REDEMPTORIS MISSIO
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA MISIÓN DEL REDENTOR
CAPÍTULO V:
LOS CAMINOS DE LA MISIÓN
41. «La actividad
misionera es, en última instancia, la manifestación del propósito de Dios, o epifanía,
y su realización en el mundo y en la historia, en la que Dios, por medio de la misión,
perfecciona abiertamente la historia de la salvación».68 ¿Qué camino sigue la Iglesia
para conseguir este resultado?
La misión es una
realidad unitaria, pero compleja, y se desarrolla de diversas maneras, entre las cuales
algunas son de particular importancia en la presente situación de la Iglesia y del mundo.
La primera forma de
evangelización es el testimonio
42. El hombre
contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros;69 cree más en la experiencia
que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías. El testimonio de vida
cristiana es la primera e insustituible forma de la misión: Cristo, de cuya misión somos
continuadores, es el «Testigo» por excelencia (Ap 1, 5; 3, 14) y el modelo del
testimonio cristiano. El Espíritu Santo acompaña el camino de la Iglesia y la asocia al
testimonio que él da de Cristo (cf. Jn 15, 26-27).
La primera forma de
testimonio es la vida misma del misionero, la de la familia cristiana y de la comunidad
eclesial, que hace visible un nuevo modo de comportarse. El misionero que, aun con todos
los límites y defectos humanos, vive con sencillez según el modelo de Cristo, es un
signo de Dios y de las realidades trascendentales. Pero todos en la Iglesia, esforzándose
por imitar al divino Maestro, pueden y deben dar este testimonio,70 que en muchos casos es
el único modo posible de ser misioneros.
El testimonio
evangélico, al que el mundo es más sensible, es el de la atención a las personas y el
de la caridad para con los pobres y los pequeños, con los que sufren. La gratuidad de
esta actitud y de estas acciones, que contrastan profundamente con el egoísmo presente en
el hombre, hace surgir unas preguntas precisas que orientan hacia Dios y el Evangelio.
Incluso el trabajar por la paz, la justicia, los derechos del hombre, la promoción
humana, es un testimonio del Evangelio, si es un signo de atención a las personas y está
ordenado al desarrollo integral del hombre.71
43. EL cristiano y las
comunidades cristianas viven profundamente insertados en la vida de sus pueblos
respectivos y son signo del Evangelio incluso por la fidelidad a su patria, a su pueblo, a
la cultura nacional, pero siempre con la libertad que Cristo ha traído. El cristianismo
está abierto a la fraternidad universal, porque todos los hombres son hijos del mismo
Padre y hermanos en Cristo.
La Iglesia está
llamada a dar su testimonio de Cristo, asumiendo posiciones valientes y proféticas ante
la corrupción del poder político o económico; no buscando la gloria o bienes
materiales; usando sus bienes para el servicio de los más pobres e imitando la sencillez
de vida de Cristo. La Iglesia y los misioneros deben dar también testimonio de humildad,
ante todo en sí mismos, lo cual se traduce en la capacidad de un examen de conciencia, a
nivel personal y comunitario, para corregir en los propios comportamientos lo que es
antievangélico y desfigura el rostro de Cristo.
El primer anuncio de
Cristo Salvador
44. EL anuncio tiene la
prioridad permanente en la misión: la Iglesia no puede substraerse al mandato explícito
de Cristo; no puede privar a los hombres de la «Buena Nueva» de que son amados y
salvados por Dios. «La evangelización también debe contener siempre --como base, centro
y a la vez culmen de su dinamismo-- una clara proclamación de que en Jesucristo, se
ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de
Dios».72 Todas las formas de la actividad misionera están orientadas hacia esta
proclamación que revela e introduce el misterio escondido en los siglos y revelado en
Cristo (cf. Ef 3, 3-9; Col 1, 25-29), el cual es el centro de la misión y de la vida de
la Iglesia, como base de toda la evangelización.
En la compleja realidad
de la misión, el primer anuncio tiene una función central e insustituible, porque
introduce «en el misterio del amor de Dios, quien lo llama a iniciar una comunicación
personal con él en Cristo»73 y abre la vía para la conversión. La fe nace del anuncio,
y toda comunidad eclesial tiene su origen y vida en la respuesta de cada fiel a este
anuncio.74 Como la economía salvífica está centrada en Cristo, así la actividad
misionera tiende a la proclamación de su misterio.
EL anuncio tiene por
objeto a Cristo crucificado, muerto y resucitado: en él se realiza la plena y auténtica
liberación del mal, del pecado y de la muerte; por él, Dios da la «nueva vida», divina
y eterna. Esta es la «Buena Nueva» que cambia al hombre y la historia de la humanidad, y
que todos los pueblos tienen el derecho a conocer. Este anuncio se hace en el contexto de
la vida del hombre y de los pueblos que lo reciben. Debe hacerse además con una actitud
de amor y de estima hacia quien escucha, con un lenguaje concreto y adaptado a las
circunstancias. En este anuncio el Espíritu actúa e instaura una comunión entre el
misionero y los oyentes, posible en la medida en que uno y otros entran en comunión, por
Cristo, con el Padre.75
45. Al hacerse en
unión con toda la comunidad eclesial, el anuncio nunca es un hecho personal. El misionero
está presente y actúa en virtud de un mandato recibido y, aunque se encuentre solo ,
está unido por vínculos invisibles, pero profundos, a la actividad evangelizadora de
toda la Iglesia.76 Los oyentes, pronto o más tarde, vislumbran a través de él la
comunidad que lo ha enviado y lo sostiene.
