, 42.43.
110 2 Tim 4, 2.
111 Pío XI, Enc.
Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 213; Enc. Non abbiamo bisogno: AAS 23 (1931) 285-312;
Enc. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 65-106; Enc. Mit brennender Sorge: AAS 29 (1937)
145-167; Pío XII, Enc. Summi pontificatus: AAS 31 (1934) 413-453.
112 Cfr. 2 Cor 3, 6.
113 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. past. Gaudium et Spes, 31: AAS 58 (1966) 1050.
114 Cfr. AAS 58 (1966)
929-946. |