El anuncio está
animado por la fe, que suscita entusiasmo y fervor en el misionero. Como ya se ha dicho,
los Hechos de los Apóstoles expresan esta actitud con la palabra parresía, que significa
hablar con franqueza y valentía; este término se encuentra también en san Pablo:
«Confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre
frecuentes luchas» (1 Tes 2, 2). «Orando ... también por mí, para que me sea dada la
Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio,
del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene»
(Ef 6, 19-20).
Al anunciar a Cristo a
los no cristianos, el misionero está convencido de que existe ya en las personas y en los
pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la
verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado
y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder
a esta esperanza, de modo que el misionero no se desalienta ni desiste de su testimonio,
incluso cuando es llamado a manifestar su fe en un ambiente hostil o indiferente. Sabe que
el Espíritu del Padre habla en él (cf. Mt 10, 17-20; Lc 12, 11-12) y puede repetir con
los Apóstoles: «Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo»
(Act 5, 32). Sabe que no anuncia una verdad humana, sino la « Palabra de Dios», la cual
tiene una fuerza intrínseca y misteriosa (cf. Rom 1, 16).
La prueba suprema es el
don de la vida, hasta aceptar la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo. Como siempre
en la historia cristiana, los «mártires», es decir, los testigos, son numerosos e
indispensables para el camino del Evangelio. También en nuestra época hay muchos:
obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así como laicos; a veces héroes
desconocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son los anunciadores y los
testigos por excelencia.
Conversión y bautismo
46. El anuncio de la
Palabra de Dios tiende a la conversión cristiana, es decir, a la adhesión plena y
sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe. La conversión es un don de Dios, obra
de la Trinidad; es el Espíritu que abre las puertas de los corazones, a fin de que los
hombres puedan creer en el Señor y «confesarlo» (cf. 1 Cor 12, 3). De quien se acerca a
él por la fe, Jesús dice: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo
atrae» (Jn 6, 44).
La conversión se
expresa desde el principio con una fe total y radical, que no pone límites ni obstáculos
al don de Dios. Al mismo tiempo, sin embargo, determina un proceso dinámico y permanente
que dura toda la existencia, exigiendo un esfuerzo continuo por pasar de la vida «según
la carne» a la «vida según el Espíritu (cf. Rom 8, 3-13). La conversión significa
aceptar, con decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos.
La Iglesia llama a
todos a esta conversión, siguiendo el ejemplo de Juan Bautista que preparaba los caminos
hacia Cristo, «proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Mc
1, 4), y los caminos de Cristo mismo, el cual, «después que Juan fue entregado, marchó
... a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el
Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva"» (Mc 1, 14-15).
Hoy la llamada a la
conversión, que los misioneros dirigen a los no cristianos, se pone en tela de juicio o
pasa en silencio. Se ve en ella un acto de «proselitismo»; se dice que basta ayudar a
los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; que basta formar
comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Pero
se olvida que toda persona tiene el derecho a escuchar la «Buena Nueva» de Dios que se
revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación. La grandeza de
este acontecimiento resuena en las palabras de Jesús a la Samaritana: «Si conocieras el
don de Dios» y en el deseo inconsciente, pero ardiente de la mujer: «Señor, dame de esa
agua, para que no tenga más sed» (Jn 4,10.15).
47. Los Apóstoles,
movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a
recibir el bautismo. Inmediatamente después del acontecimiento de Pentecostés, Pedro
habla a la multitud de manera persuasiva «Al oír esto, dijeron con el corazón
compungido a Pedro y a los demás Apóstoles: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?"
Pedro les contestó: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el
nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del
Espíritu Santo"» (Act 2, 37-38). Y bautizó aquel día cerca de tres mil personas.
Pedro mismo, después de la curación del tullido, habla a la multitud y repite:
«Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados» (Act 3,
19).
La conversión a Cristo
está relacionada con el bautismo, no sólo por la praxis de la Iglesia, sino por voluntad
del mismo Cristo, que envió a hacer discípulos a todas las gentes y a bautizarlas (cf.
Mt 28, 19); está relacionada también por la exigencia intrínseca de recibir la plenitud
de la nueva vida en él: «En verdad, en verdad te digo: --dice Jesús a Nicodemo-- el que
no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5). En
efecto, el bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios, nos une a Jesucristo y
nos unge en el Espíritu Santo: no es un mero sello de la conversión, como un signo
exterior que la demuestra y la certifica, sino que es un sacramento que significa y lleva
a cabo este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura vínculos reales e inseparables
con la Trinidad; hace miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
Todo esto hay que
recordarlo, porque no pocos, precisamente donde se desarrolla la misión ad gentes,
tienden a separar la conversión a Cristo del bautismo, considerándolo como no necesario.
Es verdad que en ciertos ambientes se advierten aspectos sociológicos relativos al
bautismo que oscurecen su genuino significado de fe y su valor eclesial. Esto se debe a
diversos factores históricos y culturales, que es necesario remover donde todavía
subsisten, a fin de que el sacramento de la regeneración espiritual aparezca en todo su
valor. A este cometido deben dedicarse las comunidades eclesiales locales. También es
verdad que no pocas personas afirman que están interiormente comprometidas con Cristo y
con su mensaje, pero no quieren estarlo sacramentalmente, porque, a causa de sus
prejuicios o de las culpas de los cristianos, no llegan a percibir la verdadera naturaleza
de la Iglesia, misterio de fe y de amor.77 Deseo alentar, pues, a estas personas a abrirse
plenamente a Cristo, recordándoles que, si sienten el atractivo de Cristo, él mismo ha
querido a la Iglesia como «lugar» donde pueden encontrarlo realmente. Al mismo tiempo,
invito a los fieles y a las comunidades cristianas a dar auténtico testimonio de Cristo
con su nueva vida.
Ciertamente, cada
convertido es un don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad para ella, no
sólo porque debe ser preparado para el bautismo con el catecumenado y continuar luego con
la instrucción religiosa, sino porque, especialmente si es adulto, lleva consigo, como
una energía nueva, el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el
Evangelio vivido. Sería una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad
eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación.
No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada día.
Formación de Iglesias
locales
48. La conversión y el
bautismo introducen en la Iglesia, donde ya existe, o requieren la constitución de nuevas
comunidades que confiesen a Jesús Salvador y Señor. Esto forma parte del designio de
Dios, al cual plugo «llamar a los hombres a participar de su vida no sólo
individualmente, sin mutua conexión alguna entre ellos, sino constituirlos en un pueblo
en el que sus hijos, que estaban dispersos, se congreguen en unidad».78
La misión ad gentes
tiene este objetivo: fundar comunidades cristianas, hacer crecer las Iglesias hasta su
completa madurez. Esta es una meta central y específica de la actividad misionera, hasta
el punto de que ésta no puede considerarse desarrollada, mientras no consiga edificar una
nueva Iglesia particular, que funcione normalmente en el ambiente local. De esto habla
ampliamente el Decreto Ad gentes.79 Después del Concilio se ha ido desarrollando una
línea teológica para subrayar que todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada
Iglesia particular, con tal de que ésta no se aísle, sino que permanezca en comunión
con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera. Se trata de un trabajo
considerable y largo, del cual es difícil indicar las etapas precisas, con las que se
termina la acción propiamente misionera y se pasa a la actividad pastoral. No obstante,
algunos puntos deben quedar claros.
49. Es necesario, ante
todo, tratar de establecer en cada lugar comunidades cristianas que sean un «exponente de
la presencia de Dios en el mundo» 80 y crezcan hasta llegar a ser Iglesias. A pesar del
gran número de diócesis, existen todavía grandes áreas en que las Iglesias locales o
no existen en absoluto o son insuficientes con respecto a la extensión del territorio y a
la densidad y variedad de la población; queda por realizar un gran trabajo de
implantación y desarrollo de la Iglesia. Esta fase de la historia eclesial, llamada
plantatio Ecclesiae, no está terminada; es más, en muchos agrupamientos humanos debe
empezar aún.
La responsabilidad de
este cometido recae sobre la Iglesia universal y sobre las Iglesias particulares, sobre el
pueblo de Dios entero y sobre todas las fuerzas misioneras. Cada Iglesia, incluso la
formada por neoconvertidos, es misionera por naturaleza, es evangelizada y evangelizadora,
y la fe siempre debe ser presentada como un don de Dios para vivirlo en comunidad
(familias, parroquias, asociaciones) y para irradiarlo fuera, sea con el testimonio de
vida, sea con la palabra. La acción evangelizadora de la comunidad cristiana, primero en
su propio territorio y luego en otras partes, como participación en la misión universal,
es el signo más claro de madurez en la fe. Es necesaria una radical conversión de la
mentalidad para hacerse misioneros, y esto vale tanto para las personas, como para las
comunidades. El Señor llama siempre a salir de uno mismo, a compartir con los demás los
bienes que tenemos, empezando por el más precioso que es la fe. A la luz de este
imperativo misionero se deberá medir la validez de los organismos, movimientos,
parroquias u obras de apostolado de la Iglesia. Sólo haciéndose misionera la comunidad
cristiana podrá superar las divisiones y tensiones internas y recobrar su unidad y su
vigor de fe.
Las fuerzas misioneras
provenientes de otras Iglesias y países deben actuar en comunión con las Iglesias
locales para el desarrollo de la comunidad cristiana. En particular, concierne a ellas
--siguiendo siempre las directrices de los Obispos y en colaboración con los responsables
del lugar-- promover la difusión de la fe y la expansión de la Iglesia en los ambientes
y grupos no cristianos; y animar en sentido misionero a las Iglesias locales, de manera
que la preocupación pastoral vaya unida siempre a la preocupación por la misión ad
gentes. Cada Iglesia hará propia, entonces, la solicitud de Cristo, Buen Pastor, que se
entrega a su grey y al mismo tiempo, se preocupa de las « otras ovejas que no son de este
redil» (Jn 10, 15).
50. Esta solicitud
constituirá un motivo y un estímulo para una renovada acción ecuménica. Los vínculos
existentes entre actividad ecuménica y actividad misionera hacen necesario considerar dos
factores concomitantes. Por una parte se debe reconocer que «la división de los
cristianos perjudica a la causa santísima de la predicación del Evangelio a toda
criatura y cierra a muchos las puertas de la fe».81 El hecho de que la Buena Nueva de la
reconciliación sea predicada por los cristianos divididos entre sí debilita su
testimonio, y por esto es urgente trabajar por la unidad de los cristianos, a fin de que
la actividad misionera sea más incisiva. Al mismo tiempo, no debemos olvidar que los
mismos esfuerzos por la unidad constituyen de por sí un signo de la obra de
reconciliación que Dios realiza en medio de nosotros.
Por otra parte, es
verdad que todos los que han recibido el bautismo en Cristo están en una cierta comunión
entre sí, aunque no perfecta. Sobre esta base se funda la orientación dada por el
Concilio: «En cuanto lo permitan las condiciones religiosas, promuévase la acción
ecuménica de forma que, excluida toda especie tanto de indiferentismo y confusionismo
como de emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos
separados, según las normas del Decreto sobre el Ecumenismo mediante la profesión
común, en cuanto sea posible, de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las naciones y
den vida a la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y religiosos».82
La actividad ecuménica
y el testimonio concorde de Jesucristo, por parte de los cristianos pertenecientes a
diferentes Iglesias y comunidades eclesiales, ha dado ya abundantes frutos. Es cada vez
más urgente que ellos colaboren y den testimonio unidos, en este tiempo en el que sectas
cristianas y paracristianas siembran confusión con su acción. La expansión de estas
sectas constituye una amenaza para la Iglesia católica y para todas las comunidades
eclesiales con las que ella mantiene un diálogo. Donde sea posible y según las
circunstancias locales, la respuesta de los cristianos deberá ser también ecuménica.
Las «comunidades
eclesiales de base» fuerza evangelizadora
51. Un fenómeno de
rápida expansión en las jóvenes Iglesias, promovido, a veces, por los Obispos y sus
Conferencias como opción prioritaria de la pastoral, lo constituyen las « comunidades
eclesiales de base» (conocidas también con otros nombres), que están dando prueba
positiva como centros de formación cristiana y de irradiación misionera. Se trata de
grupos de cristianos a nivel familiar o de ámbito restringido, los cuales se reúnen para
la oración, la lectura de la Escritura, la catequesis, para compartir problemas humanos y
eclesiales de cara a un compromiso común. Son un signo de vitalidad de la Iglesia,
instrumento de formación y de evangelización un punto de partida válido para una nueva
sociedad fundada sobre la «civilización del Amor».
Estas comunidades
descentralizan y articulan la comunidad parroquial a la que permanecen siempre unidas; se
enraízan en ambientes populares y rurales, convirtiéndose en fermento de vida cristiana,
de atención a los últimos, de compromiso en pos de la transformación de la sociedad. En
ellas cada cristiano hace una experiencia comunitaria, gracias a la cual también él se
siente un elemento activo, estimulado a ofrecer su colaboración en las tareas de todos.
De este modo, las mismas comunidades son instrumento de evangelización y de primer
anuncio, así como fuente de nuevos ministerios, a la vez que, animadas por la caridad de
Cristo, ofrecen también una orientación sobre el modo de superar divisiones, tribalismos
y racismos.
En efecto, toda
comunidad, para ser cristiana, debe formarse y vivir en Cristo, en la escucha de la
Palabra de Dios, en la oración centra da en la Eucaristía, en la comunión expresada en
la unión de corazones y espíritus, así como en el compartir según las necesidades de
los miembros (cf. Act 2, 42-47). Cada comunidad --recordaba Pablo VI-- debe vivir unida a
la Iglesia particular y universal, en sincera comunión con los Pastores y el Magisterio,
comprometida en la irradiación misionera y evitando toda forma de cerrazón y de
instrumentalización ideológica.83 Y el Sínodo de los Obispos ha afirmado: «Porque la
Iglesia es comunión, las así llamadas nuevas comunidades de base, si verdaderamente
viven en la unidad con la Iglesia, son verdadera expresión de comunión e instrumento
para edificar una comunión más profunda. Por ello, dan una gran esperanza para la vida
de la Iglesia.84
Encarnar el Evangelio
en las culturas de los pueblos
52. Al desarrollar su
actividad misionera entre las gentes, la Iglesia encuentra diversas culturas y se ve
comprometida en el proceso de inculturación. Es ésta una exigencia que ha marcado todo
su camino histórico, pero hoy es particularmente aguda y urgente.
El proceso de
inserción de la Iglesia en las culturas de los pueblos requiere largo tiempo: no se trata
de una mera adaptación externa, ya que la inculturación «significa una íntima
transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el
cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas».85 Es, pues, un
proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano, como la reflexión y la
praxis de la Iglesia. Pero es también un proceso difícil, porque no debe comprometer en
ningún modo las características y la integridad de la fe cristiana.
Por medio de la
inculturación la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo
tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; 86 transmite a las
mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde
dentro.87 Por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible
de lo que es e instrumento más apto para la misión.
Gracias a esta acción
en las Iglesias locales, la misma Iglesia universal se enriquece con expresiones y valores
en los diferentes sectores de la vida cristiana, como la evangelización, el culto, la
teología, la caridad; conoce y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es
alentada a una continua renovación. Estos temas, presentes en el Concilio y en el
Magisterio posterior, los he afrontado repetidas veces en mis visitas pastorales a las
Iglesias jóvenes.88
La inculturación es un
camino lento que acompaña toda la vida misionera y requiere la aportación de los
diversos colaboradores de la misión ad gentes, la de las comunidades cristianas a medida
que se desarrollan, la de los Pastores que tienen la responsabilidad de discernir y
fomentar su actuación.89
53. Los misioneros,
provenientes de otras Iglesias y países, deben insertarse en el mundo sociocultural de
aquellos a quienes son enviados, superando los condicionamientos del propio ambiente de
origen. Así, deben aprender la lengua de la región donde trabajan, conocer las
expresiones más significativas de aquella cultura, descubriendo sus valores por
experiencia directa. Solamente con este conocimiento los misioneros podrán llevar a los
pueblos de manera creíble y fructífera el conocimiento del misterio escondido (cf. Rom
16, 25-27; Ef 3, 5). Para ellos no se trata ciertamente de renegar a la propia identidad
cultural, sino de comprender, apreciar, promover y evangelizar la del ambiente donde
actúan y, por consiguiente, estar en condiciones de comunicar realmente con él,
asumiendo un estilo de vida que sea signo de testimonio evangélico y de solidaridad con
la gente.
Las comunidades
eclesiales que se están formando, inspiradas en el Evangelio, podrán manifestar
progresivamente la propia experiencia cristiana en manera y forma originales, conformes
con las propias tradiciones culturales, con tal de que estén siempre en sintonía con las
exigencias objetivas de la misma fe. A este respecto, especialmente en relación con los
sectores de inculturación más delicados, las Iglesias particulares del mismo territorio
deberán actuar en comunión entre si 90 y con toda la Iglesia, convencidas de que sólo
la atención tanto a la Iglesia universal como a las Iglesias particulares las harán
capaces de traducir el tesoro de la fe en la legitima variedad de sus expresiones.91 Por
esto, los grupos evangelizados ofrecerán los elementos para una «traducción» del
mensaje evangélico 92 teniendo presente las aportaciones positivas recibidas a través de
los siglos gracias al contacto del cristianismo con las diversas culturas, sin olvidar los
peligros de alteraciones que a veces se han verificado.93
54. A este respecto,
son fundamentales algunas indicaciones. La inculturación, en su recto proceso debe estar
dirigida por dos principios: «la compatibilidad con el Evangelio de las varias culturas a
asumir y la comunión con la Iglesia universal».94 Los Obispos, guardianes del
«depósito de la fe» se cuidarán de la fidelidad y, sobre todo, del discernimiento,95
para lo cual es necesario un profundo equilibrio; en efecto, existe el riesgo de pasar
acríticamente de una especie de alienación de la cultura a una supervaloración de la
misma, que es un producto del hombre, en consecuencia, marcada por el pecado. También
ella debe ser «purificada, elevada y perfeccionada».96
Este proceso necesita
una gradualidad, para que sea verdaderamente expresión de la experiencia cristiana de la
comunidad: «Será necesaria una incubación del misterio cristiano en el seno de vuestro
pueblo --decía Pablo VI en Kampala--, para que su voz nativa, más límpida y franca, se
levante armoniosa en el coro de las voces de la Iglesia universal».97 Finalmente, la
inculturación debe implicar a todo el pueblo de Dios, no sólo a algunos expertos, ya que
se sabe que el pueblo reflexiona sobre el genuino sentido de la fe que nunca conviene
perder de vista. Esta inculturación debe ser dirigida y estimulada, pero no forzada, para
no suscitar reacciones negativas en los cristianos: debe ser expresión de la vida
comunitaria, es decir, debe madurar en el seno de la comunidad, y no ser fruto exclusivo
de investigaciones eruditas. La salvaguardia de los valores tradicionales es efecto de una
fe madura.
El diálogo con los
hermanos de otras religiones
55. El diálogo
interreligioso forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Entendido como
método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco , no está en
contraposición con la misión ad gentes; es más, tiene vínculos especiales con ella y
es una de sus expresiones. En efecto, esta misión tiene como destinatarios a los hombres
que no conocen a Cristo y su Evangelio, y que en su gran mayoría pertenecen a otras
religiones. Dios llama a sí a todas las gentes en Cristo, queriendo comunicarles la
plenitud de su revelación y de su amor; y no deja de hacerse presente de muchas maneras,
no sólo en cada individuo sino también en los pueblos mediante sus riquezas
espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan
«lagunas, insuficiencias y errores».98 Todo ello ha sido subrayado ampliamente por el
Concilio Vaticano II y por el Magisterio posterior, defendiendo siempre que la salvación
viene de Cristo y que el diálogo no dispensa de la evangelización.99
A la luz de la
economía de la salvación, la Iglesia no ve un contraste entre el anuncio de Cristo y el
diálogo interreligioso; sin embargo siente la necesidad de compaginarlos en el ámbito de
su misión ad gentes. En efecto, conviene que estos dos elementos mantengan su
vinculación íntima y, al mismo tiempo, su distinción, por lo cual no deben ser
confundidos, ni instrumentalizados, ni tampoco considerados equivalentes, como si fueran
intercambiables.
Recientemente he
escrito a los Obispos de Asia: «Aunque la Iglesia reconoce con gusto cuanto hay de
verdadero y de santo en las tradiciones religiosas del Budismo, del Hinduismo y del Islam
--reflejos de aquella verdad que ilumina a todos los hombres--, sigue en pie su deber y su
determinación de proclamar sin titubeos a Jesucristo, que es "el camino, la verdad y
la vida"... El hecho de que los seguidores de otras religiones puedan recibir la
gracia de Dios y ser salvados por Cristo independientemente de los medios ordinarios que
él ha establecido, no quita la llamada a la fe y al bautismo que Dios quiere para todos
los pueblos».100 En efecto, Cristo mismo, «al inculcar con palabras explícitas la
necesidad de la fe y el bautismo... confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia,
en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta».101 El diálogo debe
ser conducido y llevado a término con la convicción de que la Iglesia es el camino
ordinario de salvación y que sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación.102
56. El diálogo no nace
de una táctica o de un interés, sino que es una actividad con motivaciones, exigencias y
dignidad propias: es exigido por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha
obrado el Espíritu, que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8).103 Con ello la Iglesia trata de
descubrir las «semillas de la Palabra» 104 el «destello de aquella Verdad que ilumina a
todos los hombres»,105 semillas y destellos que se encuentran en las personas y en las
tradiciones religiosas de la humanidad. El diálogo se funda en la esperanza y la caridad,
y dará frutos en el Espíritu. Las otras religiones constituyen un desafío positivo para
la Iglesia de hoy; en efecto, la estimulan tanto a descubrir y a conocer los signos de la
presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la propia identidad
y a testimoniar la integridad de la Revelación, de la que es depositaria para el bien de
todos.
De aquí deriva el
espíritu que debe animar este diálogo en el ámbito de la misión. EL interlocutor debe
ser coherente con las propias tradiciones y convicciones religiosas y abierto para
comprender las del otro, sin disimular o cerrarse, sino con una actitud de verdad,
humildad y lealtad, sabiendo que el diálogo puede enriquecer a cada uno. No debe darse
ningún tipo de abdicación ni de irenismo, sino el testimonio recíproco para un progreso
común en el camino de búsqueda y experiencia religiosa y, al mismo tiempo, para superar
prejuicios, intolerancias y malentendidos. El diálogo tiende a la purificación y
conversión interior que, si se alcanza con docilidad al Espíritu, será espiritualmente
fructífero.
57. Un vasto campo se
le abre al diálogo, pudiendo asumir múltiples formas y expresiones, desde los
intercambios entre expertos de las tradiciones religiosas o representantes oficiales de
las mismas, hasta la colaboración para el desarrollo integral y la salvaguardia de los
valores religiosos; desde la comunicación de las respectivas experiencias espirituales
hasta el llamado «diálogo de vida», por el cual los creyentes de las diversas
religiones atestiguan unos a otros en la existencia cotidiana los propios valores humanos
y espirituales, y se ayudan a vivirlos para edificar una sociedad más justa y fraterna.
Todos los fieles y las
comunidades cristianas están llamados a practicar el diálogo, aunque no al mismo nivel y
de la misma forma. Para ello es indispensable la aportación de los laicos que «con el
ejemplo de su vida y con la propia acción, pueden favorecer la mejora de las relaciones
entre los seguidores de las diversas religiones»,106 mientras algunos de ellos podrán
también ofrecer una aportación de búsqueda y de estudio.107
Sabiendo que no pocos
misioneros y comunidades cristianas encuentran en ese camino difícil y a menudo
incomprensible del diálogo la única manera de dar sincero testimonio de Cristo y un
generoso servicio al hombre, deseo alentarlos a perseverar con fe y caridad, incluso allí
donde sus esfuerzos no encuentran acogida y respuesta. El diálogo es un camino para el
Reino y seguramente dará sus frutos, aunque los tiempos y momentos los tiene fijados el
Padre (cf. Act 1, 7).
Promover el desarrollo,
educando las conciencias
58. La misión ad
gentes se despliega aun hoy día, mayormente, en aquellas regiones del Sur del mundo donde
es más urgente la acción para el desarrollo integral y la liberación de toda opresión.
La Iglesia siempre ha sabido suscitar, en las poblaciones que ha evangelizado, un impulso
hacia el progreso, y ahora mismo los misioneros, más que en el pasado, son conocidos
también como promotores de desarrollo por gobiernos y expertos internacionales, los
cuales se maravillan del hecho de que se consigan notables resultados con escasos medios.
En la Encíclica
Sollicitudo rei socialis he afirmado que «la Iglesia no tiene soluciones técnicas que
ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal», sino que «da su primera
contribución a la solución del problema urgente del desarrollo cuando proclama la verdad
sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre, aplicándola a una situación concreta
».108 La Conferencia de los Obispos latinoamericanos en Puebla afirmó que «el mejor
servicio al hermano es la evangelización, que lo prepara a realizarse como hijo de Dios,
lo libera de las injusticias y lo promueve integralmente».109 La misión de la Iglesia no
es actuar directamente en el plano económico, técnico, político o contribuir
materialmente al desarrollo, sino que consiste esencialmente en ofrecer a los pueblos no
un «tener más», sino un «ser más», despertando las conciencias con el Evangelio. El
desarrollo humano auténtico debe echar sus raíces en una evangelización cada vez más
profunda».110
La Iglesia y los
misioneros son también promotores de desarrollo con sus escuelas, hospitales,
tipografías, universidades, granjas agrícolas experimentales. Pero el desarrollo de un
pueblo no deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las
estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez
de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el
dinero ni la técnica. La Iglesia educa las conciencias revelando a los pueblos al Dios
que buscan, pero que no conocen; la grandeza del hombre creado a imagen de Dios y amado
por él; la igualdad de todos los hombres como hijos de Dios; el dominio sobre la
naturaleza creada y puesta al servicio del hombre; el deber de trabajar para el desarrollo
del hombre entero y de todos los hombres.
59. Con el mensaje
evangélico la Iglesia ofrece una fuerza liberadora y promotora de desarrollo,
precisamente porque lleva a la conversión del corazón y de la mentalidad; ayuda a
reconocer la dignidad de cada persona; dispone a la solidaridad, al compromiso, al
servicio de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la
construcción del Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida. Es la perspectiva
bíblica de los « nuevos cielos y nueva tierra» (cf. Is 65, 17; 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1),
la que ha introducido en la historia el estímulo y la meta para el progreso de la
humanidad. El desarrollo del hombre viene de Dios, del modelo de Jesús Dios y hombre, y
debe llevar a Dios.111 He ahí por qué entre el anuncio evangélico y promoción del
hombre hay una estrecha conexión.
La aportación de la
Iglesia y de su obra evangelizadora al desarrollo de los pueblos abarca no sólo el Sur
del mundo, para combatir la miseria y el subdesarrollo, sino también el Norte, que está
expuesto a la miseria moral y espiritual causada por el «superdesarrollo ».112 Una
cierta modernidad arreligiosa, dominante en algunas partes del mundo, se basa sobre la
idea de que, para hacer al hombre más hombre, baste enriquecerse y perseguir el
crecimiento técnico-económico. Pero un desarrollo sin alma no puede bastar al hombre, y
el exceso de opulencia es nocivo para él, como lo es el exceso de pobreza. El Norte del
mundo ha construido un «modelo de desarrollo» y lo difunde en el Sur, donde el espíritu
religioso y los valores humanos, allí presentes, corren el riesgo de ser inundados por la
ola del consumismo. «Contra el hambre cambia la vida» es el lema surgido en ambientes
eclesiales, que indica a los pueblos ricos el camino para convertirse en hermanos de los
pobres; es necesario volver a una vida más austera que favorezca un nuevo modelo de
desarrollo, atento a los valores éticos y religiosos. La actividad misionera lleva a los
pobres luz y aliento para un verdadero desarrollo, mientras que la nueva evangelización
debe crear en los ricos, entre otras cosas, la conciencia de que ha llegado el momento de
hacerse realmente hermanos de los pobres en la común conversión hacia el «desarrollo
integral», abierto al Absoluto.113
La Caridad, fuente y
criterio de la misión
60. «La Iglesia en
todo el mundo --dije en mi primera visita pastoral al Brasil-- quiere ser la Iglesia de
los pobres... quiere extraer toda la verdad contenida en las bienaventuranzas de Cristo y
sobre todo en esta primera: "Bienaventurados los pobres de espíritu...". Quiere
enseñar esta verdad y quiere ponerla en práctica, igual que Jesús vino a hacer y
enseñar ».114
Las jóvenes Iglesias
que en su mayoría viven entre pueblos afligidos por una pobreza muy difundida, expresan a
menudo esta preocupación como parte integrante de su misión. La III Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano en Puebla, después de haber recordado el ejemplo de
Jesús, escribe que «los pobres merecen una atención preferencial, cualquiera que sea la
situación moral o personal en que se encuentren. Hechos a imagen y semejanza de Dios para
ser sus hijos, esta imagen está ensombrecida y aun escarnecida. Por eso, Dios toma su
defensa y los ama. Es así como los pobres son los primeros destinatarios de la misión y
su evangelización es por excelencia señal y prueba de la misión de Jesús».115
Fiel al espíritu de
las bienaventuranzas, la Iglesia está llamada a compartir con los pobres y los oprimidos
de todo tipo. Por esto, exhorto a todos los discípulos de Cristo y a las comunidades
cristianas, desde las familias a las diócesis, desde las parroquias a los Institutos
religiosos, a hacer una sincera revisión de la propia vida en el sentido de la
solidaridad con los pobres. Al mismo tiempo, doy gracias a los misioneros quienes, con su
presencia amorosa y su humilde servicio, trabajan por el desarrollo integral de la persona
y de la sociedad por medio de escuelas, centros sanitarios, leproserías, casas de
asistencia para minusválidos y ancianos, iniciativas para la promoción de la mujer y
otras similares. Doy gracias a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los
laicos por su entrega. También aliento a los voluntarios de Organizaciones no
gubernamentales, cada día más numerosos, los cuales se dedican a estas obras de caridad
y de promoción humana.
En efecto, son estas
numerosas «obras de caridad» las que atestiguan el espíritu de toda la actividad
misionera: El amor, que es y sigue siendo la fuerza de la misión, y es también «el
único criterio según el cual todo debe hacerse y no hacerse, cambiarse y no cambiarse.
Es el principio que debe dirigir toda acción y el fin al que debe tender. Actuando con
caridad o inspirados por la caridad, nada es disconforme y todo es bueno».116
68 Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 9; cf. nn. 10-18.
69 Cf.Pablo VI, Exh.
Ap. Evangelii nuntiandi, 41: l.c., 31-32.
70 Cf. Conc Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 28. 35. 38; Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 43; Decr. Ad gentes, sobre la actividad
misionera de la Iglesia, 11-12
71 Cf. Pablo VI, Enc.
Populorum progressio (26 de marzo de 1967), 21. 42: AAS 59 (1967), pp. 267 s., 278.
72 Pablo VI, Exh. Ap.
Evagelii nuntiandi, 27: l.c., 23.
73 Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 13.
74 Cf. Pablo VI, Exh.
Ap. Evangelii nuntiandi, 15: l.c., 13-15; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la
actividad misionera de la Iglesia, 13-14.
75 Cf. Enc. Dominum et
Vivificantem, 42. 64: l.c.,857-859, 892-894.
76 Cf. Pablo VI, Exh.
Ap. Evangelii nuntiandi, 60: l.c., 50-51.
77 Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 6-9.
78 Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Ad. gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 2; cf. Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 9.
79 Cf. Decr. Ad gentes,
sobre la actividad misionera de la Iglesia, 19-22.
80 Conc. ecum . Vat.
II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 15.
81 Ibid., 6.
82 Ibid., 15; cf. Decr.
Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, 3.
83 Cf. Exh. Ap.
Evangelii nuntiandi, 58: l.c., 46-49.
84 Asamblea
extraordinaria del 1985, Relación final, II, C, 6.
85 Ibid. II, D, 4.
86 Cf. Exh. Ap.
Catechesi tradendae (16 de octubre 1979), 53: AAS 71 (1979), 1320; Ep. Enc. Slavorum
apostoli (2 de junio de 1985), 21: AAS 77 (1985), pp. 802 s.
87 Cf. Pablo VI, Exh.
Ap. Evangelii nuntiandi, 20: l.c., 18.
88 Cf. Discurso a los
Obispos delZaire en Kinsasa, 3 de mayo de 1980, 4-6: AAS 72 (1980), 432-435; Discurso a
los Obispos de Kenya en Nairobi, 7 de rnayo de 1980, 6: AAS 72 (1980), 497; Discurso a los
Obispos de la India en Delhi, 1 de febrero de 1986, 5: AAS 78 (1986), 748 s.; Homilía en
Cartagena (Colombia), 6 de julio de 1986, 7-8: AAS 79 (1987), 105 s.; cf. también Ep.
Enc. Slavorum apostoli, 21-22: l.c. 802-804.
89 Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22.
90 Cf. ibid.
91 Cf. Pablo VI, Exh.
Ap. Evangelii nuntiandi, 64: l.c., 55.
92 Las Iglesias
particulares «tienen la función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de
trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad esencial, al lenguaje que esos hombres
comprenden, y, después, de anunciarlo con ese mismo lenguaje... El lenguaje debe
entenderse aquí no tanto a nivel semántico o literario cuanto al que podría llamarse
antropológico y cultural» (Ibid., 63: l.c., 53)
93 Cf. Discurso en la
Audiencia general del 13 abril de 1988: Insegnamenti XI/1 (1988), 877-881.
94 Exh. Ap. Familiaris
consortio (22 de noviembre de 1981), 10, en la que se trata de la inculturación «en el
ámbito del matrimonio y de la familia»: AAS 74 (1982), 91.
95 Cf. Pablo VI, Exh.
Ap. Evangelii nuntiandii, 63-65: l.c., 53-56.
96 Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17.
97 Discurso a los
participantes en el Simposio de los Obispos de Africa, en Kampala, 31 de julio de 1969, 2:
AAS 61 (1969), 577.
98 Pablo VI, Discurso
en la apertura de la II sesión del Conc. Ecum. Vat. II, 29 de septiembre de 1963: AAS 55
(1963), 858; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la
Iglesia con las religiones no cristianas, 2; Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
16; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la lglesia, 9; Pablo VI, Exh. Ap.
Evangelii nuntiandi, 53: l.c., 41 s.
99 Cf. Pablo VI, Enc.
Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964) AAS 56 (1964), 609-659; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad
gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 11. 41; Secretariado para los no
cristianos. La actitud de la Iglesia frente a los seguidores de otras religiones.
Reflexión y orientaciones sobre diálogo y misión (4 de septiembre de l954): AAS 76
(1984), 816-828.
100 Carta a los Obispos
de Asia con ocasión de la V Asamblea Plenaria de la Federación de sus Conferencias
Episcopales (23 de junio de 1990), 4: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española, 19 de
agosto de 1990.
101 Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14; cf. Decr. Ad gentes, sobre la
actividad misionera de la Iglesia, 7.
102 Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3; Decr. Ad gentes, sobre la
actividad misionera de la Iglesia, 7.
103 Cf. Enc. Redemptor
hominis, 12: l.c., 279.
104 Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 11. 15.
105 Conc. Ecum. Vat.
II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no
cristianas, 2.
106 Exh. Ap.
postsinodal Christifideles laici 35: l.c., 458.
107 Cf. Conc. Ecum.
Vat. II. Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 41.
108 Enc. Sollicitudo
rei socialis (30 de diciembre de 1987), 41: AAS 80 (1988), 570 s.
109 Documentos de la
III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, México, (1979), 3760
(1145).
110 Discurso a los
obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, en Yakartas, Indonesia, 10 de octubre de
1989, 5: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española, 22 de octubre de 1989.
111 Cf. Pablo VI, Enc.
Populorum progressio, 14-21; 40-42: l.c., 264-268, 277 s.; Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo
rei socialis, 27-41: l.c., 547-572.
112 Cf. Enc.
Sollicitudo rei socialis, 28 : l.c., 548-550.
113 Cf. ibid., cap. IV,
27-34: l.c., 547-560; Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 19-21. 41-42: l.c., 266-268,
277 s.
114 Discurso a los
habitantes de la «Favela Vidigal» era Río de Janeiro, 2 de julio de 1980, 4: AAS 72
(1980), 854.
115 Documentos de la
III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, México, 3757 (1142).
116 Isaac de Stella,
Sermón 31: PL 194, 1793. |